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domingo, 11 de agosto de 2013

El soldado que salvo a la zarevna

Un soldado que estuvo sirviendo en las fronteras lejanas cum­plió su plazo y, con la licencia absoluta, emprendió el regreso a su pueblo. Cruzó muchas tierras y muchos países, hasta que llegó a una capital donde se hospedó en casa de una pobre viejecita.
-¿Qué tal por aquí, abuela? ¿Marcha todo bien en el país?
-¡Qué va, soldadito! Nuestro zar tiene una hija preciosa, la za­revna Marfa. Un príncipe extranjero pidió su mano y, como la zarevna no quiso casarse con él, ha hecho que entre en ella un espíritu malo. Hace más de dos años que padece. El espíritu malo no la deja descansar por las noches: la pobrecita se debate y grita sin poderlo remediar... ¡Qué no habiá intentado el zar! Ha hecho venir a hechiceros, curanderos... Como si nada.
Después de escuchar, el soldado se dijo: «¿Y si probara yo for­tuna? Quizá la salve y el zar me regale algo para proseguir el cami­no.» Cogió el capote, sacó brillo a los botones, se lo puso y mar­chó a palacio. Los servidores de la corte le vieron y, enterados de lo que pretendía, le agarraron por los brazos y le condujeron a pre­sencia del zar.
-¡Hola, soldado! ¿Qué dices de bueno?
-¡Salud tenga vuestra majestad! He oído decir que la zarevna
Marfa está enferma, y yo podría curarla.
-Bien, muchacho. Si llegas a curarla, te cubriré de oro desde los pies hasta la cabeza.
-Ordene vuestra majestad que me suministren todo lo que yo pida.
-Di lo que necesitas.
-Dadme una medida de balas de plomo, una medida de nue­ces y dos barajas de naipes, mandad hacer una fusta de hierro, un rastrillo de hierro de cinco dientes y una figura de hierro, con mue­lles, que parezca una persona.
-Está bien. Mañana lo tendrás todo.
Conque prepararon todo lo que había pedido. El soldado ce­rró hermética-mente todas las ventanas y las puertas del palacio, trazando sobre cada una el signo de la cruz ortodoxa. Solamente dejó una puerta abierta, y allí se puso a montar la guardia. Encen­dió velas para iluminar la estancia, colocó los naipes encima de la mesa y se echó en los bolsillos las balas de plomo y las nueces. Terminados todos los preparativos, se dispuso a esperar. A la me­dianoche en punto llegó volando el espíritu malo, pero no encon­tró puerta ni ventana por donde entrar. Después de volar varias veces en torno al palacio descubrió al fin una puerta abierta. Tomó forma humana y quiso entrar.
-¿Quién va? -gritó el soldado.
-Déjame pasar, soldadito. Soy un lacayo de palacio.
-¿Y dónde has estado rondando hasta ahora, pedazo de sin­vergüenza?
-Donde estuve, ya no estoy. Oye, dame algunas nueces, hombre.
-¡Quiá! Con la cantidad de sinvergüenzas que os habéis juntado aquí, si empiezo a repartiros nueces a todos, me voy a quedar sin nada.
-Haz el favor, hombre.
-Bueno, toma -y le dio una bala.
El demonio se metió la bala en la boca y estuvo apretándola con los dientes hasta que la dejó chafada, pero sin lograr partirla. Mientras él estaba dándole vueltas a la bala de plomo, el soldado partió y se comió unas veinte nueces.
-¡Oye, soldado! -dijo el demonio. ¡Vaya si tienes buenos dientes!
-En cambio tú no vales gran cosa -replicó el soldado. Yo me he pasado veinticinco años sirviendo al zar, y ya tengo los dientes mellados de tanto roer sujari*. Pero, si me hubieras conocido de joven...
-Oye, soldado, ¿jugamos a las cartas?
-¿Y qué nos vamos a jugar?
-El dinero, claro.
-¡Habrá sinvergénza! ¿Qué dinero puede tener un soldado? Cobra tres céntimos al día, y de ahí tiene que pagar el jabón, el betún, la tiza y la cola, sin contar el baño. Si quieres, jugaremos a los papirotazos.
-Venga.
Se pusieron a jugar apostándose papirotazos. El diablo le ganó tres al soldado.
-Pon la frente, que me los voy a cobrar.
