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domingo, 4 de agosto de 2013

¡Alsacia! ¡Alsacia!

Entre mis mejores recuerdos mantengo aún el de aquel viaje realizado años ha por Alsacia. Y no fue ese in­sípido viaje en tren, del que luego no quedan más que vi­siones de paisajes recortados por las vías y los alambres de telégrafo, sino un viaje a pie, con la mochila a la es­palda, un bastón y un compañero muy poco hablador. Desde luego: ¡el modo ideal de viajar! Haciéndolo así ¡qué bien se recuerda luego lo que se ha visto!
Precisamente ahora que se ha cerrado Alsacia para no­sotros es cuando estos recuerdos acuden a mí con mayor fuerza: aquella tierra perdida y las impresiones que en­tonces, con el gozo de lo imprevisto, saboreé en aquellas largas caminatas a través de una campiña admirable, don­de los bosques se yerguen como grandes cortinas verdes sobre los poblados tranquilos llenos de sol; donde, al vol­ver una montaña, se ven los campanarios, las fábricas cruzadas por riachuelos, los aserraderos, los molinos, la nota brillante de un traje desconocido surgir de impro­viso entre el fresco verde de la llanura.
En cuanto amanecía nos levantábamos.
El mozo de la posada solía gritarnos:
-¡Son las cuatro, señor! -Y nos tirábamos de la cama. Y en cuanto cerrábamos la mochila bajábamos a tientas la escalera de madera, crujiente y frágil. Antes de partir, abajo nos tomábamos una copa de kirsch en una de esas grandes cocinas que poseen todos los mesones, en las que se enciende muy temprano el fuego y los sar­mientos chisporrotean, haciendo soñar en nieblas y en em­pañados cristales. Rápidamente nos poníamos en marcha.
El camino, al principio, se hace muy duro. Tal vez porque todo el cansancio de la víspera reaparece. Persis­te el sueño en los ojos y en el aire; pero poco a poco la fría rosada se evapora, y la bruma, al calor del sol, se di­sipa completamente. Se camina, se anda. Cuando el calor se hacía muy pesado nos parábamos a almorzar junto a una fuente o un arroyuelo. Dormíamos un poco en el pra­do escuchando el murmullo del agua corriendo, y nos des­pertaba el topetazo de un grueso abejorro que nos rozaba, vibrante como una bala. Cuando el calor caía iniciábamos nuevamente la marcha. Muy pronto se escondía el sol, y en la misma medida parecía acostarse el camino. Buscá­bamos un lugar, un refugio, y nos acostábamos rendidos, unas veces en la cama de un mesón, otras en un pajar que encontrábamos abierto, o sencillamente al pie de un ba­lagar, cara a las estrellas, entre murmullos de pájaros, hormigueo de insectos entre las hojas, imperceptibles brin­cos y vuelos silenciosos. Entre todos esos rumores de la noche, que con el cansancio ya parecen comienzos del sueño, nos dormimos.
He olvidado cómo se llamaban todos aquellos pueble­cillos alsa-cianos tan bonitos que encontrábamos esparci­dos a la orilla de los caminos, tan parecidos entre sí, sobre todo en el Alto Rin, que después de haber atravesado mu­chos a diversas horas, creo que no he visto más que uno solo; la calle principal, las emplomadas vidrieras, festo­neadas de enredaderas, las puertas enrejadas, donde se recuestan los viejos fumando sus enormes pipas y las mu­jeres se asoman llamando a los pequeños que juegan ale­gremente en la carretera. Cuando pasábamos por la ma­ñana todo estaba dormido. Apenas oíamos remover la paja de los establos o el jadeante respirar de los perros por debajo de las puertas. Dos leguas más allá el pueblo se despertaba. Se oía un ruido de postigos que se abren, de cántaros que entrechocan, de caños que corren; las va­cas se dirigen tranquilamente hacia el abrevadero, mo­viendo el largo rabo para espantar las moscas. Algo más lejos encontramos de nuevo el mismo poblado, pero ya dormido en el silencio de la siesta del verano; sólo se es­cuchaba el zumbido de las abejas que subían, siguiendolas ramas trepadoras, hasta el tejado de los chalets, y el monótono sonsonete de la escuela. A veces, al final del lugar, un rinconcito no de aldea, sino de villa moderna, una casa blanca de dos pisos, con una placa de seguros muy nueva y reluciente, y el escudo del notario o la cam­panilla del médico. Oíamos, al pasar, un vals interpretado por un piano, una melodía algo antigua que parecía ver­terse, a través de las verdes persianas, sobre la soleada carretera. Más lejos, al caer la tarde, volvían las bestias y regresaban los hombres de los talleres. Muchísimo ruido y enorme trajín. Todo el mundo asomado a las puertas; bandadas de pelirrojos chiquillos por la calle, y los cris­tales, inflamados por un rayo del ocaso, que se colaba sin saber por dónde.
Sigo recordando aún con deleite la aldea alsaciana, el domingo por la mañana, a la hora de la misa; las casas vacías y las calles solitarias; sólo algún viejecito calen­tándose al sol delante de la puerta, la iglesia llena, los vi­trales coloreados por esos suaves tonos murientes y son­rosados de los cirios a plena luz; el canto llano que se oía por bocanadas, al pasar, y un monaguillo, de sotana roja, que atravesaba como un gamo la plaza, descubierta la cabeza y llevando en la mano un incensario para ir en busca de una brasa a la tahona.
