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domingo, 4 de agosto de 2013

El prusiano de belisario

Voy a contar la historia que oí narrar hace unos días en un cabaret de Montmartre. Para darle todo su valor precisaría del pintoresco vocabulario del señor Belisario, su gran delantal de carpintero y un par de tragos de ese vinillo blanco de Montmartre que es capaz de dar acento parisiense aunque sea a un marsellés. Sólo así podría ha­cer sentir a los demás el mismo estremecimiento que he sentido yo al escuchar a Belisario explicar en una tertulia de amigos esta lúgubre y verídica historia.
-Era al día siguiente de la amnistía. -Belisario que­ría decir «armisticio». Mi mujer me había mandado a dar una vuelta con el niño por Villeneuve-la-Garenne, para ver qué había sido de una casucha que teníamos allí, a la orilla del río, y de la que no sabíamos nada desde el sitio de la ciudad. Yo bufaba de tener que ir tirando del chiquillo. Estaba seguro de que iba a tropezarme con los prusianos, y, como nunca me los había encontrado de frente, temía que me pasara cualquier cosa. ¡Pero cuan­do a mi mujer se le mete una cosa en la cabeza!...
»-Anda -me dijo: así el pequeño tomará un poco el aire.
»Y bien que lo necesitaba la criaturita, después de cin­co meses de sitio y de enmohecimiento.
»Total: que salimos los dos campo adelante. No sé si el pequeño estaba contento de ver que todavía había árboles y pájaros y de meterse a chapotear por los sembra­díos; pero yo hacía de tripas corazón: había demasiados cascos puntiagudos por los caminos. Lo que es desde el canal a la isla no se veía otra cosa. ¡Y qué insolencia la suya! Había que tragar mucha saliva para no empezar a golpes. Pero cuando llegué a Villeneuve la rabia me ahogó al ver destrozados los jardines, las casas descerrajadas, sa­queadas, y a esos bandidos muy a gusto en nuestro sitio, llamándose por las ventanas y tendiendo a secar sus cami­setas de lana en nuestras persianas y en nuestras verjas. Por suerte el chiquillo iba a mi lado, y cada vez que la mano me pedía jaleo le miraba y pensaba para mis aden­tros: «Manos quietas, Belisario, que quien lo va a pagar va a ser el chico.» Y bastaba para no hacer tonterías. En­tonces fue cuando me di cuenta de por qué mi mujer ha­bla querido que le llevase conmigo.
»La casucha estaba al extremo del lugar, a la orilla, la última a mano derecha, y, como las demás, estaba com­pletamente vacía. No había quedado ni un mueble ni un cristal; nada más que unos haces de paja y la última pata de un sillón que chisporroteaba en la chimenea. Todo esto olía a prusiano desde una legua; sin embargo no se le veía por parte alguna. De repente me pareció que algo sonaba en el sótano. Yo tenía allí un pequeño banco de carpintero para entretenerme los domingos haciendo algún arreglo. Dije al chiquillo que me esperara, y bajé a ver.
»En cuanto abrí la puerta vi a un gran tocino de sol­dado de Guillermo, que, levantándose de un montón de virutas, se me acerca con los ojos fuera de las órbitas y vomitando juramentos que maldito si yo los entendía. Mal despertar tenía aquel animal, porque no hice más que des­pegar los labios cuando ya tiró del sable.
»La bilis hecha durante el camino se me revolvió, y la sangre me subió a la cabeza. Eché mano al barrilete del banco y con él le golpeé.
»Conocidos son mis puños. Pues bien: era como si en ellos hubiera rayos y centellas. Del primer golpe el prusia­ no se dobla como un bendito y cae al suelo todo lo largo que es. En un principio le creí sólo atolondrado..., pero ¡menudo atolondramiento!... Laminado, pero a la perfec­ción. ¿Qué? ¡Pelado! ¡Liquidado!
»Yo, que nunca había matado ni un jilguero, me pa­recía absurdo, raro, ver ante mí en el suelo a aquel cuer­po tan grande. Y por cierto que era un guapo rubio, con una barbilla rizada como las virutas de fresno. Al mi­rarle me flojeaban las piernas, y entretanto el chiquillo, que se aburría arriba, me llamaba a gritos:
»-¡Papá! ¡Papá!
»Por el camino pasaban algunos prusianos. Por la lum­brera del sótano les veía los sables, las largas piernas. Una idea me vino súbitamente a la cabeza. «Si casualmente entran, el chiquillo está perdido. No van a dejar títere con cabeza.» Aquello sirvió para que dejara de temblar. Cogí al alemán, lo metí debajo del banco, tapándolo con lo que tengo a mano: tablas, virutas y serrín, y subo por el niño.
»-¡Vamos! ¡Andando!
»-Papá, ¿qué te ha pasado? ¡Estás muy pálido!
»-¡Vamos de prisa!
