Lory, el viejo herrero de Santa María de Minas[1]
no se hallaba de muy buen talante aquella tarde.
Corrientemente, en cuanto se apagaba la fragua y se
ponía el sol, se sentaba en un banco delante de la puerta para disfrutar de la
dulce lasitud que deja el cese del trabajo y el calor del día, y antes de
despedir a sus aprendices bebía con ellos algunos tragos de cerveza fresca,
mientras pasaban los obreros que salían de las fábricas. Pero aquella tarde el
herrero no se movió de su trabajo hasta el instante de sentarse a la mesa, y
aún lo hizo de mala gana. Su vieja esposa se preguntaba mirándole:
«¿Qué puede ocurrirle? Tal vez ha recibido una mala
noticia del regimiento y no quiere decírmela. ¿Estará enfermo el chico?»
Pero no se atrevió a preguntarle nada y se dedicó a
calmar a sus tres pequeñuelos, rubios y tostados como las espigas de trigo, que
reían alegremente alrededor de la mesa, comiéndose una gran ensalada de rábanos
negros.
El herrero, finalmente, arrojó el plato lejos de sí,
colérico:
-¡Bribones! ¡Sinvergüenzas!
-Pero ¿qué te sucede?
Él estalló:
-¿Qué quieres que me suceda? Que hay cinco o seis
canallas que andan por ahí desde buena mañana vestidos de soldados franceses,
que están de cómetela tú con los bávaros. Son de esos que, como ellos dicen,
han.., optado por la nacionalidad prusiana. ¡Y tener que ver todos los días el
regreso de falsos alsacianos!... Pero ¿qué veneno les habrán dado?
La mujer trató de salir en su defensa:
-¿Qué otra cosa pueden hacer? ¡Di! Porque la culpa no
es sólo suya. ¡Está tan lejos esa Argelia de África adonde los envían! Sienten
nostalgia..., y la tentación de volver a sus casas y de no ser más soldados es
demasiado fuerte.
El herrero dio un tremendo puñetazo sobre la mesa.
-¡Mujer, cállate! Vosotras, las mujeres, ¿qué entendéis
de estas cosas? Tanto vivir con los hijos y nada más que para ellos reducís
todo al tamaño de esos monigotes. Pues bien: yo te diré que esos sujetos son
unos miserables, unos renegados, más cobardes que los cobardes y que, si
desgraciadamente nuestro hijo Cristián fuese capaz de una infamia así, tan
seguro como me llamo Jorge Lory y que he servido siete años en los cazadores de
Francia que le atravieso con mi sable de parte a parte.
Con terrible aspecto, casi de pie, el ex soldado
señalaba su largo sable de cazador, colgado en la pared debajo del retrato de
su hijo, un retrato de zuavo hecho en África; pero al ver su. rostro de
alsaciano honrado, moreno, curtido por el sol africano, con esos blancos y
esas sombras que hacen los colores vivos a plena luz, se calmó de súbito y se
rió broncamente.
-¡Vaya! ¡Sí que tengo ganas de darle vueltas a la
cabeza! ¡Como si mi hijo pudiese hacerse prusiano, él que tantos ha matado en
la guerra!
El herrero, recuperado su buen humor habitual, acábó
de cenar alegremente, y en cuanto se hubo bebido sus buenos tragos de cerveza
se marchó a Estrasburgo.
Su mujer se ha quedado sola. Después de haber acostado
a sus tres hijitos, que gorjean en el cuarto contiguo como un nido que se adormece,
ha cogido el cesto de labor y se ha puesto a zurcir delante de la puerta que
da al jardín. De vez en cuando suspira y piensa:
«Desde luego, son unos cobardes, unos renegados, todo
lo que se quiera, pero sus madres son más felices al volverlos a ver.»
Y recuerda cuando Cristián, antes de irse como soldado,
a una hora como aquélla, iba de un lado para otro del jardín trabajando. Y
creía verle ir al pozo y llenar la regadera, vestido con su blusa, con el pelo
largo, con aquellos mechones que le cortaron al ingresar en los zuavos.
Siente de pronto un estremecimiento. La puertecita del
fondo, la que se abre a los campos, ha rechinado. Los perros no ladran, y, sin
embargo, el que acaba de entrar por ella se pega a los muros como un ladrón y
se desliza por entre las colmenas.
-¡Madre!
Ante ella está su Cristián, con el uniforme
destrozado, lleno de vergüenza y confusión, hablando a borbotones. El
desgraciado ha vuelto a su tierra con los demás, y desde hace una hora ronda
la casa, esperando que salga su padre para entrar él. La madre querría poder
enfadarse, pero no puede. ¡Llevaba tanto tiempo sin verle, sin besarle! Y
además ¡da él unas razones tan convincentes! Añoranza del terruño, de la
fragua; aburrimiento de vivir tan lejos..., la disciplina cada vez más
severa... Los compañeros que le llamaban «prusiano» por su acento alsaciano...
