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domingo, 4 de agosto de 2013

Las madres

(Recuerdo del sitio de la ciudad)

Una mañana me fui al fuerte de Mont-Valerien para ver a mi amigo el pintor B..., lugarteniente de los guar­dias móviles del Sena, y le hallé precisamente de centinela. Como no había posibilidad de que se apartara de su pues­to, tuvimos que resignarnos a pasear en todos los sentidos, como los marinos de guardia, delante de la poterna del fuerte, hablando de París, de la guerra y de los amigos ausentes. De pronto el teniente, que, pese a la guerrera de la guardia móvil, seguía siendo el feroz pintorzuelo de siempre, se interrumpió y, cogiéndome por el brazo, me dijo:
-¡Qué magnífico Daumier![1] -Y con el rabillo del ojo, iluminado súbitamente como el ojo de un perro de caza, me señaló dos venerables figuras que acababan de aparecer sobre la meseta de Mont-Valerien.
En efecto: un magnífico Daumier. El hombre, con un largo redingote castaño, con cuello de terciopelo verde, como hecho con musgo viejo de los bosques; delgado, pe­queño y colorado, la frente estrecha, los ojos redondos y la nariz como el pico de una lechuza: una cabeza de pá­jaro arrugado solemne y estúpida. Completaba la figura una bolsa de tela estampada, de donde salía el cuello de una botella, y bajo el otro brazo, una lata de conservas. La eterna caja de conservas que los parisienses no pueden ver sin recordar en el acto los cinco meses de bloqueo. De la mujer no se veía más que un sombrero de capucha enorme y un viejo chal que la cubría toda, como dibujando más aún su miseria, y de vez en cuando, entre los adornos marchitos de su capota, el pico de una nariz en punta y algunos cabellos encanecidos y escasos. Al poner el pie en la meseta el hombre se detuvo para tomar aliento y limpiarse el sudor que le corría por la frente. Y sin embargo allá arriba no hacía ni pizca de calor: eran los brumosos días de fines de noviembre, pero habían venido andando sin detenerse.
La mujer no se paró, sino que siguió en dirección a la puerta, y al cruzarse con nosotros nos miró indecisa, como si quisiese decir algo. Tal vez intimidada por los galones del oficial creyó más acertado dirigirse al centinela, y la oí preguntar tímidamente por su hijo, movilizado de Pa­rís, de la Sexta del tercero.
El centinela contestó:
-Espere un momento aquí: voy a llamarle.
Contentísima y dando un suspiro de alivio se volvió hacia su marido y juntos fueron a sentarse, algo aparta­dos, en el borde de un talud.
Esperaron allí durante mucho tiempo. ¡El Mont-Vale­rien es tan grande, tan lleno de caminos, de glacis, de ba­luartes, de cuarteles, de casamatas!... ¡Es tremendo ir en busca de un soldado en esta intrincada ciudad, colgada entre la tierra y el cielo, flotando en espiral en medio de las nubes como la isla de Laputa! Porque hay que tener en cuenta que a esta hora el fuerte es una algarabía de tambores, de trompetas, de soldados que trajinan de un lado para otro, de cantimploras que entrechocan con es­trépito; la limpieza, el reparto de rancho, una espía san­grando que conducen a culatazos unos francotiradores; aldeanos de Nanterre, que vienen a quejarse al general; un correo que llega al galope, aterido el jinete y chorrean­do la cabalgadura; artolas que vuelven de las avanzadas con heridos que se balancean a los costados de las mulas y se quejan dulcemente como corderos enfermos; mari­neros halando una pieza nueva al son del pífano o del « ¡Iza, oh!». El rebaño del fuerte, que dirige un pastor de pantalón encarnado, la vara en una mano y el fusil en bandolera. Todo esto va y viene, se entrecruza en los caminos, se hunde por el portillo como por la puerta baja de un hostal de caravanas de Oriente.
En los ojos de aquella pobre madre se leía todo el rato esta exclamación: «¡Ah ¡Ahque se han olvidado de mi hijo!»
Se levantaba cada cinco minutos, se acercaba discre­tamente y dirigía una furtiva mirada por el zaguán, gua­reciéndose contra el muro; pero no se atrevía a preguntar nada, temiendo poner en ridículo a su hijo.
Más tímido que su mujer, el hombre no se movía de su asiento, y cada vez que ella volvía a sentarse, con el corazón oprimido y aire desalentado, se veía que la reñía por su impaciencia y se extendía en explicaciones acerca de las necesidades del servicio, con gesto de idiota que presume de enterado.
He sentido siempre curiosidad por estas pequeñas es­cenas silenciosas e íntimas, que se adivinan más que se ven, de esas pantomimas de la calle que pasan a nuestro lado y con una sola mueca nos revelan una vida entera. Lo que más me cautivaba en ésta era la torpeza, la inge­nuidad de los personajes, y sentía una emoción profunda en seguir a través de su mímica expresiva y límpida, como el alma de dos actores de Serafín, todas las peripecias de un tierno drama familiar.
Me parecía ver a la madre, una mañana, diciendo:
-Estoy aburrida del general Trochu con sus consig­nas; hace tres meses que no veo a mi hijo. Quiero ir a darle un abrazo.
El padre, tímido, torpe para la vida, espantado ante la idea de las gestiones que tendría que realizar para con­seguir un permiso, había, en un principio, tratado de ar­gumentar:
-Ni pensarlo. Mont-Valerien está donde Cristo dio las tres voces. ¿Cómo, además, irás sin coche? Ten en cuenta que es una ciudadela y no dejan entrar a las mu­jeres.
-Pues yo entraré -es la afirmación de la madre.
Y como la que manda es ella, el hombre tiene que echarse a la calle para ir a la comandancia, a la alcaldía, al estado mayor, a ver al comisario, sudando de espanto, helado de frío, trompicando por todos lados, equivocán­dose de puerta, esperando más de dos horas en una ofici­na para terminar sabiendo que no era allí... En fin: por la noche tenía en su poder un permiso del gobernador. A la mañana siguiente, muy tempranito, tiritando a la luz de la lámpara, come el hombre un bocado para reaccio­nar, pero ella no tiene apetito; prefiere desayunarse con el hijo. Y para obsequiar un poco al pobre soldado, en un decir amén fueron a parar a la bolsa de tela todas sus provisiones: chocolate, confituras, vino de marca, inclus la lata de conservas, una caja de ocho francos que se guardaba como un tesoro para los días de escasez. Y todo preparado ya, ¡a la calle! Cuando alcanzan las muralla acaban de abrirse las puertas; se les exige el permiso... La madre tiene miedo... Pero no: por lo visto todo está en orden.
El oficial de guardia exclama:
-Dejadlos pasar.
Ella no pudo respirar hasta aquel momento.
-¡Qué amable ha estado el oficial!
Y rauda como una centella echa a andar muy de prisa.
El hombre a duras penas puede seguirla.
-Vas muy de prisa.
Ella ni le escucha. Desde allá lejos, entre las tinieblas del horizonte, Mont-Valerien le hace señas.
-¡Corred, corred, está aquí!
Para cuando ya han llegado, sienten una nueva an­gustia.
-¿Y si no me lo encontraran..., si no pudiese venir?...
La vi estremecerse súbitamente, tocar el brazo de su marido y ponerse en pie de un salto. De lejos había reco­nocido su andar bajo la bóveda de la poterna.
¡Era él!
Cuando apareció, hasta la fachada del fuerte parecía brillar.
Era un guapo chico, bien plantado, con la mochila a la espalda y el fusil en la mano. Con cara radiante se acer­có, y dijo con voz alegre y varonil:
-Buenos días, mamá.
Y en un instante, mochila, quepis, fusil, ¡todo! desa­pareció dentro del gran sombrero de la mujer. Luego le llegó el turno al padre; pero éste no fue muy largo: la madre lo quería todo para sí; era insaciable.
-¿Cómo estás? ¿Estás bien abrigado? ¿Qué tal andas (le ropa interior?
Y bajo los adornos de la capota yo sentía la larga mi­rada de amor con que ella le envolvía de pies a cabeza en una lluvia de besos, caricias, lágrimas y sonrisas. Era una deuda de tres meses de ternura maternal que le pagaba (le golpe.
El padre estaba también muy emocionado, pero que­ría disimular-lo. Se dio cuenta de que le mirábamos, y nos guiñaba un ojo como diciéndonos:
-Deben perdonarla ustedes... Es una mujer...
¿Y cómo no perdonarla?
Un toque de corneta irrumpió súbitamente sobre esta alegre escena. El muchacho dice:
-Llaman. Tengo que marcharme.
-¿Cómo? ¿No vas a comer con nosotros?
-Imposible. Estoy de guardia por veinticuatro horas
en lo más alto del fuerte.
La mujer exclamó:
-¡Oh! -Y no pudo decir más.
Los tres se miraron un instante con consternación. Lue­go el padre dijo:
-Por lo menos llévate la caja. -Su voz era desga­rradora, y su expresión, a la vez emocionante y cómica, de gula inmolada.
Pero ocurrió que, con la nerviosidad y la emoción de las despedidas no se encontraba la maldita caja por nin­gún lado, y daba pena ver aquellas manos febriles y tem­blonas que buscaban y se agitaban y oír sus entrecorta­das palabras, ahogadas por las lágrimas, cómo excla­maban:
-¡La caja! ¿Dónde está la caja?
Y no se avergonzaban de mezclar este detalle alimen­ticio con su dolor... En cuanto apareció la caja se abrazaron largamente, estrechamente. Y el hijo, a todo correr, regresó al fuerte.
¡Y pensar que habían venido de muy lejos para hacer una comida con él, que habían hecho de ello una gran fiesta, que la madre no había podido dormir en toda la noche! ¿Puede, pues, haber algo más doloroso que este almuerzo frustrado, que este trozo de gloria apenas vislumbrado, que esta alegría arrancada de las manos tan rápidamente?
Durante unos minutos continuaron inmóviles en el mis­mo sitio, con los ojos fijos en la puerta por donde acababa de desaparecer el hijo.
Finalmente el hombre se estremeció, dio media vuelta, tosió valientemente un par de veces, y con voz firme  decidió:
-¡Bueno: vámonos! ¡En marcha -y sus palabras fueron sonoras y audaz el tono.
Nos miró e hizo una ligera inclinación cogiéndose fi­nalmente del brazo de su mujer.
Yo los seguí con la mirada hasta que desaparecieron en un recodo del camino. El padre estaba furiosos: movía la bolsa de comestibles con ademanes deseperados. Lamadre, en cambio, parecía más tranquila: caminaba a su lado, con la cabeza baja y los brazos encogidos.
Pero a ratos su chal se estremecía convulsivamente so­bre sus caídos hombros.

1.034. Daudet (Alfonso) - 022



[1] Nombre de un famoso caricaturista de la época, (N. del A.)

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