Voy a contar la historia que oí narrar hace unos días
en un cabaret de Montmartre. Para darle todo su valor precisaría del pintoresco
vocabulario del señor Belisario, su gran delantal de carpintero y un par de
tragos de ese vinillo blanco de Montmartre que es capaz de dar acento
parisiense aunque sea a un marsellés. Sólo así podría hacer sentir a los demás
el mismo estremecimiento que he sentido yo al escuchar a Belisario explicar en
una tertulia de amigos esta lúgubre y verídica historia.
-Era al día siguiente de la amnistía. -Belisario quería decir «armisticio». Mi mujer me había
mandado a dar una vuelta con el niño por Villeneuve-la-Garenne, para ver qué
había sido de una casucha que teníamos allí, a la orilla del río, y de la que
no sabíamos nada desde el sitio de la ciudad. Yo bufaba de tener que ir tirando
del chiquillo. Estaba seguro de que iba a tropezarme con los prusianos, y, como
nunca me los había encontrado de frente, temía que me pasara cualquier cosa. ¡Pero
cuando a mi mujer se le mete una cosa en la cabeza!...
»-Anda -me dijo: así el pequeño tomará un poco el
aire.
»Y bien que lo necesitaba la criaturita, después de
cinco meses de sitio y de enmohecimiento.
»Total: que salimos los dos campo adelante. No sé si
el pequeño estaba contento de ver que todavía había árboles y pájaros y de
meterse a chapotear por los sembradíos; pero yo hacía de tripas corazón: había
demasiados cascos puntiagudos por los caminos. Lo que es desde el canal a la
isla no se veía otra cosa. ¡Y qué insolencia la suya! Había que tragar mucha
saliva para no empezar a golpes. Pero cuando llegué a Villeneuve la rabia me
ahogó al ver destrozados los jardines, las casas descerrajadas, saqueadas, y a
esos bandidos muy a gusto en nuestro sitio, llamándose por las ventanas y
tendiendo a secar sus camisetas de lana en nuestras persianas y en nuestras
verjas. Por suerte el chiquillo iba a mi lado, y cada vez que la mano me pedía
jaleo le miraba y pensaba para mis adentros: «Manos quietas, Belisario, que
quien lo va a pagar va a ser el chico.» Y bastaba para no hacer tonterías. Entonces
fue cuando me di cuenta de por qué mi mujer habla querido que le llevase
conmigo.
»La casucha estaba al extremo del lugar, a la orilla,
la última a mano derecha, y, como las demás, estaba completamente vacía. No
había quedado ni un mueble ni un cristal; nada más que unos haces de paja y la
última pata de un sillón que chisporroteaba en la chimenea. Todo esto olía a
prusiano desde una legua; sin embargo no se le veía por parte alguna. De
repente me pareció que algo sonaba en el sótano. Yo tenía allí un pequeño banco
de carpintero para entretenerme los domingos haciendo algún arreglo. Dije al
chiquillo que me esperara, y bajé a ver.
»En cuanto abrí la puerta vi a un gran tocino de soldado de Guillermo, que,
levantándose de un montón de virutas, se me acerca con los ojos fuera de las
órbitas y vomitando juramentos que maldito si yo los entendía. Mal despertar
tenía aquel animal, porque no hice más que despegar los labios cuando ya tiró
del sable.
»La bilis hecha durante el camino se me revolvió, y la
sangre me subió a la cabeza. Eché mano al barrilete del banco y con él le
golpeé.
»Conocidos son mis puños. Pues bien: era como si en ellos
hubiera rayos y centellas. Del primer golpe el prusia no se dobla como un
bendito y cae al suelo todo lo largo que es. En un principio le creí sólo
atolondrado..., pero ¡menudo atolondramiento!... Laminado, pero a la perfección.
¿Qué? ¡Pelado! ¡Liquidado!
»Yo, que nunca había matado ni un jilguero, me parecía
absurdo, raro, ver ante mí en el suelo a aquel cuerpo tan grande. Y por cierto
que era un guapo rubio, con una barbilla rizada como las virutas de fresno. Al
mirarle me flojeaban las piernas, y entretanto el chiquillo, que se aburría
arriba, me llamaba a gritos:
»-¡Papá! ¡Papá!
»Por el camino pasaban algunos prusianos. Por la lumbrera
del sótano les veía los sables, las largas piernas. Una idea me vino
súbitamente a la cabeza. «Si casualmente entran, el chiquillo está perdido. No
van a dejar títere con cabeza.» Aquello sirvió para que dejara de temblar. Cogí
al alemán, lo metí debajo del banco, tapándolo con lo que tengo a mano: tablas,
virutas y serrín, y subo por el niño.
»-¡Vamos! ¡Andando!
»-Papá, ¿qué te ha pasado? ¡Estás muy pálido!
»-¡Vamos de prisa!