Y todo cuanto él decía lo creía la madre sin vacilar. ¡No había más que
mirarle para creerle! Hablando incesantemente entrar en en la casa; los niños
se despertaron y corrieron a abrazar al hermano mayor. Querían que comiese
algo, pero él no tenía gana; sólo sed, y se bebía grandes tragos de agua,
encima de las rondas de cerveza y de vino blanco que se había pagado a sí mismo
desde por la mañana en la taberna.
Parece que alguien anda por el patio. Sí; es el
herrero que vuelve.
-Es tu padre que vuelve, Cristián. ¡Escóndete pronto!
Espera a que hable yo con él, que le explique...
Y le empuja detrás de la estufa y se pone a coser, con
temblorosas manos.
Desgraciadamente el gorro rojo del zuavo se ha quedado
sobre la mesa, y es precisamente lo primero que ve Lory cuando entra. La
palidez y la turbación de su mujer... Es fácil de adivinar.
-¡Cristián está aquí! -grita con voz terrible, y descolgando
el sable se precipita como un loco hacia la estufa, tras la cual está
agazapado, lívido, desesperado, apoyándose en la pared para no caerse.
Se interpone la madre.
-¡Jorge! ¡Jorge! ¡Por Dios, no le mates! He sido yo
quien le escribió para que volviera. Le dije que le necesitabas en la
fragua...
Y arrastrada por el brazo al que se ha cogido fuertemente
solloza. En la oscuridad de la habitación los niños gritan al oír aquellas
voces llenas de cólera y de lágrimas, tan distintas a las que oían siempre que
casi no las conocen. Lory se detiene, y mirando a su mujer exclama:
-Entonces ¿eres tú quien le ha hecho volver? ¡Muy bien!
Que se vaya a la cama. Ya veremos mañana lo que hay que hacer.
A la mañana siguiente, al despertarse Cristián de un
horrible sueño, lleno de pesadillas y de terrores sin causa, se encuentra, como
antaño, en su habitación de niño. A través de los emplomados vidrios, que
tapiza una florida enredadera, el sol ya alto comienza a calentar. Los martillos
cantan sonoramente sobre el yunque en la herrería. Y sentada a la cabecera de
la cama, la madre, que, temerosa de la cólera del marido, no ha querido
separarse de su lado en toda la noche. Pero tampoco el viejo se ha acostado.
Hasta la mañana se le ha oído andar por la casa, llorando, suspirando, abriendo
y cerrando armarios, y en este momento entra gravemente en el cuarto de su
hijo, vestido como para un largo viaje, con altas polainas, sombrero de alas
anchas y un grueso bastón de montaña, herrado en la punta. Se dirige erguido
hacia la cama.
-¡Vamos! ¡Levántate!
El chico, azorado, va a coger sus ropas de zuavo.
El padre, en tono severo, exclama:
-¡No! Ésas no.
La madre, temerosa, interviene:
-Son las únicas que tiene.
-Dale las mías. Yo no las necesito.
Y mientras Cristián se viste, Lory pliega cuidadosamente
el uniforme, la chaquetilla, los amplios pantalones encarnados. Una vez hecho
el paquete, se pasa alrededor del cuello el cordón del canuto de hojalata donde
guarda el pasaporte. En seguida dice:
-Ahora vámonos.
Y los tres bajan, sin hablar, a la fragua. El fuelle
resopla; todo el mundo está trabajando. Cuando ve aquel cobertizo abierto de
par en par, que en la ausencia rememoraba incesantemente, el zuavo vuelve en
sueños a su infancia, cuando jugaba envuelto en el sol de la carretera y las
chispas de la fragua, que brillaban sobre la negrura del cisco. Un deseo de
cariño le llena, siente un gran deseo de perdón paterno. Pero siempre que
levanta los ojos encuentra la misma mirada inexorable.
Finalmente el herrero dice:
-Aquí están el yunque, muchacho, y las herramientas.
Todo es tuyo, y todo esto también -y le señala el jardín, que se abre pleno de
sol y de abejas al fondo, en el abrumado marco de la puerta. Todo te pertenece:
las colmenas, la viña, la casa. Puesto que has sacrificado el honor a estas
cosas, justo es que sean para ti. Tú eres el amo. Yo..., yo me marcho. Tú debes
a Francia cinco años: los pagaré yo por cuenta tuya.
Su mujer da un grito :
-¡Jorge! ¡Jorge! ¿Adónde vas?
-¡Padre! -suplica el hijo.
Pero a grandes pasos, sin volver la cabeza, el herrero
se ha marchado ya.
Desde hace unos días, en el cuartel del Tercero de zuavos
de Sidi-bel-Abbes hay un voluntario de cincuenta y cinco años.
Cuento del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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