Eranse
una vez un zar y su esposa. Al zar le gustaba salir de caza. Una vez que andaba
cazando vio a un águila joven posada en las ramas de un roble. Iba a disparar
contra ella cuando el ave pidió:
-¡No me
mates, zar soberano! Llévame contigo, que algún día te seré útil.
-¿Y para
qué te quiero yo? -replicó el zar después de pensar un poco, y apuntó otra vez.
-¡No me
mates, zar soberano! -volvió a decir el águila. Llévame contigo, que algún día
te seré útil.
El zar se
quedó pensando y, como tampoco se le ocurrió para, qué podría serle útil el
águila, la apuntó, decidido a matarla. Pero por tercera vez habló el águila:
-¡No me
mates, zar soberano! Llévame contigo, que algún día te seré útil.
Compadecido,
el zar se llevó el águila a su casa y estuvo alimentándola un año, luego
otro... Pero el ave comía tanto, que acabó con todos los rebaños y no le quedó
al zar ni una oveja ni una vaca.
-Déjame
en libertad -le dijo entonces el águila.
El zar la
soltó y el águila probó la fuerza de sus alas, pero no podía volar. Entonces le
rogó:
-Zar
soberano, ya que me has alimentado dos años, te pido que me alimentes otro más.
Hazlo aunque tengas que pedir prestada mi comida, que yo no quedaré en deuda.
Así lo
hizo el zar: pidiendo prestadas reses a todas partes, alimentó un año más al
águila y luego la dejó en libertad. El águila se remontó muy arriba, estuvo
volando un buen rato, luego se posó en tierra y dijo:
-Ahora,
zar soberano, móntate encima de mí y volaremos juntos.
En
efecto, remontaron el vuelo juntos y, al cabo de no sé cuánto tiempo, llegaron
a la orilla del mar azul. El águila se sacudió entonces al zar, que cayó al
agua. Pero el ave no le dejó ahogarse, sino que le recogió sobre sus alas
cuando se había hundido ya hasta las rodillas y le preguntó:
-¿Te has
asustado, zar soberano?
-Pues...
sí. Pensé que me iba a ahogar.
Echaron
de nuevo a volar y al cabo de no sé cuánto tiempo llegaron a otro mar. El
águila se desprendió del zar justo en medio de las aguas. Pero el ave no le
dejó ahogarse, sino que le recogió sobre sus alas cuando se había hundido ya
hasta la cintura y le preguntó:
-¿Te has
asustado, zar soberano?
-Pues...
sí. Pero pensé que, con la ayuda de Dios, tú me sacarías.
Y otra
vez emprendieron el vuelo, hasta que llegaron a otro mar. El águila se
desprendió del zar sobre la sima más profunda. Pero tampoco a la tercera vez le
dejó ahogarse, sino que le recogió sobre sus alas cuando el agua le llegaba al
cuello y le preguntó:
-¿Te has
asustado, zar soberano?
-Pues...
sí. Pero pensé que quizá me sacarías tú.
-Bueno,
zar soberano: ahora te has enterado ya de lo que es el miedo cerval. Con eso
hemos zanjado las viejas cuentas: ¿te acuerdas de cuando yo estaba posada en el
roble y tú querías matarme? Tres veces me apuntaste, y tres veces te pedí yo
clemencia con la esperanza de que te compadecerías de mí y me llevarías contigo
en lugar de matarme.
Luego
volaron hacia los confines de la tierra. Volaron mucho tiempo, hasta que dijo
el águila:
-Mira a
ver, zar soberano, lo que hay encima de nosotros y lo que hay debajo de
nosotros.
-Encima
de nosotros está el cielo y debajo de nosotros está la tierra.
-Mira
también a ver lo que hay a nuestra derecha y lo que hay a nuestra izquierda.
-A
nuestra derecha hay un campo y a nuestra izquierda una casa.
-Iremos
hacia la casa -dijo el águila-, porque allí vive mi hermana menor.
Se
posaron en medio del patio. La hermana acudió a recibir al águila y la condujo
hacia una mesa de roble maravillosamente servida. En cuanto al zar, ni siquiera
le miró: lo dejó en medio del patio y soltó contra él a sus perros de caza para
que le acosaran. Muy enfadada, el águila abandonó la mesa, agarró al zar y
reanudó su vuelo con él.
Había
volado ya mucho rato cuando el águila le dijo al zar: -Mira a ver lo que hay
detrás de nosotros.
