Los soldados están agotados. Desde hace dos días luchan
sin descanso, y han pasado la última noche cargados con las mochilas, bajo una
lluvia torrencial. Sin embargo, desde hace tres largas horas se les tiene aquí,
pudriéndose sobre las armas, en los aguazales de la carretera, en el lodo de
los campos inundados.
Están abatidos por la fatiga, por la noche en vela y
por el peso de los capotes empapados, y se aprietan unos contra otros para
sostenerse y darse calor mutuamente. Algunos duermen de pie, recos-tados en
la mochila del más próximo, y es en estos rostros distendidos, sumidos en el
sueño, donde mejor se nota el desfallecimiento y las privaciones. La
lluvia..., el barro..., sin dónde calentarse..., sin qué comer..., el cielo
negro y gravitante..., el enemigo que se presiente muy cerca... ¡Qué lúgubre es
todo eso!
¿Qué hacen inmóviles tantos hombres? ¿Qué sucede?
Los cañones, con sus abiertas fauces dirigidas al bosque,
parecen acechar algo. Las ametralladoras, emboscadas, miran al horizonte
fijamente. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué se espera?
Lo que se espera son órdenes. Y el cuartel general no
las envía.
Y no está muy lejos el cuartel general. Está ahí : en
ese castillo de estilo Luis XIII, cuyos ladrillos rojos, lavados por la lluvia,
brillan en la ladera entre los macizos; auténtica morada principesca, digna de
ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Pasados una zanja y una rampa de
piedra que las separan del camino, las praderas suben hasta la escalinata,
verdes y compactas, festoneadas de jarrones floridos. Del otro lado, del
interior de la casa, las avenidas abren en la espesura luminosos orificios; el
estanque, donde nadan unos cisnes, se extiende como un espejo; y bajo el techo,
en forma de pagoda, de una inmensa pajarera los dorados faisanes, los pavos
reales, lanzando gritos agudos entre el follaje, baten las alas y despliegan
la pomposa rueda de sus colas. Los dueños del palacio han huido, pero por
ningún lado se ve el abandono, el trágico ¡sálvese quien pueda! de la guerra.
El pabellón del jefe del ejército ha preservado hasta las más diminutas
florecillas que crecen en el césped. Es cierto. Se siente una tierna emoción de
encontrar tan cerca del campo de batalla esa calma enorme que trasciende del
orden de las cosas, de la alineación correcta de los macizos, de la silenciosa
profundidad de las avenidas.
Incluso la lluvia, que en la carretera amasa montones
de pegajoso barro y ahonda las rodadas de los carros, aquí no es más que un
elegante chaparrón, muy aristocrático, que aviva el rojo de los ladrillos, y el
verde del césped, dando lustre a las hojas de los naranjos y a las blandas plumas
de los majestuosos cisnes. Todo brilla, todo es agradable. Sin la bandera que
ondea en lo más alto del tejado, sin los soldados de guardia ante la verja,
nadie se creería en un cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras;
algunos asistentes y ordenanzas, en traje de trabajo, merodean por las cocinas,
mientras que algún jardinero, de rojo pantalón, pasa el restrillo
parsimo-niosamente por la arena de los paseos.
A través de las ventanas que dan a la escalinata puede
verse el comedor. La mesa está a medio quitar: botellas descorchadas, copas
vacías, sucias, sobre el mantel sobado. Total: los restos de un banquete
cuando se han ido los invitados.
De la habitación cercana llegan ruidos de voces, de risas,
de bolas que ruedan, de copas que chocan. El mariscal está jugando su partida.
He aquí por qué el ejército espera órdenes. Porque cuando el mariscal ha
empezado su partida, ¡ya puede hundirse el mundo!, porque no habrá nada que le
impida que la termine.
¡El billar!
