Un soldado que estuvo sirviendo en
las fronteras lejanas cumplió su plazo y, con la licencia absoluta, emprendió
el regreso a su pueblo. Cruzó muchas tierras y muchos países, hasta que llegó a
una capital donde se hospedó en casa de una pobre viejecita.
-¿Qué tal por aquí, abuela? ¿Marcha
todo bien en el país?
-¡Qué va, soldadito! Nuestro zar
tiene una hija preciosa, la zarevna
Marfa. Un príncipe extranjero pidió su mano y, como la zarevna no quiso casarse con él, ha hecho que entre en ella un
espíritu malo. Hace más de dos años que padece. El espíritu malo no la deja
descansar por las noches: la pobrecita se debate y grita sin poderlo
remediar... ¡Qué no habiá intentado el zar!
Ha hecho venir a hechiceros, curanderos... Como si nada.
Después de escuchar, el soldado se
dijo: «¿Y si probara yo fortuna? Quizá la salve y el zar me regale algo para proseguir el camino.» Cogió el capote,
sacó brillo a los botones, se lo puso y marchó a palacio. Los servidores de la
corte le vieron y, enterados de lo que pretendía, le agarraron por los brazos y
le condujeron a presencia del zar.
-¡Hola, soldado! ¿Qué dices de
bueno?
-¡Salud tenga vuestra majestad! He
oído decir que la zarevna
Marfa está enferma, y yo podría
curarla.
-Bien, muchacho. Si llegas a
curarla, te cubriré de oro desde los pies hasta la cabeza.
-Ordene vuestra majestad que me
suministren todo lo que yo pida.
-Di lo que necesitas.
-Dadme una medida de balas de
plomo, una medida de nueces y dos barajas de naipes, mandad hacer una fusta de
hierro, un rastrillo de hierro de cinco dientes y una figura de hierro, con muelles,
que parezca una persona.
-Está bien. Mañana lo tendrás todo.
Conque prepararon todo lo que había
pedido. El soldado cerró hermética-mente todas las ventanas y las puertas del
palacio, trazando sobre cada una el signo de la cruz ortodoxa. Solamente dejó
una puerta abierta, y allí se puso a montar la guardia. Encendió velas para
iluminar la estancia, colocó los naipes encima de la mesa y se echó en los
bolsillos las balas de plomo y las nueces. Terminados todos los preparativos,
se dispuso a esperar. A la medianoche en punto llegó volando el espíritu malo,
pero no encontró puerta ni ventana por donde entrar. Después de volar varias
veces en torno al palacio descubrió al fin una puerta abierta. Tomó forma
humana y quiso entrar.
-¿Quién va? -gritó el soldado.
-Déjame pasar, soldadito. Soy un
lacayo de palacio.
-¿Y dónde has estado rondando hasta
ahora, pedazo de sinvergüenza?
-Donde estuve, ya no estoy. Oye,
dame algunas nueces, hombre.
-¡Quiá! Con la cantidad de
sinvergüenzas que os habéis juntado aquí, si empiezo a repartiros nueces a
todos, me voy a quedar sin nada.
-Haz el favor, hombre.
-Bueno, toma -y le dio una bala.
El demonio se metió la bala en la
boca y estuvo apretándola con los dientes hasta que la dejó chafada, pero sin
lograr partirla. Mientras él estaba dándole vueltas a la bala de plomo, el
soldado partió y se comió unas veinte nueces.
-¡Oye, soldado! -dijo el demonio.
¡Vaya si tienes buenos dientes!
-En cambio tú no vales gran cosa
-replicó el soldado. Yo me he pasado veinticinco años sirviendo al zar, y ya tengo los dientes mellados de
tanto roer sujari*. Pero, si me
hubieras conocido de joven...
-Oye, soldado, ¿jugamos a las
cartas?
-¿Y qué nos vamos a jugar?
-El dinero, claro.
-¡Habrá sinvergénza! ¿Qué dinero
puede tener un soldado? Cobra tres céntimos al día, y de ahí tiene que pagar el
jabón, el betún, la tiza y la cola, sin contar el baño. Si quieres, jugaremos a
los papirotazos.
-Venga.
Se pusieron a jugar apostándose
papirotazos. El diablo le ganó tres al soldado.
-Pon la frente, que me los voy a
cobrar.
-Espera a juntar diez por lo menos,
y entonces te los cobras.
