I. De bougival a munich
Era un reloj de sobremesa de la época del segundo Imperio,
un reloj de ónice, de Argelia, adornado con dibuos de Campana, que se
adquieren en el bulevar de los Italianos, con su llave dorada colgada, como una
condecoración, al extremo de una cinta de color de rosa. Total: lo más bonito,
lo más moderno, lo más elegante llegado de París. Un auténtico reloj de los
Bufos, que sonaba una campanita de aniñado y claro. timbre, pero sin un ápice
de juicio, llena de caprichos y de antojos, tocando las horas endiabladamente
mal, comiéndose las medias, sin haber sabido jamás dar más que la hora de la Bolsa al señor y la hora del
Pastor a la señora.
Cuando estalló la guerra estaba de veraneo en Bougival,
hecho expresamente para aquellos palacios de verano tan frágiles, para
aquellas deliciosas jaulas de moscas de papel recortado y aquellos muebles de
una sola estación, blondas y muselinas flotando sobre los transparen tes de
seda clara. Este reloj fue uno de los primeros que se llevaron los bávaros a su
llegada. Y no hay duda de que los hombres de allende el Rin son habilísimos
embaladores, porque este juguete de reloj, no más grueso que un huevo de
tórtola, pudo hacer, entre cañones Krupp y furgones de metralla, el viaje de
Bougival a Munich, llegar sin una rozadura y ser expuesto desde el día
siguiente, en la plaza del Odeón, en el escaparate de Augusto Cahn, el
comerciante de curiosidades, como una señorita lozana y coqueta, con sus dos agujas
negras muy finas y arqueadas como pestañas y su llave de aspa en el extremo de
una cinta nueva.
II. El ilustre profesor doctor otto de schwanthaler
Desde luego fue un acontecimiento en Munich. Los del país
no habían visto el reloj de Bougival, y todos iban a admirarlo con idéntica
curiosidad que a las conchas japonesas del museo de Siebold. Ante la tienda de
Augusto Cahn tres filas de grandes pipas humeaban de la mañana a la noche, y el
honrado ciudadano de Munich se preguntaba, con pasmados ojos y muchos «Mein
Gott» de estupefacción, para qué podía servir aquella extraña y diminuta
máquina. Los periódicos ilustrados publicaron reproducciones; en todas las
vitrinas de las casas se veía su fotografía, y en su honor el profesor doctor
Otto de Schwanthaler escribió su famosa Paradoja
sobre los relojes, estudio filosoficohumorístico, volumen de seis-cientas
páginas, en que se trata de la influencia de los relojes sobre la vida de los
pueblos y se pone de manifiesto, con lógica rigurosa, que una nación tan loca
como para regular el empleo del tiempo por cronómetros tan desequilibrados
como este lindo relojito de Bougival no podía esperar más que grandes
catástrofes, de igual modo que un navío que saliera a alta mar con una brújula
desorientada. (La frase es algo extensa, pero la traduzco textualmente.)
Como los alemanes no hacen nada a la ligera, el ilustre
profesor y doctor quiso, antes de describir su paradoja, tener a la vista el
objeto para estudiarlo a fondo, analizándolo minuciosamente como un entomólogo.
Con miras a tal fin compró el relojito, y así fue como éste pasó del
escaparate de Augusto Cahn al salón del profesor y doctor ilustre Otto de
Schwanthaler, conservador de la Pi nacoteca,
miembro de la Academia
de Ciencias y Bellas Artes, en su casa de Ludvigstrasse número veinticuatro.
III. El salón de schwanthaler
Lo que llama primero la atención cuando se entra en el
salón de los Schwanthaler, académico y solemne como una sala de conferen-cias,
es un reloj enorme, de severo mármol, con una Polimnia de bronce y muy
complicados engranajes. La esfera está rodeada de otras más diminutas que
marcan las horas, los minutos, los segundos y los equinoccios; en fin, cuanto
pudiera imaginarse, y hasta en un cielo azul claro, en medio del pedestal,
pasaban las fases de la luna. El ruido producido por esta potente maquinaria
llenaba la casa entera. Desde abajo de la escalera se oía el pesado péndulo
cómo iba y venía con grave movimiento, pareciendo cortar y medir la vida en
trocitos todos idénticos. Por bajo el ritmo serio de este tictac se oía el
correr de la aguja, afanándose sobre la esfera de los segundos con la fiebre
laboriosa de una araña que conoce el valor del tiempo.
Después sonaba la hora, lenta y siniestra como el
reloj de un colegio, y cada vez que la hora sonaba algo sucedía en la casa de
los Schwanthaler. Ya era el doctor que se iba a la Pinacoteca , cargado de
papeles; ya su esposa, que regresaba del sermón con sus tres hijas, tres
señoritas, atildadas y larguiruchas, semejantes a perchas; o bien era la
lección de cítara, de baile, de gimnasia, o el piano que se abría, o los
bastidores para bordar, o los atriles de música que se colocaban en el centro
del salón; y todo esto tan reglamentaria-mente, tan acompasadamente, tan metódicamente,
que al verse a los Schwanthaler ponerse en movimiento a la primera campanada,
entrar y salir por las puertas, se pensaba en el desfile de los apóstoles en el
reloj de Estrasburgo, y siempre se esperaba que a la última campanada la
familia Schwanthaler volvería a meterse y a desaparecer dentro del reloj.
