Un soldado solicitó un permiso y,
cuando se lo otorgaron, partió hacia su pueblo. Anduvo bastante sin encontrar
una fuente donde remojar unos sujari
y echarse algo al estómago, que tenía vacío desde hacía mucho tiempo. Siguió,
pues, caminando, hasta que descubrió de pronto un arroyuelo. Se acercó a la
orilla, tomó tres sujari de la mochila y los metió en el agua.
El soldado tenía, además, un violín
en el que tocaba diversas canciones en sus ratos libres. De pronto apareció a
su lado el diablo, que había tomado la figura de un viejecillo, con un libro
entre las manos.
-Hola, señor soldado.
-Hola, buen hombre.
El diablo no pudo reprimir una
mueca cuando se oyó llamar buen hombre.
-Escucha, amigo, ¿por qué no
hacemos un cambio? Yo te doy mi libro, y tú me das el violín, ¿eh?
-¿Y para qué quiero yo tu libro,
viejo? Aunque me he pasado diez años sirviendo a nuestro soberano, nunca he
sabido leer y escribir. Y si antes no aprendí, ahora ya es tarde.
-No te preocupes por eso, soldado.
Este libro mío, es capaz de leerlo todo aquel que lo mire.
-Trae, a ver que pruebe.
El soldado abrió el libro y se puso
a leer como si hubiera sabido desde siempre. Muy contento, cambió en seguida el
violín por el libro. El diablo agarró el violín, empezó a pasar el arco por las
cuerdas; pero, de música, nada.
-Oye, hermano -le dijo al soldado,
quédate aquí un par de días o tres para enseñarme a tocar el violín. Yo sabré
agradecértelo.
-No, viejo -contestó el soldado-.
Quiero ir a mi tierra y, en tres días, habré hecho mucho camino.
-Hazme ese favor, soldado. Si te
quedas y me enseñas a tocar el violín, yo te llevo hasta tu pueblo en un día:
en una troika de postas.
Mientras el soldado reflexionaba en
si quedarse o no, sacó los sujari del
agua para comer algo.
-Mala comida tienes, amigo soldado
-observó el diablo. Prueba la mía, anda.
Abrió un hatillo y de él extrajo
pan blanco, carne asada, vodka y toda clase de manjares. ¡Allí sí que había
para hartarse!
El soldado comió y bebió cuanto
quiso y accedió a quedarse en casa de aquel viejecillo desconocido para
enseñarle a tocar el violín. A los tres días, le dijo que se marchaba a su
casa. El diablo salió con él hasta el porche, delante del cual esperaba un
carruaje tirado por tres recios caballos.
-Sube, soldado, y te conduciré en
un instante.
El soldado subió al lado del
diablo, los caballos emprendieron la carrera y galoparon tan raudos, que los
postes de las verstas pasaban como relámpagos. En un abrir y cerrar de ojos
llegaron a un lugar donde el demonio preguntó:
-¿Conoces esta aldea, soldado?
-¿Cómo no voy a conocerla si he
nacido y me he criado aquí? -Bueno, pues te dejo.
El soldado se apeó, fue a casa de
sus parientes y, después de saludarles, se puso a contar lo que había sido de
él en aquellos años, cuándo le habían concedido el permiso y por cuánto tiempo.
El tenía la impresión de haber pasado solamente tres días en casa del diablo,
pero en realidad habían sido tres años. El plazo de su permiso había concluido
hacía muchísimo tiempo, y en el regimiento le tenían seguramente por prófugo..
Perplejo, el soldado no sabía qué
hacer. Ni siquiera lograba distraerle la fiesta organizada por sus parientes
para celebrar su llegada. Salió a la calle y echó a andar hasta el extremo del
pueblo.
-¿Qué hago yo ahora? -se
preguntaba. Si vuelvo al regimiento, me van a deslomar a baquetazos. ¡Buena
faena me has hecho, demonio!
Apenas había pronunciado estas
palabras, se le apareció el diablo.
-¡No te apures, soldado! Quédate
conmigo. ¿Qué vida os dan en el regimiento? Os alimentan con sujari, os dan de
baquetazos... Yo, en cambio, puedo concederte lo que quieras. ¿Quieres que te
haga mercader?
-Eso no me parece mal. Los
mercaderes se dan buena vida. Me gustaría probar.
El diablo le hizo mercader,
proporcionándole en la capital un local espacioso lleno de las más variadas y
caras mercaderías.
-Ahora te dejo, hermano. Me voy a
los confines de la tierra, al más lejano de los países, cuyo rey tiene una hija
preciosa, la princesa María. Voy a dedicarme a atormentarla por todos los
medios.
Vivía nuestro mercader tan a gusto:
la buena fortuna se le entraba sola por las puertas, la marcha de sus negocios
no dejaba nada que desear... Los otros mercaderes comenzaron a envidiarle.
-Habría que preguntarle quién es,
de dónde viene y si tiene licencia para comerciar -dijeron. Porque, ¡maldita
sea!, es que nos ha quitado toda la parroquia.
