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domingo, 4 de agosto de 2013

El concierto de la «octava»

Aquella noche los batallones del barrio de Marais y del distrito de Saint-Antoine acampaban en los barracones de la avenida de Daumesnil. Hacía tres días que el ejér­cito de Ducrot peleaba en las alturas de Champigny, y nos habían hecho creer que esperábamos la reserva.
Nada más triste que aquel campamento en un bulevar exterior, rodeado de chimeneas, de estaciones cerradas, de talleres desiertos, en una de esas tristes barricadas que sólo alumbra el resplandor de alguna taberna. Nada más sórdido ni más frío que aquellas barracas de tablas, en hilera sobre la tierra apisonada, seca y dura de diciembre, con las ventanas mal ajustadas, las puertas siempre abier­tas y los quinqués humeantes, velados por la bruma como faroles en medio de la calle. Era imposible leer, dormir o sentarse. Teníamos que inventar juegos de chiquillos para entrar en calor: patear siguiendo el compás, o correr al­rededor de las barracas. Esta estúpida holganza junto a la línea de fuego nos parecía vergonzosa y enervante, en especial aquella noche. Habían callado los cañones, pero se presentía que una terrible batalla se fraguaba a lo le­jos, y de vez en cuando, al tiempo que los reflectores eléc­tricos alcanzaban en su rotación aquella parte de París, se discernían masas de tropas silenciosas, apelotonadas al borde de las aceras, y otras que subían por la avenida en extensas olas sombrías y como arrastrándose por el suelo, empequeñecidas por la comparación con las altas colum­nas de la plaza del Trono.
Andaba por allí, muerto de frío, perdido en la oscuri­dad de aquellos amplios bulevares, cuando alguien me dijo:
-Vámonos a la «octava»: al parecer tienen concierto.
Y allí me fui.
Cada compañía tenía su barraca, pero la de la «octa­va» tenía mejor alumbrado que las demás y mucha más gente. Largas llamas, sombreadas por el humo denso, se alzaban de las velas de sebo clavadas en la punta de las bayonetas, y su resplandor alumbraba de lleno rostros de obreros vulgares, embrutecidos por el alcohol, la fatiga, el frío y el dormir de pie, que palidece y aja el semblante.
La cantinera dormía en un rincón con la boca abierta, hecha un ovillo, sobre un banco, delante de su mesita cubierta de botellas vacías y de vasos sucios.
Cantaban.
Los aficionados subían, por turno, a un escenario im­provisado en el fondo de la sala y adoptaban actitudes afectadas, declamaban, se envolvían en las colchas e imi­taban lo que recordaban de los melodramas. De nueva me encontré con esas voces roncas y cascadas que suenan en el fondo de los pasadizos de los barrios obreros, donde todo son alborotos de chiquillos, jaulas colgadas y tabu­cos ruidosos. Oírlas entre el sonar de las herramientas con acompañamiento de martillo y garlopa es una delicia; pero allí, en aquel tablado, resultaba ridículo y doloroso.
Primero apareció el obrero pensador, el mecánico de largas barbas, cantando los dolores del proletario:
-¡Pobre proletario ...o...o...o...!
Su voz era de garganta, a la que la santa Internacional había infundido toda su cólera.
Después salió otro, medio dormido, que nos cantó la canción de La Canalla, pero con un aire tan monótono, lento y doliente, que más parecía una canción de cuna:
-Es la canalla...; pues bien: ¡canalla soy!
Y mientras canturriaba se oían los ronquidos de los dormilones empe-dernidos que buscaban los rincones y se vohían, entre gruñidos, de espaldas a la luz.
De pronto un vivo relámpago se filtró por entre las tablas e hizo palidecer la luz amarillenta de las velas. En aquel mismo instante un sordo estruendo conmovió el ba­rracón, y casi seguidos, otros truenos más sordos, más distantes, rodaron allá por las colinas de Cham-pigny, en sacudidas que se alejaban.
De nuevo empezaba el combate.
Aunque a los señores aficionados les importaba un pe­pino la batalla, el escenario, las cuatro velas, habían des­pertado en aquel populacho no sé qué instintos de cómicos de la legua. Había que verlos esperar la última copla, arrancarse unos a otros las canciones de la boca. Nadie sentía el frío. Los que estaban en el escenario, los que ba­jaban, los que esperaban su turno, con la canción a flor de labios, todos estaban encarnados y sudando y sus ojos es­taban congestionados. La vanidad les infundía calor.
Había allí algunas celebridades del barrio, un tapice­ro poeta, que pidió que le dejaran entonar una cancioncilla de su invención: El egoísta, con el estribillo Cada uno para sí; y como tenía un defecto de pronunciación decía: «El egoísta» y «ada uno ara sí». Era una sátira contra los burgueses barrigudos, que gustan de quedarse al amor de la lumbre en lugar de irse a las avanzadas. Siempre me acordaré de aquella, cara de cretino, el quepis echado so­bre una oreja y el barboquejo puesto, subrayando todas las palabras de su canción y espetándonos con gesto ma­licioso el estribillo:

Ada uno ara sí..., ada uno ara sí...

Mientras, el cañón cantaba a su manera, mezclando su bajo profundo al tableteo de las ametralladoras. Ha­blaba de los heridos que mueren de frío entre la nieve; de la agonía en los recodos de los cam.inos, en mares de sangre helada; de la granada ciega, de la negra muerte que llega de todas partes en la sombra.
¡El concierto de la «octava» seguía en su apogeo!
Llegamos a la hora de los chistes subidos de tono.
Un viejo sandunguero, con los ojos remellados y la nariz roja, se zarandeaba en el tablado entre un delirio de patadas y bravos. La risa grosera de las obscenidades contadas entre hombres solos alegraba todos los rostros. La cantinera se había despertado con el ruido, y apretada por el gentío, devorada por todos los ojos, también se re­torcía de risa, mientras el viejo, con su aguardentosa voz, entonaba:

El buen Dios, borracho como una...

Sin poder resistir más salí. Se acercaba la hora de mi guardia. ¡Tanto mejor! Tenía necesidad de espacio, de aire, y eché a andar adelante hasta el Sena. El agua pa­recía negra, el muelle estaba desierto. París, sombrío, sin luz de gas, dormía rodeado de un círculo de fuego. El resplandor de los cañonazos se encendía y apagaba todo alrededor, y fulgores de incendio se elevaban de trecho en trecho en las alturas. Muy cerca se oían voces silen­ciosas, apresuradas, muy distintas en el aire frío... ja­deaban, se daban fuerzas...
-¡Oh! ¡Iza!
Después las voces se callaron súbitamente, como si el ardor de un gran trabajo absorbiese todas las fuerzas. Aproximándome acabé por descubrir en ese vago claror que sale del agua, aun de la más sombría, una lancha cañonera detenida junto al puente de Berzy, que se esforzaba en remontar la corriente. Las linternas que se ba­lanceaban al compás del agua y el gemir de los cables que halaban los marineros marcaban todos los avances, todos los retrocesos, las peripecias de la lucha contra la mala voluntad del río y de la noche.
¡Barquita heroica! ¡Cómo se impacientaba por aquel retraso! Furiosa, golpeaba el agua con sus ruedas y la hacía bullir, sin conseguir moverse. Finalmente un su­premo esfuerzo la empujó adelante. ¡Valientes mucha­chos! Y en cuanto hubo pasado y avanzó recta en la nie­bla, hacia el combate que la llamaba, un grito de « ¡Viva Erancia! » despertó los ecos del puente.
Entonces ¿quién se acordaba ya del concierto de la «octava»?...

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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