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domingo, 4 de agosto de 2013

El mal zuayo

Lory, el viejo herrero de Santa María de Minas[1] no se hallaba de muy buen talante aquella tarde.
Corrientemente, en cuanto se apagaba la fragua y se ponía el sol, se sentaba en un banco delante de la puerta para disfrutar de la dulce lasitud que deja el cese del tra­bajo y el calor del día, y antes de despedir a sus aprendi­ces bebía con ellos algunos tragos de cerveza fresca, mien­tras pasaban los obreros que salían de las fábricas. Pero aquella tarde el herrero no se movió de su trabajo hasta el instante de sentarse a la mesa, y aún lo hizo de mala gana. Su vieja esposa se preguntaba mirándole:
«¿Qué puede ocurrirle? Tal vez ha recibido una mala noticia del regimiento y no quiere decírmela. ¿Estará en­fermo el chico?»
Pero no se atrevió a preguntarle nada y se dedicó a calmar a sus tres pequeñuelos, rubios y tostados como las espigas de trigo, que reían alegremente alrededor de la mesa, comiéndose una gran ensalada de rábanos negros.
El herrero, finalmente, arrojó el plato lejos de sí, colé­rico:
-¡Bribones! ¡Sinvergüenzas!
-Pero ¿qué te sucede?
Él estalló:
-¿Qué quieres que me suceda? Que hay cinco o seis canallas que andan por ahí desde buena mañana vestidos de soldados franceses, que están de cómetela tú con los bávaros. Son de esos que, como ellos dicen, han.., optado por la nacionalidad prusiana. ¡Y tener que ver todos los días el regreso de falsos alsacianos!... Pero ¿qué veneno les habrán dado?
La mujer trató de salir en su defensa:
-¿Qué otra cosa pueden hacer? ¡Di! Porque la culpa no es sólo suya. ¡Está tan lejos esa Argelia de África adon­de los envían! Sienten nostalgia..., y la tentación de vol­ver a sus casas y de no ser más soldados es demasiado fuerte.
El herrero dio un tremendo puñetazo sobre la mesa.
-¡Mujer, cállate! Vosotras, las mujeres, ¿qué enten­déis de estas cosas? Tanto vivir con los hijos y nada más que para ellos reducís todo al tamaño de esos monigotes. Pues bien: yo te diré que esos sujetos son unos miserables, unos renegados, más cobardes que los cobardes y que, si desgraciadamente nuestro hijo Cristián fuese capaz de una infamia así, tan seguro como me llamo Jorge Lory y que he servido siete años en los cazadores de Francia que le atravieso con mi sable de parte a parte.
Con terrible aspecto, casi de pie, el ex soldado señala­ba su largo sable de cazador, colgado en la pared debajo del retrato de su hijo, un retrato de zuavo hecho en África; pero al ver su. rostro de alsaciano honrado, moreno, cur­tido por el sol africano, con esos blancos y esas sombras que hacen los colores vivos a plena luz, se calmó de sú­bito y se rió broncamente.
-¡Vaya! ¡Sí que tengo ganas de darle vueltas a la cabeza! ¡Como si mi hijo pudiese hacerse prusiano, él que tantos ha matado en la guerra!
El herrero, recuperado su buen humor habitual, acábó de cenar alegremente, y en cuanto se hubo bebido sus buenos tragos de cerveza se marchó a Estrasburgo.
Su mujer se ha quedado sola. Después de haber acos­tado a sus tres hijitos, que gorjean en el cuarto contiguo como un nido que se adormece, ha cogido el cesto de la­bor y se ha puesto a zurcir delante de la puerta que da al jardín. De vez en cuando suspira y piensa:
«Desde luego, son unos cobardes, unos renegados, todo lo que se quiera, pero sus madres son más felices al vol­verlos a ver.»
Y recuerda cuando Cristián, antes de irse como solda­do, a una hora como aquélla, iba de un lado para otro del jardín trabajando. Y creía verle ir al pozo y llenar la regadera, vestido con su blusa, con el pelo largo, con aque­llos mechones que le cortaron al ingresar en los zuavos.
Siente de pronto un estremecimiento. La puertecita del fondo, la que se abre a los campos, ha rechinado. Los pe­rros no ladran, y, sin embargo, el que acaba de entrar por ella se pega a los muros como un ladrón y se desliza por entre las colmenas.
-¡Madre!
