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domingo, 4 de agosto de 2013

El reloj de bougival

I. De bougival a munich

Era un reloj de sobremesa de la época del segundo Im­perio, un reloj de ónice, de Argelia, adornado con dibu­os de Campana, que se adquieren en el bulevar de los Italianos, con su llave dorada colgada, como una condeco­ración, al extremo de una cinta de color de rosa. Total: lo más bonito, lo más moderno, lo más elegante llegado de París. Un auténtico reloj de los Bufos, que sonaba una campanita de aniñado y claro. timbre, pero sin un ápice de juicio, llena de caprichos y de antojos, tocando las ho­ras endiabladamente mal, comiéndose las medias, sin ha­ber sabido jamás dar más que la hora de la Bolsa al señor y la hora del Pastor a la señora.
Cuando estalló la guerra estaba de veraneo en Bou­gival, hecho expresamente para aquellos palacios de ve­rano tan frágiles, para aquellas deliciosas jaulas de mos­cas de papel recortado y aquellos muebles de una sola es­tación, blondas y muselinas flotando sobre los transparen tes de seda clara. Este reloj fue uno de los primeros que se llevaron los bávaros a su llegada. Y no hay duda de que los hombres de allende el Rin son habilísimos embaladores, porque este juguete de reloj, no más grueso que un huevo de tórtola, pudo hacer, entre cañones Krupp y furgones de metralla, el viaje de Bougival a Munich, llegar sin una rozadura y ser expuesto desde el día siguiente, en la plaza del Odeón, en el escaparate de Augusto Cahn, el comerciante de curiosidades, como una señorita lozana y coqueta, con sus dos agujas negras muy finas y arquea­das como pestañas y su llave de aspa en el extremo de una cinta nueva.

II. El ilustre profesor doctor otto de schwanthaler

Desde luego fue un acontecimiento en Munich. Los del país no habían visto el reloj de Bougival, y todos iban a admirarlo con idéntica curiosidad que a las conchas japo­nesas del museo de Siebold. Ante la tienda de Augusto Cahn tres filas de grandes pipas humeaban de la mañana a la noche, y el honrado ciudadano de Munich se pregun­taba, con pasmados ojos y muchos «Mein Gott» de estupe­facción, para qué podía servir aquella extraña y diminu­ta máquina. Los periódicos ilustrados publicaron repro­ducciones; en todas las vitrinas de las casas se veía su fo­tografía, y en su honor el profesor doctor Otto de Schwan­thaler escribió su famosa Paradoja sobre los relojes, es­tudio filosoficohumorístico, volumen de seis-cientas pági­nas, en que se trata de la influencia de los relojes sobre la vida de los pueblos y se pone de manifiesto, con lógica ri­gurosa, que una nación tan loca como para regular el em­pleo del tiempo por cronómetros tan desequilibrados como este lindo relojito de Bougival no podía esperar más que grandes catástrofes, de igual modo que un navío que saliera a alta mar con una brújula desorientada. (La frase es algo extensa, pero la traduzco textualmente.)
Como los alemanes no hacen nada a la ligera, el ilus­tre profesor y doctor quiso, antes de describir su parado­ja, tener a la vista el objeto para estudiarlo a fondo, ana­lizándolo minuciosamente como un entomólogo. Con mi­ras a tal fin compró el relojito, y así fue como éste pasó del escaparate de Augusto Cahn al salón del profesor y doctor ilustre Otto de Schwanthaler, conservador de la Pi­nacoteca, miembro de la Academia de Ciencias y Bellas Artes, en su casa de Ludvigstrasse número veinticuatro.

III. El salón de schwanthaler

Lo que llama primero la atención cuando se entra en el salón de los Schwanthaler, académico y solemne como una sala de conferen-cias, es un reloj enorme, de severo már­mol, con una Polimnia de bronce y muy complicados en­granajes. La esfera está rodeada de otras más diminutas que marcan las horas, los minutos, los segundos y los equi­noccios; en fin, cuanto pudiera imaginarse, y hasta en un cielo azul claro, en medio del pedestal, pasaban las fases de la luna. El ruido producido por esta potente maquina­ria llenaba la casa entera. Desde abajo de la escalera se oía el pesado péndulo cómo iba y venía con grave movimien­to, pareciendo cortar y medir la vida en trocitos todos idénticos. Por bajo el ritmo serio de este tictac se oía el correr de la aguja, afanándose sobre la esfera de los se­gundos con la fiebre laboriosa de una araña que conoce el valor del tiempo.
Después sonaba la hora, lenta y siniestra como el reloj de un colegio, y cada vez que la hora sonaba algo sucedía en la casa de los Schwanthaler. Ya era el doctor que se iba a la Pinacoteca, cargado de papeles; ya su esposa, que regresaba del sermón con sus tres hijas, tres señoritas, atil­dadas y larguiruchas, semejantes a perchas; o bien era la lección de cítara, de baile, de gimnasia, o el piano que se abría, o los bastidores para bordar, o los atriles de mú­sica que se colocaban en el centro del salón; y todo esto tan reglamentaria-mente, tan acompasadamente, tan me­tódicamente, que al verse a los Schwanthaler ponerse en movimiento a la primera campanada, entrar y salir por las puertas, se pensaba en el desfile de los apóstoles en el reloj de Estrasburgo, y siempre se esperaba que a la últi­ma campanada la familia Schwanthaler volvería a meterse y a desaparecer dentro del reloj.

