El pequeño Delfín está
enfermo, el pequeño Delfín se muere... En todas las iglesias del reino, el
Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por
la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes
y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso... En las
cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las
verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los
patios.
Todo el castillo está
en danza... Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de
mármol... Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con
ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las
amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes
reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.
En L’Orangerie hay una
nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve
agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas
en coleta de picaporte... El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se
pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos
pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero
blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio... Y,
mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo
relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han
olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.
¿Y el rey? ¿En dónde
está Su Majestad el Rey?... El rey se ha encerrado, solo en una habitación, en
la otra punta del castillo…A los soberanos no les gusta que los vean llorar...
En cuanto a la reina, es muy diferente... Sentada a la cabecera del pequeño
Delfín, su bello rostro está bañado en lágrimas y solloza en voz alta delante
de todos, como haría una tendera.
En su camita de
encajes, el pequeño Delfín, más blanco que los almohadones sobre los que se
recuesta, descansa con los ojos cerrados. Parece dormir, pero no. El pequeño
Delfín no duerme... Se vuelve hacia su madre y, al verla llorar, le dice:
-Mi señora, ¿por qué
lloráis? ¿Creéis de verdad que voy a morirme?
La reina quiere
responder. Los sollozos le impiden hablar.
-No lloréis más, mi
señora; olvidáis que soy el Delfín, y que los Delfines no pueden morirse así
como así...
La reina solloza
todavía más fuerte y el pequeño Delfín comienza a asustarse.
-¡Eh, atención! -dice,
no quiero que la muerte venga a buscarme, yo sabré cómo impedirle que llegue
hasta aquí... Que hagan venir en seguida a cuarenta lansquenetes muy fuertes
para montar guardia en torno a mi cama... ¡Que cien grandes cañones vigilen día
y noche con la mecha encendida bajo mis ventanas! Y ¡ay de la Muerte si se atreve a
acercarse a mí!...
Para complacer al niño,
la reina hace una señal.
Al instante se oyen
rodar grandes cañones por el patio; y cuarenta corpulentos lansquenetes,
partesana en mano, acuden a formar alrededor de la cámara. Son unos viejos
soldadotes de bigotes grises. Al verlos, el pequeño Delfín palmotea. Ha
reconocido a uno y le llama:
-¡Lorrain! ¡Lorrain!
El soldadote da un paso
hacia la cama:
-Te tengo cariño, mi
viejo Lorrain... A ver, enséñame tu gran sable... Si la muerte quiere llevarme,
habrá que matarla, ¿verdad?...
Lorrain contesta:
-Sí, monseñor.
Y dos gruesas lágrimas
corren por sus curtidas mejillas.
En este momento, el
capellán se acerca al pequeño Delfín y le habla largo rato en voz baja,
mostrándole un crucifijo. El pequeño Delfín le escucha muy sorprendido y,
luego, de repente, le interrumpe:
-Comprendo muy bien lo
que me dice, señor capellán; pero, en fin, ¿no podría morir en mi lugar mi
amiguito Beppo, si se le da mucho dinero?...
El capellán sigue hablándole
en voz baja y el pequeño Delfín se asombra cada vez más. Cuando termina el
sacerdote, el pequeño Delfín responde, con un gran suspiro:
-Todo lo que acaba de
decirme, señor cura, es muy triste; pero algo me consuela y es que, allá
arriba, en el paraíso de las estrellas, seguiré siendo el Delfín... Sé que Dios
es mi primo y no dejará de tratarme según mi rango.
Luego, volviéndose
hacia su madre, añade:
-¡Que me traigan mis
mejores trajes, mi jubón de armiño blanco y mis escarpines de terciopelo! Quiero
ponerme elegante para los ángeles y entrar en el paraíso vestido de Delfín.
Por tercera vez, el
capellán se inclina hacia el pequeño Delfín y le habla largamente en voz baja…
En medio de su discurso, el niño le interrumpe colérico:
-¡Pero, entonces -exclama-,
ser Delfín no sirve de nada!
Y, sin querer oír más,
el pequeño Delfín, volviéndose hacia la pared, llora amargamente.
Les lettres de mon moulin, 1869
Traducción de Anne-Claire Girod
1.034. Daudet (Alfonso)
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