(Recuerdo del sitio de la ciudad)
Una mañana me fui al fuerte de Mont-Valerien para ver
a mi amigo el pintor B..., lugarteniente de los guardias móviles del Sena, y
le hallé precisamente de centinela. Como no había posibilidad de que se
apartara de su puesto, tuvimos que resignarnos a pasear en todos los sentidos,
como los marinos de guardia, delante de la poterna del fuerte, hablando de
París, de la guerra y de los amigos ausentes. De pronto el teniente, que, pese
a la guerrera de la guardia móvil, seguía siendo el feroz pintorzuelo de
siempre, se interrumpió y, cogiéndome por el brazo, me dijo:
-¡Qué magnífico Daumier![1]
-Y con el rabillo del ojo, iluminado súbitamente como el ojo de un perro de
caza, me señaló dos venerables figuras que acababan de aparecer sobre la meseta
de Mont-Valerien.
En efecto: un magnífico Daumier. El hombre, con un
largo redingote castaño, con cuello de terciopelo verde, como hecho con musgo
viejo de los bosques; delgado, pequeño y colorado, la frente estrecha, los
ojos redondos y la nariz como el pico de una lechuza: una cabeza de pájaro
arrugado solemne y estúpida. Completaba la figura una bolsa de tela estampada, de
donde salía el cuello de una botella, y bajo el otro brazo, una lata de
conservas. La eterna caja de conservas que los parisienses no pueden ver sin
recordar en el acto los cinco meses de bloqueo. De la mujer no se veía más que
un sombrero de capucha enorme y un viejo chal que la cubría toda, como
dibujando más aún su miseria, y de vez en cuando, entre los adornos marchitos
de su capota, el pico de una nariz en punta y algunos cabellos encanecidos y
escasos. Al poner el pie en la meseta el hombre se detuvo para tomar aliento y
limpiarse el sudor que le corría por la frente. Y sin embargo allá arriba no
hacía ni pizca de calor: eran los brumosos días de fines de noviembre, pero
habían venido andando sin detenerse.
La mujer no se paró, sino que siguió en dirección a la
puerta, y al cruzarse con nosotros nos miró indecisa, como si quisiese decir
algo. Tal vez intimidada por los galones del oficial creyó más acertado
dirigirse al centinela, y la oí preguntar tímidamente por su hijo, movilizado
de París, de la Sexta
del tercero.
El centinela contestó:
-Espere un momento aquí: voy a llamarle.
Contentísima y dando un suspiro de alivio se volvió
hacia su marido y juntos fueron a sentarse, algo apartados, en el borde de un
talud.
Esperaron allí durante mucho tiempo. ¡El Mont-Valerien
es tan grande, tan lleno de caminos, de glacis, de baluartes, de cuarteles, de
casamatas!... ¡Es tremendo ir en busca de un soldado en esta intrincada ciudad,
colgada entre la tierra y el cielo, flotando en espiral en medio de las nubes
como la isla de Laputa! Porque hay que tener en cuenta que a esta hora el
fuerte es una algarabía de tambores, de trompetas, de soldados que trajinan de
un lado para otro, de cantimploras que entrechocan con estrépito; la limpieza,
el reparto de rancho, una espía sangrando que conducen a culatazos unos
francotiradores; aldeanos de Nanterre, que vienen a quejarse al general; un
correo que llega al galope, aterido el jinete y chorreando la cabalgadura;
artolas que vuelven de las avanzadas con heridos que se balancean a los
costados de las mulas y se quejan dulcemente como corderos enfermos; marineros
halando una pieza nueva al son del pífano o del « ¡Iza, oh!». El rebaño del
fuerte, que dirige un pastor de pantalón encarnado, la vara en una mano y el
fusil en bandolera. Todo esto va y viene, se entrecruza en los caminos, se
hunde por el portillo como por la puerta baja de un hostal de caravanas de
Oriente.
En los ojos de aquella pobre madre se leía todo el
rato esta exclamación: «¡Ah ¡Ahque se han olvidado de mi hijo!»
Se levantaba cada cinco minutos, se acercaba discretamente
y dirigía una furtiva mirada por el zaguán, guareciéndose contra el muro; pero
no se atrevía a preguntar nada, temiendo poner en ridículo a su hijo.
Más tímido que su mujer, el hombre no se movía de su
asiento, y cada vez que ella volvía a sentarse, con el corazón oprimido y aire
desalentado, se veía que la reñía por su impaciencia y se extendía en
explicaciones acerca de las necesidades del servicio, con gesto de idiota que
presume de enterado.
He sentido siempre curiosidad por estas pequeñas escenas
silenciosas e íntimas, que se adivinan más que se ven, de esas pantomimas de la
calle que pasan a nuestro lado y con una sola mueca nos revelan una vida
entera. Lo que más me cautivaba en ésta era la torpeza, la ingenuidad de los
personajes, y sentía una emoción profunda en seguir a través de su mímica
expresiva y límpida, como el alma de dos actores de Serafín, todas las peripecias de un tierno drama familiar.
Me parecía ver a la madre, una mañana, diciendo:
-Estoy aburrida del general Trochu con sus consignas;
hace tres meses que no veo a mi hijo. Quiero ir a darle un abrazo.
El padre, tímido, torpe para la vida, espantado ante
la idea de las gestiones que tendría que realizar para conseguir un permiso,
había, en un principio, tratado de argumentar:
-Ni pensarlo. Mont-Valerien está donde Cristo dio las
tres voces. ¿Cómo, además, irás sin coche? Ten en cuenta que es una ciudadela y
no dejan entrar a las mujeres.
