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domingo, 4 de agosto de 2013

En casa del médico

La señora se apeó del coche ante un soberbio edificio de la plaza de Vendóme, tomó de la mano a su hijo, un chiquillo de diez años, y caminó presurosa hacia la por­tería. Iba ricamente vestida, de oscuro, y el vestido le tapaba el rostro casi por entero.
El nombre que salió de sus labios, pronunciado con in­finita tristeza, pertenecía a uno de los puntales de la ciencia.
¿El doctor Bouchereau? En el primer piso, la puerta de enfrente... Si no tiene número, es inútil que suba.
La señora no contestó y se lanzó escaleras arriba, arras­trando al niño, como si temiese que alguien la detuviera. Al llegar al primero de nuevo le advirtieron:
-Si la señora no ha pedido número la víspera...
-Esperaré -musitó ella.
El criado no insistió: los condujo a través de varios salones ates-tados de gente sentada, abrió con gran solem­nidad la puerta del gran salón y la cerró tras ellos, como si quisiese dar a entender: «Ha querido esperar..., pues que espere.»
Era una amplia estancia, muy alta de techo, como to­dos los primeros pisos de la plaza de Vendôme, suntuosa­mente decorada, con pinturas en el artesonado, made­raje y cuarterones. Frente a ellos había un diván de ter­ciopelo granate, de formas sencillas. La ausen-cia de obje­tos de arte revelaba al médico de modesta condición, activo y trabajador, que ha llegado a ponerse de moda de im­proviso y que no se ha preocupado de efectuar dispendios para atender o recibir a su adicta clientela.
¡Qué popularidad! Como solamente París puede darla, en todas las esferas sociales, desde la gente sencilla hasta la más encopetada, desbordando el ámbito de la provincia, saltando al extranjero, a Europa entera. Y esto lo ha con­seguido al cabo de diez años de tenaz esfuerzo, sin desa­lentarse, sin disminuir el ritmo de su trabajo, con la apro­bación unánime de sus colegas, que proclaman que por esta vez el éxito ha sonreído a un verdadero sabio, no a un charlatán empe-dernido. Lo que le ha granjeado a Bouche­reau tanto renombre, esta afluencia extraordinaria de pa­cientes, no es su pulso maravilloso de cirujano, ni sus ad­mirables lecciones de anatomía, ni su conocimiento pro­fundo del ser humano, sino la luz, el instinto que le guía, más claro, más sólido que el acero de las herramientas, esa intuición genial propia de los grandes pensadores y de los poetas, que aúna magia y ciencia, que ve en la intimidad de las cosas y más allá de ellas.
Se le consulta como a una pitonisa, con una fe ciega, sin pararse a pensar siquiera. Cuando dice: «¡No es nada!», los cojos comienzan a caminar y los moribundos se sienten sanos. Esta popularidad le apremia, le sofoca, le tiraniza, no le deja saborear el placer de vivir, de res­pirar. Jefe de servicio en un gran hospital, cada día debe realizar su visita sin fin, minuciosa, concienzuda, seguido por una juventud atenta que mira al maestro como á un dios, le escolta, le tiende el instrumental..., porque Bou­chereau en ningún momento lleva consigo su estuche de cirujano.
Y al salir, una lista interminable de visitas a domicilio. Finalmente llega apresuradamente a su consulta, y, casi siempre sin tiempo para tomar un bocado, comienza al punto a visitar a su nutrida clientela hasta horas avanza­das de la noche.
Aquel día, aunque sólo era poco más de mediodía, el salón estaba atestado de gente indefinida, inquieta, alinea­da en sus respectivos asientos o agrupada en torno al ve­lador, preocupado cada uno de sí mismo, encerrado en su propia enfermedad, absorbido por la ansiedad dei diag­nóstico del adivino.
En medio de estas miserias egoístas, la madre y su pequeño formaban un grupo enternecedor. El chiquillo aparecía pálido, endeble, con las facciones demacradas y sólo viveza en la mirada. La señora permanecía inmóvil, como atenazada por una terrible inquietud.
La vida estaba como suspendida en estas sesiones ten­sas cabe la puerta del famoso médico. Se producía un hip­notismo quebrado solamente por algún suspiro, una tos, una falda que se mueve, unos pasos ahogados o el carillón del timbre al anunciar a cada instante la llegada de un nuevo enfermo.
A veces éste, al abrir la puerta y ver atestadas las salas, la cierra precipitadamente aterrado, y tras breve coloquio o corto debate se decide por fin a entrar y a esperar resig­nado su turno.
