Olvidado en el fondo de un armario, ajado bajo el polvo,
con un dedo de grasa en las orillas, oxidados los números, desteñido y casi
sin forma, lo he encontrado hoy por la mañana. Me he echado a reír sin poder
evitar exclamar:
-¡Caramba! ¡Mi quepis!
Y súbitamente ha venido a mi memoria aquel día de
fines de otoño, cálido de sol y de entusiasmo, en que me lancé orgulloso a la
calle con mi nueva cobertera, tropezando en todas partes con el fusil, para
unirme a los batallones del barrio y cumplir mi deberes de soldado ciudadano.
Si alguien hubiera osado decir que no iba a salvar yo solito a París y libertar
a Francia entera, ya hubiera podido prepararse para recibir todo el hierro de
mi bayoneta en la barriga.
¡Teníamos tanta confianza en la guardia nacional! En
los jardines públicos, ern las plazas, en las avenidas, en las esquinas, las
compañías se formaban, se numeraban y se veían, entre los uniformes, blusas
alineadas y entre los quepis las civiles gorras: de tal forma apremiaba el
tiempo. Nosotros nos reuníamos todas las mañanas en una plaza os soportales y
anchurosas puertas, llena de niebla y atravesada por mil corrientes de aire.
Terminada la lista, con sus cientos de nombres ensartados en letanía grotesca,
comenzaba la instrucción. Con los codos pegados al cuerpo y los dientes
apretados iban saliendo los pelotones a paso ligero:
-¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha!...
Y todos, chicos y grandes, los presumidos y los achacosos,
los que llevaban el uniforme como en el teatro del Ambigu y los simplemente
apretados con anchos cinturones azules, que los asemejaba a niños de coro,
íbamos, veníamos, dábamos vueltas alrededor de la plaza, llenos de brío y de
fe.
Verdaderamente todo esto hubiera sido muy ridículo sin
aquella profunda nota pedal del cañón, aquel continuo acompañamiento, que daba
soltura y amplitud a nuestros movimientos, rellenaba las voces de mando,
demasiado aflau-tadas; atenuaba las torpezas y las equivocaciones, y el gran
melodrama de París sitiado desempeñaba el papel de esa música que suena entre
bastidores en un teatro para dar a las situaciones un tono patético.
Lo que más me gustaba era subir a las murallas. Aún me
veo, en aquellas mañanas de niebla, pasar marcialmente ante la columna de julio
y tributarle los honores militares.
-Presen...ten ¡armas!
Y veo también las calles de Charonne, llenas de gente
del pueblo; el suelo resbaladizo, en el que tan apenas si podíamos marcar el
paso, y luego, al acercarnos a los bastiones, nuestros tambores, que
redoblaban a paso de carga... ¡Ran, ran rataplán!
Sí; aún me parece estar allí. Era realmente sorprendente
aquella frontera de París, los taludes verdes excavados para los cañones,
animados por las tiendas desplegadas, el humo de los cainpamentos y las
empequeñecidas siluetas que pasaban arriba de todo dejando ver por encima de
pilas de sacos de tierra sólo un poco de quepis y la punta de la bayoneta.
¡Y mi primera guardia nocturna! Sí; aquella marcha a
tientas en la oscuridad, bajo la lluvia; la patrulla rondando, empujándose a
lo largo de los taludes inundados, desgranándose por el camino, y dejándome a
mí, el último, encaramado sobre la puerta de Montreuil a una formidable
altura. ¡Y vaya un tiempecito de perros que hacía aquella noche! En el
silencio profundo que caía sobre el campo y la ciudad sólo se oía el viento,
que corría por las murallas y azotaba a los centinelas, curvándolos, se llevaba
los alertas y hacía retemblar los vidrios de un viejo reverbero abajo, en el
camino de ronda. ¡Diablos con el farol! A cada momento me parecía oír arrastrar
el sable de un ulano, y me quedaba escuchando con el fusil preparado y el «
¡Quién vive!» en la lengua. Más tarde la lluvia fue haciéndose más fría. El
cielo, hacia París, clareaba; se veía asomar una torre, una cúpula; un coche
rodaba a lo lejos; sonaba una campana...
