En cierto
reino, en cierto país, vivía un viejo con su mujer y su hija Marusia.
Por San
Andrés era costumbre en aquella aldea que se reunieran las mozas en alguna de
las casas. Cocían dulces y se pasaban una semana o más de fiesta.
Conque
una vez, por esas fechas, se reunieron las mozas, prepararon como de costumbre
los dulces y los pastelillos. Por la tarde llegaron los muchachos con un
caramillo, con algo de bebida y empezaron los bailes y la diversión con gran
alborozo. Todas las muchachas bailaban con donaire, pero Marusia mejor que
todas. Al poco rato se presentó en la casa un mozo que daba gusto verle: la tez
blanca, buenos colores, vestido con lujo y pulcritud.
-Buenas
tardes, hermosas muchachas -saludó.
-Buenas
tardes, apuesto mancebo.
-Veo que
os divertís mucho.
-Quédate
tú también.
El recién
llegado sacó una bolsa llena de oro, mandó traer bebidas, nueces, galletas de
miel... Luego convidó a todos, chicos y chicas, y cuando se puso a bailar dejó
a todos admirados, pero en particular a Marusia, a quien también estuvo él
cortejando durante la velada entera.
Llegó el
momento de volver cada cual a su casa, y entonces dijo el joven:
-¿No
quieres salir a despedirme, Marusia?
Ella
salió a despedirle, y entonces preguntó él:
-Marusia,
corazón, ¿te casarías conmigo?
-Si me lo
pides, yo encantada. Y tú, ¿de dónde eres?
-Pues
vivo en tal sitio y trabajo de dependiente en casa de un mercader.
Así se
despidieron, y cada cual se fue por su lado. Regresó Marusia a su casa y le
preguntó su madre:
-¿Te has
divertido, hijita?
-Sí,
mátushka. Además, voy a darte una buena noticia: vino a la velada un mozo
forastero, muy apuesto, bien parecido y con mucho dinero y ha prometido casarse
conmigo.
-Escucha,
Marusia: mañana te llevas un ovillo de hilo a la velada. Cuando salgas a
despedir a ese mozo, le atas un extremo del hilo a un botón y vas soltando la
hebra con cuidado. De esa manera, siguiendo luego el hilo, te enterarás de
dónde vive.
A la
tarde siguiente, Marusia se llevó un ovillo de hilo a la velada. Acudió también
el apuesto mozo.
-Buenas
tardes, Marusia.
-Buenas
tardes.
Comenzaron
los juegos, los bailes, y el mozo buscaba la compañía de Marusia más aún que la
primera vez, sin apartarse ni un paso de ella.
Llegó el
momento de volver cada cual a su casa.
-Sal a
despedirme, Marusia -rogó el mozo.
Marusia
salió con él y, al despedirse, le ató con mucha habilidad un extremo del hilo a
un botón. El mozo echó a andar, y ella fue soltando con mucho cuidado la hebra.
Cuando se terminó el hilo, Marusia lo siguió corriendo para enterarse de dónde
vivía su prometido.
El hilo
seguía primero el camino, pero luego empezó a pasar por encima de tapias y
zanjas hasta conducirla a la entrada principal de una iglesia. Marusia quiso
entrar, pero la puerta estaba cerrada. Echó a andar a lo largo de la pared
hasta que encontró una escalera y, apoyándola junto a una ventana, trepó para
ver lo que allí ocurría.
Subió por
la escalera, se asomó y vio a su prometido, de pie junto a un féretro,
devorando a un difunto que estaba aquella noche en la iglesia para ser
enterrado al día siguiente. Marusia quiso bajar con mucho cuidado de la
escalera; pero estaba tan asustada, que hizo ruido. Emprendió la carrera hacia
su casa, aterrada, todo el tiempo con la impresión de que alguien la perseguía,
hasta que llegó más muerta que viva.
-¿Viste
ayer al mozo de la otra vez? -le preguntó su madre por la mañana.
-Sí,
mátushka -contestó, pero sin más explicaciones.
Llegó la
tarde, y Marusia dudaba entre si ir o no ir a la velada.
