Aquella noche los batallones del barrio de Marais y
del distrito de Saint-Antoine acampaban en los barracones de la avenida de
Daumesnil. Hacía tres días que el ejército de Ducrot peleaba en las alturas de
Champigny, y nos habían hecho creer que esperábamos la reserva.
Nada más triste que aquel campamento en un bulevar
exterior, rodeado de chimeneas, de estaciones cerradas, de talleres desiertos,
en una de esas tristes barricadas que sólo alumbra el resplandor de alguna
taberna. Nada más sórdido ni más frío que aquellas barracas de tablas, en
hilera sobre la tierra apisonada, seca y dura de diciembre, con las ventanas
mal ajustadas, las puertas siempre abiertas y los quinqués humeantes, velados
por la bruma como faroles en medio de la calle. Era imposible leer, dormir o
sentarse. Teníamos que inventar juegos de chiquillos para entrar en calor:
patear siguiendo el compás, o correr alrededor de las barracas. Esta estúpida
holganza junto a la línea de fuego nos parecía vergonzosa y enervante, en
especial aquella noche. Habían callado los cañones, pero se presentía que una
terrible batalla se fraguaba a lo lejos, y de vez en cuando, al tiempo que los
reflectores eléctricos alcanzaban en su rotación aquella parte de París, se
discernían masas de tropas silenciosas, apelotonadas al borde de las aceras, y
otras que subían por la avenida en extensas olas sombrías y como arrastrándose
por el suelo, empequeñecidas por la comparación con las altas columnas de la
plaza del Trono.
Andaba por allí, muerto de frío, perdido en la oscuridad
de aquellos amplios bulevares, cuando alguien me dijo:
-Vámonos a la «octava»: al parecer tienen concierto.
Y allí me fui.
Cada compañía tenía su barraca, pero la de la «octava»
tenía mejor alumbrado que las demás y mucha más gente. Largas llamas,
sombreadas por el humo denso, se alzaban de las velas de sebo clavadas en la
punta de las bayonetas, y su resplandor alumbraba de lleno rostros de obreros
vulgares, embrutecidos por el alcohol, la fatiga, el frío y el dormir de pie,
que palidece y aja el semblante.
La cantinera dormía en un rincón con la boca abierta,
hecha un ovillo, sobre un banco, delante de su mesita cubierta de botellas
vacías y de vasos sucios.
Cantaban.
Los aficionados subían, por turno, a un escenario improvisado
en el fondo de la sala y adoptaban actitudes afectadas, declamaban, se
envolvían en las colchas e imitaban lo que recordaban de los melodramas. De
nueva me encontré con esas voces roncas y cascadas que suenan en el fondo de
los pasadizos de los barrios obreros, donde todo son alborotos de chiquillos,
jaulas colgadas y tabucos ruidosos. Oírlas entre el sonar de las herramientas
con acompañamiento de martillo y garlopa es una delicia; pero allí, en aquel
tablado, resultaba ridículo y doloroso.
Primero apareció el obrero pensador, el mecánico de
largas barbas, cantando los dolores del proletario:
-¡Pobre proletario ...o...o...o...!
Su voz era de garganta, a la que la santa Internacional
había infundido toda su cólera.
Después salió otro, medio dormido, que nos cantó la
canción de La Canalla , pero con
un aire tan monótono, lento y doliente, que más parecía una canción de cuna:
-Es la canalla...; pues bien: ¡canalla soy!
Y mientras canturriaba se oían los ronquidos de los dormilones
empe-dernidos que buscaban los rincones y se vohían, entre gruñidos, de espaldas
a la luz.
De pronto un vivo relámpago se filtró por entre las
tablas e hizo palidecer la luz amarillenta de las velas. En aquel mismo
instante un sordo estruendo conmovió el barracón, y casi seguidos, otros
truenos más sordos, más distantes, rodaron allá por las colinas de Cham-pigny,
en sacudidas que se alejaban.
De nuevo empezaba el combate.
Aunque a los señores aficionados les importaba un pepino
la batalla, el escenario, las cuatro velas, habían despertado en aquel
populacho no sé qué instintos de cómicos de la legua. Había que verlos esperar
la última copla, arrancarse unos a otros las canciones de la boca. Nadie sentía
el frío. Los que estaban en el escenario, los que bajaban, los que esperaban
su turno, con la canción a flor de labios, todos estaban encarnados y sudando y
sus ojos estaban congestionados. La vanidad les infundía calor.
Había allí algunas celebridades del barrio, un tapicero
poeta, que pidió que le dejaran entonar una cancioncilla de su invención: El egoísta, con el estribillo Cada uno para sí; y como tenía un
defecto de pronunciación decía: «El
egoísta» y «ada uno ara sí». Era una sátira contra los burgueses
barrigudos, que gustan de quedarse al amor de la lumbre en lugar de irse a las
avanzadas. Siempre me acordaré de aquella, cara de cretino, el quepis echado sobre
una oreja y el barboquejo puesto, subrayando todas las palabras de su canción y
espetándonos con gesto malicioso el estribillo:
Ada uno ara
sí..., ada uno ara sí...
Mientras, el cañón cantaba a su manera, mezclando su
bajo profundo al tableteo de las ametralladoras. Hablaba de los heridos que
mueren de frío entre la nieve; de la agonía en los recodos de los cam.inos, en
mares de sangre helada; de la granada ciega, de la negra muerte que llega de
todas partes en la sombra.
¡El concierto de la «octava» seguía en su apogeo!
Llegamos a la hora de los chistes subidos de tono.
Un viejo sandunguero, con los ojos remellados y la
nariz roja, se zarandeaba en el tablado entre un delirio de patadas y bravos.
La risa grosera de las obscenidades contadas entre hombres solos alegraba todos
los rostros. La cantinera se había despertado con el ruido, y apretada por el
gentío, devorada por todos los ojos, también se retorcía de risa, mientras el
viejo, con su aguardentosa voz, entonaba:
El buen
Dios, borracho como una...
Sin poder resistir más salí. Se acercaba la hora de mi
guardia. ¡Tanto mejor! Tenía necesidad de espacio, de aire, y eché a andar
adelante hasta el Sena. El agua parecía negra, el muelle estaba desierto.
París, sombrío, sin luz de gas, dormía rodeado de un círculo de fuego. El
resplandor de los cañonazos se encendía y apagaba todo alrededor, y fulgores de
incendio se elevaban de trecho en trecho en las alturas. Muy cerca se oían
voces silenciosas, apresuradas, muy distintas en el aire frío... jadeaban, se
daban fuerzas...
-¡Oh! ¡Iza!
Después las voces se callaron súbitamente, como si el
ardor de un gran trabajo absorbiese todas las fuerzas. Aproximándome acabé por
descubrir en ese vago claror que sale del agua, aun de la más sombría, una
lancha cañonera detenida junto al puente de Berzy, que se esforzaba en remontar
la corriente. Las linternas que se balanceaban al compás del agua y el gemir
de los cables que halaban los marineros marcaban todos los avances, todos los
retrocesos, las peripecias de la lucha contra la mala voluntad del río y de la
noche.
¡Barquita heroica! ¡Cómo se impacientaba por aquel
retraso! Furiosa, golpeaba el agua con sus ruedas y la hacía bullir, sin
conseguir moverse. Finalmente un supremo esfuerzo la empujó adelante.
¡Valientes muchachos! Y en cuanto hubo pasado y avanzó recta en la niebla,
hacia el combate que la llamaba, un grito de « ¡Viva Erancia! » despertó los
ecos del puente.
Entonces ¿quién se acordaba ya del concierto de la
«octava»?...
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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