Erase un rey que tenía un hijo
adolescente. El príncipe era muy agradable, tanto de facciones como en su
trato. Pero el padre no se interesaba mucho por él, pues era tan avaricioso que
sólo pensaba en el modo de obtener mayores beneficios y sacarles más tributo
a sus súbditos.
Una vez vio a un viejo que llevaba
pieles de cebellina, de marmota, de castor y de zorro.
-Oye, viejo, ¿de dónde eres?
-Soy de tal aldea, bátiushka, y ahora estoy al servicio de
un silvano.
-¿Y cómo cazáis a los animales?
-El silvano coloca redes, y los
animales, como son tontos, se meten en ellas.
-Bueno, pues mira: voy a convidarte
a unas copas, y además te daré dinero; pero tienes que enseñarme dónde colocáis
las redes.
El viejo cayó en la tentación y se
lo dijo todo al rey, quien ordenó que el silvano fuera inmediatamente detenido
y encerrado en una celda de hierro. Luego puso sus propias redes en los cotos
del silvano.
Un día que el preso contemplaba el
jardín a través del ventanuco de su celda vio salir al príncipe a jugar,
rodeado de niñeras y de ayas. Cuando pasó cerca, el silvano gritó:
-¡Hijo del rey! Devuélveme la
libertad, que algún día te seré yo útil.
-¿Y cómo puedo hacerlo?
-Ve y dile a tu madre: «Mátushka querida, búscame piojos en la
cabeza.» Tú apoya la cabeza sobre sus rodillas, y mientras ella busca aprovecha
el momento en que esté distraída, saca la llave de su bolsillo y ven a
soltarme.
El príncipe así lo hizo. Después de
sacar la llave del bolsillo de su madre volvió al jardín, hizo una flecha, la
colocó en el arco bien tirante y la lanzó muy lejos, muy lejos, gritando a las
niñeras y las ayas que fueran a recogerla. Mientras ellas corrían en todas
direcciones, el príncipe abrió la celda de hierro y devolvió la libertad al
silvano.
De regreso a sus cotos, el silvano
se dedicó a destrozar las redes colocadas por el rey. Este, viendo que ya no
caían más animales en ellas, se enfureció y la tomó con su mujer por haber
dado la llave para que saliera el silvano. Convocó a los boyardos, a los
generales y los consejeros para que decidieran si la reina era decapitada en
el cadalso o si se la desterraba. El príncipe estaba tan angustiado de pensar
en su madre, que le confesó al rey su culpa, contándole todo tal y como había
ocurrido.
Muy disgustado, el rey se puso a
pensar en lo que debía hacer con el hijo. Como no se le podía ejecutar, fue
condenado a abandonar la corte y marcharse hacia donde quisiera, expuesto a
todos los vientos del mediodía, a todas las nevascas del invierno y a todas
las tormentas del otoño. Como equipo le dieron un zurrón y, para séquito, un
solo escudero.
Así salió el príncipe a campo
abierto con su escudero. Llevaban caminando no sé si poco o mucho, no sé si
por montes o por llanos, cuando vieron un pozo. El príncipe le dijo a su
escudero:
-Ve y tráeme agua.
-No iré -contestó el escudero.
Siguieron anda que te anda, hasta
llegar a otro pozo.
-Tráeme agua. Tengo sed -pidió
nuevamente el príncipe a su escudero.
-No iré -replicó el escudero.
Así continuaron andando.
Encontraron un tercer pozo. Como el escudero tampoco quiso traerle agua esa
vez, el propio príncipe fue a buscarla. Pero, cuando descendió al pozo, el
escudero cerró la tapa del brocal diciendo:
-No te dejaré salir si no aceptas
hacer tú de escudero y que sea yo el príncipe.
El príncipe no tuvo más remedio que
acceder, firmando el trato con su propia sangre. Luego se cambiaron las ropas
y siguieron su camino.
En esto llegaron a otro Estado y
fueron a ver al zar en su palacio: el escudero delante y el príncipe detrás.
El escudero, que se quedó a vivir como invitado de aquel zar, comiendo en su
mesa, le dijo un día:
-Majestad, ¿por qué no le dais
algún trabajo a mi criado, aunque sea en las cocinas?
Pusieron, pues, al príncipe a
trabajar en las cocinas, obligándole a acarrear leña y a fregar las cacerolas.
Al poco tiempo, el príncipe había aprendido a guisar mejor que los cocineros de
la corte. Enterado el zar, comenzó a
pagarle en monedas de oro para demostrarle su afecto. Pero los otros
cocineros, que estaban envidiosos, buscaron la manera de perjudicarle.
