La señora se apeó del coche ante un soberbio edificio
de la plaza de Vendóme, tomó de la mano a su hijo, un chiquillo de diez años, y
caminó presurosa hacia la portería. Iba ricamente vestida, de oscuro, y el
vestido le tapaba el rostro casi por entero.
El nombre que salió de sus labios, pronunciado con infinita
tristeza, pertenecía a uno de los puntales de la ciencia.
¿El doctor Bouchereau? En el primer piso, la puerta de
enfrente... Si no tiene número, es inútil que suba.
La señora no contestó y se lanzó escaleras arriba,
arrastrando al niño, como si temiese que alguien la detuviera. Al llegar al
primero de nuevo le advirtieron:
-Si la señora no ha pedido número la víspera...
-Esperaré -musitó ella.
El criado no insistió: los condujo a través de varios
salones ates-tados de gente sentada, abrió con gran solemnidad la puerta del
gran salón y la cerró tras ellos, como si quisiese dar a entender: «Ha querido
esperar..., pues que espere.»
Era una amplia estancia, muy alta de techo, como todos
los primeros pisos de la plaza de Vendôme, suntuosamente decorada, con
pinturas en el artesonado, maderaje y cuarterones. Frente a ellos había un
diván de terciopelo granate, de formas sencillas. La ausen-cia de objetos de
arte revelaba al médico de modesta condición, activo y trabajador, que ha
llegado a ponerse de moda de improviso y que no se ha preocupado de efectuar
dispendios para atender o recibir a su adicta clientela.
¡Qué popularidad! Como solamente París puede darla, en
todas las esferas sociales, desde la gente sencilla hasta la más encopetada,
desbordando el ámbito de la provincia, saltando al extranjero, a Europa entera.
Y esto lo ha conseguido al cabo de diez años de tenaz esfuerzo, sin desalentarse,
sin disminuir el ritmo de su trabajo, con la aprobación unánime de sus
colegas, que proclaman que por esta vez el éxito ha sonreído a un verdadero
sabio, no a un charlatán empe-dernido. Lo que le ha granjeado a Bouchereau
tanto renombre, esta afluencia extraordinaria de pacientes, no es su pulso
maravilloso de cirujano, ni sus admirables lecciones de anatomía, ni su
conocimiento profundo del ser humano, sino la luz, el instinto que le guía,
más claro, más sólido que el acero de las herramientas, esa intuición genial
propia de los grandes pensadores y de los poetas, que aúna magia y ciencia, que
ve en la intimidad de las cosas y más allá de ellas.
Se le consulta como a una pitonisa, con una fe ciega,
sin pararse a pensar siquiera. Cuando dice: «¡No es nada!», los cojos comienzan
a caminar y los moribundos se sienten sanos. Esta popularidad le apremia, le
sofoca, le tiraniza, no le deja saborear el placer de vivir, de respirar. Jefe
de servicio en un gran hospital, cada día debe realizar su visita sin fin,
minuciosa, concienzuda, seguido por una juventud atenta que mira al maestro
como á un dios, le escolta, le tiende el instrumental..., porque Bouchereau en
ningún momento lleva consigo su estuche de cirujano.
Y al salir, una lista interminable de visitas a
domicilio. Finalmente llega apresuradamente a su consulta, y, casi siempre sin
tiempo para tomar un bocado, comienza al punto a visitar a su nutrida clientela
hasta horas avanzadas de la noche.
Aquel día, aunque sólo era poco más de mediodía, el
salón estaba atestado de gente indefinida, inquieta, alineada en sus
respectivos asientos o agrupada en torno al velador, preocupado cada uno de sí
mismo, encerrado en su propia enfermedad, absorbido por la ansiedad dei diagnóstico
del adivino.
En medio de estas miserias egoístas, la madre y su
pequeño formaban un grupo enternecedor. El chiquillo aparecía pálido, endeble,
con las facciones demacradas y sólo viveza en la mirada. La señora permanecía
inmóvil, como atenazada por una terrible inquietud.
La vida estaba como suspendida en estas sesiones tensas
cabe la puerta del famoso médico. Se producía un hipnotismo quebrado solamente
por algún suspiro, una tos, una falda que se mueve, unos pasos ahogados o el
carillón del timbre al anunciar a cada instante la llegada de un nuevo enfermo.
A veces éste, al abrir la puerta y ver atestadas las
salas, la cierra precipitadamente aterrado, y tras breve coloquio o corto
debate se decide por fin a entrar y a esperar resignado su turno.