-Detrás
de nosotros hay una casa roja -dijo el zar volviendo la cabeza.
-Es la
casa de mi hermana menor que está ardiendo por no haberte acogido bien y por
haber azuzado a los perros contra ti. Siguieron volando, y otra vez dijo el
águila:
-Mira a
ver, zar soberano, lo que hay encima de nosotros y lo que hay debajo de
nosotros.
-Encima
de nosotros está el cielo y debajo de nosotros está la tierra.
-Mira a
ver lo que hay a nuestra derecha y lo que hay a nuestra izquierda.
-A la
derecha hay un campo y a la izquierda hay una casa.
-En esa
casa vive mi hermana mediana. Vamos a visitarla.
Se
posaron en medio de un patio espacioso. La hermana mediana acogió muy bien al
águila, la llevó hacia una mesa de roble maravillosamente servida, pero al zar
lo dejó en el patio y soltó a sus perros de caza para que le acosaran. El
águila se enfadó mucho, abandonó la mesa, agarró al zar y reanudó su vuelo con
él.
Así
volaron un buen rato y entonces dijo el águila:
-Zar
soberano: mira a ver lo que hay detrás de nosotros.
-Detrás
de nosotros hay una casa roja -contestó el zar volviendo la cabeza.
-Es la
casa de mi hermana mediana que está ardiendo -explicó el águila. Ahora iremos
donde viven mi madre y mi hermana mayor.
Por fin
llegaron donde vivían la madre y la hermana mayor del águila. Las dos se
alegraron mucho al verlos y acogieron al zar con todos los honores.
-De
momento, descansa aquí, zar soberano -invitó el águila. Luego te daré un
barco, te pagaré todo lo que has gastado en alimentarme y puedes volver a tu
casa con Dios.
El águila
le dio al zar un barco y dos baúles -uno rojo y otro verde- y le recomendó:
-Que no
se te ocurra abrir los baúles antes de volver a tu casa. El rojo lo abres en el
patio trasero y el verde en el patio principal.
El zar
aceptó los baúles, se despidió del águila y partió navegando por el mar azul.
Al pasar por delante de una isla se detuvo allí su barco. Descendió a tierra,
se acordó de los baúles y empezó a hacer cábalas sobre lo que podrían contener
y por qué le habría recomendado el águila que no los abriera. A fuerza de
pensar en ello, no pudo resistir la tentación: agarró el baúl rojo, lo bajó a
tierra y lo abrió. Empezaron a salir del baúl reses de todas clases. Tantas,
que no se las podía abarcar con la mirada y apenas cabían en la isla.
Cuando el
zar vio aquello, se puso muy triste, empezó a llorar y a lamentarse:
-¿Qué voy
a hacer yo ahora? ¿Cómo vuelvo a meter todo este rebaño en un baúl tan pequeño?
En esto vio
salir del agua a un hombre, que se acercó a él preguntándole:
-¿Por qué
lloras tan amargamente, zar soberano?
-¿Cómo no
voy a llorar? ¿De qué manera meto yo ahora un rebaño tan grande en este pequeño
baúl?
-Yo puedo
ayudarte a recoger el rebaño, pero con una condición: has de darme lo que
tienes en tu casa sin saber que lo tienes.
«¿Qué
puedo tener en mi casa sin saber que lo tengo? -se preguntó el zar. Me parece
que sé todo lo que tengo.» Y acabó accediendo:
-Reúne el
rebaño, y te daré lo que tengo en mi casa sin saber que lo tengo.
El hombre
aquel reunió el rebaño y volvió a meterlo en el baúl. El zar montó en el barco
y reanudó su viaje.
Al llegar
a su palacio se enteró de que le había nacido un hijo. Se puso a besarle y
acariciarle llorando a lágrima viva.
-Zar
soberano -preguntó la zarina, ¿por qué viertes esas lágrimas tan amargas?
-Es de
alegría -le contestó, sin atreverse a decirle la verdad: que debía entregar el
zarévich a aquel hombre.
Después
salió al patio trasero, abrió el baúl rojo, del que empezaron a surgir bueyes
y vacas, ovejas y carneros... Tantos, que se llenaron todos los establos y los
rediles.
Abrió
entonces el baúl verde en el patio principal, y apareció un hermoso y gran
jardín con árboles de todas clases. El zar estaba tan contento que se le olvidó
entregar a su hijo, como había prometido.
