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domingo, 4 de agosto de 2013

Los aldeanos en parís durante el sitio

En Champrosay eran muy dichosos. Su corral caía precisamente bajo mis ventanas, y durante seis meses al año su vida corría casi mezclada con la mía. Mucho antes del amanecer ya oía al hombre entrar en la cuadra, en­ganchar la carreta y marcharse a Corbeil a vender sus legumbres; más tarde se levantaba la mujer, arreglaba a los chicos, llamaba a las gallinas, ordeñaba la vaca, y ya después, en toda la mañana, no se oía más que subir y en zuecos, unas veces grandes y otras pequeños, la escalera de madera. Después de comer se hacía el silen­cio. El padre estaba en el campo; los chiquillos, en la escuela, y la madre vagaba silenciosa, tendiendo la ropa en la corraliza o cosiendo delante de la puerta sin perder de vista al pequeñín. Algunas veces pasaba alguien por el camino, y se ponía a charlar sin que parase por ello la aguja.
Un día, a fines de agosto, oí a la mujer que decía a una vecina:
-¡Los prusianos! ¡Vaya! Pero ¿acaso están en Fran­cia?
Yo, desde mi ventana, le grité:
-¡Están en Châlons, señora Juana!
Ella soltó una carcajada. En este apartado rincón de Seine-et-Oise los aldeanos no creían en la invasión.
Sin embargo, todos los días se veían pasar carros car­gados de bagajes. Las casas de los burgueses iban cerrán­dose, y en ese estupendo mes de los días largos los jardi­nes acabaron de florecer, tristes y desiertos, tras las ver­jas cerradas. Poco a poco mis vecinas fueron alarmán­dose; a cada uno que se marchaba les entraba un poco mál de tristeza. Hasta que una mañana sonaron los re­dobles de tambor por todas partes. Era un bando del al­calde. Había que ir a París a vender la vaca, la hierba: todo para que no lo atraparan los prusianos.
Y a París se fue el hombre, pero ¡qué viaje más tris­te! Pesados carros de mudanza se sucedían en fila por en medio de la carretera, entre piaras de cerdos y rebaños de carneros que se metían asustados debajo de las mis­mas ruedas, y bueyes uncidos que mugían tirando de los carros; por la orilla, siguiendo la cuneta, caminaba la gen­te, detrás de los carretones de mano, cargados de mue­bles viejos, butacas de colores desvaídos, mesas estilo im­perio y espejos cubiertos de gasas; se pensaba en la zozo­bra que debió de haber entrado en las casas para remover estas cenizas, andar con reliquias semejantes y llevárse­las en montones por los ignorados caminos.
Una ingente multitud se apiñaba en las puertas de Pa­rís. Hubo que esperar dos horas. Mientras, el pobre hom­bre, estrujado contra su vaca, miraba espantado las tro­neras de los cañones, los fosos llenos de agua, las forti­ficaciones, que crecían rápidamente; los altos álamos de Italia, abatidos, secos, a la orilla del camino. De noche volvió consternado a su casa y contó a su mujer cuanto había visto. La mujer sintió miedo y quería marcharse al día siguiente; pero la marcha fue retrasándose de un día para otro. Ya era por una cosecha por recoger, ya por un trozo de tierra que querían labrar antes. Tal vez fuese aún tiempo de meter la uva. Y sobre todo eso, una vaga y débil esperanza en el fondo del corazón de que acaso los prusianos no pasaran por allí.
Una noche fueron despertados por una formidable de­tonación. Había sido volado el puente de Corbeil. Unos hombres iban por ia aldea llamando de puerta en puerta.
-¡Los ulanos! ¡Los ulanos! Poneos a salvo.
Rápidamente se levantaron de la cama, engancharon el carri-coche, vistieron a los niños, medio dormidos aún, y escaparon por el atajo con algunos otros vecinos. Cuan­do alcanzaron lo alto de la colina, la campana dio las tres. Por última vez se volvieron a mirar. El abrevadero, la plaza de la iglesia, los caminos habituales, el que baja hacia el Sena, el que se mete por los viñedos, todo le pa­reció ya extraño, y en la pálida bruma de la mañana la pequeña aldea abandonada apiñaba sus casas unas contra otras como si temblase esperando el terrible momento.

Ahora viven en París, en dos habitaciones de un cuar­to piso, en una calle oscura. El hombre verdaderamente no lo pasa mal. Ha encontrado trabajo; además es de la guardia nacional, va a las murallas, a la instrucción, y se aturde todo lo que puede para olvidar su granero vacío y sus tierras sin sembrar. La mujer, más montaraz, se deses­pera, se aburre, no sabe qué hacer de sí misma. A las dos mayores las ha internado en un colegio, y las chi­quillas se ahogan en aquel edificio sombrío, sin jardín, acordándose de su bonito convento entre los prados, ale­gre y rumoroso como una colmena, y de la caminata que tenían que hacer todas las mañanas a través del bosque para ir a clase. La madre sufre viéndolos, pero quien más le inquieta es el pequeño.
Porque el pequeño, allá en la aldea, iba y venía, y co­gido de sus faldas, por el patio de la casa, saltando el es­calón de la entrada tantas veces como ella, metiendo sus manitas enrojecidas en la cuba de la lejía, sentándose junto a la puerta cuando ella, para descansar, se ponía a hacer calceta. Aquí, cuatro pisos que subir, una esca­lera oscura como para romperse la crisma, un fuego apa­gado en la estrecha chimenea, las ventanas altas y un ho­rizonte gris por el humo y de tejados de pizarras mojadas.
Existe, eso sí, un patio donde podría jugar el niño, pero la portera no lo permite. ¡Las porteras! ¡Una invención más de las ciudades! Porque allá, en la aldea, cada uno es dueño de su casa y tiene un rincón que él mismo guar­da; la casa está abierta de par en par todo el día; por la noche se echa un gran pestillo de madera, y la casa entera se hunde sin recelo alguno en la oscura noche de los cam­pos, preñada de apacibles sueños. Un perro, de vez en cuando, ladra a la luna, pero eso no preocupa a nadie. En París, en las casas pobres, el amo auténtico es la por­tera. El pequeñín no se atreve a bajar solo debido al mie­do que le causa esta perversa mujer, que le ha hecho ven­der su cabra, con la excusa de que le llenaba el suelo de paja y de mondaduras el suelo del patio.
Por todo esto, la pobre mujer no sabe ya qué inven­tar para entretener al niño, que se muere de puro aburri­miento. En cuanto acaban de comer le abriga bien, como si fuesen al campo, y le lleva de paseo por las calles a lo largo de los bulevares. El chiquillo, asustado, sorprendido y casi perdido, apenas si se atreve a mirar en torno suyo. Sólo le interesan los caballos, quizá porque es lo único que conoce y que le hace sonreír. La madre tampoco encuen­tra gusto en nada. Anda lentamente pensando en su ha­cienda, en su casa, y cuando se les ve pasar, ella con su porte honrado, su traje limpio y el pelo liso, y el niño con su cara redonda y sus grandes zuecos, se adivina en se­guida que están desorientados, desterrados, desplaza-dos, y que lo que añoran más profunda-mente es el aire puro y la soledad de los caminos de su aldea.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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