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domingo, 4 de agosto de 2013

La batalla en el cementerio del fère lachaise

Se oyó, aguda, la risa del guarda.
-¿Una batalla aquí? ¡No! ¡Aguí no hubo nunca una batalla! Eso lo han inventado los periódicos. Les conta­ré sencillamente lo que pasó. El día veintidós por la no­che, precisamente era domingo, vimos llegar unos treinta artilleros federales con una batería de cañones del siete y una ametralladora del nuevo sistema. Tomaron posi­ciones en lo más alto del cementerio, y como precisamen­te estaba a mi cargo la vigilancia de aquella parte, yo mismo los recibí. La ametralladora estaba en aquel ángu­lo, a un paso de mi garita; los cañones, algo más abajo, en aquel terraplén. En cuanto llegaron me obligaron a abrirles algunos panteones; tuve miedo de que rompieran o robaran cuanto les viniera a mano, pero el jefe les sol­tó un discurso imponiendo orden. Les dijo:
»-Al primer puerco que toque algo, le deshago la jeta de un tiro. Así que ¡rompan filas!
»Era un viejo con el pelo blanco, cara de mal genio y había sido condecorado en Crimea y en Italia. Sus hom­bres le obedecieron a las mil maravillas, y desde luego puedo acreditar que no faltó nada en las tumbas, ni si­quiera el crucifijo del duque de Morny, que vale cerca de dos mil francos...
Carraspeó y siguió diciendo:
-Y no crea usted: aquellos artilleros de la Comu­na eran una cuadrilla de pilletes, unos artilleros de paco­tilla que sólo pensaban en embolsarse sus tres cincuenta de plus. ¡Y había que ver la vida que hacían en el ce­menterio! Amontonados se acostaban en las cuevas de los panteones, en el de los Morny, en el de los Favrone, en esa magnífica tumba de los Favrone, donde yace en­terrada la nodriza del emperador; ponían a refrescar el vino en el de los Champeaux, donde corre una fuente, y para colmo traían mujeres a hacerles compañía. Se pa­saban la noche entera bebiendo y terminaban borrachos como cubas. ¡Imagínese usted qué de cosas habrán te­nido que oír los muertos! Pero pese a su torpeza, aquellos bandidos hacían mucho daño a París. La posición era magnífica. De vez en cuando les llegaba una orden:
»-¡Tirad sobre el Louvre! ¡Tirad sobre el Palais Ro­yal!
»Y entonces el viejo enfilaba los cañones y las grana­das caían zumbando sobre la ciudad. De lo que sucedía abajo no teníanios noticias exactas. Oíamos el tiroteo apro­ximarse poco a poco, pero los federales no se inquietaban. No creían posible que el enemigo pudiera avanzar bajo los fuegos cruzados de Chaumont, de Mont-martre y del Père Lachaise. La primera bomba que nos enviaron los marinos al conquistar la cima de Montmartre los dejó estupefactos. Porque ¿quién podía contar con eso? In­cluso yo estaba tranquila-mente con ellos, apoyado en el panteón de los Morny, fumando mi pipa; por lo que al oír zumbar las bombas apenas si tuve tiempo para arro­jarme al suelo. Los artilleros creyeron en un principio que se trataba de un error de puntería o una broma de cual­quier compañero borracho. ¡Pero, sí sí!... ¡Menuda bro­ma! A los cinco minutos vimos en Montmartre otro fogo­nazo, y otra ciruela que nos llega tan derechita como la primera. Con el susto, aquellos valientes dejan cañones, y ametralladora y aprietan a correr, dándose con los ta­lones en las posaderas. ¡El cementerio era pequeño para ellos!
»-¡Nos han traicionado! -gritaban. ¡Nos han traicionado! ¡Nos han vendido!
»Y el viejo se quedó solo bajo las granadas, deba­tiéndose como un loco entre sus cañones, llorando de ra­bia al ver que le habían abandonado sus artilleros. Era ya llegada la noche cuando aparecieron algunos. Venga usted y vea mi garita. Aún se leen los nombres de los que volvieron aquella noche. El viejo los iba llamando mien­tras los apuntaba:
»-Sidaine.
»-¡Presente!
»-Choudeyras.
»-¡Presente!
