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domingo, 11 de agosto de 2013

Foma berennikov (2)

En cierto reino vivía Fomá Berénnikov, un campesino tan fuerte y orondo, que si un gorrión le rozaba con el ala al pasar, le tiraba al suelo. Como todo el mundo se metía con él, la vida le resultaba tan ingrata que pensó: «¡Voy a ahogarme!» Y se encaminó a un pantano.
Las ranas, al verle venir, se tiraron de cabeza al agua. «Ya no me ahogo -pensó entonces Fomá. También a mí me tienen miedo.»
Conque volvió a su casa. Se preparó para ir a labrar. El caballo que tenía era un pobre rocín, derrengado de tanto trabajar. La collera le había hecho mataduras en el cuello y encima le acosaba una nube de tábanos y de moscas. Fomá se acercó, le dio una palmada -de un manotazo echó cien abajo- y entonces dijo:
-¡Pero si soy un bogatir! Se acabó el labrar. Yo lo que quiero es guerrear.
Los vecinos se reían de él:
-¿Guerrear tú, imbécil? ¡Si sólo vales para echar de comer a los cerdos!
Pero de nada sirvió: Fomá había decidido que era un bogatir. Agarró un hacha mellada y un cuchillo grande de hacer teas, se puso una vieja casaca y un gorro alto de punto, montó en su jamelgo y cabalgó al azar hacia campo abierto. Allí plantó un poste y escribió en él: «Voy a guerrear a otras ciudades: de un manotazo echo cien abajo.»
Apenas se había apartado de allí, llegaron cabalgando dos recios bogatires. Al leer la inscripción dijeron:
-¿Quién será ese bogatir? ¿Hacia dónde habrá ido? Ni por las huellas ni por las trazas parece muy famoso.
Se lanzaron tras él por el camino. Al verlos, Fomá les preguntó:
-¿Quiénes sois?
-La paz sea contigo, buen hombre. Somos unos recios bogatires.
-¿Y cuántas cabezas cortáis de un golpe?
-Cinco -contestó uno.
-Diez -dijo el otro.
-¿Y decís que sois recios bogatires? ¡Si no valéis nada! ¡Yo sí que soy un bogatir! De un manotazo, echo cien abajo.
-Llévanos contigo y serás nuestro hermano mayor.
-Bueno, pues seguidme -aceptó Fomá.
Los recios bogatires se colocaron detrás de él y juntos siguieron hacia los cotos reales. Llegaron, se tumbaron a descansar y soltaron a los caballos para que pastaran la sedosa hierba. Al cabo de algún tiempo, no sé si poco o mucho porque los cuentos se cuentan pronto, pero las cosas se hacen despacio, los descubrió el zar.
-¿Quiénes son esos palurdos que andan por mis prados como por su casa? -exclamó-. Conque nunca había asomado por aquí el hocico ningún bicho ni el ala ningún pájaro, y ahora se presenta esa gentuza...
Inmediatamente reclutó un gran ejército y le dio orden de despejar sus cotos. Las tropas, numerosísimas, se pusieron en marcha. Cuando los recios bogatires las vieron, fueron a informar al que habían aceptado como hermano mayor.
-Id a enteraros de lo que ocurre -les contestó Fomá, y así veré yo lo valientes que sois.
Los bogatires montaron en sus buenos caballos, los lanzaron contra las tropas enemigas, arremetieron como los halcones resplandecientes caen sobre una bandada de palomas, los aplastaron y los acuchillaron a todos.
«Esto no marcha», pensó el zar, y volvió a reclutar un gran ejército, el doble que el anterior, y al frente de todas las tropas mandó a un gigante muy forzudo, igual de alto que un monte, que tenía la cabeza como un barril de cerveza y la frente como un ojo de puente.
Montó Fomá en su jamelgo, cabalgó al encuentro del gigante y le dijo:
-Tú eres un recio bogatir y yo lo soy también. A dos apuestos guerreros como nosotros no nos daría honor ni fama ponernos a pelear sin saludarnos. Es un tributo que nos debemos el uno al otro antes de comenzar la lid.
-De acuerdo -contestó el gigante.
Se apartaron el uno del otro para saludarse. El gigante tardó media hora en inclinar la cabeza, y otra media necesitaba para levantarla. A Fomá, pequeño pero listo, le pareció que era demasiado esperar. Empuñó el cuchillo de las teas, pegó un par de tajos y la cabeza del gigante salió rodando.