Veces había en que nos pasábamos días enteros sin pe­netrar en los poblados. Buscábamos entonces los sotos, los caminos cubiertos, los estrechos bosquecillos que bordean el Rin, por donde sus verdes aguas van a perderse en es­condidos pantanos, cubiertos de insectos. De vez en cuan­do, a través del encaje sutil de las ramas, divisába-mos el ancho río, surcado por almadías, por barcazas llenas de hierba cortada en las islas y que a su vez parecían dis­persos islotes arrastrados por la corriente. Luego, el canal que une el Ródano con el Rin, con su largo festón de álamos que juntan sus verdes cimas en el seno de esta agua tranquila, amansada, aprisionada entre los márgenes es­trechos. De trecho en trecho, en la orilla, la caseta de los escluseros; unos rapaces corrían descalzos por las barre­ras de la esclusa, y entre el hervor de la espuma grandes balsas de madera avanzaban lentamente a todo lo ancho del canal.
Cuando nos cansábamos de dar rodeos y de hacer zig­zags, tomábamos nuevamente la ancha carretera blanca y recta que lleva bajo la fresca sombra de los nogales a Ba­silea, entre la cadena de los Vosgos, a la derecha, y la Selva Negra, a la izquierda.
¡Y qué bien se descansaba a la orilla de la carretera de Basilea en los más calurosos días de julio, cuando me tumbaba sobre la seca hierba de las cunetas, oyendo a las perdices llamarse de un lado a otro, mientras la ca­rretera sonaba como una corriente melancólica por encima de nuestras cabezas! Era el juramento de un carretero, un cascabel, el rechinar del eje de una carreta, el pico de un caminero, el apresurado galope de un gendarme, que asustaba a una manada de patos; buhoneros encorvados bajo sus fardos; el cartero, vestido de blusa azul ribetea­da de rojo, que dejaba el camino y tomaba una callejuela bordeada de zarzas, acuyn cabo se presentía, un lugarejo, una granja, un vivir aislado y pacífico.
Y además las sorpresas de todo el viaje, los atajos que alargan, los senderos engañosos que marcaban las ruedas de las carretas y las huellas de las pezuñas y que nos aban­donan en la mitad de un prado, las puertas tercas que no se quieren abrir, las posadas llenas, y los chaparrones, esos buenos chubascos de verano que se evaporan en se­guida en el aire cálido y hacen humear la llanura, la lana del rebaño y hasta la hopalanda del pastor.
Aún me acuerdo de una terrible tormenta que nos co­gió de improviso al bajar a través de los bosques del Ba­llon de Alsacia. Cuando dejamos la posada de la cumbre, la nube estaba debajo de nosotros. Algunos de los abetos las sobrepasaban con sus cimas; pero conforme descendía­mos nos íbamos metiendo en el viento, en la lluvia, en el granizo. De repente nos encontramos rodeados por una red de relámpagos. A un paso de nosotros rodó fulminado un abeto, y cuando bajábamos a saltos por un camino resbaladizo de pinos, a través de la cortina de agua vi­mos un grupo de muchachas cobijadas en un hueco de las rocas. Asustadas, apretadas unas contra otras, sostenían con sus manos abiertas sus delantales de indiana y unos cestillos de mimbre llenos de arándanos negros recién co­gidos. Los frutos lucían como puntos de luz, y los ojuelos negros, que nos miraban desde el fondo de la cueva, pa­recían también arándanos húmedos. El gran abeto ten­dido en la cuesta, la tronada, los simpáticos y desarrapa­dos vagabundos de los bosques... ¡Todo semejante a un cuento del padre Schmidt!
Y cuando luego llegamos a Rouge-Goutte nos acogió una hermosa fogata. ¡Qué grata hoguera en el lar para se­carnos los harapos, mientras se freía al fuego la tortilla, la inimitable tortilla de Alsacia, dorada y crujiente como un pastel!
Al otro día de la tormenta sorprendí un emocionante espectáculo.
En el camino de Dannemarie, a la vuelta de un seto, se veía un magnífico trigal segado, asolado, cavado por la lluvia y el granizo; los trigos se hallaban caídos y re­vueltos. Las gordas y maduras espigas se desgranaban en el barro y grandes bandadas de pajarillos se abatían so­bre la perdida cosecha, saltaban sobre la paja húmeda y hacían volar el trigo alrededor. Era realmente siniestro aquel saqueo bajo un claro sol y un cielo nítido. De pie, ante un campo devastado, un aldeano, alto y encorvado, vestido a la antigua usanza de Alsacia, lo contemplaba en silencio. Se reflejaba en su rostro un dolor profundo, pero a la par irradiaba un sentimiento de serena resigna-ción, no sé qué vaga esperanza, como si se hubiese dicho que bajo las espigas tendidas la tierra le quedaba todavía vi­viente, fértil, fiel, y que mientras la tierra esté allí no hay que desesperar nunca.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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