Y es que para Bouchereau no existe distinción entre sus enfermos ni trato de favor. Hay la más completa igualdad entre esos ojos enrojecidos por las lágrimas, las frentes llenas de inquietud, la angustia y la tristeza que llenan las salas del más célebre galeno parisiense.
Entre los recién llegados llama la atención un campe­sino rubio, de rostro atezado, ancho de cara y de espaldas, que acompaña a un chiquillo raquítico, el cual se apoya en él can. un brazo y con el otro en una muleta. El padre toma precauciones enternecedoras, se inclina delicadamen­te con todo su corpachón, cargado de espaldas por la dura labor de la tierra, y sus torpes dedazos tratan de sentar cómodamente al enfermito.
-¿Estás bien? Tranquilízate. Espera: te pondré bien este almo-hadón de abajo...
Habla con voz recia, sin preocuparse de los demás, importuna a todo el mundo para conseguir otra silla o un taburete. El niño, intimi-dado, aguzados sus sentidos por el sufrimiento, permanece en silencio, con el cuerpo con­trahecho, la muleta entre las piernas. Por fin se instalan a su gusto, y el labriego suelta la carcajada con lágrimas en los ojos.
-¡Bien! ¡Ya estamos aquí! Ese tío tan famoso..., ¡ya verás cómo te cura!
Luego su sonrisa se posa en todos los presentes, una sonrisa que choca con la mirada fría, dura, de la gente. Solamente la señora vestida de negro y acompañada tam­bién de un niño le corresponde con otra mirada llena de bondad. Y aunque su aspecto es elegante y distinguido, el palurdo se apresura a contarle su historia. Le dice que se llama Raizou, que cultiva un trozo de huerta en Valenton, que su mujer está casi siempre enferma y que desgracia­damente sus hijos han salido más a la madre que a él, tan valiente, tan fuerte. Los tres primeros murieron de enfer­medad..., una extraña enfermedad de los huesos. El últi­mo rebosaba salud, pero al cabo de pocos meses se vio minado por la misma enfermedad, igual que los otros. En­tonces decidió poner un colchón en los bancos de la carreta y venir a ver a Bouchereau.
Cuenta todo esto con voz tranquila, en el tono cacha­zudo de la gente del campo, y, mientras la señora le es­cucha enternecida, los dos enfermitos se contemplan llenos de curiosidad, súbitamente fundidos por la enfermedad que los atormenta, tanto al pequeñuelo con blusa y tapabocas como al niño vestido con pieles finas, y que da a sus fac­ciones una semejanza llena de melancolía.
De pronto un estremecimiento recorre toda la sala, la palidez de los rostros se tiñe de púrpura, todas las cabe­zas se vuelven instinti-vamente hacia una puerta muy alta tras la cual se oye rumor de pasos y sillas removidas. ¡Está allí! ¡Acaba de llegar! Los pasos se acercan. La puerta se abre bruscamente y en el marco aparece un hombre de mediana estatura, rechoncho, cargado de hombros, frente amplia y rasgos duros. Su mirada se cruza con la de todas aquellas personas, en cuyos rostros se pinta la ansiedad. En un instante ha recorrido el salón, escrutando los dolores antiguos o recientes de sus pacientes.
Pasa el primero, que cierra tras de sí la puerta.
-¡Debe de resultar desagradable! -dice Raizou a media voz.
Y para asegurarse mira a cuantos le preceden en la vi­sita. Forman una verdadera muchedumbre, pendiente de las largas horas de espera marcadas por el tictac lento y resonante del viejo péndulo provinciano coronado por una Polimnia y las raras apariciones del doctor. Cada vez se gana un puesto. En ese instante vibra en el salón un hálito de vida y luego todo vuelve a quedarse triste e inmóvil.
Desde que está allí, la madre no ha pronunciado una sola palabra, ni se ha alzado el velo. Encerrada en su si­lencio, tal vez eleva a Dios una plegaria mental. Su actitud es tan reservada que el labriego no se atreve ahora a diri­girle la palabra, y permanece mudo, lanzando de vez en cuando profundos suspiros.
De pronto el campesino saca del bolsillo, un bolsillo sin fondo, una botellita, un vaso y un bizcocho envuelto en papel, que él desen-vuelve cachazudamente, premiosamen­te, y comienza a preparar una «sopita» para el niño.