Las tropas, espantadas, se dispersaron. Fomá se montó entonces en el caballo del gigante y corrió detrás, pisoteándolas bajo los cascos de su montura.
El zar no tuvo más remedio que darse por vencido. Hizo llamar al recio bogatir Fomá Berénnikov y a sus dos hermanos menores, los agasajó y los trató con todos los honores y luego le dio a Fomá por esposa a la princesa, su hija, con la mitad de su reino como dote.
Al cabo del tiempo -no sé si poco o mucho porque los cuentos se cuentan pronto, pero las cosas se hacen despacio- atacó aquel reino un soberano musulmán con un inmenso ejército, exigiendo como rescate un tributo muy elevado. El zar, que no quería pagar aquel tributo, equipó a sus valerosas tropas, las puso bajo el mando de su yerno con la orden expresa de que todos se fijaran en Fomá para hacer exactamente lo que él hiciera.
Fomá se puso en marcha para ir a combatir. Se metió en un bosque, y las tropas le siguieron. Cortó un abedul, y los soldados cortaron un abedul cada uno. Llegaron a la orilla de un río profundo, pero no había ningún puente y tenían que dar un rodeo de doscientas verstas para seguir adelante. Fomá arrojó su abedul al agua y todos los soldados arrojaron los suyos también. De esa manera atajaron el río y lo cruzaron.
El soberano musulmán se había apostado en una ciudad muy fuerte. Fomá se detuvo delante, encendió una hoguera, se quedó en cueros y se sentó cerca del fuego para calentarse. Así que lo vieron, los soldados se pusieron inmediatamente a recoger ramas secas, a cortar leña, y encendieron hogueras por todo el campamento.
«No vendría mal tomar un bocado», se dijo Fomá Berénnikov. Sacó un bollo de su macuto y empezó a comer. De repente apareció por allí un perro, le arrancó el bollo de las manos y echó a correr. Fomá agarró un tronco de la hoguera y, en cueros como estaba, se lanzó detrás a carrera abierta, gritando con todas sus fuerzas:
-iA ése! ¡A ése!
Viendo lo que hacía Fomá, los soldados, que también estaban en cueros junto a las hogueras, se levantaron como por resorte, agarraron troncos ardiendo de las hogueras y corrieron tras él.
El perro aquel, que era del soberano musulmán, corrió derecho a la ciudad y se metió en el palacio. Fomá siguió al perro y los soldados siguieron a Fomá incendiándolo todo sin piedad. El pánico cundió por la ciudad y el soberano, que del susto no sabía qué hacer, pidió firmar la paz. Pero Fomá no aceptó: hizo prisionero al soberano y sometió todo su reino.
Al volver de la campaña fue recibido por el zar con grandes honores: hubo bandas de música, salvas de artillería, las campanas se echaron a vuelo y se organizó un gran festín.
Yo estuve allí también. Bebí vino, bebí hidromiel. Por los bigotes me corrió, pero en mi boca nada entró. Comí de la berza que había, pero me quedé con la panza vacía. Entonces me dieron un capirote para echarme cogido del cogote. Me dieron un gorro al final, y me escabullí por el portal.
Me dieron un kaftán azul. Llegó una bandada de pájaros gritando: «¡Mira qué kaftán azul, mira qué kaftán azul!» Yo entendí: «¡Tira ese kaftán azul!» Me lo quité y en el camino lo tiré. Me dieron unas botas encarnadas. Pasaron unos cuervos gritando: «¡Unas botas encarnadas!» Yo entendí: «¡Esas botas son robadas!» Me las quité y también las tiré. Me dieron un corcel hecho de cera, una fusta de guisantes para arrear y unos nabos para hacer el cabezal. Vi a un campesino junto a una hoguera que había encendido para secar el granero. Se me ocurrió dejar el caballo allí cerca, y se derritió en goterones de cera. La fusta se la comieron las gallinas, y con los nabos del cabezal unos cerdos hicieron igual.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)


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