La gran ciudad se despertaba, y en su primer estremecimiento
matinal derramaba un poco de vida en torno suyo. Al otro lado del talud se oye
cantar un gallo. A mis pies, en el camino de ronda, todavía entre sombras, se
oyó un ruido de pasos, un estrépito de hierros; y yo lancé con voz terrible mi
«¡Alto!¡Quién vive!». Una vocecita tímida, temblorosa por el frío, subió hasta
mí entre la densa níebla:
-¡Un vendedor de café!
¡Qué podíamos hacer! Eran los primeros días del sitio,
y nosotros, pobres e ingenuos milicianos, nos imaginábamos que los prusianos
iban a pasar cualquier noche bajo el fuego de los fuertes, llegar al pie de las
murallas, apoyar las escalas y trepar en medio de hurras y de antorchas
agitadas en las tinieblas. Con tamaña imaginación ¡hay que darse cuenta si
menudearían los alertas ! Todas las noches se oían los gritos de «¡A las
armas!». La tropa despertaba sobresaltada; se oían carreras atropelladas por entre
los caídos haces de fusiles. Los oficiales, despavoridos, nos gritaban:
-¡Calma! ¡Calma! ¡Hay que tener más sangre fría!
Y ellos la precisaban muchísimo también.
Más tarde, cuando llegaba el día, veíamos un jamelgo huido,
zancajeando por las fortificaciones, pacíficamente pastando sobre la hierba del
talud, sin sospechar que él solo había valido por un escuadrón de coraceros
blancos y servido de blanco a todo un bastión de armas al brazo.
Todas estas cosas han venido a mi memoria al ver el
quepis: emociones, aventuras, paisajes, Nanterre, la Cour neve, el molino Saquet,
el delicioso lugar del Marne, donde el intrépido Noventa y seis entró por
primera y última vez en fuego. Las baterías prusianas estaban frente a nosotros,
a la orilla de la carretera, detrás de un bosquecillo, igual que una de esas
aldehuelas cuyas humaredas se ven a través de las ramas. En la vía del tren, al
descubierto, donde los jefes nos habían olvidado, llovían las granadas, que
estallaban retumbando y esparciendo en rededor chispas mortales. ¡Pobre quepis
mío! ¡Aquel día te dejaste de bravatas, y ni una vez sola saludaste inclinándote
bastante más de lo debido!
Pero ¡qué importa! Son recuerdos agradables, grotescos
tal vez, pero no desprovistos de su pequeña parte de heroísmo. ¡Si te
conformases con traer a mi memoria nada inás que éstos!... Pero por desgracia
me recuerdas también las noches de centinela en París, los cuerpos de guardia
en las tiendas desalquiladas, la sofocante estufa, los bancos de hule, las
aburridas guardias en las puertas de las tenencias de alcaldía, en la plaza
hecha un lodazal, que refleja la ciudad en sus mil arroyuelos, el servicio de
policía por las calles, las patrullas chapoteando en los charcos, los
soldados que traían borrachos, errantes, las prostitutas, los rateros,
aquellas pálidas madrugadas en que retornábamos a casa como con una careta de
polvo y fatiga, y olores de la pipa, del petróleo, de algas viejas pegadas a
la ropa. Y los días pasados inútilmente, las elecciones de oficiales llenas de
rencillas y chismes de compañía, los ponches de despedida, las rondas de
copas, los planes de guerra explicados con cerillas sobre las mesas del café,
los votos, la política, y su hermana la santa gandulería; la inacción, que no
sabíamos cómo llenar; el tiempo perdido, que nos envuelve en una atmósfera
vacía que despierta las ganas de agitarse, de gesticular.
Y unido a todo esto la busca y captura del espía, las
absurdas desconfianzas y las, por lo contrario, confianzas excesivas; la salida
en masa, el abrir la brecha, todas las locuras, todos los delirios de un pueblo
sitiado. ¡Ya ves lo que me recuerdas al verte de nuevo! Tú también has delirado
con las mismas locuras, y si al día siguiente de la derrota de Buzenval no te
hubiera tirado encima de un armario; si, como los otros, me hubiera empeñado en
adornarte con más galones y siemprevivas de oro, en continuar siendo números
descabalados de batallones dispersos, ¡sólo Dios sabe a qué barricada hubieras
acabado por arrastrarme!
Decididamente, sí, quepis de indisciplinas y de sublevaciones;
quepis de pereza, de embriaguez, de club y de desatinos; quepis de la guerra
civil, ¡no mereces siquiera el despreciable rincón que te había dejado ocupar
en mi casa!
¡Hala! ¡A la basura!
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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