»Y entonces, por mucho que los cosacos se tropezaran
conmigo y me miraran de reojo, palabra que no hubiera hecho la menor
reclamación. Me parecía a cada momento que venían corriendo, que gritaban
detrás de nosotros. Una de las veces que oí un caballo echarse encima a todo galope,
por poco si me caigo de pánico. Pero en cuanto pasé los puentes, ya empecé a entrar
en caja. Saint-Denis estaba lleno de gente, y ya no había miedo de que nos
pescaran en el montón. Mi única preocupación era la casita. Los prusianos,
cuando encontraran a su compañero, en venganza pegarían fuego a la casa. Me
acordé entonces de mi vecino Santiago, el guardapesca, que, como era el único
francés que quedaba en el lugar, las iba a pasar muy negras con aquel soldado
asesinado tan cerca de su casa. Realmente no era de valientes esta manera de zafarse.
»Debí, al menos, de componérmelas de algún modo para
hacerlo desaparecer. Y cuanto más nos acercábamos a París, más vueltas me daba
esta idea en la cabeza. No podía dejar al prusiano en el sótano. Total: que al
llegar a las puertas no pude más.
»-Vete delante -ordené al chico. Tengo que i a ver a
un parrouiano en Saint-Denis.
»Y tras darle un beso me volví. El corazón me latía
con más fuerza, pero me sentía mejor no llevando al chiquillo conmigo.
»Cuando entré en Villeneuve era casi de noche. Yo era
todo ojos, como puede comprenderse, y no avanzaba un pie sin antes haber
asegurado bien el otro. El pueblo, sin embargo, parecía bastante tranquilo, y
la casucha, por lo que se adivinaba entre la niebla, seguía sin novedad.
»A la orilla del muelle se veía algo así como una empalizada
negra, pero eran los prusianos que pasaban lista: una ocasión magnífica para
encontrar la casa vacía. Me deslicé a lo largo de los cercados, y al pasar vi
al señor Santiago en su patio, extendiendo las redes. Aún no se sabía nada.
Entro en la casa, bajo al sótano y palpo. El prusiano seguía debajo de las
virutas, y hasta había dos ratas enormes que se disponían a trabajar en el
casco; al oír cómo se movía el barboquejo sentí un escalofrío por la espina
dorsal. Parecía que el muerto iba a ponerse en pie; pero no: su cabeza estaba
fría y pesada. Me acurruqué en un rincón y me dispuse a esperar. Tenía formado
mi plan de arrojarle al Sena en cuanto se durmieran los demás.
»No sé si fue por la proximidad de la muerte, o por
qué, pero es el caso que aquella noche la retreta de los prusianos me pareció
extrañamente triste. Toques de trompeta que sonaban de tres en tres: «¡Ta!,
¡ta!, ¡ta!» Una música de sapos enteramente. Me parece que nuestros soldados
no se acostarían muy contentos con una cavatina semejante.
»Durante unos minutos se oyeron el arrastrar de los sables
y el golpeteo de las puertas al batir. Después unos soldados entraron en la
corraliza y empezaron a llamar:
»-¡Hofmann! ¡Hofmann!
»El pobre Hofmann no podía moverse debajo de las
virutas. Pero yo, en cambio, me parece que envejecía. Esperaba verlos entrar de
un momento a otro en el sótano. Había cogido el sable del muerto, y estaba
allí, sin moverme, pensando interiormente: «Lo que es si escapas de ésta, amigo
mío, ya puedes llevarle un cirio bien gordo a san Juan Bautista de Belleville.»
»Cuando mis inquilinos se cansaron de llamar a Hofmann
se decidieron a entrar. Resonaron sus botazas en la escalera, y al poco rato
toda la barraca roncaba al compás, como un reloj de aldea. Era lo que estaba
esperando para salir de mi escondite.
»La ribera estaba desierta, las ventanas apagadas. Podía
decirse que todo se hallaba a medida de mis deseos. Rápidamente bajo, saco a
Hofmann de debajo del banco, lo enderezo de pies y me lo cargo a la espalda
como un saco. ¡Y cómo pesaba el maldito! Con esto, y el miedo, y no haber
cebado la caldera desde por la mañana, creí que no iba a tener fuerzas para
llegar.
»A mitad de la calle oigo que me siguen. Me vuelvo: no
veo a nadie. Sólo la luna que se levantaba. Y me digo: «Cuidado. Los centinelas
me van a encañonar.»
»Para remachar el clavo, el Sena estaba bajo. Si lo
hubiese tirado allí, en la orilla, allí se habría quedado como en una jofaina.
Entro, avanzo... Ni una gota de agua; y ya no podía más, porque notaba
agarrotados todos mis músculos. Finalmente, cuando creo que ya he entrado
bastante, suelto a mi hombre. De paseo... Pero hete aquí que se encalla. No
había manera de moverlo. ¡Empujo, empujo! ¡Aúpa! Y nada. Suerte que salió un
poco de viento del este. El Sena se agita, y veo al macabeo que zarpa tan
ricamente. ¡Buen viaje! Me sorbo algo así como una jarra de a,gua, y subo de un
salto al ribazo.
»Al pasar por el puente de Villeneuve se veía una cosa
negra en medio del Sena. De lejos podría tomarse por una barquita.
»Era mi prusiano que descendía del lado de Argenteuil
siguiendo la corriente del agua.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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