En cierto
reino vivía Fomá Berénnikov, un campesino tan fuerte y orondo, que si un
gorrión le rozaba con el ala al pasar, le tiraba al suelo. Como todo el mundo
se metía con él, la vida le resultaba tan ingrata que pensó: «¡Voy a ahogarme!»
Y se encaminó a un pantano.
Las
ranas, al verle venir, se tiraron de cabeza al agua. «Ya no me ahogo -pensó
entonces Fomá. También a mí me tienen miedo.»
Conque
volvió a su casa. Se preparó para ir a labrar. El caballo que tenía era un
pobre rocín, derrengado de tanto trabajar. La collera le había hecho mataduras
en el cuello y encima le acosaba una nube de tábanos y de moscas. Fomá se
acercó, le dio una palmada -de un manotazo echó cien abajo- y entonces dijo:
-¡Pero si
soy un bogatir! Se acabó el labrar. Yo lo que quiero es guerrear.
Los
vecinos se reían de él:
-¿Guerrear
tú, imbécil? ¡Si sólo vales para echar de comer a los cerdos!
Pero de
nada sirvió: Fomá había decidido que era un bogatir. Agarró un hacha mellada y
un cuchillo grande de hacer teas, se puso una vieja casaca y un gorro alto de
punto, montó en su jamelgo y cabalgó al azar hacia campo abierto. Allí plantó
un poste y escribió en él: «Voy a guerrear a otras ciudades: de un manotazo echo
cien abajo.»
Apenas se
había apartado de allí, llegaron cabalgando dos recios bogatires. Al leer la
inscripción dijeron:
-¿Quién
será ese bogatir? ¿Hacia dónde habrá ido? Ni por las huellas ni por las trazas
parece muy famoso.
Se
lanzaron tras él por el camino. Al verlos, Fomá les preguntó:
-¿Quiénes
sois?
-La paz
sea contigo, buen hombre. Somos unos recios bogatires.
-¿Y
cuántas cabezas cortáis de un golpe?
-Cinco
-contestó uno.
-Diez
-dijo el otro.
-¿Y decís
que sois recios bogatires? ¡Si no valéis nada! ¡Yo sí que soy un bogatir! De un
manotazo, echo cien abajo.
-Llévanos
contigo y serás nuestro hermano mayor.
-Bueno,
pues seguidme -aceptó Fomá.
Los
recios bogatires se colocaron detrás de él y juntos siguieron hacia los cotos
reales. Llegaron, se tumbaron a descansar y soltaron a los caballos para que
pastaran la sedosa hierba. Al cabo de algún tiempo, no sé si poco o mucho
porque los cuentos se cuentan pronto, pero las cosas se hacen despacio, los
descubrió el zar.
-¿Quiénes
son esos palurdos que andan por mis prados como por su casa? -exclamó-. Conque
nunca había asomado por aquí el hocico ningún bicho ni el ala ningún pájaro, y
ahora se presenta esa gentuza...
Inmediatamente
reclutó un gran ejército y le dio orden de despejar sus cotos. Las tropas, numerosísimas,
se pusieron en marcha. Cuando los recios bogatires las vieron, fueron a
informar al que habían aceptado como hermano mayor.
-Id a
enteraros de lo que ocurre -les contestó Fomá, y así veré yo lo valientes que
sois.
Los
bogatires montaron en sus buenos caballos, los lanzaron contra las tropas
enemigas, arremetieron como los halcones resplandecientes caen sobre una
bandada de palomas, los aplastaron y los acuchillaron a todos.
«Esto no
marcha», pensó el zar, y volvió a reclutar un gran ejército, el doble que el
anterior, y al frente de todas las tropas mandó a un gigante muy forzudo, igual
de alto que un monte, que tenía la cabeza como un barril de cerveza y la frente
como un ojo de puente.
Montó
Fomá en su jamelgo, cabalgó al encuentro del gigante y le dijo:
-Tú eres
un recio bogatir y yo lo soy también. A dos apuestos guerreros como nosotros no
nos daría honor ni fama ponernos a pelear sin saludarnos. Es un tributo que nos
debemos el uno al otro antes de comenzar la lid.
-De
acuerdo -contestó el gigante.