-Debes ir
-le aconsejó la madre. Diviértete ahora que eres joven.
Al llegar
Marusia a la velada, el otro ya estaba allí. Como siempre, empeza-ron los
juegos, las risas, los bailes... Las otras muchachas no sospechaban nada. Cuando
todos se despedían ya, dijo el vampiro.
-Sal a
acompañarme, Marusia.
Pero a
ella le daba miedo y se resistía. Entonces intervinieron todas las otras:
-¿Qué te
ocurre? ¿Te ha entrado cortedad de pronto? Anda, sal a despedir a este buen
mozo.
Y ella salió,
encomendándose a Dios. Apenas en la calle, preguntó él:
-¿Fuiste
anoche a la iglesia?
-No.
-¿Viste
lo que yo hacía allí?
-No.
-Bueno,
pues mañana se morirá tu padre -dijo él, y desapareció.
Marusia
volvió a su casa, triste y preocupada. Cuando se despertó por la mañana supo
que su padre había amanecido muerto. Le lloraron, le depositaron en un ataúd y,
al atardecer, la madre fue a apalabrar los funerales con el pope.
Marusia
se quedó sola y, como sentía miedo, pensó: «Iré a ver a mis amigas.»
Llegó a la
casa donde se reunían, y allí estaba el vampiro.
-Hola,
Marusia. ¿Por qué estás tan triste? -le preguntaron las muchachas.
-¿Cómo no
voy a estar triste si se ha muerto mi padre?
-¡Ay,
pobrecilla!
Todos se
lamentaron con ella, y también el maldito vampiro, como si no fuera cosa suya
lo ocurrido. A la hora de deshacerse la reunión dijo como siempre:
-Sal a
despedirme, Marusia.
Ella no
quería. Le daba miedo.
-¡Ni que
fueras una niña pequeña! -intervinieron las otras mozas. ¿Qué temes? Ve a
despedirle, mujer.
Salió por
fin a despedirle, y cuando estuvieron fuera preguntó él:
-Dime, Marusia, ¿estuviste en la iglesia?
-Dime, Marusia, ¿estuviste en la iglesia?
-No.
-¿Y viste
lo que yo hacía?
-No.
-Bueno,
pues mañana se morirá tu madre -dijo él, y desapareció.
Regresó
Marusia a su casa más triste todavía. Cuando se despertó por la mañana supo que
su madre había muerto. Se pasó el día llorando; pero, cuando se puso el sol y
oscureció, le dio miedo quedarse sola. Fue donde sus amigas.
-Hola.
¿Qué te pasa? Estás demudada -le dijeron las mozas.
-¿Y cómo
voy a estar? Ayer se murió mi padre y hoy se ha muerto mi madre.
-iPobrecilla!
¡Qué pena...! -se lamentaban todos.
Llegó el
momento de separarse.
-Sal a
acompañarme, Marusia -pidio él. Marusia salió a acompañarle.
-Dime,
¿estuviste en la iglesia?
-No.
-¿Y viste
lo que yo hacía?
-No.
-Bueno,
pues mañana por la noche te morirás tú.
Marusia
se quedó a dormir en casa de sus amigas. Por la mañana, al despertarse, empezó
a pensar lo que podría hacer y entonces se acordó de una abuela muy viejecita,
tan vieja que se había quedado ya ciega. «Iré a pedirle consejo», decidió, y en
seguida se puso en camino.
-Hola,
abuelita.
-Hola,
nietecita mía. ¿Cómo vives, con ayuda del Señor? ¿Y tus padres?
-Se han
muerto, abuelita -contestó, y le refirió todo lo ocurrido.
Después de
escucharla dijo la anciana:
-¡Pobrecita
mía! Anda corriendo a casa del pope y pídele que, si te mueres, excaven un hoyo
debajo del umbral y, al sacarte de casa, te hagan pasar por ese agujero y no
por la puerta. Pídele también que te entierren en la encrucijada, allí donde se
cruzan dos caminos.
Fue
Marusia a casa del pope y, llorando a todo llorar, le pidió que lo hiciera todo
tal y como había dicho la abuela. De regreso a su casa, compró un ataúd, se
metió dentro y al instante quedó muerta.
