Se oyó, aguda, la risa del guarda.
-¿Una batalla aquí? ¡No! ¡Aguí no hubo nunca una
batalla! Eso lo han inventado los periódicos. Les contaré sencillamente lo que
pasó. El día veintidós por la noche, precisamente era domingo, vimos llegar
unos treinta artilleros federales con una batería de cañones del siete y una
ametralladora del nuevo sistema. Tomaron posiciones en lo más alto del
cementerio, y como precisamente estaba a mi cargo la vigilancia de aquella
parte, yo mismo los recibí. La ametralladora estaba en aquel ángulo, a un paso
de mi garita; los cañones, algo más abajo, en aquel terraplén. En cuanto
llegaron me obligaron a abrirles algunos panteones; tuve miedo de que rompieran
o robaran cuanto les viniera a mano, pero el jefe les soltó un discurso
imponiendo orden. Les dijo:
»-Al primer puerco que toque algo, le deshago la jeta
de un tiro. Así que ¡rompan filas!
»Era un viejo con el pelo blanco, cara de mal genio y
había sido condecorado en Crimea y en Italia. Sus hombres le obedecieron a las
mil maravillas, y desde luego puedo acreditar que no faltó nada en las tumbas,
ni siquiera el crucifijo del duque de Morny, que vale cerca de dos mil
francos...
Carraspeó y siguió diciendo:
-Y no crea usted: aquellos artilleros de la Comu na eran una cuadrilla de
pilletes, unos artilleros de pacotilla que sólo pensaban en embolsarse sus
tres cincuenta de plus. ¡Y había que ver la vida que hacían en el cementerio!
Amontonados se acostaban en las cuevas de los panteones, en el de los Morny, en
el de los Favrone, en esa magnífica tumba de los Favrone, donde yace enterrada
la nodriza del emperador; ponían a refrescar el vino en el de los Champeaux,
donde corre una fuente, y para colmo traían mujeres a hacerles compañía. Se pasaban
la noche entera bebiendo y terminaban borrachos como cubas. ¡Imagínese usted
qué de cosas habrán tenido que oír los muertos! Pero pese a su torpeza,
aquellos bandidos hacían mucho daño a París. La posición era magnífica. De vez en
cuando les llegaba una orden:
»-¡Tirad sobre el Louvre! ¡Tirad sobre el Palais Royal!
»Y entonces el viejo enfilaba los cañones y las granadas
caían zumbando sobre la ciudad. De lo que sucedía abajo no teníanios noticias
exactas. Oíamos el tiroteo aproximarse poco a poco, pero los federales no se
inquietaban. No creían posible que el enemigo pudiera avanzar bajo los fuegos
cruzados de Chaumont, de Mont-martre y del Père Lachaise. La primera bomba que
nos enviaron los marinos al conquistar la cima de Montmartre los dejó
estupefactos. Porque ¿quién podía contar con eso? Incluso yo estaba tranquila-mente
con ellos, apoyado en el panteón de los Morny, fumando mi pipa; por lo que al
oír zumbar las bombas apenas si tuve tiempo para arrojarme al suelo. Los
artilleros creyeron en un principio que se trataba de un error de puntería o
una broma de cualquier compañero borracho. ¡Pero, sí sí!... ¡Menuda broma! A
los cinco minutos vimos en Montmartre otro fogonazo, y otra ciruela que nos
llega tan derechita como la primera. Con el susto, aquellos valientes dejan
cañones, y ametralladora y aprietan a correr, dándose con los talones en las
posaderas. ¡El cementerio era pequeño para ellos!
»-¡Nos han traicionado! -gritaban. ¡Nos han
traicionado! ¡Nos han vendido!
»Y el viejo se quedó solo bajo las granadas, debatiéndose
como un loco entre sus cañones, llorando de rabia al ver que le habían
abandonado sus artilleros. Era ya llegada la noche cuando aparecieron algunos.
Venga usted y vea mi garita. Aún se leen los nombres de los que volvieron
aquella noche. El viejo los iba llamando mientras los apuntaba:
»-Sidaine.