Un día el príncipe preparó un
pastel. En cuanto lo metió en el horno, los otros cocineros le echaron un
veneno que se habían procurado. Conque el zar se sentó a la mesa, sirvieron el
pastel y, apenas había empuñado el zar
su cuchillo, acudió corriendo el cocinero jefe:
-¡Majestad! No comáis de ese
pastel, os lo ruego -exclamó, ya renglón seguido se puso a contar muchas
mentiras acerca del príncipe.
Aun a costa de sacrificarlo, el zar
le echó un trozo de pastel a su perro preferido, que se murió nada más
comérselo. Entonces el zar hizo
com-parecer al príncipe y se puso a gritarle con una voz terrible:
-¿Cómo has sido capaz de ponerle
veneno al pastel? Daré orden de que te ejecuten inmediatamente.
-Yo no estoy enterado de nada de
esto, majestad; no sé lo que ha ocurrido -contestó el príncipe-. Es posible que
los otros cocineros, molestos por vuestras bondades para conmigo, hayan hecho
esto a propósito para cargarme las culpas.
El zar le perdonó, pero dispuso que en adelante trabajara en las
caballe-rizas.
Llevaba el príncipe a los caballos
al abrevadero, cuando se encontró con el silvano.
-¡Hola, hijo de rey! Ven un rato a
mi casa.
-Temo que se me desmanden los
caballos.
-No tengas miedo. Vamos.
Su isba estaba allí mismo. El silvano tenía tres hijas. Llamó a la
mayor y le preguntó:
-¿Qué recompensa le darías tú al
hijo de rey por haberme dejado escapar de la celda de hierro?
-Le daré el mantel siempre servido.
Cuando el príncipe salió de casa
del silvano llevando su regalo, vio que todos los caballos estaban allí.
Extendió el mantel, que al instante se cubrió de todos los manjares y las
bebidas apetecibles.
Al día siguiente también se
encontró con el silvano cuando llevaba sus caballos al abrevadero.
-Vamos a mi casa -le dijo el
silvano y, nada más llegar, le preguntó a la hija mediana: Y tú, ¿qué le
darías al hijo de rey?
-Le regalaré el espejito que lo
descubre todo.
Igual ocurrió al tercer día: el
príncipe se encontró con el silvano, que le condujo a su casa y preguntó a la
hija más pequeña:
-Y tú, ¿qué le darías al hijo de
rey?
-Le regalaré este caramillo:
bastará que se lo lleve a los labios para que aparezcan músicos y cantores.
El príncipe vivía ahora muy bien:
comía y bebía a su gusto, todo lo sabía y de todo se enteraba y escuchaba
música el día entero. ¿Podía desear nada mejor? Además, sus caballos eran algo
maravilloso: recios, bien alimenta-dos, ágiles en la carrera...
El zar solía contarle a su querida hija que Dios le había enviado a un
palafrenero muy entendido. Pero también la bella zarevna había distinguido hacía ya tiempo al palafrenero: ¿cómo no
va a fijarse una linda muchacha en un joven agradable y apuesto? Intrigaba a la
zarevna el hecho de que los caballos
cuidados por aquel palafrenero fuesen más raudos y más recios que los demás.
«Tengo que ir a su cuarto -se dijo- para ver en qué condiciones vive el
pobrecillo.» Y como es sabido que una mujer hace siempre lo que se le antoja,
aprovechó para entrar en su cuarto el momento en que el príncipe había llevado
los caballos al abrevadero. Se enteró de todo nada más mirarse en el espejito.
Al marcharse se llevó el mantel siempre servido, el espejito y el caramillo.
Por entonces cayó sobre el zar una gran desgracia: atacó su reino
el Idólische, un monstruo de siete cabezas, que pedía la mano de la zarevna.
-Si no me la conceden por las
buenas, la tomaré por la fuerza -dijo, y desplegó su ejército, que era
numerosísimo.
Muy preocupado, el zar hizo pregonar por todo su reino un
edicto convocando a los nobles y los bogatires y prometiendo la mitad de su
reino y la mano de su hija, por añadidura, a quien venciera al monstruo de las
siete cabezas. Conque se congregaron los nobles y los bogatires y fueron a pelear contra el Idólische. Con las tropas del
zar partió también el escudero.
Nuestro palafrenero montó en una yegua gris y siguió a los demás. Iba
cabalgando, cuando se encontró con el silvano:
-¿A dónde vas, hijo de rey?
-A la guerra.
-En ese rucio no llegarás muy
lejos. ¿Y tú eres palafrenero? Ven a mi casa, anda.
