Entre mis mejores recuerdos mantengo aún el de aquel viaje
realizado años ha por Alsacia. Y no fue ese insípido viaje en tren, del que
luego no quedan más que visiones de paisajes recortados por las vías y los
alambres de telégrafo, sino un viaje a pie, con la mochila a la espalda, un
bastón y un compañero muy poco hablador. Desde luego: ¡el modo ideal de viajar!
Haciéndolo así ¡qué bien se recuerda luego lo que se ha visto!
Precisamente ahora que se ha cerrado Alsacia para nosotros
es cuando estos recuerdos acuden a mí con mayor fuerza: aquella tierra perdida
y las impresiones que entonces, con el gozo de lo imprevisto, saboreé en
aquellas largas caminatas a través de una campiña admirable, donde los bosques
se yerguen como grandes cortinas verdes sobre los poblados tranquilos llenos de
sol; donde, al volver una montaña, se ven los campanarios, las fábricas
cruzadas por riachuelos, los aserraderos, los molinos, la nota brillante de un
traje desconocido surgir de improviso entre el fresco verde de la llanura.
En cuanto amanecía nos levantábamos.
El mozo de la posada solía gritarnos:
-¡Son las cuatro, señor! -Y nos tirábamos de la cama.
Y en cuanto cerrábamos la mochila bajábamos a tientas la escalera de madera,
crujiente y frágil. Antes de partir, abajo nos tomábamos una copa de kirsch en
una de esas grandes cocinas que poseen todos los mesones, en las que se
enciende muy temprano el fuego y los sarmientos chisporrotean, haciendo soñar
en nieblas y en empañados cristales. Rápidamente nos poníamos en marcha.
El camino, al principio, se hace muy duro. Tal vez
porque todo el cansancio de la víspera reaparece. Persiste el sueño en los ojos
y en el aire; pero poco a poco la fría rosada se evapora, y la bruma, al calor
del sol, se disipa completamente. Se camina, se anda. Cuando el calor se hacía
muy pesado nos parábamos a almorzar junto a una fuente o un arroyuelo.
Dormíamos un poco en el prado escuchando el murmullo del agua corriendo, y nos
despertaba el topetazo de un grueso abejorro que nos rozaba, vibrante como una
bala. Cuando el calor caía iniciábamos nuevamente la marcha. Muy pronto se
escondía el sol, y en la misma medida parecía acostarse el camino. Buscábamos
un lugar, un refugio, y nos acostábamos rendidos, unas veces en la cama de un
mesón, otras en un pajar que encontrábamos abierto, o sencillamente al pie de
un balagar, cara a las estrellas, entre murmullos de pájaros, hormigueo de
insectos entre las hojas, imperceptibles brincos y vuelos silenciosos. Entre
todos esos rumores de la noche, que con el cansancio ya parecen comienzos del
sueño, nos dormimos.
He olvidado cómo se llamaban todos aquellos pueblecillos
alsa-cianos tan bonitos que encontrábamos esparcidos a la orilla de los
caminos, tan parecidos entre sí, sobre todo en el Alto Rin, que después de
haber atravesado muchos a diversas horas, creo que no he visto más que uno
solo; la calle principal, las emplomadas vidrieras, festoneadas de
enredaderas, las puertas enrejadas, donde se recuestan los viejos fumando sus
enormes pipas y las mujeres se asoman llamando a los pequeños que juegan alegremente
en la carretera. Cuando pasábamos por la mañana todo estaba dormido. Apenas
oíamos remover la paja de los establos o el jadeante respirar de los perros por
debajo de las puertas. Dos leguas más allá el pueblo se despertaba. Se oía un
ruido de postigos que se abren, de cántaros que entrechocan, de caños que
corren; las vacas se dirigen tranquilamente hacia el abrevadero, moviendo el
largo rabo para espantar las moscas. Algo más lejos encontramos de nuevo el
mismo poblado, pero ya dormido en el silencio de la siesta del verano; sólo se
escuchaba el zumbido de las abejas que subían, siguiendolas ramas trepadoras,
hasta el tejado de los chalets, y el monótono sonsonete de la escuela. A veces,
al final del lugar, un rinconcito no de aldea, sino de villa moderna, una casa
blanca de dos pisos, con una placa de seguros muy nueva y reluciente, y el
escudo del notario o la campanilla del médico. Oíamos, al pasar, un vals
interpretado por un piano, una melodía algo antigua que parecía verterse, a
través de las verdes persianas, sobre la soleada carretera. Más lejos, al caer
la tarde, volvían las bestias y regresaban los hombres de los talleres.
Muchísimo ruido y enorme trajín. Todo el mundo asomado a las puertas; bandadas
de pelirrojos chiquillos por la calle, y los cristales, inflamados por un rayo
del ocaso, que se colaba sin saber por dónde.
Sigo recordando aún con deleite la aldea alsaciana, el
domingo por la mañana, a la hora de la misa; las casas vacías y las calles
solitarias; sólo algún viejecito calentándose al sol delante de la puerta, la
iglesia llena, los vitrales coloreados por esos suaves tonos murientes y sonrosados
de los cirios a plena luz; el canto llano que se oía por bocanadas, al pasar, y
un monaguillo, de sotana roja, que atravesaba como un gamo la plaza,
descubierta la cabeza y llevando en la mano un incensario para ir en busca de
una brasa a la tahona.
