Tarde de un día de batalla. La naturaleza aún está
turbada por el choque de dos ejércitos. El hálito inflamado de los cañones
aletea todavía por el campo en espesas nubes rojizas. El aire está lleno de
remolinos, como un mar encrespado después de la tempestad. Tiemblan en el
ambiente las terribles conmociones de la jornada. Y la tierra, cubierta de
nieve, turbada en su reposo invernal, se abre, se agrieta bajo el peso de las
ruedas, el cocear desesperado, el desplome de hombres y caballos.
¡Panorama siniestro! La batalla ha sembrado de cadáveres
los surcos nevados. Los capotes grises tienen pliegues de agonía. Brazos en
alto, zanjas colmadas, piernas rígidas y pies tiesos, empujando la tierra con
los talones.
Un joven soldado está tendido en la nieve, pálido el
rostro bajo un cielo plomizo. Sus manos están negras de polvo y la guerrera
agujereada por las balas. Estaba en lo más recio del combate, entre dos fuegos,
y sus compañeros le creyeron muerto al verle caer. Sin embargo aún está con
vida y grita con todas sus fuerzas; mas sólo le contestan gemidos y estertores.
Al fin, entumecido de frío y de dolor, cansado del silbar
de la metralla, del relampagueo de los cañones, del sangriento combate, se
siente invadido por el descanso tranquilo y pesado de la tierra sobre la que
está tendido, y dispuesto a entregarse al sueño o a la muerte.
Pero en el horizonte inmenso que aparece ante sus ojos
entor-nados surgen tres puntitos negros por el norte y van agrandándose en el
cielo a medida que se acercan. Hay unas alas, unas alas sombrías que aceleran
su constante batir.
Pronto se detienen sobre su cabeza. Los tres cuervos
permanecen inmóviles, suspendidos en el claro cielo, con ese despliegue y tran-quilidad
de las aves de presa cuya mirada siempre acecha.
En la atmósfera aún vibrante y confusa de la batalla,
el batir casi imperceptible de esas enormes alas hace pensar en tres banderas
de combate cuya divisa sea un cuervo negro de alas extendidas.
-¿Vendrán por mí? -se pregunta el herido, aterrado.
Su cuerpo extenuado tiembla al ver que los tres cuervos
descienden y se posan en un otero, a escasos pasos de él.
Son unas aves hermosas, gordas, lustrosas, bien alimentadas.
No les falta ni una pluma de sus alas. Sin embargo viven en medio de la
batalla. Hasta podría decirse que viven sólo para ella; pero asisten al combate
desde lejos, desde lo alto, fuera del alcance de las balas, y solamente
descienden cuando los regimientos han quedado destruidos y muertos y heridos
se confunden en siniestra igualdad.
En verdad que estas aves parecen ser cuervos de reconocida
importancia. Se saludan con el pico, alardean vanidosos hundiendo sus garras
afiladas en la nieve enrojecida. Terminados los cumplidos, comienzan a graznar
bajito, bajito, sin apartar la vista del herido.
-Compadres -dice uno de los pajarracos negros, os he
hecho venir por ese soldadito de Francia que está tendido ante nosotros. Se
trata de un valiente soldadito, animado de singular valor, pero sin prudencia
ni reflexión. Mirad su guerrera agujereada y contad las balas que han sido
precisas para derribarle en tierra.
»Compadres -prosigue, se trata de una linda presa, y,
si queréis, nos la partiremos; pero debemos esperar un poco antes de ir por él.
Aunque sus armas hayan quedado aniquiladas, y permanezca con las manos inertes
y rostro cadavérico, todavía sería de temer si se reanimase.
Así habla el mayor. Al escucharle, los otros dos se
mantienen alejados. Sus picos ganchudos y terribles se destacan amenazadores.
-¡Hurra! ¡Nos lo partiremos! -exclama el pajarraco.
¿Oyes lo que dicen, soldadito? ¿Acaso tu corazón cesó
ya de latir?
Habla, pues, habla. Y grítales muy alto que, a pesar
de la sangre perdida, aún te queda en las venas.
Parece estar muerto, y cuando los tres pajarracos de
torva mirada y pico voraz, tras haber dado fin a su conferencia, se acercan al
herido, moviendo las alas, su cuerpo ni siquiera se estremece.
¡Pobre soldadito de Francia! Esos cuervos van a despedazarte
por completo y a cebarse en tus despojos. Te arrancarán hasta los botones de tu
guerrera, porque esas aves de presa recogen cuanto brilla, aunque esté manchado
de sangre.
Suavemente los cuervos van acercándose, y el más descarado
se aventura a picarle en el dedo. Esta vez el soldadito abre los ojos y se
sobresalta.
-No está muerto. No está muerto -susurran los pajarracos,
teme-rosos.
Y dando saltitos ganan de nuevo el otero.
¡Oh, no! El soldadito de Francia no ha muerto. Yergue
la cabeza, y en su mirada iracunda brilla la indignación y la vida. Sus ojos
se animan, las aletas de su nariz se hinchan. Parece que el aire es menos
pesado y que se respira mejor.
Un rayo de sol invernal, rosado y pálido, se arrastra
por la tierra destrozada. Y mientras el soldado admira el triste ocaso, que
para él tiene destellos de aurora, he aquí que bajo su mano extendida la nieve
al fundirse a su contacto cálido acaba de dejar al descubierto una brizna verde,
la puntita de un tallo de trigo sin granar.
¡Oh, milagro de la vida! El herido se siente renacer.
Apoyado con ambas manos en el suelo patrio, intenta enderezarse. Desde lejos
los tres cuervos acechan, prontos a remontar el vuelo; y cuando le ven de pie,
buscando con mirada ansiosa las armas perdidas, huyen juntos hacia el norte con
rápido batir de alas y se pierden en la noche.
Por un instante se oye en el cielo un vuelo presuroso
y alborotado, que denota cólera y miedo, cual bandidos que han fallado un buen
golpe y que se baten en retirada.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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