En Champrosay eran muy dichosos. Su corral caía
precisamente bajo mis ventanas, y durante seis meses al año su vida corría casi
mezclada con la mía. Mucho antes del amanecer ya oía al hombre entrar en la
cuadra, enganchar la carreta y marcharse a Corbeil a vender sus legumbres; más
tarde se levantaba la mujer, arreglaba a los chicos, llamaba a las gallinas,
ordeñaba la vaca, y ya después, en toda la mañana, no se oía más que subir y en
zuecos, unas veces grandes y otras pequeños, la escalera de madera. Después de
comer se hacía el silencio. El padre estaba en el campo; los chiquillos, en la
escuela, y la madre vagaba silenciosa, tendiendo la ropa en la corraliza o
cosiendo delante de la puerta sin perder de vista al pequeñín. Algunas veces
pasaba alguien por el camino, y se ponía a charlar sin que parase por ello la
aguja.
Un día, a fines de agosto, oí a la mujer que decía a
una vecina:
-¡Los prusianos! ¡Vaya! Pero ¿acaso están en Francia?
Yo, desde mi ventana, le grité:
-¡Están en Châlons, señora Juana!
Ella soltó una carcajada. En este apartado rincón de Seine-et-Oise
los aldeanos no creían en la invasión.
Sin embargo, todos los días se veían pasar carros cargados
de bagajes. Las casas de los burgueses iban cerrándose, y en ese estupendo mes
de los días largos los jardines acabaron de florecer, tristes y desiertos,
tras las verjas cerradas. Poco a poco mis vecinas fueron alarmándose; a cada
uno que se marchaba les entraba un poco mál de tristeza. Hasta que una mañana
sonaron los redobles de tambor por todas partes. Era un bando del alcalde.
Había que ir a París a vender la vaca, la hierba: todo para que no lo atraparan
los prusianos.
Y a París se fue el hombre, pero ¡qué viaje más triste!
Pesados carros de mudanza se sucedían en fila por en medio de la carretera,
entre piaras de cerdos y rebaños de carneros que se metían asustados debajo de
las mismas ruedas, y bueyes uncidos que mugían tirando de los carros; por la
orilla, siguiendo la cuneta, caminaba la gente, detrás de los carretones de
mano, cargados de muebles viejos, butacas de colores desvaídos, mesas estilo
imperio y espejos cubiertos de gasas; se pensaba en la zozobra que debió de
haber entrado en las casas para remover estas cenizas, andar con reliquias
semejantes y llevárselas en montones por los ignorados caminos.
Una ingente multitud se apiñaba en las puertas de París.
Hubo que esperar dos horas. Mientras, el pobre hombre, estrujado contra su
vaca, miraba espantado las troneras de los cañones, los fosos llenos de agua,
las fortificaciones, que crecían rápidamente; los altos álamos de Italia,
abatidos, secos, a la orilla del camino. De noche volvió consternado a su casa
y contó a su mujer cuanto había visto. La mujer sintió miedo y quería marcharse
al día siguiente; pero la marcha fue retrasándose de un día para otro. Ya era
por una cosecha por recoger, ya por un trozo de tierra que querían labrar
antes. Tal vez fuese aún tiempo de meter la uva. Y sobre todo eso, una vaga y
débil esperanza en el fondo del corazón de que acaso los prusianos no pasaran
por allí.
Una noche fueron despertados por una formidable detonación.
Había sido volado el puente de Corbeil. Unos hombres iban por ia aldea llamando
de puerta en puerta.
-¡Los ulanos! ¡Los ulanos! Poneos a salvo.
Rápidamente se levantaron de la cama, engancharon el
carri-coche, vistieron a los niños, medio dormidos aún, y escaparon por el
atajo con algunos otros vecinos. Cuando alcanzaron lo alto de la colina, la
campana dio las tres. Por última vez se volvieron a mirar. El abrevadero, la
plaza de la iglesia, los caminos habituales, el que baja hacia el Sena, el que
se mete por los viñedos, todo le pareció ya extraño, y en la pálida bruma de
la mañana la pequeña aldea abandonada apiñaba sus casas unas contra otras como
si temblase esperando el terrible momento.
Ahora viven en París, en dos habitaciones de un cuarto
piso, en una calle oscura. El hombre verdaderamente no lo pasa mal. Ha
encontrado trabajo; además es de la guardia nacional, va a las murallas, a la
instrucción, y se aturde todo lo que puede para olvidar su granero vacío y sus
tierras sin sembrar. La mujer, más montaraz, se desespera, se aburre, no sabe
qué hacer de sí misma. A las dos mayores las ha internado en un colegio, y las
chiquillas se ahogan en aquel edificio sombrío, sin jardín, acordándose de su
bonito convento entre los prados, alegre y rumoroso como una colmena, y de la
caminata que tenían que hacer todas las mañanas a través del bosque para ir a
clase. La madre sufre viéndolos, pero quien más le inquieta es el pequeño.
Porque el pequeño, allá en la aldea, iba y venía, y cogido
de sus faldas, por el patio de la casa, saltando el escalón de la entrada
tantas veces como ella, metiendo sus manitas enrojecidas en la cuba de la
lejía, sentándose junto a la puerta cuando ella, para descansar, se ponía a
hacer calceta. Aquí, cuatro pisos que subir, una escalera oscura como para
romperse la crisma, un fuego apagado en la estrecha chimenea, las ventanas
altas y un horizonte gris por el humo y de tejados de pizarras mojadas.
Existe, eso sí, un patio donde podría jugar el niño,
pero la portera no lo permite. ¡Las porteras! ¡Una invención más de las
ciudades! Porque allá, en la aldea, cada uno es dueño de su casa y tiene un
rincón que él mismo guarda; la casa está abierta de par en par todo el día;
por la noche se echa un gran pestillo de madera, y la casa entera se hunde sin
recelo alguno en la oscura noche de los campos, preñada de apacibles sueños.
Un perro, de vez en cuando, ladra a la luna, pero eso no preocupa a nadie. En
París, en las casas pobres, el amo auténtico es la portera. El pequeñín no se
atreve a bajar solo debido al miedo que le causa esta perversa mujer, que le
ha hecho vender su cabra, con la excusa de que le llenaba el suelo de paja y
de mondaduras el suelo del patio.
Por todo esto, la pobre mujer no sabe ya qué inventar
para entretener al niño, que se muere de puro aburrimiento. En cuanto acaban
de comer le abriga bien, como si fuesen al campo, y le lleva de paseo por las
calles a lo largo de los bulevares. El chiquillo, asustado, sorprendido y casi
perdido, apenas si se atreve a mirar en torno suyo. Sólo le interesan los
caballos, quizá porque es lo único que conoce y que le hace sonreír. La madre
tampoco encuentra gusto en nada. Anda lentamente pensando en su hacienda, en
su casa, y cuando se les ve pasar, ella con su porte honrado, su traje limpio y
el pelo liso, y el niño con su cara redonda y sus grandes zuecos, se adivina en
seguida que están desorientados, desterrados, desplaza-dos, y que lo que
añoran más profunda-mente es el aire puro y la soledad de los caminos de su
aldea.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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