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domingo, 11 de agosto de 2013

El soldado y el zar en el bosque

En cierto reino, en cierto país, vivía un campesino que tenía dos hijos. Llegó la época de entrar en quintas y fue reclutado el hijo mayor. Sirvió al soberano con tanto celo y tanta suerte que en pocos años alcanzó el grado de general. Por entonces hubo una nueva leva y le tocó servir al menor de los hermanos. Le cortaron el pelo al cero y fue a parar al regimiento que mandaba su hermano el general. El soldado intentó hacerse reconocer; pero, ¡quia! El general renegó de él a rajatabla:
-Ni tú me conoces ni yo sé quién eres.
Una vez estaba el soldado de centinela en una garita próxima al domicilio del general cuando éste daba precisamente un gran banquete, al que acudieron muchos oficiales y señores principales. Viendo el soldado cómo se divertían los demás mientras él estaba allí de centinela, rompió a llorar amargamente.
Los invitados empezaron a preguntarle:
-Escucha, soldado, ¿por qué lloras así?
-¿Cómo no voy a llorar cuando mi propio hermano da fiestas y se divierte sin acordarse de mí para nada?
Los invitados refirieron estas palabras al general, que se puso furioso.
-¿Cómo pueden creer las mentiras de ese imbécil? -exclamó.
Luego ordenó que relevaran al soldado y le dieran trescientos azotes para que aprendiera a no considerarse pariente suyo. Tanto le dolió aquella injus-ticia al soldado, que se puso el equipo de campaña y huyó del regimiento.
Al cabo de un tiempo -no sé si poco o mucho, fue a parar a un bosque tan tupido y tenebroso que apenas si penetraba nadie en él, y allí se quedó, alimentándose de bayas y raíces.
Poco después de estos sucesos, el zar salió un día de caza con un séquito numeroso. Galoparon por los campos, soltaron la jauría, hicieron sonar las trompetas y se lanzaron en busca de animales que cazar.
De pronto apareció un hermoso ciervo, que cruzó como una flecha por delante del zar y se zambulló en el río. Cuando alcanzó la orilla opuesta, se internó en el bosque. El zar también cruzó el río detrás de él y galopó a todo galope... Cuando quiso darse cuenta, el ciervo había desaparecido de su vista, los cazadores habían quedado muy atrás y él se encontraba en medio de un bosque frondoso y oscuro, sin saber hacia dónde dirigirse, pues no se veía ni el menor sendero.
Así anduvo rondando hasta el anochecer, y estaba ya rendido cuando tropezó con el soldado prófugo.
-Hola, buen hombre -le saludó el soldado. ¿Cómo has venido a parar aquí?
-Pues, nada: que salí de caza y me he extraviado en el bosque. ¿Podrías indicarme el camino para salir de aquí?
-¿Quién eres?
-Un servidor del zar.
-Como ya es de noche, mejor será que durmamos en cualquier barranco y mañana te acompañaré hasta el camino.
Partieron en busca de un sitio donde pernoctar y, anda que te anda, vieron una casita.
-¡Vaya! -exclamó el soldado. Dios nos ha conducido a un albergue. Entremos aquí.
Entraron en la casita y encontraron dentro a una anciana.
-Buenas noches, abuela.
-Buenas noches, soldado.
-¿Puedes darnos algo de beber y de comer?
-¡Para mí lo quisiera! No tengo nada.
-Estás mintiendo, vieja del demonio -replicó el soldado.
Y, poniéndose a husmear en el horno y por los vasares, descubrió que la anciana tenía buenas reservas de vino y toda clase de víveres.
El soldado y el zar se sentaron a la mesa, cenaron a sus anchas y subieron luego al desván a dormir. Entonces dijo el soldado:
-Al que se ayuda, Dios le ayuda. Conque, mientras uno de nosotros descansa, el otro montará la guardia.
Echaron a suertes, y la primera guardia le tocó al zar. El soldado le dio su afilado machete y, apostándole junto a la puerta, le recomendó que no se durmiera y le despertase a él en cuanto sucediera algo. Luego se acostó, pero empezó a pensar: «¿Qué tal montará su guardia mi compañero? Quizá falle por la falta de costumbre. Estaré yo alerta.»
El zar estuvo un rato apostado junto a la puerta y luego le entró sueño.
-¿Por qué te tambaleas? ¿Es que te quedas dormido? -gritó el soldado.
-No -contestó el zar.
-Bueno, pues abre el ojo.
El zar siguió apostado cosa de un cuarto de hora más y se quedó traspuesto otra vez.
-¡Eh, amigo! ¿Te has dormido?
-No. Ni pensarlo.
-Pues, si te quedas dormido, no vengas luego con quejas.