Veces había en que nos pasábamos días enteros sin penetrar
en los poblados. Buscábamos entonces los sotos, los caminos cubiertos, los
estrechos bosquecillos que bordean el Rin, por donde sus verdes aguas van a
perderse en escondidos pantanos, cubiertos de insectos. De vez en cuando, a través
del encaje sutil de las ramas, divisába-mos el ancho río, surcado por almadías,
por barcazas llenas de hierba cortada en las islas y que a su vez parecían dispersos
islotes arrastrados por la corriente. Luego, el canal que une el Ródano con el
Rin, con su largo festón de álamos que juntan sus verdes cimas en el seno de
esta agua tranquila, amansada, aprisionada entre los márgenes estrechos. De
trecho en trecho, en la orilla, la caseta de los escluseros; unos rapaces
corrían descalzos por las barreras de la esclusa, y entre el hervor de la
espuma grandes balsas de madera avanzaban lentamente a todo lo ancho del canal.
Cuando nos cansábamos de dar rodeos y de hacer zigzags,
tomábamos nuevamente la ancha carretera blanca y recta que lleva bajo la fresca
sombra de los nogales a Basilea, entre la cadena de los Vosgos, a la derecha,
y la Selva Negra ,
a la izquierda.
¡Y qué bien se descansaba a la orilla de la carretera
de Basilea en los más calurosos días de julio, cuando me tumbaba sobre la seca
hierba de las cunetas, oyendo a las perdices llamarse de un lado a otro,
mientras la carretera sonaba como una corriente melancólica por encima de
nuestras cabezas! Era el juramento de un carretero, un cascabel, el rechinar
del eje de una carreta, el pico de un caminero, el apresurado galope de un
gendarme, que asustaba a una manada de patos; buhoneros encorvados bajo sus
fardos; el cartero, vestido de blusa azul ribeteada de rojo, que dejaba el
camino y tomaba una callejuela bordeada de zarzas, acuyn cabo se presentía, un
lugarejo, una granja, un vivir aislado y pacífico.
Y además las sorpresas de todo el viaje, los atajos
que alargan, los senderos engañosos que marcaban las ruedas de las carretas y
las huellas de las pezuñas y que nos abandonan en la mitad de un prado, las
puertas tercas que no se quieren abrir, las posadas llenas, y los chaparrones, esos
buenos chubascos de verano que se evaporan en seguida en el aire cálido y
hacen humear la llanura, la lana del rebaño y hasta la hopalanda del pastor.
Aún me acuerdo de una terrible tormenta que nos cogió
de improviso al bajar a través de los bosques del Ballon de Alsacia. Cuando
dejamos la posada de la cumbre, la nube estaba debajo de nosotros. Algunos de
los abetos las sobrepasaban con sus cimas; pero conforme descendíamos nos
íbamos metiendo en el viento, en la lluvia, en el granizo. De repente nos
encontramos rodeados por una red de relámpagos. A un paso de nosotros rodó
fulminado un abeto, y cuando bajábamos a saltos por un camino resbaladizo de
pinos, a través de la cortina de agua vimos un grupo de muchachas cobijadas en
un hueco de las rocas. Asustadas, apretadas unas contra otras, sostenían con
sus manos abiertas sus delantales de indiana y unos cestillos de mimbre llenos
de arándanos negros recién cogidos. Los frutos lucían como puntos de luz, y
los ojuelos negros, que nos miraban desde el fondo de la cueva, parecían
también arándanos húmedos. El gran abeto tendido en la cuesta, la tronada, los
simpáticos y desarrapados vagabundos de los bosques... ¡Todo semejante a un
cuento del padre Schmidt!
Y cuando luego llegamos a Rouge-Goutte nos acogió una
hermosa fogata. ¡Qué grata hoguera en el lar para secarnos los harapos,
mientras se freía al fuego la tortilla, la inimitable tortilla de Alsacia, dorada
y crujiente como un pastel!
Al otro día de la tormenta sorprendí un emocionante
espectáculo.
En el camino de Dannemarie, a la vuelta de un seto, se
veía un magnífico trigal segado, asolado, cavado por la lluvia y el granizo;
los trigos se hallaban caídos y revueltos. Las gordas y maduras espigas se
desgranaban en el barro y grandes bandadas de pajarillos se abatían sobre la
perdida cosecha, saltaban sobre la paja húmeda y hacían volar el trigo
alrededor. Era realmente siniestro aquel saqueo bajo un claro sol y un cielo
nítido. De pie, ante un campo devastado, un aldeano, alto y encorvado, vestido
a la antigua usanza de Alsacia, lo contemplaba en silencio. Se reflejaba en su
rostro un dolor profundo, pero a la par irradiaba un sentimiento de serena resigna-ción,
no sé qué vaga esperanza, como si se hubiese dicho que bajo las espigas
tendidas la tierra le quedaba todavía viviente, fértil, fiel, y que mientras
la tierra esté allí no hay que desesperar nunca.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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