Pasaron
muchos años. Un día que iba paseando, el zar se acercó al río. Entonces salió
del agua el mismo hombre y le dijo:
-¡Pronto
se te olvidan las cosas, zar soberano! ¿No te acuerdas de que tienes una deuda
conmigo?
Volvió el
zar al palacio con gran pesadumbre y les contó la pura verdad a su esposa y a
su hijo. Lloraron y se lamentaron juntos, pero llegaron a la conclusión de que
no tenían más remedio que entregar al zarévich: lo condujeron hasta la costa y
allí lo dejaron solo.
Miró el
zarévich a su alrededor, vio un sendero y echó a andar por él a la buena de
Dios. Anda que te anda, penetró en un bosque muy frondoso, y en el bosque vio
una casita donde vivía la bruja Yagá.
«Voy a
asomarme», pensó el zarévich, y entró en la casita.
-Hola,
zarévich -saludó la bruja Yagá. ¿Vas en busca de algún bien o vas huyendo de
algún mal?
-Pero,
abuela, ¿por qué no me das de comer y de beber antes de hacerme preguntas?
La bruja
Yagá le dio de comer y de beber, y entonces el zarévich le contó la historia
entera y le explicó adónde iba y por qué.
-Camina
hasta el mar -le aconsejó la bruja Yagá. Verás llegar a doce garzas que se
convertirán en doce doncellas y se bañarán en el mar. Tú acércate con mucho cuidado
y roba la camisa de la mayor. Cuando os hagáis amigos, ve donde el zar de los
mares. Por el camino te encontrarás a Comilón y a Bebedor y luego a
Frío-gélido. Lleva contigo a los tres, que te harán buen servicio.
El
zarévich se despidió de la bruja Yagá, fue hasta el lugar de la costa que le
había indicado y se escondió entre unos matorrales. En esto llegaron volando
doce garzas, que pegaron contra la tierra, se convirtieron en hermosas
doncellas y se metieron en el mar para bañarse. El zarévich robó la camisa de
la mayor y esperó, sin moverse, detrás de un matorral.
Las
doncellas se bañaron, salieron a la orilla, once de ellas se pusieron sus
camisas transformándose de nuevo en garzas y emprendieron el vuelo hacia su
casa. Solamente se quedó la mayor, Vasilisa Muy-sabia.
-Devuélveme
mi camisa -rogó al apuesto mancebo. Mira que cuando te presentes a mi padre,
el zar de los mares, yo puedo servirte de mucho.
Entonces
le devolvió el zarévich su camisa, la doncella se trans-formó inmediatamente en
garza y echó a volar detrás de sus compañeras.
También
el zarévich reanudó su marcha. Por el camino se encontró con tres bogatires:
Comilón, Bebedor y Frío-gélido. Los llevó con él y compareció ante el zar de
los mares.
-¡Salud,
amiguito! -dijo el zar de los mares al verle. ¿Cómo has tardado tanto en
venir? Estoy cansado de esperarte. Ya puedes poner manos a la obra. Lo primero
que debes hacer es construir en una noche un gran puente de cristal. Ha de
estar listo por la mañana. Si no, despídete de tu cabeza.
Volvía el
zarévich llorando a todo llorar, cuando Vasilisa Muy-sabia abrió un ventanito
de sus aposentos y preguntó:
-¿A qué
se deben tus lágrimas, zarévich?
-¡Ay, si
supieras, Vasilisa Muy-sabia! Tu padre me ha ordenado construir un puente de
cristal en una sola noche, y yo no sé tan siquiera empuñar un hacha...
-No te
preocupes. Acuéstate a dormir, que la noche es buena consejera.
Ella
misma le preparó el lecho y luego salió al porche lanzando un fuerte silbido.
De todas partes acudieron obreros y carpinteros. Unos se pusieron a alisar el
terreno, otros a traer ladrillos... En nada de tiempo levantaron un puente de
cristal, lo adornaron con hermosos dibujos y volvieron a sus casas.
A primera
hora de la mañana despertó Vasilisa Muy-sabia al zarévich.
-¡Levántate,
zarévich! El puente está listo y ahora vendrá mi padre a verlo.
El
zarévich se levantó, empuñó una escoba y se fue al puente haciendo que barría y
limpiaba. El zar de los mares le felicitó.
-Gracias
-le dijo-. Ya que has cumplido esta orden, cumple ahora otra: para mañana has
de plantar un jardín grande y frondoso donde revoloteen aves cantoras y, entre
flores, cuelguen de las ramas peras y manzanas en sazón.