-Pues yo entraré -es la afirmación de la madre.
Y como la que manda es ella, el hombre tiene que
echarse a la calle para ir a la comandancia, a la alcaldía, al estado mayor, a
ver al comisario, sudando de espanto, helado de frío, trompicando por todos
lados, equivocándose de puerta, esperando más de dos horas en una oficina
para terminar sabiendo que no era allí... En fin: por la noche tenía en su
poder un permiso del gobernador. A la mañana siguiente, muy tempranito,
tiritando a la luz de la lámpara, come el hombre un bocado para reaccionar,
pero ella no tiene apetito; prefiere desayunarse con el hijo. Y para obsequiar
un poco al pobre soldado, en un decir amén fueron a parar a la bolsa de tela
todas sus provisiones: chocolate, confituras, vino de marca, inclus la lata de
conservas, una caja de ocho francos que se guardaba como un tesoro para los
días de escasez. Y todo preparado ya, ¡a la calle! Cuando alcanzan las muralla
acaban de abrirse las puertas; se les exige el permiso... La madre tiene
miedo... Pero no: por lo visto todo está en orden.
El oficial de guardia exclama:
-Dejadlos pasar.
Ella no pudo respirar hasta aquel momento.
-¡Qué amable ha estado el oficial!
Y rauda como una centella echa a andar muy de prisa.
El hombre a duras penas puede seguirla.
-Vas muy de prisa.
Ella ni le escucha. Desde allá lejos, entre las
tinieblas del horizonte, Mont-Valerien le hace señas.
-¡Corred, corred, está aquí!
Para cuando ya han llegado, sienten una nueva angustia.
-¿Y si no me lo encontraran..., si no pudiese venir?...
La vi estremecerse súbitamente, tocar el brazo de su
marido y ponerse en pie de un salto. De lejos había reconocido su andar bajo
la bóveda de la poterna.
¡Era él!
Cuando apareció, hasta la fachada del fuerte parecía
brillar.
Era un guapo chico, bien plantado, con la mochila a la
espalda y el fusil en la mano. Con cara radiante se acercó, y dijo con voz
alegre y varonil:
-Buenos días, mamá.
Y en un instante, mochila, quepis, fusil, ¡todo! desapareció
dentro del gran sombrero de la mujer. Luego le llegó el turno al padre; pero
éste no fue muy largo: la madre lo quería todo para sí; era insaciable.
-¿Cómo estás? ¿Estás bien abrigado? ¿Qué tal andas (le
ropa interior?
Y bajo los adornos de la capota yo sentía la larga mirada
de amor con que ella le envolvía de pies a cabeza en una lluvia de besos,
caricias, lágrimas y sonrisas. Era una deuda de tres meses de ternura maternal
que le pagaba (le golpe.
El padre estaba también muy emocionado, pero quería
disimular-lo. Se dio cuenta de que le mirábamos, y nos guiñaba un ojo como
diciéndonos:
-Deben perdonarla ustedes... Es una mujer...
¿Y cómo no perdonarla?
Un toque de corneta irrumpió súbitamente sobre esta alegre
escena. El muchacho dice:
-Llaman. Tengo que marcharme.
-¿Cómo? ¿No vas a comer con nosotros?
-Imposible. Estoy de guardia por veinticuatro horas
en lo más alto del fuerte.
La mujer exclamó:
-¡Oh! -Y no pudo decir más.
Los tres se miraron un instante con consternación. Luego
el padre dijo:
-Por lo menos llévate la caja. -Su voz era desgarradora,
y su expresión, a la vez emocionante y cómica, de gula inmolada.
Pero ocurrió que, con la nerviosidad y la emoción de
las despedidas no se encontraba la maldita caja por ningún lado, y daba pena
ver aquellas manos febriles y temblonas que buscaban y se agitaban y oír sus
entrecortadas palabras, ahogadas por las lágrimas, cómo exclamaban:
-¡La caja! ¿Dónde está la caja?
Y no se avergonzaban de mezclar este detalle alimenticio
con su dolor... En cuanto apareció la caja se abrazaron largamente,
estrechamente. Y el hijo, a todo correr, regresó al fuerte.
¡Y pensar que habían venido de muy lejos para hacer
una comida con él, que habían hecho de ello una gran fiesta, que la madre no
había podido dormir en toda la noche! ¿Puede, pues, haber algo más doloroso que
este almuerzo frustrado, que este trozo de gloria apenas vislumbrado, que esta
alegría arrancada de las manos tan rápidamente?
Durante unos minutos continuaron inmóviles en el mismo
sitio, con los ojos fijos en la puerta por donde acababa de desaparecer el
hijo.
Finalmente el hombre se estremeció, dio media vuelta,
tosió valientemente un par de veces, y con voz firme decidió:
-¡Bueno: vámonos! ¡En marcha -y sus palabras fueron
sonoras y audaz el tono.
Nos miró e hizo una ligera inclinación cogiéndose finalmente
del brazo de su mujer.
Yo los seguí con la mirada hasta que desaparecieron en
un recodo del camino. El padre estaba furiosos: movía la bolsa de comestibles con
ademanes deseperados. Lamadre, en cambio, parecía más tranquila: caminaba a su
lado, con la cabeza baja y los brazos encogidos.
Pero a ratos su chal se estremecía convulsivamente sobre
sus caídos hombros.
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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