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domingo, 4 de agosto de 2013

Mi quepis

Olvidado en el fondo de un armario, ajado bajo el pol­vo, con un dedo de grasa en las orillas, oxidados los nú­meros, desteñido y casi sin forma, lo he encontrado hoy por la mañana. Me he echado a reír sin poder evitar ex­clamar:
-¡Caramba! ¡Mi quepis!
Y súbitamente ha venido a mi memoria aquel día de fines de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en que me lancé orgulloso a la calle con mi nueva cobertera, tropezan­do en todas partes con el fusil, para unirme a los batallones del barrio y cumplir mi deberes de soldado ciudadano. Si alguien hubiera osado decir que no iba a salvar yo solito a París y libertar a Francia entera, ya hubiera podido prepararse para recibir todo el hierro de mi bayoneta en la barriga.
¡Teníamos tanta confianza en la guardia nacional! En los jardines públicos, ern las plazas, en las avenidas, en las esquinas, las compañías se formaban, se numeraban y se veían, entre los uniformes, blusas alineadas y entre los que­pis las civiles gorras: de tal forma apremiaba el tiempo. Nosotros nos reuníamos todas las mañanas en una plaza os soportales y anchurosas puertas, llena de niebla y atravesada por mil corrientes de aire. Terminada la lis­ta, con sus cientos de nombres ensartados en letanía gro­tesca, comenzaba la instrucción. Con los codos pegados al cuerpo y los dientes apretados iban saliendo los pelotones a paso ligero:
-¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡De­recha!...
Y todos, chicos y grandes, los presumidos y los acha­cosos, los que llevaban el uniforme como en el teatro del Ambigu y los simplemente apretados con anchos cinturo­nes azules, que los asemejaba a niños de coro, íbamos, ve­níamos, dábamos vueltas alrededor de la plaza, llenos de brío y de fe.
Verdaderamente todo esto hubiera sido muy ridículo sin aquella profunda nota pedal del cañón, aquel continuo acompañamiento, que daba soltura y amplitud a nuestros movimientos, rellenaba las voces de mando, demasiado aflau-tadas; atenuaba las torpezas y las equivocaciones, y el gran melodrama de París sitiado desempeñaba el papel de esa música que suena entre bastidores en un teatro para dar a las situaciones un tono patético.
Lo que más me gustaba era subir a las murallas. Aún me veo, en aquellas mañanas de niebla, pasar marcialmen­te ante la columna de julio y tributarle los honores mili­tares.
-Presen...ten ¡armas!
Y veo también las calles de Charonne, llenas de gente del pueblo; el suelo resbaladizo, en el que tan apenas si po­díamos marcar el paso, y luego, al acercarnos a los bastio­nes, nuestros tambores, que redoblaban a paso de carga... ¡Ran, ran rataplán!
Sí; aún me parece estar allí. Era realmente sorpren­dente aquella frontera de París, los taludes verdes exca­vados para los cañones, animados por las tiendas desple­gadas, el humo de los cainpamentos y las empequeñecidas siluetas que pasaban arriba de todo dejando ver por enci­ma de pilas de sacos de tierra sólo un poco de quepis y la punta de la bayoneta.
¡Y mi primera guardia nocturna! Sí; aquella marcha a tientas en la oscuridad, bajo la lluvia; la patrulla ron­dando, empujándose a lo largo de los taludes inundados, desgranándose por el camino, y dejándome a mí, el últi­mo, encaramado sobre la puerta de Montreuil a una for­midable altura. ¡Y vaya un tiempecito de perros que ha­cía aquella noche! En el silencio profundo que caía sobre el campo y la ciudad sólo se oía el viento, que corría por las murallas y azotaba a los centinelas, curvándolos, se lleva­ba los alertas y hacía retemblar los vidrios de un viejo reverbero abajo, en el camino de ronda. ¡Diablos con el farol! A cada momento me parecía oír arrastrar el sable de un ulano, y me quedaba escuchando con el fusil pre­parado y el « ¡Quién vive!» en la lengua. Más tarde la lluvia fue haciéndose más fría. El cielo, hacia París, cla­reaba; se veía asomar una torre, una cúpula; un coche ro­daba a lo lejos; sonaba una campana...