El silvano condujo al príncipe a su
isba y le sirvió un vaso de vodka. El príncipe se lo bebió.
-¿Sientes ahora muchas fuerzas?
-Me parece -contestó el príncipe-
que si tuviera una maza de cincuenta puds,
la lanzara al aire y pusiera la cabeza para que me cayera encima, no notaría el
golpe.
El silvano le hizo beber otro vaso.
-Y ahora, ¿sientes muchas fuerzas?
-Me parece que si tuviera una maza
de cien puds, la lanzaría más arriba de las nubes.
Le escanció un vaso más.
-¿Y cuáles son tus fuerzas ahora?
-Me parece que si fuera posible
colocar una columna que llegase desde la tierra hasta el cielo, yo sería capaz
de voltear el universo entero.
El silvano escanció vodka de otra
espita y le hizo beber al príncipe, con lo cual quedaron reducidas sus fuerzas
a una séptima parte.
El silvano acompañó luego al
príncipe al porche, lanzó un estridente silbido que hizo aparecer de repente a
un extraordinario corcel alazán: al galopar hacía temblar la tierra; de su
nariz escapaban llamas, de sus orejas salían columnas de humo y bajo sus cascos
brotaban chispas. Cuando llegó delante del porche, se arrodilló.
-Ahí tienes un caballo -dijo el
silvano, y también le dio una maza-rompecabezas y una fusta de seda.
Así partió el príncipe, montado en
su corcel alazán, contra las tropas enemigas. Al poco tiempo descubrió al
escudero, tiritando de miedo en lo alto de un abedul al que se había subido. El
príncipe le atizó un par de fustazos y se lanzó contra el adversario. A muchos
enemigos segó con su espada, y más fueron los que hallaron la muerte bajo los
cascos de su caballo; en cuanto al Idólische, le cortó las siete cabezas.
Entre tanto, la zarevna lo había visto todo porque no
pudo resistir a la tentación de mirar a través del espejo para saber a quién
darían su mano. En seguida partió al encuentro del príncipe y le preguntó:
-¿Cómo debo expresarte mi gratitud?
-Dándome un beso, hermosa doncella.
Sin avergonzarse, la zarevna le dio
un beso tan sonoro, que el ejército entero lo oyó.
El príncipe espoleó a su caballo y
desapareció al instante. Se metió en su cuarto como si no hubiera estado en la
batalla. Mientras tanto, el escudero andaba jactándose y contanto a todo el
que quería oírle:
-¡He sido yo! ¡Yo he vencido al
Idólische!
El zar le recibió con grandes honores, le concedió la mano de su hija
y ordenó un gran festín. Pero la zarevna, que no era tonta, se fingió
indispuesta, diciendo que le dolía la cabeza y notaba opresión en el pecho.
¿Qué podía hacer el futuro yerno, cómo debía comportarse?
-Bátiushka -le dijo al zar-,
dame un barco y yo iré a buscar medicinas para mi prometida. Y ordena también
que vaya el palafrenero conmigo: estoy acostumbrado a que me acompañe.
Así se hizo: el zar le dio un barco
y ordenó que el palafrenero fuese con él.
El escudero y el príncipe
partieron. Después de navegar algún tiempo, no sé si mucho o poco, el escudero
ordenó que se hiciera un saco, metieran al palafrenero en él y lo arrojaran al
mar. La zarevna miró al espejito, lo
vio todo y se espantó. Montó en una carroza y partió a toda velocidad hacia el
mar. En la orilla estaba ya el silvano tejiendo una red.
-¡Buen hombre! Ayúdame, por favor:
ese malvado escudero quiere que se ahogue el príncipe.
-A tus órdenes, hermosa doncella.
Aquí tienes una red. Lánzala tú misma con tus blancas manos.
La zarevna arrojó la red a lo más profundo del mar, salvó al príncipe
y con él volvió al palacio, donde se lo contó todo a su padre.
En seguida fue organizado un alegre
banquete y luego se celebró la boda. Un zar no necesita preparar el hidromiel
ni destilar el vodka, pues de todo tiene en abundancia.
Entre tanto, el escudero compró
toda clase de remedios y volvió. Nada más entrar en el palacio, le detuvieron.
Intentó justificarse, pero ya era tarde: inmediatamente fue fusilado a la
puerta de la ciudad.
La boda del príncipe se celebró con
gran algazara. Todas las tabernas y las posadas estuvieron abiertas durante una
semana entera y sirvieron de balde a la gente sin dinero.
Yo estaba allí, comí y bebí, todo
me corrió por el bigote, sin que me entrara nada en el gañote.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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