Volvía el
zarévich llorando a todo llorar, cuando Vasilisa Muy-sabia abrió un ventanito
de sus aposentos y preguntó:
-¿A qué
se deben tus lágrimas, zarévich?
-¡Ay, si
supieras! Tu padre me ha ordenado plantar un jardín en una sola noche.
-No te
preocupes. Acuéstate a dormir, que la noche es buena consejera.
Ella
misma le preparó el lecho y luego salió al porche lanzando un fuerte silbido.
De todas partes acudieron jardineros y hortelanos que plantaron un jardín
frondoso donde revoloteaban aves cantoras y, entre flores, colgaban de las
ramas peras y manzanas en sazón.
A primera
hora de la mañana despertó Vasilisa Muy-sabia al zarévich:
-¡Levántate,
zarévich! El jardín está plantado y ya viene mi padre a verlo.
El
zarévich agarró en seguida una escoba y se marchó al jardín haciendo que barría
un sendero o enderezaba una rama. El zar de los mares le felicitó.
-Gracias
-le dijo-. Me has servido con toda fidelidad y puedes elegir a cualquiera de
mis doce hijas para desposarla. Todas son idénticas de cara, tienen el cabello
igual y van vestidas de la misma manera. Si aciertas tres veces la misma, esa
será tu esposa. Si no aciertas, haré que te ejecuten.
Enterada
de todo esto Vasilisa Muy-sabia, aprovechó un momento adecuado para decirle al
zarévich:
-La
primera vez sacudiré mi pañuelo; la segunda me retocaré el vestido y la tercera
verás que una mosca revolotea sobre mi cabeza.
De esta
manera acertó el zarévich las tres veces, eligiendo a Vasilisa Muy-sabia. En
seguida los casaron y se dio un gran festín.
El zar de
los mares hizo preparar tanta comida, que ni cien personas habrían terminado
con ella. Y le ordenó a su yerno que no sobrara nada si no quería pasarlo mal.
-Bátiushka
-rogó el zarévich, ¿quieres permitir que tome también un bocado un viejecito
que nos acompaña?
-Que
venga si quiere.
Comilón
se presentó en seguida, se lo comió todo y aún le pareció poco.
El zar de
los mares hizo servir cuarenta barriles de diferentes bebidas y ordenó a su
yerno que no quedara ni una gota.
-Bátiushka,
¿quieres permitir que beba también a tu salud un viejecito que nos acompaña?
-Que
venga si quiere.
Se
presentó Bebedor, apuró los cuarenta barriles de un trago y todavía pidió una
copita más.
Al ver
que nada podía contra su yerno, el zar de los mares dio orden de que calentaran
para los recién casados un baño con las paredes, el techo y el suelo de hierro.
Sus servidores le obedecieron, quemando veinte montones de leña hasta que todo
el baño estuvo al rojo vivo: ni a cinco verstas se podía acercar nadie, de
tanto calor como despedía.
-Bátiushka
-dijo el zarévich, ¿quieres permitir que un viejecito que nos acompaña pruebe
primero si está bastante caliente el vapor?
-Que
pruebe si quiere.
Se metió
en el baño Frío-gélido y le bastó soplar por los rincones para que se formaran
carámbanos. Entonces entraron los recién casados, tomaron un buen baño de vapor
y volvieron a su casa.
-Debemos
marcharnos de aquí -dijo Vasilisa Muy-sabia al zarévich. Mi padre, el zar de
los mares, está muy disgustado contigo y podría causarte algún percance.
-Bueno,
pues vámanos.
Al
instante ensillaron unos caballos y partieron al galope por los campos.
Galoparon
así mucho tiempo hasta que Vasilisa Muy-sabia dijo:
-Apéate
del caballo, zarévich, pega el oído a la tierra húmeda y escucha por si vienen
persiguiéndonos.
El
zarévich pegó el oído a la tierra húmeda, escuchó pero no oyó nada. Entonces se
apeó de su hermoso caballo Vasilisa Muy-sabia, se tendió sobre la tierra húmeda
y exclamó:
-¡Ay,
zarévich! Oigo que nos persigue mucha gente.
Nada más
pronunciar estas palabras, transformó los caballos en un pozo, se convirtió
ella en cazo y al zarévich en un viejecito. En esto llegaron los jinetes que
los perseguían.