Y es que para Bouchereau no existe distinción entre
sus enfermos ni trato de favor. Hay la más completa igualdad entre esos ojos
enrojecidos por las lágrimas, las frentes llenas de inquietud, la angustia y la
tristeza que llenan las salas del más célebre galeno parisiense.
Entre los recién llegados llama la atención un campesino
rubio, de rostro atezado, ancho de cara y de espaldas, que acompaña a un
chiquillo raquítico, el cual se apoya en él can. un brazo y con el otro en una
muleta. El padre toma precauciones enternecedoras, se inclina delicadamente
con todo su corpachón, cargado de espaldas por la dura labor de la tierra, y
sus torpes dedazos tratan de sentar cómodamente al enfermito.
-¿Estás bien? Tranquilízate. Espera: te pondré bien este
almo-hadón de abajo...
Habla con voz recia, sin preocuparse de los demás, importuna
a todo el mundo para conseguir otra silla o un taburete. El niño, intimi-dado,
aguzados sus sentidos por el sufrimiento, permanece en silencio, con el cuerpo
contrahecho, la muleta entre las piernas. Por fin se instalan a su gusto, y el
labriego suelta la carcajada con lágrimas en los ojos.
-¡Bien! ¡Ya estamos aquí! Ese tío tan famoso..., ¡ya
verás cómo te cura!
Luego su sonrisa se posa en todos los presentes, una
sonrisa que choca con la mirada fría, dura, de la gente. Solamente la señora
vestida de negro y acompañada también de un niño le corresponde con otra
mirada llena de bondad. Y aunque su aspecto es elegante y distinguido, el
palurdo se apresura a contarle su historia. Le dice que se llama Raizou, que
cultiva un trozo de huerta en Valenton, que su mujer está casi siempre enferma
y que desgraciadamente sus hijos han salido más a la madre que a él, tan
valiente, tan fuerte. Los tres primeros murieron de enfermedad..., una extraña
enfermedad de los huesos. El último rebosaba salud, pero al cabo de pocos
meses se vio minado por la misma enfermedad, igual que los otros. Entonces
decidió poner un colchón en los bancos de la carreta y venir a ver a
Bouchereau.
Cuenta todo esto con voz tranquila, en el tono cachazudo
de la gente del campo, y, mientras la señora le escucha enternecida, los dos
enfermitos se contemplan llenos de curiosidad, súbitamente fundidos por la
enfermedad que los atormenta, tanto al pequeñuelo con blusa y tapabocas como al
niño vestido con pieles finas, y que da a sus facciones una semejanza llena de
melancolía.
De pronto un estremecimiento recorre toda la sala, la
palidez de los rostros se tiñe de púrpura, todas las cabezas se vuelven
instinti-vamente hacia una puerta muy alta tras la cual se oye rumor de pasos y
sillas removidas. ¡Está allí! ¡Acaba de llegar! Los pasos se acercan. La puerta
se abre bruscamente y en el marco aparece un hombre de mediana estatura,
rechoncho, cargado de hombros, frente amplia y rasgos duros. Su mirada se cruza
con la de todas aquellas personas, en cuyos rostros se pinta la ansiedad. En un
instante ha recorrido el salón, escrutando los dolores antiguos o recientes de
sus pacientes.
Pasa el primero, que cierra tras de sí la puerta.
-¡Debe de resultar desagradable! -dice Raizou a media
voz.
Y para asegurarse mira a cuantos le preceden en la visita.
Forman una verdadera muchedumbre, pendiente de las largas horas de espera
marcadas por el tictac lento y resonante del viejo péndulo provinciano coronado
por una Polimnia y las raras apariciones del doctor. Cada vez se gana un
puesto. En ese instante vibra en el salón un hálito de vida y luego todo vuelve
a quedarse triste e inmóvil.
Desde que está allí, la madre no ha pronunciado una
sola palabra, ni se ha alzado el velo. Encerrada en su silencio, tal vez eleva
a Dios una plegaria mental. Su actitud es tan reservada que el labriego no se
atreve ahora a dirigirle la palabra, y permanece mudo, lanzando de vez en
cuando profundos suspiros.
De pronto el campesino saca del bolsillo, un bolsillo
sin fondo, una botellita, un vaso y un bizcocho envuelto en papel, que él desen-vuelve
cachazudamente, premiosamente, y comienza a preparar una «sopita» para el
niño.
El chiquillo se humedece los labios, pero al punto rechaza
vaso y bizcocho, susurrando:
-No..., no... No tengo hambre.