»-Billot..., Vollon...
»-¡Presente!
Señaló con el dedo.
-Como puede ver, no eran más de cuatro o cinco: pero había que contar las mujeres. ¡Jamás olvidaré aque­lla noche de paga! París, allá abajo, estaba ardiendo: el ayuntamiento, el arsenal y los graneros. Aquí, en el ce­menterio, se veía como a la luz del día. Los federales to­davía intentaron emplazar otra vez las piezas; pero eran muy pocos, y Montmartre les había metido el pánico en el cuerpo. Visto lo cual bajaron a un panteón y se pusieron a beber y a cantar con sus amantes. El viejo se había sentado entre esas dos grandes estatuas de piedra que hay a la puerta del mausoleo de Favrone, y miraba con una cara terrible cómo ardía París. Se hubiera dicho que sa­bía ya que aquélla era su última noche.
El guarda pareció reflexionar.
-Desde este momento no estoy seguro de lo que su­cedió. Me metí en mi casa, aquella barraca que se ve allí escondida entre los árboles. Me sentía muy cansado y me acosté sin desnudarme siquiera, dejando en previsión en­cendida mi linterna, como en una noche de tormenta. De pronto llaman estrepitosamente a la puerta, y mi mujer, muerta de miedo, sale a abrir. Creíamos que serían otra vez los federales... Eran los marinos, un comandante, al­gunos alféreces y un médico. Dirigiéndose a mí excla­maron:
»-Levántese usted y háganos café.
El guarda, ante esos recuerdos, movió la cabeza.
-Y, naturalmente, me levanté y les preparé café. En el cementerio se oía un murmullo, un movimiento confu­so e impreciso, como si todos los muertos se hubieran le­vantado para acudir al juicio final. Los oficiales se bebie­ron el café de un trago y me obligaron a salir con ellos. Todo estaba lleno de soldados, de marinos. A la cabeza de un pelotón nos dispusimos a registrar el cementerio, sepultura por sepultura. A cada momento, cuando sentía removerse las hojas, los soldados disparaban un tiro al fondo de un paseo, bien contra un busto o contra una ver­ja. Por todas partes descubríamos algún desgraciado es­condido en el rincón de una capilla. Pero los des-pachaban en seguida. ¡Esto fue todo lo que sucedió! Me los encon­tré después a todos ellos, hombres y mujeres, en un mon­tón, colocados delante de mi garita, con el viejo de las condecoraciones encima. Como comprenderá, no era un espectáculo agradable en aquella mañana fría a la luz de la aurora... ¡Bah! Pero fue otra cosa la que me emocionó más profundamente, si cabe: una larga cuerda de guar­dias nacionales que traían de la cárcel de la Roquette, donde habían pasado la noche. Subían por el paseo lenta­mente, como un entierro. No se oía ni una lamentación.
¡Los infelices estaban aplanados, rendidos! Los había que incluso dormían andando, y ni siquiera la idea de que iban a morir lograba despabilarlos. Los hicieron llegar hasta el final del cementerio, y allí comenzaron los fusila­mientos. Eran ciento cuarenta y siete. ¡Figúrese usted el tiempo que duraría! Y eso es lo que se ha dado en llamar la batalla en el cementerio del Père Lachaise...
Al llegar aquí el buen hombre vio a su jefe y me dejó bruscamente, y así me quedé solo, leyendo en las paredes de la garita los nombres de la última paga, escritos al cla­ror de un París incendiado.
Y yo evocaba aquella noche de mayo, cruzada por las granadas, roja de llamas y sangre, el gran cementerio de­sierto, alumbrado como una ciudad en fiesta, los cañones abandonados en medio de los caminos, y alrededor las tumbas abiertas, la orgía en los panteones, y al lado, entre esta confusión de cúpulas, de columnas, de estatuas de piedra, a quien los estremecimientos de las llamas pare­cían infundir vida, el busto, de ancha y despejada frente, de ojos enormes, de Balzac, que miraba...

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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