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domingo, 4 de agosto de 2013

La partida de billar

Los soldados están agotados. Desde hace dos días lu­chan sin descanso, y han pasado la última noche cargados con las mochilas, bajo una lluvia torrencial. Sin embargo, desde hace tres largas horas se les tiene aquí, pudriéndose sobre las armas, en los aguazales de la carretera, en el lodo de los campos inundados.
Están abatidos por la fatiga, por la noche en vela y por el peso de los capotes empapados, y se aprietan unos con­tra otros para sostenerse y darse calor mutuamente. Al­gunos duermen de pie, recos-tados en la mochila del más próximo, y es en estos rostros distendidos, sumidos en el sueño, donde mejor se nota el desfallecimiento y las priva­ciones. La lluvia..., el barro..., sin dónde calentarse..., sin qué comer..., el cielo negro y gravitante..., el enemigo que se presiente muy cerca... ¡Qué lúgubre es todo eso!
¿Qué hacen inmóviles tantos hombres? ¿Qué sucede?
Los cañones, con sus abiertas fauces dirigidas al bos­que, parecen acechar algo. Las ametralladoras, embosca­das, miran al horizonte fijamente. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué se espera?
Lo que se espera son órdenes. Y el cuartel general no las envía.
Y no está muy lejos el cuartel general. Está ahí : en ese castillo de estilo Luis XIII, cuyos ladrillos rojos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos; auténtica morada principesca, digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Pasados una zanja y una ram­pa de piedra que las separan del camino, las praderas su­ben hasta la escalinata, verdes y compactas, festoneadas de jarrones floridos. Del otro lado, del interior de la casa, las avenidas abren en la espesura luminosos orificios; el estanque, donde nadan unos cisnes, se extiende como un espejo; y bajo el techo, en forma de pagoda, de una in­mensa pajarera los dorados faisanes, los pavos reales, lan­zando gritos agudos entre el follaje, baten las alas y des­pliegan la pomposa rueda de sus colas. Los dueños del palacio han huido, pero por ningún lado se ve el abando­no, el trágico ¡sálvese quien pueda! de la guerra. El pa­bellón del jefe del ejército ha preservado hasta las más di­minutas florecillas que crecen en el césped. Es cierto. Se siente una tierna emoción de encontrar tan cerca del cam­po de batalla esa calma enorme que trasciende del orden de las cosas, de la alineación correcta de los macizos, de la silenciosa profundidad de las avenidas.
Incluso la lluvia, que en la carretera amasa montones de pegajoso barro y ahonda las rodadas de los carros, aquí no es más que un elegante chaparrón, muy aristocrá­tico, que aviva el rojo de los ladrillos, y el verde del césped, dando lustre a las hojas de los naranjos y a las blandas plumas de los majestuosos cisnes. Todo brilla, todo es agradable. Sin la bandera que ondea en lo más alto del tejado, sin los soldados de guardia ante la verja, nadie se creería en un cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras; algunos asistentes y ordenanzas, en traje de trabajo, merodean por las cocinas, mientras que algún jardinero, de rojo pantalón, pasa el restrillo parsimo-niosamente por la arena de los paseos.
A través de las ventanas que dan a la escalinata puede verse el comedor. La mesa está a medio quitar: botellas descorchadas, copas vacías, sucias, sobre el mantel soba­do. Total: los restos de un banquete cuando se han ido los invitados.
De la habitación cercana llegan ruidos de voces, de ri­sas, de bolas que ruedan, de copas que chocan. El maris­cal está jugando su partida. He aquí por qué el ejército espera órdenes. Porque cuando el mariscal ha empezado su partida, ¡ya puede hundirse el mundo!, porque no ha­brá nada que le impida que la termine.
¡El billar!
¡Ésta es la debilidad del gran guerrero! Y aquí está, tan serio como en una batalla, con su uniforme de gala cu­bierto el pecho de condecoraciones, la mirada brillante, los pómulos encendidos, animado por la excelente comida, el juego y los licores. Sus ayudantes le rodean solícitos y respetuosos, y a cadaa jugada suya se quedan con la boca abierta, pasmados. Cuando el mariscal hace un tanto, todos se precipitan al marcador; cuando el mariscal tiene sed, todos quieren prepararle el ponche. Se oye el roce de charre-teras y penachos, el chichás de cruces y cordones que se entrechocan. Viendo sus graciosas sonrisas, sus finas reverencias de cortesanos, tantos bordados, tantos uniformes resplandecientes, en esta lujosa y severa sala, armonizada en el color del roble, abierta sobre parques, sobre amplias explanadas, vienen a la memoria los otoños de Compiègne, y el espíritu se reconforta y olvida la vi­sión de aquellos capotes inmundos que se pudren a lo largo de los caminos bajo la sempiterna lluvia.
