Un matrimonio viejo que
no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia
divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia
de tener un niño.
Un día se fue el marido
al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:
-Yo sé cuál es la pena
que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme
bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla
sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.
El anciano volvió al
pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un
huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los
cuarenta y un huevos.
Pasaron dos semanas; los
ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos
nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.
El padre le puso a cada
uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre
ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo:
-Como no tengo nombre
para ti, te llamaré Gorrioncito.
Los niños crecieron con
tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a
sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos
labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa.
Llegó la temporada de
siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una
semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El
anciano los contempló y dijo gruñendo:
-¡Oh juventud indolente!
Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada.
-Padre, antes de juzgar,
ve a ver -dijo Gorrioncito.
El anciano se vistió, fue
a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes
haces de heno.
-¡Qué valientes son mis
chicos! ¡Cuánto heno han guadañado en una semana y qué haces tan grandes han
hecho! -exclamó.
Tan grande fue su deseo
de admirar sus bienes, que al día siguiente fue otra vez a las praderas; llegó
allí y vio que faltaba un haz. Volvió a casa preocupado y dijo a sus hijos:
-¡Oh hijos míos! ¡Ha
desaparecido un haz de heno!
-No importa, padre.
Nosotros cogeremos al ladrón -le contestó Gorrioncito. Dame cien rublos; yo sé
lo que tengo que hacer.
Cogió los cien rublos y
se dirigió a la herrería.
-¿Puedes -dijo al
herrero- forjarme una cadena con la que pueda atar a un hombre desde los pies
hasta la cabeza?
-¿Por qué no? -contestó
el herrero.
-Pues hazme una, pero que
sea bastante resistente. Si resulta fuerte te pagaré cien rublos; pero si se
rompe no cobrarás ni un copec.
El herrero forjó una
cadena de hierro. Gorrioncito se ató con ella el cuerpo, luego se dobló por la
cintura y la cadena se rompió. El herrero le forjó otra mucho más fuerte, que
resistió todas las pruebas, y Gorrioncito la cogió, pagó por ella cien rublos y
se dirigió a las praderas para montar la guardia a los haces de heno. Se sentó
al lado de uno de ellos y se puso a esperar.
Justo a media noche se
levantó el viento, se alborotó el mar, y de sus profundidades surgió una yegua
hermosísima que se acercó al primer haz y empezó a devorar el heno. Gorrioncito
corrió hacia ella, la sujetó con la cadena de hierro y montó a caballo en su
lomo.
La yegua, enfurecida,
echó a correr por valles y montes; pero, a pesar de esta carrera desenfrenada,
el jinete permaneció como clavado en su sitio. Al fin, cansada de correr, la
yegua se paró y dijo:
-¡Oh, joven valeroso! Ya
que has podido dominarme, sé tú el amo de mis potros.
Se acercó a la orilla del
mar y relinchó estrepitosamente. El mar se alborotó y salieron a la orilla
cuarenta y un caballos tan magníficos, que aunque se buscasen por todo el mundo
no se encontrarían otros semejantes.
Por la mañana, el padre
de Gorrioncito, oyendo un gran pataleo y estrepitoso relinchar en el patio,
salió asustado para ver lo que pasaba. Era su hijo que llegaba a casa
acompañado de todo un rebaño de caballos.
-¡Hola, hermanos!
-exclamó. Aquí traigo un caballo para cada uno; vámonos a buscar novia.
-¡Vámonos! -contestaron
todos.
Los padres les dieron su
bendición y todos los hermanos se pusieron en camino.
Durante mucho tiempo
anduvieron por el mundo, pues no era cosa fácil encontrar tantas novias.
Además, no querían separarse y casarse con jóvenes que perteneciesen a
distintas familias, para no tener suerte distinta cada uno, y no era fácil
encontrar una madre que pudiese alabarse de tener cuarenta y una hijas.
Al fin llegaron a un país
muy lejano y vieron un espléndido palacio, todo de piedra blanca, que se
elevaba en una altísima montaña. Lo cercaba un alto muro y a la entrada estaban
clavados unos postes de hierro. Los contaron y eran cuarenta y uno.
Ataron a estos postes sus
briosos caballos y entraron en el patio. Salió a su encuentro la bruja Baba-Yaga ,
que les gritó:
-¿Quién los ha invitado a
entrar? ¿Cómo han osado atar sus caballos a los postes sin pedirme permiso?
-¡Vaya, vieja! ¿Por qué
gritas tanto? Antes de todo danos de comer y beber y caliéntanos el baño; luego
podrás hacernos tus preguntas.
Baba-Yaga les dio de
comer y beber, les calentó el baño, y después empezó a preguntarles:
-Díganme, valerosos
jóvenes, ¿están buscando algo o sólo caminan por el gusto de pasear?
-Estamos buscando una
cosa, abuelita.
-¿Y qué quieren?
-Buscamos novias para
todos.
-¡Pero si yo tengo
cuarenta y una hijas! -exclamó Baba-Yaga.
Corrió a la torre y
pronto apareció acompañada de cuarenta y una jóvenes.
Los hermanos, encantados,
solicitaron permiso para casarse con ellas, y en seguida lo obtuvieron y
celebraron la boda con un alegre festín.
Al anochecer, Gorrioncito
fue a ver qué tal estaba su caballo, y éste, al acercársele su amo, le dijo con
voz humana:
-¡Cuidado, amo! Cuando se
acuesten con sus jóvenes esposas no se olviden de cambiar con ellas los
vestidos; pónganse los de ellas y vístanlas a ellas con los de ustedes; si no,
perecerán todos.
Gorrioncito lo contó todo
a sus hermanos, y todos al llegar la noche vistieron a sus jóvenes esposas con
sus trajes, poniéndose ellos los de éstas, y así se acostaron. Pronto todos se
durmieron profundamente; sólo Gorrioncito permaneció vigilando sin cerrar los
ojos.
A media noche gritó
Baba-Yaga con una voz espantosa:
-¡Hola, mis fieles
servidores! ¡Vengan aquí y corten la cabeza a los visitantes importunos!
En un instante acudieron
los fieles servidores y cortaron la cabeza a las hijas de Baba-Yaga.
Gorrioncito despertó a
sus hermanos y les explicó lo ocurrido; cogieron las cabezas cortadas de sus
esposas, las colocaron en los postes de hierro que adornaban la entrada,
ensillaron sus caballos y huyeron de allí a todo galope.
Por la mañana la bruja se
levantó, miró por la ventana y, ¡oh desgracia!, las cabezas de sus hijas estaban
colocadas en los postes de hierro. Se enfureció, ordenó que le diesen su escudo
abrasador y se lanzó en persecución de los jóvenes echando fuego y quemando con
su escudo todo alrededor de sí.
Los hermanos, asustados,
no sabían dónde esconderse. Delante de ellos se extendía el mar, y a sus
espaldas la bruja quemaba todo con su escudo ardiente. La salvación era
imposible. Pero Gorrioncito era sagaz y astuto: durante su estancia en el
palacio de Baba-Yaga le había robado a ésta un pañuelo. Lo sacudió ante sí, y
de repente apareció un puente que se tendía de una orilla a otra. Los jóvenes
atravesaron a galope el mar por el puente, y pronto se vieron en la orilla
opuesta. Gorrioncito sacudió el pañuelo hacia atrás y el puente desapareció.
Baba-Yaga tuvo que
volverse a casa, y los hermanos llegaron sanos y salvos junto a sus padres, que
los acogieron llenos de alegría.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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