IV. Extraña influencia del reloj de bougival sobre una familia honrada
de munich
Al lado de aquel monumento se puso al lindo relojito
de Bougival, y vamos a ver los efectos de su graciosa presencia. Ocurrió que
una noche las señoras de la casa se habían instalado en el gran salen para
bordar, y el ilustre profesor y doctor leía a algunos colegas de la Academia de Ciencias las
primeras páginas de su Paradoja,
interrumpiéndose de vez en cuando para coger el relojito y hacer, por así
decirlo, una demostración más a lo vivo. De pronto Eva Schwanthaler,
impulsada por no se sabe qué maldita curiosidad, preguntó a su padre,
ruborizándose un poco:
-¿Por qué no haces que suene, papá?
El padre desató la llave, dio cuerda, y en el acto se
oyó una campanita como de cristal, tan clara, tan aguda, que un estremeci-miento
de alegría despertó en la grave asamblea. Y todos los ojos brillaron con
intensidad.
-¡Qué maravilla! ¡Qué preciosidad! -decían las señoritas
de Schwanthaler con viveza y moviendo sus trenzas con una ligereza desconocida
en ellas.
El señor Schwanthaler, entonces, con voz de triunfo,
exclamó:
-¡Fijaos qué francesa más loca! ¡Toca las ocho y marca
las tres!
Todo el mundo se echó a reír, y, pese a lo avanzado de
la hora, los hombres se lanzaron a fondo en teorías filosóficas e
interminables consideraciones sobre la ligereza del pueblo francés. No pensaba
nadie en marcharse y ni siquiera se oyó al reloj de Polimnia dar las terribles
campanadas de las diez, que siempre deshacían la reunión. Y el gigantesco
reloj no comprendía qué era lo que pasaba; no había visto jamás tanta alegría
en casa de los Schwanthaler, ni gente en el salón a tan altas horas. El caso
fue que cuando las señoritas Schwan-thaler se marcharon a su cuarto sintieron
el estómago vacío, de la velada, de tanto reír, y como apetito de comer algo, y
hasta la sentimental Minna decía, desperezándose:
-De buena gana me comería una pata de langostino.
V. «¡Alegría, hijos míos; venga alegría!»
Desde el instante que le dieron cuerda volvió el reloj
de Bougival a su vida sin orden y a sus costumbres disipadas. En principio se
rieron de sus extravagancias; pero poco a poco, a fuerza de oír aquella dulce
campanita que sonaba a tontas y a locas, la grave mansión de los Schwanthaler
terminó por perder el respeto al tiempo, y veía pasar los días en una gran
indolencia. No se pensaba en otra cosa que en divertirse. ¡La vida ahora
parecía muy corta, ya que se confundían las horas! Fue una revolución general.
Se acabó el sermón, se acabaron los estudios. ¡Ruido! ¡Bulla ¡Bulquería ruido
y bulla! Mendelsshon y Schumann parecieron monótonos y aburridos y se los
sustituyó por La gran duquesa y El Pequeño Fausto; y aquellas señoritas
alborotaban, saltaban, y el ilustre profesor y doctor, como dominado, ¡él
también!, por una especie de vértigo, no abría la boca que no dijera: «¡Alegría,
hijos míos; venga alegría!»
En cuanto al reloj gigante, no hubo problema con él.
Las señoritas paralizaron la péndola, con el pretexto de que les impedía
dormir, y la casa se entregó por completo a las veleidades del relojito loco.
Fue entonces cuando apareció la famosa Paradoja sobre los relojes. Para dar mayor solemnidad al acontecimiento
los Schwantha-ler ofrecieron una fiesta, no una de sus veladas académicas de
antaño sin luz ni alegría, sino un baile magnífico de trajes, y la señora de la
casa y sus hijas se disfrazaron de remeras de Bougival, con los brazos
desnudos, la falda corta y el sombrerito plano con unas cintas que causaron
estupefacción. Toda la ciudad tuvo de qué hablar; pero aquello no era más que
el principio. Las comedias, los cuadros vivos, los banquetes, el bacará; en un
invierno todas estas cosas desfilaron, con gran escándalo de Munich, por el
salón del académico. «¡Alegría, hijos míos; venga alegría!», repetía el pobre
hombre, cada vez más aturdido, y su gente, cosa curiosa, le obedecía
ciegamente.
La señora Schwanthaler, que había cogido gusto a su éxito
de remera, se pasaba la vida sobre el Isar, vestida de las más extra-vagantes
maneras. Las señoritas, solas en casa, tomaban lecciones de francés de algunos
húsares prisioneros en la ciudad, y el relojito, que tenía sus razones para
creerse todavía en Bougival, daba sus campanadas al buen tuntún, tocando
siempre las ocho cuando marcaba las tres. Hasta que un día este torbellino de
loca alegría trans-portó a la familia. Schwanthaler a América, y los mejores
ticianos de la Pinacoteca
siguieron en su huida a su muy ilustre conservador.
VI. Conclusión
Después de la fuga de los Schwanthaler se sucedieron
en Munich una ininterrumpida serie de escándalos. Día a día se vio: a una monja
raptar a un barítono; al decano del instituto casarse con una bailarina; al
consejero áulico hacer saltar la contraria; cerrarse el convento de las damas
nobles por un escándalo nocturno, etc.
¡Ah, la ironía de las cosas! Parecía que aquel
relojito era como una hada a quien se le había metido en el meollo embrujar a la Baviera entera. Por
cualquier sitio que pasaba, dondequiera que se oía su vocecita cristalina y
atolondrada, enloquecía, desequilibraba los cerebros.
Rodando de un sitio a otro alcanzó un día la
residencia real, y desde entonces ¿qué ocurrió? Que el rey Luis, wagneriano
hasta la medula, tiene siempre abierta sobre el, piano...
-¿Los
maestros cantores?
-¡No! ¡¡La foca
de la barriga blanca!!
Así aprenderán para otra vez a usar nuestros relojes.
Cuento del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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