El contrincante del mariscal es un capitancito de esta­do mayor, un petimetre lleno de rizos y con guantes blan­cos. Su fuerza en el juego es tal que es muy capaz de arro­llar a todos los mariscales de la tierra, si bien sabe conser­varse a una distancia respetuosa del jefe y pone buen cui­dado y esmero en no ganar, aunque tampoco se deja ven­cer con demasiada facilidad. Es lo que pudiéramos llamar un oficial de magnífico porvenir...
Pero, ¡atención, joven!, ¡hay que saber guardar ese ten con ten!, porque el mariscal tiene quince tantos y usted sólo diez... El quid está en llevar el juego del mismo modo hasta el final, y así habrá conseguido más en favor de un ascenso que si se encontrase entre los demás, fuera, expues­to a los torrentes de agua que anegan el cielo, ensuciándo­se el bonito uniforme, empañándose el oro de los cordo­nes..., a la espera de esas órdenes que nunca acaban de llegar.
Verdaderamente es una partida interesante: las bolas corren, chocan, entrecruzan sus colores; las bandas de­vuelven exactamente los efectos; el tapete se recalienta... De pronto la llama de un cañonazo cruza el horizonte... Un ruido sordo hace temblar los cristales. Todo el mundo se estremece y se mira con inquietud. El único que no ha visto nada, que no ha oído nada, es el mariscal. Está in­clinado sobre la mesa... Está combinando un magnífico retroceso... ¡Los retrocesos son su especialidad!
Un nuevo resplandor ilumina el cielo, e inmediatamen­te después un tercero... Los cañonazos se suceden, se apre­suran uno tras otro. Los edecanes se acercan corriendo a las ventanas. ¿Será que están atacando los prusianos?
-¡Pues que ataquen! -exclama el general, dando tiza a la suela. Capitán, usted juega...
Todo el estado mayor vibra de admiración. Turena, dormido sobre una cureña, es un quídam al lado del ma­riscal, tan sereno delante de la mesa de billar en el mo­mento de la acción.
Mientras, los zambombazos van en aumento. A las sa­cudidas del cañón se mezcla el rasgar de las ametrallado­ras y el redoble de las descargas de los pelotones. Una humareda rojiza, negra en los bordes, sube hasta lo úl­timo de las praderas. Todo el fondo del parque está en­cendido. Los pavos, los faisanes, asustados, lanzan alari­dos en la pajarera; los caballos árabes se encabritan en las cuadras al oler la pólvora. El cuartel general comien­za a inquietarse.
Partes y más partes; los correos llegan a uña de ca­ballo preguntando por el mariscal.
Pero el mariscal es inabordable.
Ya os decía yo que no dejaría su partida por nada ni por nadie.
-Capitán, le toca a usted jugar...
Pero el capitán está distraído algunas veces. ¡Inexpe­riencias de la juventud! Es de ver cómo pierde la cabe­za y olvida su táctica, y hace, carambola tras carambola, dos series que casi le dan la victoria. El mariscal se ha puesto furioso; en su rostro se reflejan la indignación y la sorpresa. Precisamente en aquel momento llega un ca­ballo a galope tendido y cae reventado frente a aquella morada.
Un ayudante, cubierto de barro, fuerza la consigna y sube de un salto la escalinata.
-¡Mariscal! ¡Mariscal! ¡Mariscal!
¡Hay que ver el recibimiento que se le dispensa! El mariscal, resoplando de cólera, rojo como un pimiento morrón, se asoma a la ventana con el taco en la mano.
-¿Qué ocurre? ¿Qué es ese escándalo? ¿Dónde están los centinelas ?
Alguien balbuce:
-Mariscal...
-¡Basta!¡No faltaba más! ¡Que se esperen mis ór­denes! ¡Canastos!
Y la ventana se cierra violentamente. ¡Que se esperen sus órdenes!
Verdaderamente eso es lo que hacen aquellos infeli­ces. El viento les arroja la lluvia y la metralla en pleno rostro; batallones enteros sucumben aplastados, mientras otros permanecen brazo sobre brazo, sin adivinar la causa de su pasividad.
Y no pueden hacer nada: ¡esperan órdenes!
Pero como para morir no hay necesidad de órdenes, los hombres caen a cientos detrás de los zarzales, en las trincheras, enfrente del enorme y silencioso castillo... E incluso ya caídos, sigue la metralla destrozándolos, y por sus abiertas heridas mana silenciosamente la gene­rosa sangre de Francia.
La sala de billar arde como un horno. El mariscal ha vuelto a recobrar su ventaja, pero el capitancito se defien­de como una fiera.
¡Diecisiete! ¡Dieciocho! ¡Diecinueve!
No queda casi tiempo para apuntar los tantos. El fra­gor de la batalla se acerca. Al mariscal sólo le falta una carambola. Algunas granadas caen en el parque. Una es­talla precisamente sobre el estanque; el espejo se quie­bra; un cisne, despavorido, nada en un remolino de plu­mas ensangrentadas.
Es el último disparo...
Se sucede un gran silencio. Tan sólo se oye la lluvia que cae sobre la fronda y un ruido confuso por las ver­tientes de la colina y por los caminos inundados, algo así como el rumor sordo de un rebaño que se apresura.
El ejército ha sido derrotado.
Pero el mariscal ha ganado su partida de billar.

El cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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