Se
apartaron el uno del otro para saludarse. El gigante tardó media hora en
inclinar la cabeza, y otra media necesitaba para levantarla. A Fomá, pequeño
pero listo, le pareció que era demasiado esperar. Empuñó el cuchillo de las
teas, pegó un par de tajos y la cabeza del gigante salió rodando.
Las
tropas, espantadas, se dispersaron. Fomá se montó entonces en el caballo del
gigante y corrió detrás, pisoteándolas bajo los cascos de su montura.
El zar no
tuvo más remedio que darse por vencido. Hizo llamar al recio bogatir Fomá
Berénnikov y a sus dos hermanos menores, los agasajó y los trató con todos los
honores y luego le dio a Fomá por esposa a la princesa, su hija, con la mitad
de su reino como dote.
Al cabo
del tiempo -no sé si poco o mucho porque los cuentos se cuentan pronto, pero
las cosas se hacen despacio- atacó aquel reino un soberano musulmán con un
inmenso ejército, exigiendo como rescate un tributo muy elevado. El zar, que no
quería pagar aquel tributo, equipó a sus valerosas tropas, las puso bajo el
mando de su yerno con la orden expresa de que todos se fijaran en Fomá para
hacer exactamente lo que él hiciera.
Fomá se
puso en marcha para ir a combatir. Se metió en un bosque, y las tropas le
siguieron. Cortó un abedul, y los soldados cortaron un abedul cada uno.
Llegaron a la orilla de un río profundo, pero no había ningún puente y tenían
que dar un rodeo de doscientas verstas para seguir adelante. Fomá arrojó su
abedul al agua y todos los soldados arrojaron los suyos también. De esa manera
atajaron el río y lo cruzaron.
El
soberano musulmán se había apostado en una ciudad muy fuerte. Fomá se detuvo
delante, encendió una hoguera, se quedó en cueros y se sentó cerca del fuego
para calentarse. Así que lo vieron, los soldados se pusieron inmediatamente a
recoger ramas secas, a cortar leña, y encendieron hogueras por todo el
campamento.
«No
vendría mal tomar un bocado», se dijo Fomá Berénnikov. Sacó un bollo de su
macuto y empezó a comer. De repente apareció por allí un perro, le arrancó el
bollo de las manos y echó a correr. Fomá agarró un tronco de la hoguera y, en
cueros como estaba, se lanzó detrás a carrera abierta, gritando con todas sus
fuerzas:
-iA ése!
¡A ése!
Viendo lo
que hacía Fomá, los soldados, que también estaban en cueros junto a las
hogueras, se levantaron como por resorte, agarraron troncos ardiendo de las
hogueras y corrieron tras él.
El perro
aquel, que era del soberano musulmán, corrió derecho a la ciudad y se metió en
el palacio. Fomá siguió al perro y los soldados siguieron a Fomá incendiándolo
todo sin piedad. El pánico cundió por la ciudad y el soberano, que del susto no
sabía qué hacer, pidió firmar la paz. Pero Fomá no aceptó: hizo prisionero al
soberano y sometió todo su reino.
Al volver
de la campaña fue recibido por el zar con grandes honores: hubo bandas de
música, salvas de artillería, las campanas se echaron a vuelo y se organizó un
gran festín.
Yo estuve
allí también. Bebí vino, bebí hidromiel. Por los bigotes me corrió, pero en mi
boca nada entró. Comí de la berza que había, pero me quedé con la panza vacía.
Entonces me dieron un capirote para echarme cogido del cogote. Me dieron un
gorro al final, y me escabullí por el portal.
Me dieron
un kaftán azul. Llegó una bandada de
pájaros gritando: «¡Mira qué kaftán azul, mira qué kaftán azul!» Yo entendí: «¡Tira ese kaftán azul!» Me lo quité y en el camino lo tiré. Me dieron unas
botas encarnadas. Pasaron unos cuervos gritando: «¡Unas botas encarnadas!» Yo
entendí: «¡Esas botas son robadas!» Me las quité y también las tiré. Me dieron
un corcel hecho de cera, una fusta de guisantes para arrear y unos nabos para
hacer el cabezal. Vi a un campesino junto a una hoguera que había encendido
para secar el granero. Se me ocurrió dejar el caballo allí cerca, y se derritió
en goterones de cera. La fusta se la comieron las gallinas, y con los nabos del
cabezal unos cerdos hicieron igual.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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