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domingo, 11 de agosto de 2013

El soldado profugo y el diablo

Un soldado solicitó un permiso y, cuando se lo otorgaron, par­tió hacia su pueblo. Anduvo bastante sin encontrar una fuente donde remojar unos sujari y echarse algo al estómago, que tenía vacío desde hacía mucho tiempo. Siguió, pues, caminando, hasta que descubrió de pronto un arroyuelo. Se acercó a la orilla, tomó tres sujari de la mochila y los metió en el agua.
El soldado tenía, además, un violín en el que tocaba diversas canciones en sus ratos libres. De pronto apareció a su lado el dia­blo, que había tomado la figura de un viejecillo, con un libro entre las manos.
-Hola, señor soldado.
-Hola, buen hombre.
El diablo no pudo reprimir una mueca cuando se oyó llamar buen hombre.
-Escucha, amigo, ¿por qué no hacemos un cambio? Yo te doy mi libro, y tú me das el violín, ¿eh?
-¿Y para qué quiero yo tu libro, viejo? Aunque me he pasado diez años sirviendo a nuestro soberano, nunca he sabido leer y es­cribir. Y si antes no aprendí, ahora ya es tarde.
-No te preocupes por eso, soldado. Este libro mío, es capaz de leerlo todo aquel que lo mire.
-Trae, a ver que pruebe.
El soldado abrió el libro y se puso a leer como si hubiera sabido desde siempre. Muy contento, cambió en seguida el violín por el libro. El diablo agarró el violín, empezó a pasar el arco por las cuer­das; pero, de música, nada.
-Oye, hermano -le dijo al soldado, quédate aquí un par de días o tres para enseñarme a tocar el violín. Yo sabré agrade­cértelo.
-No, viejo -contestó el soldado-. Quiero ir a mi tierra y, en tres días, habré hecho mucho camino.
-Hazme ese favor, soldado. Si te quedas y me enseñas a to­car el violín, yo te llevo hasta tu pueblo en un día: en una troika de postas.
Mientras el soldado reflexionaba en si quedarse o no, sacó los sujari del agua para comer algo.
-Mala comida tienes, amigo soldado -observó el diablo. Prueba la mía, anda.
Abrió un hatillo y de él extrajo pan blanco, carne asada, vodka y toda clase de manjares. ¡Allí sí que había para hartarse!
El soldado comió y bebió cuanto quiso y accedió a quedarse en casa de aquel viejecillo desconocido para enseñarle a tocar el violín. A los tres días, le dijo que se marchaba a su casa. El diablo salió con él hasta el porche, delante del cual esperaba un carruaje tirado por tres recios caballos.
-Sube, soldado, y te conduciré en un instante.
El soldado subió al lado del diablo, los caballos emprendieron la carrera y galoparon tan raudos, que los postes de las verstas pa­saban como relámpagos. En un abrir y cerrar de ojos llegaron a un lugar donde el demonio preguntó:
-¿Conoces esta aldea, soldado?
-¿Cómo no voy a conocerla si he nacido y me he criado aquí? -Bueno, pues te dejo.
El soldado se apeó, fue a casa de sus parientes y, después de saludarles, se puso a contar lo que había sido de él en aquellos años, cuándo le habían concedido el permiso y por cuánto tiempo. El tenía la impresión de haber pasado solamente tres días en casa del diablo, pero en realidad habían sido tres años. El plazo de su per­miso había concluido hacía muchísimo tiempo, y en el regimiento le tenían seguramente por prófugo..
Perplejo, el soldado no sabía qué hacer. Ni siquiera lograba distraerle la fiesta organizada por sus parientes para celebrar su llegada. Salió a la calle y echó a andar hasta el extremo del pueblo.
-¿Qué hago yo ahora? -se preguntaba. Si vuelvo al regimiento, me van a deslomar a baquetazos. ¡Buena faena me has hecho, demonio!
Apenas había pronunciado estas palabras, se le apareció el diablo.
-¡No te apures, soldado! Quédate conmigo. ¿Qué vida os dan en el regimiento? Os alimentan con sujari, os dan de baquetazos... Yo, en cambio, puedo concederte lo que quieras. ¿Quieres que te haga mercader?
-Eso no me parece mal. Los mercaderes se dan buena vida. Me gustaría probar.
El diablo le hizo mercader, proporcionándole en la capital un local espacioso lleno de las más variadas y caras mercaderías.
-Ahora te dejo, hermano. Me voy a los confines de la tierra, al más lejano de los países, cuyo rey tiene una hija preciosa, la prin­cesa María. Voy a dedicarme a atormentarla por todos los medios.
Vivía nuestro mercader tan a gusto: la buena fortuna se le en­traba sola por las puertas, la marcha de sus negocios no dejaba na­da que desear... Los otros mercaderes comenzaron a envidiarle.
-Habría que preguntarle quién es, de dónde viene y si tiene licencia para comerciar -dijeron. Porque, ¡maldita sea!, es que nos ha quitado toda la parroquia.
