En cierto
reino, en cierto país, vivía un soldado. Sirvió muchos años y de manera
irreprochable. Conocía a fondo las ordenanzas, se presentaba limpio y bien
equipado a las revistas y a la instrucción.
Terminaba
su último año de servicio; pero, por desgracia, le tomaron ojeriza sus
superiores -y no sólo los oficiales, sino también los subalternos- y, a cada
dos por tres, le imponían castigos corporales.
Tanto
padecía el soldado, que decidió fugarse. Se echó la mochila a la espalda y el
fusil al hombro y fue despidiéndose de sus compañeros.
-¿Adónde
vas? -le preguntaron. ¿Te llama el comandante del batallón?
-Mejor
será que no preguntéis nada, hermanos. Mirad si están bien apretadas las
hebillas de la mochila y perdonad si en algo os he faltado.
Y allá
fue el bravo soldado a la buena de Dios. Al cabo del tiempo -no sé si poco o
mucho- llegó a otro país.
-¿No
podría descansar aquí en algún sitio? -preguntó al primer centinela que encontró.
El
centinela le habló al cabo, el cabo al oficial, el oficial al general y el
general informó al rey en persona. El rey ordenó que compareciera ante su
mirada serenísima, y el soldado se presentó con toda la impedimentá, saludó y
se cuadró.
-Dime en
toda conciencia -exigió el rey- de dónde vienes y adónde vas.
-Con la
venia de vuestra majestad... -comenzó el soldado y, después de contarle toda la
verdad al rey, le pidió quedarse a su servicio.
-Bueno.
Te pondré a vigilar el jardín, porque está ocurriendo una cosa extraña: alguien
se dedica a desgajar mis árboles preferidos. Cuida tú de que no suceda más y te
pagaré bien.
El
soldado aceptó y empezó a montar guardia en el jardín.
Pasó un
año, luego otro, y todo marchaba bien. Pero, finalizando ya el tercer año,
empezó un día su ronda por el jardín y descubrió que la mitad de los mejores
árboles estaban desgajados.
«¡Qué
desgracia, Dios mío! -se dijo. En cuanto se entere el rey, mandará que me
ahorquen.»
Con el
fusil en la mano, se recostó contra un árbol y quedó muy pensativo. De pronto
le sacaron de su ensimismamiento un ruido y un estrépito muy grandes: un ave
enorme y espantosa se había metido en el jardín y estaba desgajando árboles. El
soldado disparó su fusil y, aunque no mató al ave, la hirió en el ala derecha,
de la que se desprendieron tres plumas. Pero el ave escapó corriendo. El
soldado se lanzó tras ella. El ave, que tenía las patas muy ligeras, llegó en
un instante a una grieta que se adentraba en la tierra y desapareció de su
vista.
Sin
ningún miedo, el soldado se metió detrás del ave por aquella grieta. La caída
fue tremenda. Todo magullado, se pasó tres días enteros desmayado. Cuando
recobró el conocimiento y miró a su alrededor, vio que bajo tierra había un
mundo igual que el de arriba. «Entonces también tiene que haber aquí gente», se
dijo.
Echó a
andar y, al cabo de una buena caminata, se halló ante una gran ciudad. A la
puerta había un cuerpo de guardia con un centinela delante. El soldado le hizo
algunas preguntas. El centinela no contestó ni se movió. El soldado le agarró
por un brazo... ¡Parecía de piedra! Entró entonces en el cuerpo de guardia.
Había muchos hombres -unos de pie, otros sentados-, pero todos estaba petrificados.
Se puso a caminar por las calles. En todas partes ocurría lo mismo: no había ni
un alma viviente. ¡Todo era piedra!
Se
encontró ante un palacio todo tallado y pintado de colores. Entró: las salas
eran fastuosas, las mesas estaban cubiertas de bebidas y manjares, pero todo en
torno era soledad y silencio.
El
soldado comió, bebió y se sentó a descansar, cuando le pareció que se había
detenido un carruaje delante del porche. Empuñó el fusil y se plantó en
posición de «firme» al lado de la puerta.
Entró en
el salón una preciosa zarevna con sus ayas y sus criados. El soldado le
presentó armas y ella le saludó afablemente.
-¡Hola,
soldado! Cuéntame qué vientos te han traído por aquí.
El
soldado se puso a contar:
-Me
habían reclutado para guardar el jardín de un zar, porque un ave tremenda de
grande había tomado la costumbre de meterse allí y desgajar los árboles. Yo la
sorprendí, le disparé un tiro y le arranqué tres plumas de un ala. Luego la
perseguí y acabé en este sitio.
-Esa ave
es hermana mía. Siempre anda haciendo daño. También a este reino mío le ha
echado un maleficio: ha petrificado a toda la gente. Escucha lo que voy a
decirte: toma este libro y ponte aquí a leerlo desde que anochezca hasta que
canten los gallos. Por muchas cosas espantosas que se te aparezcan, tú sigue
con lo tuyo, lee que te lee, y agarrando bien el libro para que nadie te lo
arrebate, o perderás la vida. Si te pasas así tres noches, me casaré contigo.
-Está
bien -contestó el soldado.
En cuanto
se hizo de noche, tomó el libro y se puso a leer. De pronto se oyeron muchos
golpes, un gran estruendo, y todo un ejército invadió el palacio. Los antiguos
superiores del soldado le rodearon, acusándole de su fuga y amenazándole con el
fusilamiento. Ya cargaban los fusiles, ya le apuntaban... Pero el soldado, como
si tal cosa, seguía su lectura sin mirar a ninguna parte y sin soltar el libro.
Cantaron
los gallos, y todo desapareció.
La noche
siguiente fue peor, y la tercera más todavía: llegaron verdugos con sierras,
hachas y martillos, diciendo que iban a triturarle los huesos, a estirarle los
tendones, a quemarle a fuego lento... Pero, a todo esto, lo que querían era
arrebatarle el libro de las manos. Unos horrores que apenas pudo soportar el
soldado.
Cantaron
los gallos y desapareció todo aquel endiablado alboroto.
En el
mismo instante recobró la vida el reino entero. La gente empezó a transitar por
las calles.
La
zarevna se presentó en el palacio con su séquito, seguida de generales, y le
dio las gracias al soldado, llamándole soberano suyo.
Al día
siguiente se casó el soldado con la hermosa zarevna, y con ella vivió dichoso.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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