-Espera a juntar diez por lo menos, y entonces te los cobras.
Para tres, no merece la pena ensuciarse las manos. -De acuerdo.
Volvieron a jugar, y el soldado ganó una partida que le daba derecho a pegarle diez papirotazos al diablo.
-¡Hala! Trae aquí la frente y verás lo que es apostarse papiro­tazos con un hombre de armas. Te los voy a dar a conciencia. Co­mo un buen soldado.
El diablo le pidió y le suplicó entonces que no le pegara dema­siado fuerte.
-¿Estás viendo? En cuanto tiene uno que ver algo con voso­tros, acaba arrepintiéndose, porque, a la hora de hacer cuentas, ya estáis escurriendo el bulto. Pero yo no puedo de ninguna ma­nera perdonarte la deuda. Soy un soldado y he prestado juramen­to de que nunca faltaré al honor ni a la fe.
-Te lo pagaré en dinero, ¿quieres?
-¿Y qué falta me hace a mí el dinero? La apuesta era en papi­rotazos, conque papirotazos debes pagar. Lo único que puedo ha­cer por ti es llevarte donde está mi hermano pequeño y que te pe­gue él los papirotazos. Al fin y al cabo, no te pegará con tanta fuer­za como yo. Pero, si no quieres, vamos a empezar.
-No, no. Prefiero que sea tu hermano.
El soldado condujo al diablo donde estaba la figura de hierro, tocó un resorte, y el diablo recibió tal papirotazo en la frente, que fue a parar a la pared de enfrente. Pero el soldado le agarró por un brazo y dijo:
-Espera, que aún faltan nueve.
Tocó otra vez el resorte, y la figura le pegó tan fuerte, que salió pegando tumbos y por poco atraviesa la pared. A la tercera, el dia­blo pasó disparado a través de la ventana llevándose el marco por delante. En cuanto se vio fuera, escapó de allí a toda velocidad.
-Y recuerda, maldito demonio, que tienes una deuda de sie­te papirotazos -le gritó el soldado.
Pero el diablo corría tan asustado, que se pegaba con los talo­nes en el trasero.
Por la mañana, el zar le preguntó a su hija:
-¿Cómo has pasado la noche?
-Muy tranquila, padre y señor.
A la noche siguiente, Satanás envió a otro diablo al palacio. Porque resulta que se turnaban para ir a asustar y atormentar a la zarevna. También a él le dio el soldado su merecido. Al cabo de trece noches, eran trece los diablos que habían tenido que vérselas con el soldado, y todos lo pasaron muy mal. Ninguno quería pro­bar suerte otra vez.
-Bueno, pues iré yo ahora -les dijo el abuelo Satanás a sus nietos.
Llegó Satanás al palacio y se puso a charlar con el soldado de esto, de lo otro, de lo de más allá... Luego empezaron a jugar a las cartas. Ganó el soldado. Condujo a Satanás hasta lo que él lla­maba su hermano menor para que le diera los papirotazos. Apretó
El soldado que salvó a la zarevna otro resorte, y la figura estrechó a Satanás entre sus brazos de hie­rro con tanta fuerza, que no podía hacer el menor movimiento. El soldado empuñó entonces la fusta de hierro y se puso a descar­garla sobre Satanás al mismo tiempo que repetía:
-¡Esto es por jugar a las cartas! ¡Esto es por atormentar a la zarevna Marfa!
Cuando se le desgastó la fusta de hierro de tanto pegarle, aga­rró el rastrillo, y¡venga a pasárselo al demonio por los lomos! Sa­tanás rugía con todas sus fuerzas, pero el soldado continuaba ras­trillándole de tal manera que, cuando por fin se vio libre, escapó de allí sin volver la cabeza. Llegó a su pantano, gimiendo:
-¡Ay, nietecitos! El soldado ha estado a punto de matarme.
-¿Ves tú, abuelo? ¿Ves lo retorcido que es? A mí, todavía me zumba la cabeza de los papirotazos, y eso que estuve en palacio hace ya dos semanas. ¡Y menos mal que me los pegó el hermano menor y no él!
Los demonios se pusieron a cavilar, buscando la manera de ha­cer que el soldado abandonara el palacio. Después de mucho pensar decidieron ofrecerle oro. Corrieron todos en tropel a hacerle la pro­puesta. Asustado al verlos venir a todos, el soldado gritó:
-¡Hermano! Ven acá a pegar los papirotazos, que ahí llegan tus acreedores.