Para tres, no merece la pena
ensuciarse las manos. -De acuerdo.
Volvieron a jugar, y el soldado
ganó una partida que le daba derecho a pegarle diez papirotazos al diablo.
-¡Hala! Trae aquí la frente y verás
lo que es apostarse papirotazos con un hombre de armas. Te los voy a dar a
conciencia. Como un buen soldado.
El diablo le pidió y le suplicó
entonces que no le pegara demasiado fuerte.
-¿Estás viendo? En cuanto tiene uno
que ver algo con vosotros, acaba arrepintiéndose, porque, a la hora de hacer
cuentas, ya estáis escurriendo el bulto. Pero yo no puedo de ninguna manera
perdonarte la deuda. Soy un soldado y he prestado juramento de que nunca
faltaré al honor ni a la fe.
-Te lo pagaré en dinero, ¿quieres?
-¿Y qué falta me hace a mí el
dinero? La apuesta era en papirotazos, conque papirotazos debes pagar. Lo
único que puedo hacer por ti es llevarte donde está mi hermano pequeño y que
te pegue él los papirotazos. Al fin y al cabo, no te pegará con tanta fuerza
como yo. Pero, si no quieres, vamos a empezar.
-No, no. Prefiero que sea tu
hermano.
El soldado condujo al diablo donde
estaba la figura de hierro, tocó un resorte, y el diablo recibió tal papirotazo
en la frente, que fue a parar a la pared de enfrente. Pero el soldado le agarró
por un brazo y dijo:
-Espera, que aún faltan nueve.
Tocó otra vez el resorte, y la
figura le pegó tan fuerte, que salió pegando tumbos y por poco atraviesa la
pared. A la tercera, el diablo pasó disparado a través de la ventana
llevándose el marco por delante. En cuanto se vio fuera, escapó de allí a toda
velocidad.
-Y recuerda, maldito demonio, que
tienes una deuda de siete papirotazos -le gritó el soldado.
Pero el diablo corría tan asustado,
que se pegaba con los talones en el trasero.
Por la mañana, el zar le preguntó a su hija:
-¿Cómo has pasado la noche?
-Muy tranquila, padre y señor.
A la noche siguiente, Satanás envió
a otro diablo al palacio. Porque resulta que se turnaban para ir a asustar y
atormentar a la zarevna. También a él
le dio el soldado su merecido. Al cabo de trece noches, eran trece los diablos
que habían tenido que vérselas con el soldado, y todos lo pasaron muy mal.
Ninguno quería probar suerte otra vez.
-Bueno, pues iré yo ahora -les dijo
el abuelo Satanás a sus nietos.
Llegó Satanás al palacio y se puso
a charlar con el soldado de esto, de lo otro, de lo de más allá... Luego
empezaron a jugar a las cartas. Ganó el soldado. Condujo a Satanás hasta lo que
él llamaba su hermano menor para que le diera los papirotazos. Apretó
El soldado que salvó a la zarevna otro resorte, y la figura
estrechó a Satanás entre sus brazos de hierro con tanta fuerza, que no podía
hacer el menor movimiento. El soldado empuñó entonces la fusta de hierro y se
puso a descargarla sobre Satanás al mismo tiempo que repetía:
-¡Esto es por jugar a las cartas!
¡Esto es por atormentar a la zarevna Marfa!
Cuando se le desgastó la fusta de
hierro de tanto pegarle, agarró el rastrillo, y¡venga a pasárselo al demonio
por los lomos! Satanás rugía con todas sus fuerzas, pero el soldado continuaba
rastrillándole de tal manera que, cuando por fin se vio libre, escapó de allí
sin volver la cabeza. Llegó a su pantano, gimiendo:
-¡Ay, nietecitos! El soldado ha
estado a punto de matarme.
-¿Ves tú, abuelo? ¿Ves lo retorcido
que es? A mí, todavía me zumba la cabeza de los papirotazos, y eso que estuve
en palacio hace ya dos semanas. ¡Y menos mal que me los pegó el hermano menor y
no él!
Los demonios se pusieron a cavilar,
buscando la manera de hacer que el soldado abandonara el palacio. Después de
mucho pensar decidieron ofrecerle oro. Corrieron todos en tropel a hacerle la
propuesta. Asustado al verlos venir a todos, el soldado gritó:
-¡Hermano! Ven acá a pegar los
papirotazos, que ahí llegan tus acreedores.
