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domingo, 11 de agosto de 2013

El reino petrificado

En cierto reino, en cierto país, vivía un soldado. Sirvió muchos años y de manera irreprochable. Conocía a fondo las ordenanzas, se presentaba limpio y bien equipado a las revistas y a la instrucción.
Terminaba su último año de servicio; pero, por desgracia, le tomaron ojeriza sus superiores -y no sólo los oficiales, sino también los subalternos- y, a cada dos por tres, le imponían castigos corporales.
Tanto padecía el soldado, que decidió fugarse. Se echó la mochila a la espalda y el fusil al hombro y fue despidiéndose de sus compañeros.
-¿Adónde vas? -le preguntaron. ¿Te llama el comandante del batallón?
-Mejor será que no preguntéis nada, hermanos. Mirad si están bien apretadas las hebillas de la mochila y perdonad si en algo os he faltado.
Y allá fue el bravo soldado a la buena de Dios. Al cabo del tiempo -no sé si poco o mucho- llegó a otro país.
-¿No podría descansar aquí en algún sitio? -preguntó al primer centinela que encontró.
El centinela le habló al cabo, el cabo al oficial, el oficial al general y el general informó al rey en persona. El rey ordenó que compareciera ante su mirada serenísima, y el soldado se presentó con toda la impedimentá, saludó y se cuadró.
-Dime en toda conciencia -exigió el rey- de dónde vienes y adónde vas.
-Con la venia de vuestra majestad... -comenzó el soldado y, después de contarle toda la verdad al rey, le pidió quedarse a su servicio.
-Bueno. Te pondré a vigilar el jardín, porque está ocurriendo una cosa extraña: alguien se dedica a desgajar mis árboles preferidos. Cuida tú de que no suceda más y te pagaré bien.
El soldado aceptó y empezó a montar guardia en el jardín.
Pasó un año, luego otro, y todo marchaba bien. Pero, finalizando ya el tercer año, empezó un día su ronda por el jardín y descubrió que la mitad de los mejores árboles estaban desgajados.
«¡Qué desgracia, Dios mío! -se dijo. En cuanto se entere el rey, mandará que me ahorquen.»
Con el fusil en la mano, se recostó contra un árbol y quedó muy pensativo. De pronto le sacaron de su ensimismamiento un ruido y un estrépito muy grandes: un ave enorme y espantosa se había metido en el jardín y estaba desgajando árboles. El soldado disparó su fusil y, aunque no mató al ave, la hirió en el ala derecha, de la que se desprendieron tres plumas. Pero el ave escapó corriendo. El soldado se lanzó tras ella. El ave, que tenía las patas muy ligeras, llegó en un instante a una grieta que se adentraba en la tierra y desapareció de su vista.
Sin ningún miedo, el soldado se metió detrás del ave por aquella grieta. La caída fue tremenda. Todo magullado, se pasó tres días enteros desmayado. Cuando recobró el conocimiento y miró a su alrededor, vio que bajo tierra había un mundo igual que el de arriba. «Entonces también tiene que haber aquí gente», se dijo.
Echó a andar y, al cabo de una buena caminata, se halló ante una gran ciudad. A la puerta había un cuerpo de guardia con un centinela delante. El soldado le hizo algunas preguntas. El centinela no contestó ni se movió. El soldado le agarró por un brazo... ¡Parecía de piedra! Entró entonces en el cuerpo de guardia. Había muchos hombres -unos de pie, otros sentados-, pero todos estaba petrificados. Se puso a caminar por las calles. En todas partes ocurría lo mismo: no había ni un alma viviente. ¡Todo era piedra!
Se encontró ante un palacio todo tallado y pintado de colores. Entró: las salas eran fastuosas, las mesas estaban cubiertas de bebidas y manjares, pero todo en torno era soledad y silencio.
El soldado comió, bebió y se sentó a descansar, cuando le pareció que se había detenido un carruaje delante del porche. Empuñó el fusil y se plantó en posición de «firme» al lado de la puerta.
Entró en el salón una preciosa zarevna con sus ayas y sus criados. El soldado le presentó armas y ella le saludó afablemente.
-¡Hola, soldado! Cuéntame qué vientos te han traído por aquí.
El soldado se puso a contar:
-Me habían reclutado para guardar el jardín de un zar, porque un ave tremenda de grande había tomado la costumbre de meterse allí y desgajar los árboles. Yo la sorprendí, le disparé un tiro y le arranqué tres plumas de un ala. Luego la perseguí y acabé en este sitio.
-Esa ave es hermana mía. Siempre anda haciendo daño. También a este reino mío le ha echado un maleficio: ha petrificado a toda la gente. Escucha lo que voy a decirte: toma este libro y ponte aquí a leerlo desde que anochezca hasta que canten los gallos. Por muchas cosas espantosas que se te aparezcan, tú sigue con lo tuyo, lee que te lee, y agarrando bien el libro para que nadie te lo arrebate, o perderás la vida. Si te pasas así tres noches, me casaré contigo.
-Está bien -contestó el soldado.
En cuanto se hizo de noche, tomó el libro y se puso a leer. De pronto se oyeron muchos golpes, un gran estruendo, y todo un ejército invadió el palacio. Los antiguos superiores del soldado le rodearon, acusándole de su fuga y amenazándole con el fusilamiento. Ya cargaban los fusiles, ya le apuntaban... Pero el soldado, como si tal cosa, seguía su lectura sin mirar a ninguna parte y sin soltar el libro.
Cantaron los gallos, y todo desapareció.
La noche siguiente fue peor, y la tercera más todavía: llegaron verdugos con sierras, hachas y martillos, diciendo que iban a triturarle los huesos, a estirarle los tendones, a quemarle a fuego lento... Pero, a todo esto, lo que querían era arrebatarle el libro de las manos. Unos horrores que apenas pudo soportar el soldado.
Cantaron los gallos y desapareció todo aquel endiablado alboroto.
En el mismo instante recobró la vida el reino entero. La gente empezó a transitar por las calles.
La zarevna se presentó en el palacio con su séquito, seguida de generales, y le dio las gracias al soldado, llamándole soberano suyo.
Al día siguiente se casó el soldado con la hermosa zarevna, y con ella vivió dichoso.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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