-¡Espera, soldado, espera! Hemos venido a hablar de nego­cios. Pide todo el oro que quieras, y te lo daremos con tal de que te marches de palacio.
-¡No! ¿Para qué quiero yo el oro? Pero, si queréis hacer algo que sea de mi agrado, meteos todos dentro de mi mochila. He oído decir que sois muy astutos y podéis colaros incluso por una rendi­ja. Bueno, pues si me lo demostráis, estoy dispuesto a marcharme de palacio. ¡Palabra!
-Pues abre la mochila, soldado -dijeron los demonios encan­tados.
El soldado abrió la mochila, los diablos se metieron dentro y Satanás encima de todos.
-Apretaos bien para que pueda abrochar todas las hebillas. -Tú abróchalas y no te preocupes de nada más.
-Eso es lo que os conviene. Porque, si no consigo abrochar­las -advirtió el soldado-, mal que os pese no saldré del palacio. El soldado abrochó las hebillas de la mochila, hizo el signo de la cruz encima, se la echó a la espalda y fue a ver al zar.
-Majestad -le dijo-. Ordenad que fabriquen treinta marti­llos de tres puds cada uno.
El zar dio la orden, y en seguida estuvieron listos los treinta mar­tillos. El soldado llevó su mochila a la forja, colocó la mochila enci­ma del yunque y dijo a los herreros que pegaran con todas sus fuer­zas. Los demonios lo pasaron muy mal, pero no pudieron salirse. ¡Bien les hizo pagar sus fechorías el soldado! Cuando le pareció con­veniente, dijo:
-¡Basta ya!
Se echó la mochila a la espalda y fue a informar al zar; -Mi servicio ha terminado, majestad. Los demonios no moles­tarán más a la zarevna.
-¡Bravo, soldado! -contestó el zar, agradecido. Ahora, fes­teja cuanto quieras. Pide lo que gustes en cualquier taberna o me­són: no hay tasa para ti.
Y designó a dos escribientes para que le acompañaran a todas partes y cargaran a la cuenta del Tesoro todo el gasto que hiciera. Se pasó un mes entero festejando así, y luego se presentó nueva­mente al zar.
-¿Qué tal, soldado? ¿Has festejado ya bastante?
-En efecto, majestad. Ahora quisiera irme a mi casa.
-¡Pero, hombre! Quédate con nosotros, y haré de ti el perso­naje más importante del reino.
-Gracias, majestad, pero tengo ganas de ver a mi familia.
-Bueno, pues ve con Dios -accedió el zar, y le dio un ca­rruaje, caballos y dinero más que suficiente para toda su vida.
El soldado partió hacia su tierra. Por el camino hizo un alto en una aldea y se encontró con un soldado conocido por haber servi­do juntos en el mismo regimiento.
-¡Hola, hermano!
-¡Hola!
-¿Qué tal te va?
-Como siempre.
-Pues a mí me ha favorecido Dios: ahora soy rico. Habría que celebrar nuestro encuentro. ¿Por qué no te acercas a comprar un cubo de vino?
-Lo haría encantado, pero ya ves que aún debo recoger el ganado. Ve tú mientras tanto. Mira: ahí al lado está la taberna.
-De acuerdo. Pero toma mi mochila, déjala en tu casa y ad­vierte a las mujeres que no la toquen.
Nuestro soldado fue a comprar el vino, y su viejo compañero llevó la mochila a casa, advirtiendo a las mujeres que no la toca­sen. Pero, mientras él se ocupaba del ganado, las mujeres estaban muertas de curiosidad.
-¿Y si mirásemos a ver lo que hay dentro de la mochila? -se dijeron.
En cuanto empezaron a soltar las hebillas, los demonios salie­ron con gran estrépito y escaparon haciendo saltar las puertas y llevándoselas por delante. Iban huyendo, cuando se cruzaron con el soldado que traía el cubo de vino.
-¡Malditos demonios! -exclamó. ¿Quién os ha dejado es­capar?
Horrorizados, los demonios se tiraron de cabeza a la represa del molino, y allí se quedaron para siempre. El soldado entró en la casa, regañó a las mujeres y luego estuvo celebrando el encuen­tro con su viejo compañero. Finalmente llegó a su tierra, y allí vi­vió feliz y holgadamente.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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