El chiquillo se humedece los labios, pero al punto re­chaza vaso y bizcocho, susurrando:
-No..., no... No tengo hambre.
Al contemplar el rostro demacrado y enjuto de su hijo piensa Raizou en los tres mayores que tampoco tuvieron hambre jamás. Se le hinchan los párpados, le tiemblan las mejillas y de pronto dice al chiquillo:
-No te muevas, pequeño. Voy a ver si la carreta aún está abajo.
Baja infinidad de veces para asegurarse de que el carro que dejó estacionado junto a la acera todavía permanece allí. Cuando sube, sonriente, alegre el semblante, se ima­gina que nadie advierte sus ojos enrojecidos, sus párpados hinchados, sus mejillas violetas a fuerza de enjugarse las lágrimas, el esfuerzo constante por rete-nerlas.
Pasan las horas, lentas y tristes. En el salón, que ha quedado en la penumbra, los rostros parecen más pálidos, más nerviosos, y a cada aparición del impasible Bouche­reau clavan en él miradas suplicantes. El labriego de Va­lenton está desolado al pensar que entrarán cuando ya sea noche cerrada, que su mujer estará inquieta y que el pe­queño sentirá frío.
Su pesar es tan vivo, lo expresa de forma tan expresiva, con ingenuidad tan enternecedora que, cuando tras cinco horas mortales les llega el turno a la madre y al niño en­vuelto en finas pieles, le ceden la vez al bueno de Raizou.
-¡Oh! ¡Gracias, señora!
Su agradecimiento efusivo apenas se pone de manifiesto, porque la puerta acaba de abrirse. Toma de la mano al chiquillo, le levanta, le da la muleta, y está tan turbado, tan emocionado, que no advierte que la señora desliza en la mano del enfermito unas monedas.
-Para ti..., para ti...
¡Oh! ¡Cuán interminable les resulta esta última espera, aumen-tada por la inminencia de la noche, que acaba de envolver el exterior, y la preocupación que hiela sus cora­zones!
Por fin les llega el turno. Entran en la sala de consulta, amplia e iluminada. Un anchuroso ventanal da a la plaza. La mesa de Bouche-reau, que está ante ellos, es sencilla, como si se tratase de un médico de aldea. El doctor se sienta de espaldas a la luz, queda de lleno a los recién llegados: la dama, cuyo rostro encubre un velo y que al alzarlo deja al descubierto unos rasgos enérgicos y jóve­nes, y unos ojos fatigados por dolorosas veladas de insom­nio, y el enfermito, que mantiene la vista clavada en el suelo, como si la luz le hiriese.
-¿Qué te pasa? -le dice Bouchereau, atrayéndole hacia sí.
Su voz denota bondad, su gesto es paternal. Bajo la dureza de sus facciones se oculta una sensibilidad exquisita, que cuarenta años de oficio no han logrado embotar.
Antes de contestar, la madre hace señas al hijo de que se aleje. Después, con acento extranjero y grave entona­ción, explica que su hijo perdió la visión del ojo derecho hace un año a causa de un penoso accidente. Ahora siente molestias en el izquierdo, neblinas, vahídos y una altera­ción sensible en la vista. Para evitar la ceguera absoluta los médicos aconsejan la enucleación del ojo muerto. ¿Re­sultará posible? ¿Está el niño en condiciones de soportar la inter-vención?
Bouchereau escucha con gran atención, inclinado hacia adelante, sentado en el borde mismo del sillón. Sus ojillos vivos permanecen pendientes de esos labios desdeñosos. Cuando la madre termina de hablar, el médico dice a me­dia voz:
-La enucleación que le aconsejan, señora, se lleva a cabo diaria-mente sin el menor peligro, a menos que las circunstancias en que tenga lugar sean verdaderamente ex­cepcionales. Una vez, una sola vez en veinte años, he te­nido en mi servicio en Lariboisiére a un pobre enfermo que no pudo soportarla. Pero se trataba de un anciano, un viejo trapero alcoholizado y mal nutrido. Este caso es muy distinto... Aunque su hijo no es de complexión muy fuerte, procede de una madre hermosa y sana, que ha puesto en sus venas... Bueno: vamos a verle.
Llama al niño, le toma entre sus piernas, y, para dis­traerle, le pregunta con la mejor de sus sonrisas, mientras le examina concien-zudamente:
-¿Cómo te llamas?
-Leopoldo, señor.
-Leopoldo.... ¿qué más?