Ante ella está su Cristián, con el uniforme destrozado, lleno de vergüenza y confusión, hablando a borbotones. El desgraciado ha vuelto a su tierra con los demás, y des­de hace una hora ronda la casa, esperando que salga su padre para entrar él. La madre querría poder enfadarse, pero no puede. ¡Llevaba tanto tiempo sin verle, sin be­sarle! Y además ¡da él unas razones tan convincentes! Añoranza del terruño, de la fragua; aburrimiento de vi­vir tan lejos..., la disciplina cada vez más severa... Los compañeros que le llamaban «prusiano» por su acento al­saciano... Y todo cuanto él decía lo creía la madre sin va­cilar. ¡No había más que mirarle para creerle! Hablando incesantemente entrar en en la casa; los niños se desper­taron y corrieron a abrazar al hermano mayor. Querían que comiese algo, pero él no tenía gana; sólo sed, y se bebía grandes tragos de agua, encima de las rondas de cerveza y de vino blanco que se había pagado a sí mismo desde por la mañana en la taberna.
Parece que alguien anda por el patio. Sí; es el herrero que vuelve.
-Es tu padre que vuelve, Cristián. ¡Escóndete pron­to! Espera a que hable yo con él, que le explique...
Y le empuja detrás de la estufa y se pone a coser, con temblorosas manos.
Desgraciadamente el gorro rojo del zuavo se ha que­dado sobre la mesa, y es precisamente lo primero que ve Lory cuando entra. La palidez y la turbación de su mu­jer... Es fácil de adivinar.
-¡Cristián está aquí! -grita con voz terrible, y des­colgando el sable se precipita como un loco hacia la estufa, tras la cual está agazapado, lívido, desesperado, apoyán­dose en la pared para no caerse.
Se interpone la madre.
-¡Jorge! ¡Jorge! ¡Por Dios, no le mates! He sido yo quien le escribió para que volviera. Le dije que le ne­cesitabas en la fragua...
Y arrastrada por el brazo al que se ha cogido fuerte­mente solloza. En la oscuridad de la habitación los niños gritan al oír aquellas voces llenas de cólera y de lágrimas, tan distintas a las que oían siempre que casi no las cono­cen. Lory se detiene, y mirando a su mujer exclama:
-Entonces ¿eres tú quien le ha hecho volver? ¡Muy bien! Que se vaya a la cama. Ya veremos mañana lo que hay que hacer.
A la mañana siguiente, al despertarse Cristián de un horrible sueño, lleno de pesadillas y de terrores sin causa, se encuentra, como antaño, en su habitación de niño. A través de los emplomados vidrios, que tapiza una flo­rida enredadera, el sol ya alto comienza a calentar. Los martillos cantan sonoramente sobre el yunque en la herre­ría. Y sentada a la cabecera de la cama, la madre, que, temerosa de la cólera del marido, no ha querido separarse de su lado en toda la noche. Pero tampoco el viejo se ha acostado. Hasta la mañana se le ha oído andar por la casa, llorando, suspirando, abriendo y cerrando armarios, y en este momento entra gravemente en el cuarto de su hijo, vestido como para un largo viaje, con altas polai­nas, sombrero de alas anchas y un grueso bastón de mon­taña, herrado en la punta. Se dirige erguido hacia la cama.
-¡Vamos! ¡Levántate!
El chico, azorado, va a coger sus ropas de zuavo.
El padre, en tono severo, exclama:
-¡No! Ésas no.
La madre, temerosa, interviene:
-Son las únicas que tiene.
-Dale las mías. Yo no las necesito.
Y mientras Cristián se viste, Lory pliega cuidadosa­mente el uniforme, la chaquetilla, los amplios pantalones encarnados. Una vez hecho el paquete, se pasa alrededor del cuello el cordón del canuto de hojalata donde guarda el pasaporte. En seguida dice:
-Ahora vámonos.
Y los tres bajan, sin hablar, a la fragua. El fuelle re­sopla; todo el mundo está trabajando. Cuando ve aquel cobertizo abierto de par en par, que en la ausencia reme­moraba incesantemente, el zuavo vuelve en sueños a su infancia, cuando jugaba envuelto en el sol de la carretera y las chispas de la fragua, que brillaban sobre la negrura del cisco. Un deseo de cariño le llena, siente un gran de­seo de perdón paterno. Pero siempre que levanta los ojos encuentra la misma mirada inexorable.
Finalmente el herrero dice:
-Aquí están el yunque, muchacho, y las herramien­tas. Todo es tuyo, y todo esto también -y le señala el jardín, que se abre pleno de sol y de abejas al fondo, en el abrumado marco de la puerta. Todo te pertenece: las colmenas, la viña, la casa. Puesto que has sacrificado el honor a estas cosas, justo es que sean para ti. Tú eres el amo. Yo..., yo me marcho. Tú debes a Francia cinco años: los pagaré yo por cuenta tuya.
Su mujer da un grito :
-¡Jorge! ¡Jorge! ¿Adónde vas?
-¡Padre! -suplica el hijo.
Pero a grandes pasos, sin volver la cabeza, el herrero se ha marchado ya.
Desde hace unos días, en el cuartel del Tercero de zua­vos de Sidi-bel-Abbes hay un voluntario de cincuenta y cinco años.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)


[1] Pueblo de Alsacia.

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