IV. Extraña influencia del reloj de bougival sobre una familia honrada de munich

Al lado de aquel monumento se puso al lindo relojito de Bougival, y vamos a ver los efectos de su graciosa pre­sencia. Ocurrió que una noche las señoras de la casa se habían instalado en el gran salen para bordar, y el ilustre profesor y doctor leía a algunos colegas de la Academia de Ciencias las primeras páginas de su Paradoja, interrum­piéndose de vez en cuando para coger el relojito y hacer, por así decirlo, una demostración más a lo vivo. De pron­to Eva Schwanthaler, impulsada por no se sabe qué mal­dita curiosidad, preguntó a su padre, ruborizándose un poco:
-¿Por qué no haces que suene, papá?
El padre desató la llave, dio cuerda, y en el acto se oyó una campanita como de cristal, tan clara, tan aguda, que un estremeci-miento de alegría despertó en la grave asamblea. Y todos los ojos brillaron con intensidad.
-¡Qué maravilla! ¡Qué preciosidad! -decían las se­ñoritas de Schwanthaler con viveza y moviendo sus tren­zas con una ligereza desconocida en ellas.
El señor Schwanthaler, entonces, con voz de triunfo, exclamó:
-¡Fijaos qué francesa más loca! ¡Toca las ocho y marca las tres!
Todo el mundo se echó a reír, y, pese a lo avanzado de la hora, los hombres se lanzaron a fondo en teorías fi­losóficas e interminables consideraciones sobre la ligereza del pueblo francés. No pensaba nadie en marcharse y ni siquiera se oyó al reloj de Polimnia dar las terribles cam­panadas de las diez, que siempre deshacían la reunión. Y el gigantesco reloj no comprendía qué era lo que pasaba; no había visto jamás tanta alegría en casa de los Schwan­thaler, ni gente en el salón a tan altas horas. El caso fue que cuando las señoritas Schwan-thaler se marcharon a su cuarto sintieron el estómago vacío, de la velada, de tanto reír, y como apetito de comer algo, y hasta la sen­timental Minna decía, desperezándose:
-De buena gana me comería una pata de langostino.

V. «¡Alegría, hijos míos; venga alegría!»

Desde el instante que le dieron cuerda volvió el reloj de Bougival a su vida sin orden y a sus costumbres disi­padas. En principio se rieron de sus extravagancias; pero poco a poco, a fuerza de oír aquella dulce campanita que sonaba a tontas y a locas, la grave mansión de los Schwan­thaler terminó por perder el respeto al tiempo, y veía pa­sar los días en una gran indolencia. No se pensaba en otra cosa que en divertirse. ¡La vida ahora parecía muy corta, ya que se confundían las horas! Fue una revolu­ción general. Se acabó el sermón, se acabaron los estu­dios. ¡Ruido! ¡Bulla ¡Bulquería ruido y bulla! Mendels­shon y Schumann parecieron monótonos y aburridos y se los sustituyó por La gran duquesa y El Pequeño Fausto; y aquellas señoritas alborotaban, saltaban, y el ilustre profesor y doctor, como dominado, ¡él también!, por una especie de vértigo, no abría la boca que no dijera: «¡Ale­gría, hijos míos; venga alegría!»
En cuanto al reloj gigante, no hubo problema con él. Las señoritas paralizaron la péndola, con el pretexto de que les impedía dormir, y la casa se entregó por completo a las veleidades del relojito loco.
Fue entonces cuando apareció la famosa Paradoja so­bre los relojes. Para dar mayor solemnidad al aconteci­miento los Schwantha-ler ofrecieron una fiesta, no una de sus veladas académicas de antaño sin luz ni alegría, sino un baile magnífico de trajes, y la señora de la casa y sus hijas se disfrazaron de remeras de Bougival, con los bra­zos desnudos, la falda corta y el sombrerito plano con unas cintas que causaron estupefacción. Toda la ciudad tuvo de qué hablar; pero aquello no era más que el principio. Las comedias, los cuadros vivos, los banquetes, el ba­cará; en un invierno todas estas cosas desfilaron, con gran escándalo de Munich, por el salón del académico. «¡Ale­gría, hijos míos; venga alegría!», repetía el pobre hom­bre, cada vez más aturdido, y su gente, cosa curiosa, le obedecía ciegamente.
La señora Schwanthaler, que había cogido gusto a su éxito de remera, se pasaba la vida sobre el Isar, vestida de las más extra-vagantes maneras. Las señoritas, solas en casa, tomaban lecciones de francés de algunos húsares prisioneros en la ciudad, y el relojito, que tenía sus razo­nes para creerse todavía en Bougival, daba sus campana­das al buen tuntún, tocando siempre las ocho cuando mar­caba las tres. Hasta que un día este torbellino de loca alegría trans-portó a la familia. Schwanthaler a América, y los mejores ticianos de la Pinacoteca siguieron en su hui­da a su muy ilustre conservador.

VI. Conclusión

Después de la fuga de los Schwanthaler se sucedieron en Munich una ininterrumpida serie de escándalos. Día a día se vio: a una monja raptar a un barítono; al decano del instituto casarse con una bailarina; al consejero áuli­co hacer saltar la contraria; cerrarse el convento de las damas nobles por un escándalo nocturno, etc.
¡Ah, la ironía de las cosas! Parecía que aquel relojito era como una hada a quien se le había metido en el meo­llo embrujar a la Baviera entera. Por cualquier sitio que pasaba, dondequiera que se oía su vocecita cristalina y atolondrada, enloquecía, desequilibraba los cerebros.
Rodando de un sitio a otro alcanzó un día la residencia real, y desde entonces ¿qué ocurrió? Que el rey Luis, wag­neriano hasta la medula, tiene siempre abierta sobre el, piano...
-¿Los maestros cantores?
-¡No! ¡¡La foca de la barriga blanca!!
Así aprenderán para otra vez a usar nuestros relojes.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)



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