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domingo, 11 de agosto de 2013

El principe y su escudero

Erase un rey que tenía un hijo adolescente. El príncipe era muy agradable, tanto de facciones como en su trato. Pero el padre no se interesaba mucho por él, pues era tan avaricioso que sólo pen­saba en el modo de obtener mayores beneficios y sacarles más tri­buto a sus súbditos.
Una vez vio a un viejo que llevaba pieles de cebellina, de mar­mota, de castor y de zorro.
-Oye, viejo, ¿de dónde eres?
-Soy de tal aldea, bátiushka, y ahora estoy al servicio de un silvano.
-¿Y cómo cazáis a los animales?
-El silvano coloca redes, y los animales, como son tontos, se meten en ellas.
-Bueno, pues mira: voy a convidarte a unas copas, y además te daré dinero; pero tienes que enseñarme dónde colocáis las redes.
El viejo cayó en la tentación y se lo dijo todo al rey, quien or­denó que el silvano fuera inmediatamente detenido y encerrado en una celda de hierro. Luego puso sus propias redes en los cotos del silvano.
Un día que el preso contemplaba el jardín a través del venta­nuco de su celda vio salir al príncipe a jugar, rodeado de niñeras y de ayas. Cuando pasó cerca, el silvano gritó:
-¡Hijo del rey! Devuélveme la libertad, que algún día te seré yo útil.
-¿Y cómo puedo hacerlo?
-Ve y dile a tu madre: «Mátushka querida, búscame piojos en la cabeza.» Tú apoya la cabeza sobre sus rodillas, y mientras ella busca aprovecha el momento en que esté distraída, saca la lla­ve de su bolsillo y ven a soltarme.
El príncipe así lo hizo. Después de sacar la llave del bolsillo de su madre volvió al jardín, hizo una flecha, la colocó en el arco bien tirante y la lanzó muy lejos, muy lejos, gritando a las niñeras y las ayas que fueran a recogerla. Mientras ellas corrían en todas direc­ciones, el príncipe abrió la celda de hierro y devolvió la libertad al silvano.
De regreso a sus cotos, el silvano se dedicó a destrozar las re­des colocadas por el rey. Este, viendo que ya no caían más anima­les en ellas, se enfureció y la tomó con su mujer por haber dado la llave para que saliera el silvano. Convocó a los boyardos, a los generales y los consejeros para que decidieran si la reina era deca­pitada en el cadalso o si se la desterraba. El príncipe estaba tan an­gustiado de pensar en su madre, que le confesó al rey su culpa, contándole todo tal y como había ocurrido.
Muy disgustado, el rey se puso a pensar en lo que debía hacer con el hijo. Como no se le podía ejecutar, fue condenado a aban­donar la corte y marcharse hacia donde quisiera, expuesto a todos los vientos del mediodía, a todas las nevascas del invierno y a to­das las tormentas del otoño. Como equipo le dieron un zurrón y, para séquito, un solo escudero.
Así salió el príncipe a campo abierto con su escudero. Lleva­ban caminando no sé si poco o mucho, no sé si por montes o por llanos, cuando vieron un pozo. El príncipe le dijo a su escudero:
-Ve y tráeme agua.
-No iré -contestó el escudero.
Siguieron anda que te anda, hasta llegar a otro pozo.
-Tráeme agua. Tengo sed -pidió nuevamente el príncipe a su escudero.
-No iré -replicó el escudero.
Así continuaron andando. Encontraron un tercer pozo. Como el escudero tampoco quiso traerle agua esa vez, el propio príncipe fue a buscarla. Pero, cuando descendió al pozo, el escudero cerró la tapa del brocal diciendo:
-No te dejaré salir si no aceptas hacer tú de escudero y que sea yo el príncipe.
El príncipe no tuvo más remedio que acceder, firmando el tra­to con su propia sangre. Luego se cambiaron las ropas y siguieron su camino.
En esto llegaron a otro Estado y fueron a ver al zar en su pala­cio: el escudero delante y el príncipe detrás. El escudero, que se quedó a vivir como invitado de aquel zar, comiendo en su mesa, le dijo un día:
-Majestad, ¿por qué no le dais algún trabajo a mi criado, aun­que sea en las cocinas?
Pusieron, pues, al príncipe a trabajar en las cocinas, obligán­dole a acarrear leña y a fregar las cacerolas. Al poco tiempo, el príncipe había aprendido a guisar mejor que los cocineros de la corte. Enterado el zar, comenzó a pagarle en monedas de oro para de­mostrarle su afecto. Pero los otros cocineros, que estaban envidio­sos, buscaron la manera de perjudicarle.
