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domingo, 4 de agosto de 2013

Los tres cuervos

Tarde de un día de batalla. La naturaleza aún está turbada por el choque de dos ejércitos. El hálito inflama­do de los cañones aletea todavía por el campo en espesas nubes rojizas. El aire está lleno de remolinos, como un mar encrespado después de la tempestad. Tiemblan en el ambiente las terribles conmociones de la jornada. Y la tie­rra, cubierta de nieve, turbada en su reposo invernal, se abre, se agrieta bajo el peso de las ruedas, el cocear deses­perado, el desplome de hombres y caballos.
¡Panorama siniestro! La batalla ha sembrado de ca­dáveres los surcos nevados. Los capotes grises tienen plie­gues de agonía. Brazos en alto, zanjas colmadas, piernas rígidas y pies tiesos, empujando la tierra con los talones.
Un joven soldado está tendido en la nieve, pálido el rostro bajo un cielo plomizo. Sus manos están negras de polvo y la guerrera agujereada por las balas. Estaba en lo más recio del combate, entre dos fuegos, y sus compa­ñeros le creyeron muerto al verle caer. Sin embargo aún está con vida y grita con todas sus fuerzas; mas sólo le contestan gemidos y estertores.
Al fin, entumecido de frío y de dolor, cansado del sil­bar de la metralla, del relampagueo de los cañones, del sangriento combate, se siente invadido por el descanso tranquilo y pesado de la tierra sobre la que está tendido, y dispuesto a entregarse al sueño o a la muerte.
Pero en el horizonte inmenso que aparece ante sus ojos entor-nados surgen tres puntitos negros por el norte y van agrandándose en el cielo a medida que se acercan. Hay unas alas, unas alas sombrías que aceleran su cons­tante batir.
Pronto se detienen sobre su cabeza. Los tres cuervos permanecen inmóviles, suspendidos en el claro cielo, con ese despliegue y tran-quilidad de las aves de presa cuya mirada siempre acecha.
En la atmósfera aún vibrante y confusa de la batalla, el batir casi imperceptible de esas enormes alas hace pen­sar en tres banderas de combate cuya divisa sea un cuervo negro de alas extendidas.
-¿Vendrán por mí? -se pregunta el herido, ate­rrado.
Su cuerpo extenuado tiembla al ver que los tres cuer­vos descienden y se posan en un otero, a escasos pasos de él.
Son unas aves hermosas, gordas, lustrosas, bien ali­mentadas. No les falta ni una pluma de sus alas. Sin em­bargo viven en medio de la batalla. Hasta podría decirse que viven sólo para ella; pero asisten al combate desde lejos, desde lo alto, fuera del alcance de las balas, y sola­mente descienden cuando los regimientos han quedado des­truidos y muertos y heridos se confunden en siniestra igualdad.
En verdad que estas aves parecen ser cuervos de re­conocida importancia. Se saludan con el pico, alardean vanidosos hundiendo sus garras afiladas en la nieve enro­jecida. Terminados los cumplidos, comienzan a graznar bajito, bajito, sin apartar la vista del herido.
-Compadres -dice uno de los pajarracos negros, os he hecho venir por ese soldadito de Francia que está tendido ante nosotros. Se trata de un valiente soldadito, animado de singular valor, pero sin prudencia ni reflexión. Mirad su guerrera agujereada y contad las balas que han sido precisas para derribarle en tierra.
»Compadres -prosigue, se trata de una linda pre­sa, y, si queréis, nos la partiremos; pero debemos esperar un poco antes de ir por él. Aunque sus armas hayan que­dado aniquiladas, y permanezca con las manos inertes y rostro cadavérico, todavía sería de temer si se reani­mase.
Así habla el mayor. Al escucharle, los otros dos se mantienen alejados. Sus picos ganchudos y terribles se destacan amenazadores.
-¡Hurra! ¡Nos lo partiremos! -exclama el paja­rraco.
¿Oyes lo que dicen, soldadito? ¿Acaso tu corazón cesó ya de latir?
Habla, pues, habla. Y grítales muy alto que, a pesar de la sangre perdida, aún te queda en las venas.
Parece estar muerto, y cuando los tres pajarracos de torva mirada y pico voraz, tras haber dado fin a su confe­rencia, se acercan al herido, moviendo las alas, su cuerpo ni siquiera se estremece.
¡Pobre soldadito de Francia! Esos cuervos van a des­pedazarte por completo y a cebarse en tus despojos. Te arrancarán hasta los botones de tu guerrera, porque esas aves de presa recogen cuanto brilla, aunque esté mancha­do de sangre.
Suavemente los cuervos van acercándose, y el más des­carado se aventura a picarle en el dedo. Esta vez el sol­dadito abre los ojos y se sobresalta.
-No está muerto. No está muerto -susurran los pa­jarracos, teme-rosos.
Y dando saltitos ganan de nuevo el otero.
¡Oh, no! El soldadito de Francia no ha muerto. Yer­gue la cabeza, y en su mirada iracunda brilla la indigna­ción y la vida. Sus ojos se animan, las aletas de su nariz se hinchan. Parece que el aire es menos pesado y que se respira mejor.
Un rayo de sol invernal, rosado y pálido, se arrastra por la tierra destrozada. Y mientras el soldado admira el triste ocaso, que para él tiene destellos de aurora, he aquí que bajo su mano extendida la nieve al fundirse a su con­tacto cálido acaba de dejar al descubierto una brizna ver­de, la puntita de un tallo de trigo sin granar.
¡Oh, milagro de la vida! El herido se siente renacer. Apoyado con ambas manos en el suelo patrio, intenta en­derezarse. Desde lejos los tres cuervos acechan, prontos a remontar el vuelo; y cuando le ven de pie, buscando con mirada ansiosa las armas perdidas, huyen juntos hacia el norte con rápido batir de alas y se pierden en la noche.
Por un instante se oye en el cielo un vuelo presuroso y alborotado, que denota cólera y miedo, cual bandidos que han fallado un buen golpe y que se baten en retirada.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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