El zar aguantó otro cuarto de hora hasta que se le doblaron las rodillas y se desplomó, quedándose dormido. El soldado se incorporó, agarró el machete y se puso a atizarle de plano mientras decía:
-¿Qué modo es éste de montar la guardia? Yo he servido diez años, y mis superiores no me han perdonado ni una sola falta. Pero se conoce que a ti no te han enseñado nada. Se puede perdonar una falta a la primera, se puede perdonar a la segunda... Pero, a la tercera, hay que castigar. Ahora acuéstate tú, que yo me quedaré de guardia.
El zar se acostó a dormir, mientras el soldado hacía su guardia sin pegar un ojo. De pronto, entre gritos y silbidos, llegaron unos bandoleros a aquella casita. La anciana salió a recibirlos y les dijo:
-Tenemos visita: se han quedado dos a pasar aquí la noche.
-¡Gran noticia, abuela! Nosotros nos hemos pasado la noche entera sin hacer la menor presa y resulta que la suerte se nos ha entrado sola por las puertas. Por lo pronto, danos de cenar primero.
-Pero si esos visitantes se lo han comido y se lo han bebido todo...
-¡Qué atrevimiento! ¿Y dónde están?
-Subieron al desván a dormir.
-Ahora mismo voy yo a darles su merecido -dijo uno de los bandoleros y, empuñando un gran cuchillo, trepó al desván.
Apenas el bandolero asomó la cabeza por la puerta del desván, el soldado descargó su machete y la cabeza salió rodando. El soldado metió el cuerpo dentro del desván y aguardó a ver lo que pasaba.
Los bandoleros esperaron un rato y luego se preguntaron:
-¿Por qué tardará tanto?
Mandaron a otro, y también a ése lo mató el soldado. De esta manera, en poco tiempo terminó con todos los bandoleros.
El zar se despertó al amanecer y preguntó, viendo los cadáveres:
-Oye, soldado, ¿dónde nos hemos metido?
El soldado se lo contó todo. Luego bajaron del desván y el soldado le gritó a la vieja:
-Aguarda, vieja del demonio, que me las vas a pagar todas. Conque ayudando a los bandoleros, ¿eh? Venga todo el dinero ahora mismo.
La vieja abrió un baúl lleno de oro. El soldado llenó su mochila hasta arriba, se llenó también los bolsillos y le dijo a su compañero:
-¡Haz tú lo mismo!
-No, hermano -contestó el zar; no hace falta. Nuestro zar tiene dinero de sobra y, teniéndolo él, también lo tendremos nosotros.
-¡Allá tú! -replicó el soldado, y luego le guió por el bosque hasta el gran camino.
-Sigue por aquí -le dijo, y dentro de una hora estarás en la ciudad.
-Adiós y gracias por el favor -se despidió el zar. Ven a verme y tendrás tu suerte asegurada.
-¡Déjate de cuentos! Soy un prófugo y, si asomo por la ciudad, me arrestarán al instante.
-No dudes de lo que te digo, soldado. El zar me estima mucho y, si yo se lo pido y además le cuento lo valiente que eres, no sólo te perdonará, sino que además te dará una recompensa.
-¿Y dónde puedo encontrarte?
-No tienes más que ir a palacio.
-Bueno, pues mañana iré.
El zar se despidió del soldado y echó a andar por el gran camino. Nada más llegar a su ciudad mandó una orden a todas las puertas, los retenes y los cuerpos de guardia diciendo que estuvieran alertas y, en cuanto apareciera un soldado de tales y tales señas, le rindieran honores de general.
Al día siguiente, no hizo más que asomar el soldado por una puerta, cuando el cuerpo de guardia entero salió a formar y le rindió honores de general. Muy sorprendido, preguntó el soldado:
-¿A quién rendís esos honores?
-A ti, soldado.
El soldado sacó un puñado de oro de su mochila y se lo dio para que bebieran a su salud. Siguió andando por la ciudad, y a cada paso le saludaban los centinelas. Conque no paraba de repartir dinero.
-¡Menudo charlatán es ese servidor del zar! -se dijo. Ya le ha contado a todo el mundo que tengo mucho dinero.
Llegó al palacio, donde estaban ya formadas las tropas, y el soberano salió a recibirle con el mismo atuendo que llevaba el día de la caza. Sólo entonces comprendió el soldado con quién había pasado aquella noche en el bosque, y se llevó el gran susto. «¡Pero si es el zar y yo le aticé con el machete como a cualquiera de los nuestros!», pensó.
El zar le tomó de la mano y, delante de todas las tropas, le dio las gracias por haberle salvado y le nombró general.
En cuanto al hermano mayor, el zar le degradó a soldado raso para que aprendiera a no renegar de sus parientes y deudos.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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