Al contemplar el rostro demacrado y enjuto de su hijo piensa
Raizou en los tres mayores que tampoco tuvieron hambre jamás. Se le hinchan los
párpados, le tiemblan las mejillas y de pronto dice al chiquillo:
-No te muevas, pequeño. Voy a ver si la carreta aún
está abajo.
Baja infinidad de veces para asegurarse de que el
carro que dejó estacionado junto a la acera todavía permanece allí. Cuando
sube, sonriente, alegre el semblante, se imagina que nadie advierte sus ojos
enrojecidos, sus párpados hinchados, sus mejillas violetas a fuerza de
enjugarse las lágrimas, el esfuerzo constante por rete-nerlas.
Pasan las horas, lentas y tristes. En el salón, que ha
quedado en la penumbra, los rostros parecen más pálidos, más nerviosos, y a
cada aparición del impasible Bouchereau clavan en él miradas suplicantes. El
labriego de Valenton está desolado al pensar que entrarán cuando ya sea noche
cerrada, que su mujer estará inquieta y que el pequeño sentirá frío.
Su pesar es tan vivo, lo expresa de forma tan
expresiva, con ingenuidad tan enternecedora que, cuando tras cinco horas
mortales les llega el turno a la madre y al niño envuelto en finas pieles, le
ceden la vez al bueno de Raizou.
-¡Oh! ¡Gracias, señora!
Su agradecimiento efusivo apenas se pone de
manifiesto, porque la puerta acaba de abrirse. Toma de la mano al chiquillo, le
levanta, le da la muleta, y está tan turbado, tan emocionado, que no advierte
que la señora desliza en la mano del enfermito unas monedas.
-Para ti..., para ti...
¡Oh! ¡Cuán interminable les resulta esta última
espera, aumen-tada por la inminencia de la noche, que acaba de envolver el
exterior, y la preocupación que hiela sus corazones!
Por fin les llega el turno. Entran en la sala de
consulta, amplia e iluminada. Un anchuroso ventanal da a la plaza. La mesa de
Bouche-reau, que está ante ellos, es sencilla, como si se tratase de un médico
de aldea. El doctor se sienta de espaldas a la luz, queda de lleno a los recién
llegados: la dama, cuyo rostro encubre un velo y que al alzarlo deja al
descubierto unos rasgos enérgicos y jóvenes, y unos ojos fatigados por
dolorosas veladas de insomnio, y el enfermito, que mantiene la vista clavada
en el suelo, como si la luz le hiriese.
-¿Qué te pasa? -le dice Bouchereau, atrayéndole hacia
sí.
Su voz denota bondad, su gesto es paternal. Bajo la
dureza de sus facciones se oculta una sensibilidad exquisita, que cuarenta años
de oficio no han logrado embotar.
Antes de contestar, la madre hace señas al hijo de que
se aleje. Después, con acento extranjero y grave entonación, explica que su
hijo perdió la visión del ojo derecho hace un año a causa de un penoso
accidente. Ahora siente molestias en el izquierdo, neblinas, vahídos y una
alteración sensible en la vista. Para evitar la ceguera absoluta los médicos
aconsejan la enucleación del ojo muerto. ¿Resultará posible? ¿Está el niño en
condiciones de soportar la inter-vención?
Bouchereau escucha con gran atención, inclinado hacia
adelante, sentado en el borde mismo del sillón. Sus ojillos vivos permanecen
pendientes de esos labios desdeñosos. Cuando la madre termina de hablar, el
médico dice a media voz:
-La enucleación que le aconsejan, señora, se lleva a
cabo diaria-mente sin el menor peligro, a menos que las circunstancias en que
tenga lugar sean verdaderamente excepcionales. Una vez, una sola vez en veinte
años, he tenido en mi servicio en Lariboisiére a un pobre enfermo que no pudo
soportarla. Pero se trataba de un anciano, un viejo trapero alcoholizado y mal
nutrido. Este caso es muy distinto... Aunque su hijo no es de complexión muy
fuerte, procede de una madre hermosa y sana, que ha puesto en sus venas...
Bueno: vamos a verle.
Llama al niño, le toma entre sus piernas, y, para distraerle,
le pregunta con la mejor de sus sonrisas, mientras le examina concien-zudamente:
-¿Cómo te llamas?
-Leopoldo, señor.
-Leopoldo.... ¿qué más?
El pequeño mira a su madre, sin atreverse a contestar.