»-¡Presente!
»-Choudeyras.
»-¡Presente!
»-Billot..., Vollon...
»-¡Presente!
Señaló con el dedo.
-Como puede ver, no eran más de cuatro o cinco: pero
había que contar las mujeres. ¡Jamás olvidaré aquella noche de paga! París,
allá abajo, estaba ardiendo: el ayuntamiento, el arsenal y los graneros. Aquí,
en el cementerio, se veía como a la luz del día. Los federales todavía
intentaron emplazar otra vez las piezas; pero eran muy pocos, y Montmartre les
había metido el pánico en el cuerpo. Visto lo cual bajaron a un panteón y se
pusieron a beber y a cantar con sus amantes. El viejo se había sentado entre
esas dos grandes estatuas de piedra que hay a la puerta del mausoleo de
Favrone, y miraba con una cara terrible cómo ardía París. Se hubiera dicho que
sabía ya que aquélla era su última noche.
El guarda pareció reflexionar.
-Desde este momento no estoy seguro de lo que sucedió.
Me metí en mi casa, aquella barraca que se ve allí escondida entre los árboles.
Me sentía muy cansado y me acosté sin desnudarme siquiera, dejando en previsión
encendida mi linterna, como en una noche de tormenta. De pronto llaman
estrepitosamente a la puerta, y mi mujer, muerta de miedo, sale a abrir.
Creíamos que serían otra vez los federales... Eran los marinos, un comandante,
algunos alféreces y un médico. Dirigiéndose a mí exclamaron:
»-Levántese usted y háganos café.
El guarda, ante esos recuerdos, movió la cabeza.
-Y, naturalmente, me levanté y les preparé café. En el
cementerio se oía un murmullo, un movimiento confuso e impreciso, como si
todos los muertos se hubieran levantado para acudir al juicio final. Los
oficiales se bebieron el café de un trago y me obligaron a salir con ellos.
Todo estaba lleno de soldados, de marinos. A la cabeza de un pelotón nos
dispusimos a registrar el cementerio, sepultura por sepultura. A cada momento,
cuando sentía removerse las hojas, los soldados disparaban un tiro al fondo de un
paseo, bien contra un busto o contra una verja. Por todas partes descubríamos
algún desgraciado escondido en el rincón de una capilla. Pero los des-pachaban
en seguida. ¡Esto fue todo lo que sucedió! Me los encontré después a todos
ellos, hombres y mujeres, en un montón, colocados delante de mi garita, con el
viejo de las condecoraciones encima. Como comprenderá, no era un espectáculo
agradable en aquella mañana fría a la luz de la aurora... ¡Bah! Pero fue otra
cosa la que me emocionó más profundamente, si cabe: una larga cuerda de guardias
nacionales que traían de la cárcel de la Roquette , donde habían pasado la noche. Subían
por el paseo lentamente, como un entierro. No se oía ni una lamentación.
¡Los infelices estaban aplanados, rendidos! Los había
que incluso dormían andando, y ni siquiera la idea de que iban a morir lograba
despabilarlos. Los hicieron llegar hasta el final del cementerio, y allí
comenzaron los fusilamientos. Eran ciento cuarenta y siete. ¡Figúrese usted el
tiempo que duraría! Y eso es lo que se ha dado en llamar la batalla en el
cementerio del Père Lachaise...
Al llegar aquí el buen hombre vio a su jefe y me dejó
bruscamente, y así me quedé solo, leyendo en las paredes de la garita los
nombres de la última paga, escritos al claror de un París incendiado.
Y yo evocaba aquella noche de mayo, cruzada por las
granadas, roja de llamas y sangre, el gran cementerio desierto, alumbrado como
una ciudad en fiesta, los cañones abandonados en medio de los caminos, y
alrededor las tumbas abiertas, la orgía en los panteones, y al lado, entre esta
confusión de cúpulas, de columnas, de estatuas de piedra, a quien los
estremecimientos de las llamas parecían infundir vida, el busto, de ancha y
despejada frente, de ojos enormes, de Balzac, que miraba...
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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