»Y entonces, por mucho que los cosacos se tropezaran conmigo y me miraran de reojo, palabra que no hubiera hecho la menor reclamación. Me parecía a cada momento que venían corriendo, que gritaban detrás de nosotros. Una de las veces que oí un caballo echarse encima a todo galope, por poco si me caigo de pánico. Pero en cuanto pasé los puentes, ya empecé a entrar en caja. Saint-Denis estaba lleno de gente, y ya no había miedo de que nos pescaran en el montón. Mi única preocupación era la casi­ta. Los prusianos, cuando encontraran a su compañero, en venganza pegarían fuego a la casa. Me acordé enton­ces de mi vecino Santiago, el guardapesca, que, como era el único francés que quedaba en el lugar, las iba a pasar muy negras con aquel soldado asesinado tan cerca de su casa. Realmente no era de valientes esta manera de za­farse.
»Debí, al menos, de componérmelas de algún modo para hacerlo desaparecer. Y cuanto más nos acercábamos a París, más vueltas me daba esta idea en la cabeza. No podía dejar al prusiano en el sótano. Total: que al llegar a las puertas no pude más.
»-Vete delante -ordené al chico. Tengo que i a ver a un parrouiano en Saint-Denis.
»Y tras darle un beso me volví. El corazón me latía con más fuerza, pero me sentía mejor no llevando al chi­quillo conmigo.
»Cuando entré en Villeneuve era casi de noche. Yo era todo ojos, como puede comprenderse, y no avanzaba un pie sin antes haber asegurado bien el otro. El pueblo, sin embargo, parecía bastante tranquilo, y la casucha, por lo que se adivinaba entre la niebla, seguía sin novedad.
»A la orilla del muelle se veía algo así como una empa­lizada negra, pero eran los prusianos que pasaban lista: una ocasión magnífica para encontrar la casa vacía. Me deslicé a lo largo de los cercados, y al pasar vi al señor Santiago en su patio, extendiendo las redes. Aún no se sa­bía nada. Entro en la casa, bajo al sótano y palpo. El pru­siano seguía debajo de las virutas, y hasta había dos ratas enormes que se disponían a trabajar en el casco; al oír cómo se movía el barboquejo sentí un escalofrío por la espina dorsal. Parecía que el muerto iba a ponerse en pie; pero no: su cabeza estaba fría y pesada. Me acurruqué en un rincón y me dispuse a esperar. Tenía formado mi plan de arrojarle al Sena en cuanto se durmieran los de­más.
»No sé si fue por la proximidad de la muerte, o por qué, pero es el caso que aquella noche la retreta de los prusianos me pareció extrañamente triste. Toques de trom­peta que sonaban de tres en tres: «¡Ta!, ¡ta!, ¡ta!» Una música de sapos enteramente. Me parece que nuestros sol­dados no se acostarían muy contentos con una cavatina semejante.
»Durante unos minutos se oyeron el arrastrar de los sa­bles y el golpeteo de las puertas al batir. Después unos soldados entraron en la corraliza y empezaron a llamar:
»-¡Hofmann! ¡Hofmann!
»El pobre Hofmann no podía moverse debajo de las virutas. Pero yo, en cambio, me parece que envejecía. Esperaba verlos entrar de un momento a otro en el sóta­no. Había cogido el sable del muerto, y estaba allí, sin moverme, pensando interiormente: «Lo que es si escapas de ésta, amigo mío, ya puedes llevarle un cirio bien gordo a san Juan Bautista de Belleville.»
»Cuando mis inquilinos se cansaron de llamar a Hof­mann se decidieron a entrar. Resonaron sus botazas en la escalera, y al poco rato toda la barraca roncaba al com­pás, como un reloj de aldea. Era lo que estaba esperando para salir de mi escondite.
»La ribera estaba desierta, las ventanas apagadas. Po­día decirse que todo se hallaba a medida de mis deseos. Rápidamente bajo, saco a Hofmann de debajo del banco, lo enderezo de pies y me lo cargo a la espalda como un saco. ¡Y cómo pesaba el maldito! Con esto, y el miedo, y no haber cebado la caldera desde por la mañana, creí que no iba a tener fuerzas para llegar.
»A mitad de la calle oigo que me siguen. Me vuelvo: no veo a nadie. Sólo la luna que se levantaba. Y me digo: «Cuidado. Los centinelas me van a encañonar.»
»Para remachar el clavo, el Sena estaba bajo. Si lo hubiese tirado allí, en la orilla, allí se habría quedado como en una jofaina. Entro, avanzo... Ni una gota de agua; y ya no podía más, porque notaba agarrotados todos mis músculos. Finalmente, cuando creo que ya he entrado bastante, suelto a mi hombre. De paseo... Pero hete aquí que se encalla. No había manera de moverlo. ¡Empujo, empujo! ¡Aúpa! Y nada. Suerte que salió un poco de viento del este. El Sena se agita, y veo al maca­beo que zarpa tan ricamente. ¡Buen viaje! Me sorbo algo así como una jarra de a,gua, y subo de un salto al ribazo.
»Al pasar por el puente de Villeneuve se veía una cosa negra en medio del Sena. De lejos podría tomarse por una barquita.
»Era mi prusiano que descendía del lado de Argenteuil siguiendo la corriente del agua.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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