Un día el príncipe preparó un pastel. En cuanto lo metió en el horno, los otros cocineros le echaron un veneno que se habían pro­curado. Conque el zar se sentó a la mesa, sirvieron el pastel y, ape­nas había empuñado el zar su cuchillo, acudió corriendo el cocine­ro jefe:
-¡Majestad! No comáis de ese pastel, os lo ruego -exclamó, ya renglón seguido se puso a contar muchas mentiras acerca del príncipe.
Aun a costa de sacrificarlo, el zar le echó un trozo de pastel a su perro preferido, que se murió nada más comérselo. Entonces el zar hizo com-parecer al príncipe y se puso a gritarle con una voz terrible:
-¿Cómo has sido capaz de ponerle veneno al pastel? Daré or­den de que te ejecuten inmediatamente.
-Yo no estoy enterado de nada de esto, majestad; no sé lo que ha ocurrido -contestó el príncipe-. Es posible que los otros cocineros, molestos por vuestras bondades para conmigo, hayan hecho esto a propósito para cargarme las culpas.
El zar le perdonó, pero dispuso que en adelante trabajara en las caballe-rizas.
Llevaba el príncipe a los caballos al abrevadero, cuando se en­contró con el silvano.
-¡Hola, hijo de rey! Ven un rato a mi casa.
-Temo que se me desmanden los caballos.
-No tengas miedo. Vamos.
Su isba estaba allí mismo. El silvano tenía tres hijas. Llamó a la mayor y le preguntó:
-¿Qué recompensa le darías tú al hijo de rey por haberme de­jado escapar de la celda de hierro?
-Le daré el mantel siempre servido.
Cuando el príncipe salió de casa del silvano llevando su rega­lo, vio que todos los caballos estaban allí. Extendió el mantel, que al instante se cubrió de todos los manjares y las bebidas apeteci­bles.
Al día siguiente también se encontró con el silvano cuando lle­vaba sus caballos al abrevadero.
-Vamos a mi casa -le dijo el silvano y, nada más llegar, le preguntó a la hija mediana: Y tú, ¿qué le darías al hijo de rey?
-Le regalaré el espejito que lo descubre todo.
Igual ocurrió al tercer día: el príncipe se encontró con el silva­no, que le condujo a su casa y preguntó a la hija más pequeña:
-Y tú, ¿qué le darías al hijo de rey?
-Le regalaré este caramillo: bastará que se lo lleve a los labios para que aparezcan músicos y cantores.
El príncipe vivía ahora muy bien: comía y bebía a su gusto, to­do lo sabía y de todo se enteraba y escuchaba música el día ente­ro. ¿Podía desear nada mejor? Además, sus caballos eran algo ma­ravilloso: recios, bien alimenta-dos, ágiles en la carrera...
El zar solía contarle a su querida hija que Dios le había enviado a un palafrenero muy entendido. Pero también la bella zarevna había distinguido hacía ya tiempo al palafrenero: ¿cómo no va a fijarse una linda muchacha en un joven agradable y apuesto? Intrigaba a la zarevna el hecho de que los caballos cuidados por aquel pala­frenero fuesen más raudos y más recios que los demás. «Tengo que ir a su cuarto -se dijo- para ver en qué condiciones vive el pobrecillo.» Y como es sabido que una mujer hace siempre lo que se le antoja, aprovechó para entrar en su cuarto el momento en que el príncipe había llevado los caballos al abrevadero. Se enteró de todo nada más mirarse en el espejito. Al marcharse se llevó el mantel siempre servido, el espejito y el caramillo.
Por entonces cayó sobre el zar una gran desgracia: atacó su reino el Idólische, un monstruo de siete cabezas, que pedía la mano de la zarevna.
-Si no me la conceden por las buenas, la tomaré por la fuerza -dijo, y desplegó su ejército, que era numerosísimo.
Muy preocupado, el zar hizo pregonar por todo su reino un edic­to convocando a los nobles y los bogatires y prometiendo la mitad de su reino y la mano de su hija, por añadidura, a quien venciera al monstruo de las siete cabezas. Conque se congregaron los no­bles y los bogatires y fueron a pelear contra el Idólische. Con las tropas del zar partió también el escudero. Nuestro palafrenero montó en una yegua gris y siguió a los demás. Iba cabalgando, cuando se encontró con el silvano:
-¿A dónde vas, hijo de rey?
-A la guerra.
-En ese rucio no llegarás muy lejos. ¿Y tú eres palafrenero? Ven a mi casa, anda.