-¡Eh,
viejo! -gritaron. ¿No has visto pasar por aquí a un apuesto mancebo y una
hermosa doncella?
-Sí que
los he visto, hijitos. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando yo era todavía
joven.
Los jinetes
volvieron grupas para informar al zar de los mares:
-No hemos
encontrado sus huellas ni nadie nos ha dado razón de ellos. Sólo hemos visto a
un anciano junto a un pozo donde flotaba un cazo.
-¿Por qué
no los habéis traído? -gritó el zar furioso.
Hizo ejecutar
a aquellos jinetes y envió a otros en persecución del zarévich y de Vasilisa
Muy-sabia, que, mientras tanto, se habían alejado ya mucho. Pero Vasilisa
Muy-sabia oyó que los perseguían otros jinetes, convirtió al zarévich en un
pope muy anciano y ella se transformó en una iglesia casi en ruinas, cuyos
muros cubiertos de musgo apenas se sostenían. Llegaron sus perseguidores.
-¡Eh,
viejo! ¿No has visto pasar a un apuesto mancebo y una hermosa doncella?
-Sí que
los he visto, hijitos. Pero eso fue hace mucho tiempo, cuando yo era todavía
joven y levanté esta iglesia.
También
ese grupo de jinetes volvió donde el zar de los mares diciendo:
-No hemos
encontrado sus huellas ni nadie nos ha dado razón de ellos. Sólo hemos visto a
un anciano pope junto a una iglesia casi en ruinas.
-¿Por qué
no los habéis traído? -gritó el zar más furioso todavía que la primera vez.
También
hizo ejecutar a aquellos jinetes y partió él mismo detrás del zarévich y su
esposa. Esa vez, Vasilisa Muy-sabia transformó los caballos en río de miel con
orillas de dulce, al zarévich en pato y ella se convirtió en patita gris. El
zar de los mares se lanzó como un glotón sobre la miel y el dulce, atracándose
tanto, que reventó.
El
zarévich y Vasilisa Muy-sabia reanudaron su camino y, cuando se aproximaban ya
a la casa de los padres del zarévich, ella le dijo:
-Ve tú
delante a contárselo todo a tu padre y a tu madre, mientras yo te espero aquí.
Pero recuerda una cosa: besa a todo el mundo menos a tu hermana porque, si la
besas, me olvidarás.
Llegó el
zarévich a su casa, se puso a besar a todos los familiares y también besó a su
hermana. En el mismo instante en que la besó se olvidó de su esposa como si
nunca hubiera existido.
Vasilisa
Muy-sabia esperó tres días. Al cuarto se vistió de pordiosera, entró en la
ciudad de la corte y se quedó en casa de una viejecita. Entre tanto se
preparaba la boda del zarévich con una rica princesa, pregonándose por el reino
entero que todos los fieles súbditos ortodoxos fueran a felicitar a los novios
llevando como ofrenda un pastel de harina de trigo.
También
la viejecita en cuya casa estaba cobijada Vasilisa Muy-sabia se puso a cerner
la harina y preparar un pastel.
-¿Para
quién preparas ese pastel, abuela? -preguntó Vas¡lisa.
-¿Cómo
que para quién? ¿No te has enterado de que nuestro zar casa a su hijo con una
rica princesa y que todo el mundo debe ir a palacio con una ofrenda para la
mesa de los recién casados?
-Deja que
haga yo también uno y lo lleve a palacio. Quizá me dé algo el zar.
-Hazlo, y
que Dios te ayude.
Vasilisa
Muy-sabia tomó harina, la amasó, preparó un relleno de requesón, metió dentro
de la masa un palomo y una paloma y terminó de hacer el pastel.
La
viejecita y Vasilisa llegaron a palacio a la hora de la comida, que era un gran
banquete. El pastel de Vasilisa Muy-sabia fue presentado en la mesa y, en
cuanto lo partieron por la mitad, salieron volando un palomo y una paloma. La
paloma agarró un trozo de pastel y entonces le dijo el palomo:
-Palomita
mía, dame también a mí requesón.
-No te lo
daré -contestó la paloma- porque te olvidarás de mí igual que el zarévich se ha
olvidado de su Vasilisa Muy-sabia.
A la
mente del zarévich volvió entonces el recuerdo de su esposa. Se levantó de un
salto, tomó las blancas manos de Vasilisa Muy-sabia y la sentó a su lado.
Desde ese
día vivieron juntos, rodeados de bienes y de felicidades.
Cuento popular ruso
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