De manera que fueron a verle y
empezaron a hacerle preguntas.
-Amigos míos -contestó el soldado-,
en este momento estoy atareadísimo y no tengo tiempo para charlar con
vosotros. Venid mañana, y todo os lo explicaré.
Los mercaderes volvieron a sus
casas y el soldado se quedó pensando en lo que debía hacer y en cómo contestar.
Después de mucho cavilar decidió abandonar su comercio y marcharse de la ciudad
por la noche. Juntó todo el dinero que tenía y partió hacia los confines de la
tierra y el más lejano de los países.
Al cabo de mucho caminar llegó a la
barrera de una ciudad.
-¿Quién eres? -le preguntó un
centinela.
-Soy médico -contestó. He venido a
este reino porque la hija de vuestro rey está enferma y quiero curarla.
El centinela informó a los
servidores de la corte, éstos se lo comunicaron al rey y el rey hizo
comparecer al soldado.
-Si curas a mi hija, te la daré por
esposa -dijo.
-Majestad, ordenad que me
proporcionen tres barajas de naipes, tres botellas de vino dulce, tres
botellas de aguardiente del más fuerte, tres libras de nueces, tres libras de
balas de plomo y tres manojos de velas de cera virgen.
-Todo lo tendrás.
El soldado esperó a que se hiciera
de noche, compró un violín y fue a los aposentos de la princesa. Iluminó las
estancias con las velas y empezó a beber mientras tocaba el violín.
Llegada la medianoche, apareció el
diablo y, al ver al soldado, corrió a él:
-¡Hola, hombre!
-Hola.
-¿Qué estás bebiendo?
-Un refresco.
-Dame a mí también.
-Con mucho gusto -contestó el
soldado, y le presentó un vaso lleno de aguardiente. El diablo se lo bebió y se
quedó casi sin respiración.
-¿Sabes que está un poco fuerte?
¿No tienes nada para comer después?
-Toma unas nueces -ofreció el
soldado, y le presentó un puñado de balas de plomo. El diablo intentó
partirlas, pero sólo consiguió romperse los dientes. Luego se pusieron a jugar
a las cartas. Entre unas cosas y otras fue pasando el tiempo, cantaron los
gallos y el diablo desapareció.
-¿Cómo has pasado la noche, hija
mía? -preguntó el rey a la princesa.
-Tranquila, a Dios gracias.
La noche siguiente transcurrió de
la misma manera. Para la tercera, el soldado le pidió al rey:
-Majestad: ordenad que forjen unas
tenazas de cincuenta puds, tres varillas de cobre, tres de hierro y tres de
estaño.
-Todo lo tendrás.
-Todo lo tendrás.
A medianoche apareció el diablo.
-¡Hola, soldado! He venido otra vez
a estar de tertulia contigo.
-¡Hola! Un compañero ameno siempre
es bienvenido.
Estaban entretenidos tomando unas
copas, cuando el diablo vio las tenazas.
-¿Y qué es esto?
-Verás: el rey me ha tomado a su
servicio para enseñar a tocar el violín a unos músicos; pero todos tienen los
dedos ganchudos, así como los tuyos aproximadamente, y necesito estas tenazas
para enderezárselos.
-Oye, ¿y no podrías enderezar los
míos también? Porque todavía no he aprendido a tocar el violín.
-¿Por qué no voy a poder? Mete aquí
los dedos.
El diablo metió las dos manos en
las tenazas, el soldado las cerró, apretó un tornillo, luego agarró una varilla
y empezó a atizarle al diablo repitiendo:
-Esto es por la mercadería.
-¡Suéltame, por favor! -rogaba y
suplicaba el diablo. Te aseguro que no voy a aproximarme al palacio a menos de
treinta verstas.
Pero el soldado continuaba
fustigándole. Cuando el diablo logró soltarse, a fuerza de pegar brincos y de
retorcerse, le dijo al soldado:
-Aunque te cases con la princesa,
no escaparás de mis garras. En cuanto te alejes treinta verstas de la ciudad,
me apoderaré de ti.
Después de estas palabras,
desapareció.
El soldado se casó con la princea y
vivieron en amor y buena armonía. Al cabo de algunos años falleció el rey y
pasó él a gobernar todo el reino. Una vez estaba el nuevo rey paseando por el
jardín con su esposa y dijo:
-¡Qué jardín tan bello!
-Este no es nada comparado con otro
que tenemos fuera de la ciudad, a unas treinta verstas de aquí. ¡Ese sí que tiene cosas admirables!
El rey lo dispuso todo y marchó a
ver aquel jardín con la reina. Pero, no hizo más que apearse de la carroza,
cuando le salió al encuentro el diablo.
-¿Por qué has venido? ¿Se te ha
olvidado lo que te dije? Bueno, pues tú te lo has buscado: ahora no te escaparás
de mis garras.
-¿Qué se le va a hacer? Se conoce
que tal es mi destino. Permite, por lo menos, que me despida de mi joven
esposa.
-Bueno, despídete, pero date
prisa...
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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