Avisado
el sacerdote, enterró primero al padre y a la madre de Marusia y luego a la
muchacha. A ella la sacaron por debajo del umbral y le dieron tierra en la
encrucijada.
Al poco
tiempo pasaba el hijo de un boyardo por delante de la tumba de Marusia y
descubrió allí una florecilla maravillosa como no había visto nunca otra igual.
-Coge esa
florecilla con raíz y todo -le dijo a su criado. La llevaremos a casa y la
plantaremos en un tiesto para que florezca allí.
Conque
cogieron la florecilla, la llevaron a su casa, la plantaron en un tiesto de
colores y la colocaron sobre el alféizar de la ventana. Allí siguió creciendo
la flor tan hermosa.
Pero, una
noche en que no tenía sueño, se fijó el criado en la ventana y vio una cosa
prodigiosa. La florecilla se agitó de pronto, cayó del tiesto al suelo y se
convirtió en una linda doncella. Si hermosa era la florecilla, más lo era la
muchacha.
La linda
doncella echó a andar por los aposentos, buscó comida y bebida y, una vez
saciadas el hambre y la sed, pegó contra el suelo, quedando convertida en
florecilla, y trepó a la ventana para posarse en su rama.
Al día
siguiente le refirió el criado a su señor el prodigio que había presenciado.
-¡Muchacho!
¿Cómo no me has despertado? Esta noche velaremos los dos.
Llegó la
noche, y ellos se quedaron en vela, esperando. A las doce en punto, la
florecilla empezó a agitarse, revoloteó de un lado a otro, luego pegó contra el
suelo y apareció una linda doncella. Buscó comida y bebida y se sentó a cenar.
El joven señor corrió a ella, la tomó de las blancas manos y la condujo a su
aposento, donde estuvo contemplándola embelesado. Por la mañana les dijo a sus
padres:
-Dadme
vuestra venia para casarme: he encontrado novia. Los padres dieron su consen-timiento.
Pero Marusia advirtió:
-Me
casaré contigo, pero a condición de no ir a la iglesia en cuatro años.
-De
acuerdo.
Se
casaron, pues, vivieron felices un año, luego dos, y les nació un niño.
Un día en
que tenían invitados, y después de beber y divertirse, cada cual empezó a
jactarse de su esposa: si la de uno valía mucho, la del otro valía más aún...
-Vosotros
diréis lo que queráis -intervino el señor de la casa, pero no hay en el mundo
ninguna mejor que mi esposa.
-Será muy
buena, pero no está bautizada. -¿Cómo que no?
-Por lo
menos, no va a la iglesia.
Aquellas
palabras le parecieron ofensivas al marido. Esperó al domingo y le ordenó a su
mujer vestirse para asistir a misa.
-Ya lo
sabes: no acepto ninguna razón. Quiero verte lista al instante.
Conque
fueron a la iglesia. El marido entró y no vio nada de particular, pero ella
descubrió en seguida al vampiro sentado en el alféizar de una ventana.
-¡Ah!
Conque has venido, ¿eh? Pues volvamos a lo pasado. ¿Estuviste aquella noche en
la iglesia?
-No.
-¿Y viste
lo que yo hacía allí?
No.
-Bueno,
pues mañana se morirán tu marido y tu hijo.
A la
salida de la iglesia, Marusia corrió a casa de su abuela. Esta le dio agua
bendita en un frasquito, agua de la vida en otro y le explicó lo que debía
hacer.
El marido
y el hijo de Marusia murieron al día siguiente. Acudió el vampiro y preguntó:
-Dime,
¿estuviste en la iglesia?
-Sí.
-¿Y viste
lo que yo hacía?
-Estabas
devorando a un difunto.
Nada más
pronunciar estas palabras, Marusia le echó encima el agua bendita, dejándole
reducido a cenizas.
Luego
salpicó con el agua de la vida a su marido y a su hijo, que resucitaron en
seguida.
Desde
entonces no conocieron ya pesares ni separaciones y vivieron juntos largos años
felices.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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