El silvano condujo al príncipe a su isba y le sirvió un vaso de vodka. El príncipe se lo bebió.
-¿Sientes ahora muchas fuerzas?
-Me parece -contestó el príncipe- que si tuviera una maza de cincuenta puds, la lanzara al aire y pusiera la cabeza para que me cayera encima, no notaría el golpe.
El silvano le hizo beber otro vaso.
-Y ahora, ¿sientes muchas fuerzas?
-Me parece que si tuviera una maza de cien puds, la lanzaría más arriba de las nubes.
Le escanció un vaso más.
-¿Y cuáles son tus fuerzas ahora?
-Me parece que si fuera posible colocar una columna que lle­gase desde la tierra hasta el cielo, yo sería capaz de voltear el uni­verso entero.
El silvano escanció vodka de otra espita y le hizo beber al prín­cipe, con lo cual quedaron reducidas sus fuerzas a una séptima parte.
El silvano acompañó luego al príncipe al porche, lanzó un es­tridente silbido que hizo aparecer de repente a un extraordinario corcel alazán: al galopar hacía temblar la tierra; de su nariz escapa­ban llamas, de sus orejas salían columnas de humo y bajo sus cas­cos brotaban chispas. Cuando llegó delante del porche, se arrodilló.
-Ahí tienes un caballo -dijo el silvano, y también le dio una maza-rompecabezas y una fusta de seda.
Así partió el príncipe, montado en su corcel alazán, contra las tropas enemigas. Al poco tiempo descubrió al escudero, tiritando de miedo en lo alto de un abedul al que se había subido. El prínci­pe le atizó un par de fustazos y se lanzó contra el adversario. A muchos enemigos segó con su espada, y más fueron los que halla­ron la muerte bajo los cascos de su caballo; en cuanto al Idólische, le cortó las siete cabezas.
Entre tanto, la zarevna lo había visto todo porque no pudo re­sistir a la tentación de mirar a través del espejo para saber a quién darían su mano. En seguida partió al encuentro del príncipe y le preguntó:
-¿Cómo debo expresarte mi gratitud?
-Dándome un beso, hermosa doncella.
Sin avergonzarse, la zarevna le dio un beso tan sonoro, que el ejército entero lo oyó.
El príncipe espoleó a su caballo y desapareció al instante. Se metió en su cuarto como si no hubiera estado en la batalla. Mien­tras tanto, el escudero andaba jactándose y contanto a todo el que quería oírle:
-¡He sido yo! ¡Yo he vencido al Idólische!
El zar le recibió con grandes honores, le concedió la mano de su hija y ordenó un gran festín. Pero la zarevna, que no era tonta, se fingió indispuesta, diciendo que le dolía la cabeza y notaba opre­sión en el pecho. ¿Qué podía hacer el futuro yerno, cómo debía comportarse?
-Bátiushka -le dijo al zar-, dame un barco y yo iré a buscar medicinas para mi prometida. Y ordena también que vaya el pala­frenero conmigo: estoy acostumbrado a que me acompañe.
Así se hizo: el zar le dio un barco y ordenó que el palafrenero fuese con él.
El escudero y el príncipe partieron. Después de navegar algún tiempo, no sé si mucho o poco, el escudero ordenó que se hiciera un saco, metieran al palafrenero en él y lo arrojaran al mar. La zarevna miró al espejito, lo vio todo y se espantó. Montó en una ca­rroza y partió a toda velocidad hacia el mar. En la orilla estaba ya el silvano tejiendo una red.
-¡Buen hombre! Ayúdame, por favor: ese malvado escudero quiere que se ahogue el príncipe.
-A tus órdenes, hermosa doncella. Aquí tienes una red. Lán­zala tú misma con tus blancas manos.
La zarevna arrojó la red a lo más profundo del mar, salvó al príncipe y con él volvió al palacio, donde se lo contó todo a su padre.
En seguida fue organizado un alegre banquete y luego se cele­bró la boda. Un zar no necesita preparar el hidromiel ni destilar el vodka, pues de todo tiene en abundancia.
Entre tanto, el escudero compró toda clase de remedios y vol­vió. Nada más entrar en el palacio, le detuvieron. Intentó justifi­carse, pero ya era tarde: inmediatamente fue fusilado a la puerta de la ciudad.
La boda del príncipe se celebró con gran algazara. Todas las tabernas y las posadas estuvieron abiertas durante una semana en­tera y sirvieron de balde a la gente sin dinero.
Yo estaba allí, comí y bebí, todo me corrió por el bigote, sin que me entrara nada en el gañote.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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