-Bien, Leopoldo. Debes quitarte la chaqueta, el chaleco.
He de mirarte bien, auscultarte a fondo.
El niño se desnuda lentamente, torpe y desmañado, ayudado
por su madre, cuyas manos tiemblan, y por el buen doctor Bouchereau, más hábil
que sus pacientes.
El cuerpecito del chiquillo es flaco, raquítico, con
los hombros hundidos y el pecho estrecho y en quilla como los pájaros. El color
de su piel se parece al yeso, como un exvoto.
La madre baja la cabeza, como avergonzada de su propia
obra, mientras el médico ausculta, percute, examina. De vez en cuando se
interrumpe para formular algunas preguntas.
-El padre es de edad, ¿no es cierto?
-Pues no, señor. Treinta y cinco años apenas...
-¿Enfermo a menudo?
-No, casi nunca.
-Bien. Vístete, amiguito.
El médico se hunde en su enorme sillón, pensativo,
mientras el niño, después de vestir su trajecito de terciopelo azul y piel,
regresa a su sitio, sin necesidad de que nadie le diga una palabra.
Desde hace un año está habituado a estos misterios, a
estos cuchicheos acerca de su enfermedad; así que no se inquieta lo más mínimo
ni pretende comprender nada: se limita a abandonarse a su suerte.
Pero la madre, llena de angustia, mira expectante al
médico.
-¿Y bien?
-Señora -dice Bouchereau, su hijo está en peligro de
perder la vista efectivamente. Sin embargo..., si se tratase de mi hijo, no le
operaría. No acierto a explicarme aún la naturaleza del niño, pero compruebo
extraños de sórdenes, desequilibrio general, y muy espe-cialmente sangre
viciada, depauperada, anémica.
-¡Es sangre real! -exclama Federica, bruscamente fuera
de sí.
En su mente acaba de representarse la cunita llena de
rosas y la tez pálida de su primogénito.
Bouchereau, de pie, iluminado de pronto su recuerdo
por estas tres palabras, acaba de reconocer a la reina de Iliria, a quien jamás
ha visto personalmente, pero cuyo retrato ha visto a menudo por doquier.
-¡Oh, señora! De haberlo sabido...
-No se excuse -replica Federica, más calmada. Vine
para oír la verdad, esa verdad que se nos oculta hasta cuando estamos en el
exilio. ¡Ah, doctor Bouchereau!... ¡Cuán desgraciadas son las reinas! Todos se
han confabulado para que haga operar al niño. Y sin embargo saben que le va en
ello la vida. Pero ¡la razón de Estado!... Dentro de un mes, o quince días, tal
vez antes, la Dieta
de Iliria enviará por nosotros... Quieren tener un rey que mostrar al pueblo.
Tal como está ahora aún es pasable, pero ciego... Nadie le querría. Entonces es
preferible la operación, aun a riesgo de morir. Reinar o morir. Y yo iba a
hacerme cómplice de semejante crimen. ¡Pobre pequeño mío!¡Qué importa que
reine, Dios mío! ¡Que viva! ¡Que viva!...
Las cinco de la tarde. Está anocheciendo. En la calle
de Rivoli, atestada por los carruajes que regresan del Bosque de Bolonia, los
caballos van al paso. Luego siguen por las Tullerías, en leve penum-bra por el
ocaso prematuro. El flanco del Arco de Triunfo aún está inundado por la
claridad rojiza del atardecer, mientras el resto ha quedado sumido en un
violeta oscuro, casi negro en los bordes. Por aquí rueda la carroza con las
armas de Iliria.
Al doblar por la calle de Castiglione, la reina
reconoce al punto el balcón del hotel de las Pirámides y recuerda las ilusiones
de su llegada a París, gozosas y plenas como la música que la banda lanzaba al
viento bajo el follaje del parque. ¡Cuántas decepciones desde entonces, cuánta
lucha! Ahora todo acabó. Se acabó. La raza se ha extinguido.
Un frío de muerte se apodera de sus hombros mientras
la carroza sigue avanzando hacia las sombras, siempre hacia las sombras. Por
eso la madre no ve la mirada tierna, temerosa, implorante, que su hijo vuelve
hacia ella.
-Mamá, si ya no soy rey, ¿me querrás lo mismo?
-¡Oh, cariño mío!...
Y la reina aprieta apasionadamente la manita tendida
hacia las suyas.
El sacrificio está hecho. Reconfortada por este
contacto, Federica se siente solamente madre.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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