El pequeño mira a su madre, sin atreverse a contestar.
-Bien, Leopoldo. Debes quitarte la chaqueta, el cha­leco. He de mirarte bien, auscultarte a fondo.
El niño se desnuda lentamente, torpe y desmañado, ayudado por su madre, cuyas manos tiemblan, y por el buen doctor Bouchereau, más hábil que sus pacientes.
El cuerpecito del chiquillo es flaco, raquítico, con los hombros hundidos y el pecho estrecho y en quilla como los pájaros. El color de su piel se parece al yeso, como un exvoto.
La madre baja la cabeza, como avergonzada de su pro­pia obra, mientras el médico ausculta, percute, examina. De vez en cuando se interrumpe para formular algunas pre­guntas.
-El padre es de edad, ¿no es cierto?
-Pues no, señor. Treinta y cinco años apenas...
-¿Enfermo a menudo?
-No, casi nunca.
-Bien. Vístete, amiguito.
El médico se hunde en su enorme sillón, pensativo, mientras el niño, después de vestir su trajecito de terciopelo azul y piel, regresa a su sitio, sin necesidad de que nadie le diga una palabra.
Desde hace un año está habituado a estos misterios, a estos cuchicheos acerca de su enfermedad; así que no se inquieta lo más mínimo ni pretende comprender nada: se limita a abandonarse a su suerte.
Pero la madre, llena de angustia, mira expectante al médico.
-¿Y bien?
-Señora -dice Bouchereau, su hijo está en peligro de perder la vista efectivamente. Sin embargo..., si se tra­tase de mi hijo, no le operaría. No acierto a explicarme aún la naturaleza del niño, pero compruebo extraños de sórdenes, desequilibrio general, y muy espe-cialmente san­gre viciada, depauperada, anémica.
-¡Es sangre real! -exclama Federica, bruscamente fuera de sí.
En su mente acaba de representarse la cunita llena de rosas y la tez pálida de su primogénito.
Bouchereau, de pie, iluminado de pronto su recuerdo por estas tres palabras, acaba de reconocer a la reina de Iliria, a quien jamás ha visto personalmente, pero cuyo retrato ha visto a menudo por doquier.
-¡Oh, señora! De haberlo sabido...
-No se excuse -replica Federica, más calmada. Vine para oír la verdad, esa verdad que se nos oculta hasta cuando estamos en el exilio. ¡Ah, doctor Bouchereau!... ¡Cuán desgraciadas son las reinas! Todos se han confabu­lado para que haga operar al niño. Y sin embargo saben que le va en ello la vida. Pero ¡la razón de Estado!... Dentro de un mes, o quince días, tal vez antes, la Dieta de Iliria enviará por nosotros... Quieren tener un rey que mostrar al pueblo. Tal como está ahora aún es pasable, pero ciego... Nadie le querría. Entonces es preferible la operación, aun a riesgo de morir. Reinar o morir. Y yo iba a hacerme cómplice de semejante crimen. ¡Pobre pe­queño mío!¡Qué importa que reine, Dios mío! ¡Que viva! ¡Que viva!...
Las cinco de la tarde. Está anocheciendo. En la calle de Rivoli, atestada por los carruajes que regresan del Bos­que de Bolonia, los caballos van al paso. Luego siguen por las Tullerías, en leve penum-bra por el ocaso prema­turo. El flanco del Arco de Triunfo aún está inundado por la claridad rojiza del atardecer, mientras el resto ha que­dado sumido en un violeta oscuro, casi negro en los bor­des. Por aquí rueda la carroza con las armas de Iliria.
Al doblar por la calle de Castiglione, la reina reconoce al punto el balcón del hotel de las Pirámides y recuerda las ilusiones de su llegada a París, gozosas y plenas como la música que la banda lanzaba al viento bajo el follaje del parque. ¡Cuántas decepciones desde entonces, cuánta lu­cha! Ahora todo acabó. Se acabó. La raza se ha extin­guido.
Un frío de muerte se apodera de sus hombros mientras la carroza sigue avanzando hacia las sombras, siempre hacia las sombras. Por eso la madre no ve la mirada tierna, temerosa, implorante, que su hijo vuelve hacia ella.
-Mamá, si ya no soy rey, ¿me querrás lo mismo?
-¡Oh, cariño mío!...
Y la reina aprieta apasionadamente la manita tendida hacia las suyas.
El sacrificio está hecho. Reconfortada por este contacto, Federica se siente solamente madre.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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