De manera que fueron a verle y empezaron a hacerle preguntas.
-Amigos míos -contestó el soldado-, en este momento es­toy atareadísimo y no tengo tiempo para charlar con vosotros. Ve­nid mañana, y todo os lo explicaré.
Los mercaderes volvieron a sus casas y el soldado se quedó pensando en lo que debía hacer y en cómo contestar. Después de mucho cavilar decidió abandonar su comercio y marcharse de la ciudad por la noche. Juntó todo el dinero que tenía y partió hacia los confines de la tierra y el más lejano de los países.
Al cabo de mucho caminar llegó a la barrera de una ciudad.
-¿Quién eres? -le preguntó un centinela.
-Soy médico -contestó. He venido a este reino porque la hija de vuestro rey está enferma y quiero curarla.
El centinela informó a los servidores de la corte, éstos se lo co­municaron al rey y el rey hizo comparecer al soldado.
-Si curas a mi hija, te la daré por esposa -dijo.
-Majestad, ordenad que me proporcionen tres barajas de nai­pes, tres botellas de vino dulce, tres botellas de aguardiente del más fuerte, tres libras de nueces, tres libras de balas de plomo y tres manojos de velas de cera virgen.
-Todo lo tendrás.
El soldado esperó a que se hiciera de noche, compró un violín y fue a los aposentos de la princesa. Iluminó las estancias con las velas y empezó a beber mientras tocaba el violín.
Llegada la medianoche, apareció el diablo y, al ver al soldado, corrió a él:
-¡Hola, hombre!
-Hola.
-¿Qué estás bebiendo?
-Un refresco.
-Dame a mí también.
-Con mucho gusto -contestó el soldado, y le presentó un vaso lleno de aguardiente. El diablo se lo bebió y se quedó casi sin respiración.
-¿Sabes que está un poco fuerte? ¿No tienes nada para comer después?
-Toma unas nueces -ofreció el soldado, y le presentó un pu­ñado de balas de plomo. El diablo intentó partirlas, pero sólo con­siguió romperse los dientes. Luego se pusieron a jugar a las cartas. Entre unas cosas y otras fue pasando el tiempo, cantaron los gallos y el diablo desapareció.
-¿Cómo has pasado la noche, hija mía? -preguntó el rey a la princesa.
-Tranquila, a Dios gracias.
La noche siguiente transcurrió de la misma manera. Para la ter­cera, el soldado le pidió al rey:
-Majestad: ordenad que forjen unas tenazas de cincuenta puds, tres varillas de cobre, tres de hierro y tres de estaño. 
-Todo lo tendrás.
A medianoche apareció el diablo.
-¡Hola, soldado! He venido otra vez a estar de tertulia contigo.
-¡Hola! Un compañero ameno siempre es bienvenido.
Estaban entretenidos tomando unas copas, cuando el diablo vio las tenazas.
-¿Y qué es esto?
-Verás: el rey me ha tomado a su servicio para enseñar a to­car el violín a unos músicos; pero todos tienen los dedos ganchu­dos, así como los tuyos aproximadamente, y necesito estas tena­zas para enderezárselos.
-Oye, ¿y no podrías enderezar los míos también? Porque to­davía no he aprendido a tocar el violín.
-¿Por qué no voy a poder? Mete aquí los dedos.
El diablo metió las dos manos en las tenazas, el soldado las cerró, apretó un tornillo, luego agarró una varilla y empezó a atizarle al diablo repitiendo:
-Esto es por la mercadería.
-¡Suéltame, por favor! -rogaba y suplicaba el diablo. Te aseguro que no voy a aproximarme al palacio a menos de treinta verstas.
Pero el soldado continuaba fustigándole. Cuando el diablo lo­gró soltarse, a fuerza de pegar brincos y de retorcerse, le dijo al soldado:
-Aunque te cases con la princesa, no escaparás de mis ga­rras. En cuanto te alejes treinta verstas de la ciudad, me apoderaré de ti.
Después de estas palabras, desapareció.
El soldado se casó con la princea y vivieron en amor y buena armonía. Al cabo de algunos años falleció el rey y pasó él a gober­nar todo el reino. Una vez estaba el nuevo rey paseando por el jardín con su esposa y dijo:
-¡Qué jardín tan bello!
-Este no es nada comparado con otro que tenemos fuera de la ciudad, a unas treinta verstas de aquí. ¡Ese sí que tiene cosas admirables!
El rey lo dispuso todo y marchó a ver aquel jardín con la reina. Pero, no hizo más que apearse de la carroza, cuando le salió al encuentro el diablo.
-¿Por qué has venido? ¿Se te ha olvidado lo que te dije? Bue­no, pues tú te lo has buscado: ahora no te escaparás de mis ga­rras.
-¿Qué se le va a hacer? Se conoce que tal es mi destino. Per­mite, por lo menos, que me despida de mi joven esposa.
-Bueno, despídete, pero date prisa...

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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