La gran ciudad se despertaba, y en su primer estreme­cimiento matinal derramaba un poco de vida en torno suyo. Al otro lado del talud se oye cantar un gallo. A mis pies, en el camino de ronda, todavía entre sombras, se oyó un rui­do de pasos, un estrépito de hierros; y yo lancé con voz terrible mi «¡Alto!¡Quién vive!». Una vocecita tímida, temblorosa por el frío, subió hasta mí entre la densa níe­bla:
-¡Un vendedor de café!
¡Qué podíamos hacer! Eran los primeros días del sitio, y nosotros, pobres e ingenuos milicianos, nos imaginába­mos que los prusianos iban a pasar cualquier noche bajo el fuego de los fuertes, llegar al pie de las murallas, apo­yar las escalas y trepar en medio de hurras y de antorchas agitadas en las tinieblas. Con tamaña imaginación ¡hay que darse cuenta si menudearían los alertas ! Todas las no­ches se oían los gritos de «¡A las armas!». La tropa des­pertaba sobresaltada; se oían carreras atropelladas por entre los caídos haces de fusiles. Los oficiales, despavori­dos, nos gritaban:
-¡Calma! ¡Calma! ¡Hay que tener más sangre fría!
Y ellos la precisaban muchísimo también.
Más tarde, cuando llegaba el día, veíamos un jamelgo huido, zancajeando por las fortificaciones, pacíficamente pastando sobre la hierba del talud, sin sospechar que él solo había valido por un escuadrón de coraceros blancos y servido de blanco a todo un bastión de armas al brazo.
Todas estas cosas han venido a mi memoria al ver el quepis: emociones, aventuras, paisajes, Nanterre, la Cour­neve, el molino Saquet, el delicioso lugar del Marne, don­de el intrépido Noventa y seis entró por primera y última vez en fuego. Las baterías prusianas estaban frente a no­sotros, a la orilla de la carretera, detrás de un bosquecillo, igual que una de esas aldehuelas cuyas humaredas se ven a través de las ramas. En la vía del tren, al descubierto, donde los jefes nos habían olvidado, llovían las granadas, que estallaban retumbando y esparciendo en rededor chis­pas mortales. ¡Pobre quepis mío! ¡Aquel día te dejaste de bravatas, y ni una vez sola saludaste inclinándote bas­tante más de lo debido!
Pero ¡qué importa! Son recuerdos agradables, grotes­cos tal vez, pero no desprovistos de su pequeña parte de heroísmo. ¡Si te conformases con traer a mi memoria nada inás que éstos!... Pero por desgracia me recuerdas también las noches de centinela en París, los cuerpos de guardia en las tiendas desalquiladas, la sofocante estufa, los ban­cos de hule, las aburridas guardias en las puertas de las tenencias de alcaldía, en la plaza hecha un lodazal, que refleja la ciudad en sus mil arroyuelos, el servicio de po­licía por las calles, las patrullas chapoteando en los char­cos, los soldados que traían borrachos, errantes, las pros­titutas, los rateros, aquellas pálidas madrugadas en que retornábamos a casa como con una careta de polvo y fatiga, y olores de la pipa, del petróleo, de algas viejas pe­gadas a la ropa. Y los días pasados inútilmente, las elec­ciones de oficiales llenas de rencillas y chismes de com­pañía, los ponches de despedida, las rondas de copas, los planes de guerra explicados con cerillas sobre las mesas del café, los votos, la política, y su hermana la santa gan­dulería; la inacción, que no sabíamos cómo llenar; el tiem­po perdido, que nos envuelve en una atmósfera vacía que despierta las ganas de agitarse, de gesticular.
Y unido a todo esto la busca y captura del espía, las absurdas desconfianzas y las, por lo contrario, confianzas excesivas; la salida en masa, el abrir la brecha, todas las locuras, todos los delirios de un pueblo sitiado. ¡Ya ves lo que me recuerdas al verte de nuevo! Tú también has delirado con las mismas locuras, y si al día siguiente de la derrota de Buzenval no te hubiera tirado encima de un armario; si, como los otros, me hubiera empeñado en ador­narte con más galones y siemprevivas de oro, en conti­nuar siendo números descabalados de batallones disper­sos, ¡sólo Dios sabe a qué barricada hubieras acabado por arrastrarme!
Decididamente, sí, quepis de indisciplinas y de suble­vaciones; quepis de pereza, de embriaguez, de club y de desatinos; quepis de la guerra civil, ¡no mereces siquiera el despreciable rincón que te había dejado ocupar en mi casa!
¡Hala! ¡A la basura!

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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