-¡Espera, soldado, espera! Hemos
venido a hablar de negocios. Pide todo el oro que quieras, y te lo daremos con
tal de que te marches de palacio.
-¡No! ¿Para qué quiero yo el oro?
Pero, si queréis hacer algo que sea de mi agrado, meteos todos dentro de mi
mochila. He oído decir que sois muy astutos y podéis colaros incluso por una
rendija. Bueno, pues si me lo demostráis, estoy dispuesto a marcharme de
palacio. ¡Palabra!
-Pues abre la mochila, soldado
-dijeron los demonios encantados.
El soldado abrió la mochila, los
diablos se metieron dentro y Satanás encima de todos.
-Apretaos bien para que pueda
abrochar todas las hebillas. -Tú abróchalas y no te preocupes de nada más.
-Eso es lo que os conviene. Porque,
si no consigo abrocharlas -advirtió el soldado-, mal que os pese no saldré del
palacio. El soldado abrochó las hebillas de la mochila, hizo el signo de la
cruz encima, se la echó a la espalda y fue a ver al zar.
-Majestad -le dijo-. Ordenad que
fabriquen treinta martillos de tres puds
cada uno.
El zar dio la orden, y en seguida estuvieron listos los treinta martillos.
El soldado llevó su mochila a la forja, colocó la mochila encima del yunque y
dijo a los herreros que pegaran con todas sus fuerzas. Los demonios lo pasaron
muy mal, pero no pudieron salirse. ¡Bien les hizo pagar sus fechorías el
soldado! Cuando le pareció conveniente, dijo:
-¡Basta ya!
Se echó la mochila a la espalda y
fue a informar al zar; -Mi servicio
ha terminado, majestad. Los demonios no molestarán más a la zarevna.
-¡Bravo, soldado! -contestó el zar, agradecido. Ahora, festeja cuanto
quieras. Pide lo que gustes en cualquier taberna o mesón: no hay tasa para ti.
Y designó a dos escribientes para
que le acompañaran a todas partes y cargaran a la cuenta del Tesoro todo el
gasto que hiciera. Se pasó un mes entero festejando así, y luego se presentó
nuevamente al zar.
-¿Qué tal, soldado? ¿Has festejado
ya bastante?
-En efecto, majestad. Ahora
quisiera irme a mi casa.
-¡Pero, hombre! Quédate con
nosotros, y haré de ti el personaje más importante del reino.
-Gracias, majestad, pero tengo
ganas de ver a mi familia.
-Bueno, pues ve con Dios -accedió
el zar, y le dio un carruaje,
caballos y dinero más que suficiente para toda su vida.
El soldado partió hacia su tierra.
Por el camino hizo un alto en una aldea y se encontró con un soldado conocido
por haber servido juntos en el mismo regimiento.
-¡Hola, hermano!
-¡Hola!
-¿Qué tal te va?
-Como siempre.
-Pues a mí me ha favorecido Dios:
ahora soy rico. Habría que celebrar nuestro encuentro. ¿Por qué no te acercas a
comprar un cubo de vino?
-Lo haría encantado, pero ya ves
que aún debo recoger el ganado. Ve tú mientras tanto. Mira: ahí al lado está la
taberna.
-De acuerdo. Pero toma mi mochila,
déjala en tu casa y advierte a las mujeres que no la toquen.
Nuestro soldado fue a comprar el
vino, y su viejo compañero llevó la mochila a casa, advirtiendo a las mujeres
que no la tocasen. Pero, mientras él se ocupaba del ganado, las mujeres
estaban muertas de curiosidad.
-¿Y si mirásemos a ver lo que hay
dentro de la mochila? -se dijeron.
En cuanto empezaron a soltar las
hebillas, los demonios salieron con gran estrépito y escaparon haciendo saltar
las puertas y llevándoselas por delante. Iban huyendo, cuando se cruzaron con
el soldado que traía el cubo de vino.
-¡Malditos demonios! -exclamó.
¿Quién os ha dejado escapar?
Horrorizados, los demonios se
tiraron de cabeza a la represa del molino, y allí se quedaron para siempre. El
soldado entró en la casa, regañó a las mujeres y luego estuvo celebrando el
encuentro con su viejo compañero. Finalmente llegó a su tierra, y allí vivió
feliz y holgadamente.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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