¡Ésta es la debilidad del gran guerrero! Y aquí está,
tan serio como en una batalla, con su uniforme de gala cubierto el pecho de condecoraciones,
la mirada brillante, los pómulos encendidos, animado por la excelente comida,
el juego y los licores. Sus ayudantes le rodean solícitos y respetuosos, y a
cadaa jugada suya se quedan con la boca abierta, pasmados. Cuando el mariscal
hace un tanto, todos se precipitan al marcador; cuando el mariscal tiene sed,
todos quieren prepararle el ponche. Se oye el roce de charre-teras y penachos,
el chichás de cruces y cordones que se entrechocan. Viendo sus graciosas
sonrisas, sus finas reverencias de cortesanos, tantos bordados, tantos
uniformes resplandecientes, en esta lujosa y severa sala, armonizada en el
color del roble, abierta sobre parques, sobre amplias explanadas, vienen a la
memoria los otoños de Compiègne, y el espíritu se reconforta y olvida la visión
de aquellos capotes inmundos que se pudren a lo largo de los caminos bajo la
sempiterna lluvia.
El contrincante del mariscal es un capitancito de estado
mayor, un petimetre lleno de rizos y con guantes blancos. Su fuerza en el
juego es tal que es muy capaz de arrollar a todos los mariscales de la tierra,
si bien sabe conservarse a una distancia respetuosa del jefe y pone buen cuidado
y esmero en no ganar, aunque tampoco se deja vencer con demasiada facilidad.
Es lo que pudiéramos llamar un oficial de magnífico porvenir...
Pero, ¡atención, joven!, ¡hay que saber guardar ese
ten con ten!, porque el mariscal tiene quince tantos y usted sólo diez... El
quid está en llevar el juego del mismo modo hasta el final, y así habrá
conseguido más en favor de un ascenso que si se encontrase entre los demás,
fuera, expuesto a los torrentes de agua que anegan el cielo, ensuciándose el
bonito uniforme, empañándose el oro de los cordones..., a la espera de esas
órdenes que nunca acaban de llegar.
Verdaderamente es una partida interesante: las bolas
corren, chocan, entrecruzan sus colores; las bandas devuelven exactamente los
efectos; el tapete se recalienta... De pronto la llama de un cañonazo cruza el
horizonte... Un ruido sordo hace temblar los cristales. Todo el mundo se
estremece y se mira con inquietud. El único que no ha visto nada, que no ha
oído nada, es el mariscal. Está inclinado sobre la mesa... Está combinando un
magnífico retroceso... ¡Los retrocesos son su especialidad!
Un nuevo resplandor ilumina el cielo, e inmediatamente
después un tercero... Los cañonazos se suceden, se apresuran uno tras otro.
Los edecanes se acercan corriendo a las ventanas. ¿Será que están atacando los
prusianos?
-¡Pues que ataquen! -exclama el general, dando tiza a
la suela. Capitán, usted juega...
Todo el estado mayor vibra de admiración. Turena,
dormido sobre una cureña, es un quídam al lado del mariscal, tan sereno
delante de la mesa de billar en el momento de la acción.
Mientras, los zambombazos van en aumento. A las sacudidas
del cañón se mezcla el rasgar de las ametralladoras y el redoble de las
descargas de los pelotones. Una humareda rojiza, negra en los bordes, sube
hasta lo último de las praderas. Todo el fondo del parque está encendido. Los
pavos, los faisanes, asustados, lanzan alaridos en la pajarera; los caballos
árabes se encabritan en las cuadras al oler la pólvora. El cuartel general
comienza a inquietarse.
Partes y más partes; los correos llegan a uña de caballo
preguntando por el mariscal.
Pero el mariscal es inabordable.
Ya os decía yo que no dejaría su partida por nada ni
por nadie.
-Capitán, le toca a usted jugar...
Pero el capitán está distraído algunas veces. ¡Inexperiencias
de la juventud! Es de ver cómo pierde la cabeza y olvida su táctica, y hace,
carambola tras carambola, dos series que casi le dan la victoria. El mariscal
se ha puesto furioso; en su rostro se reflejan la indignación y la sorpresa.
Precisamente en aquel momento llega un caballo a galope tendido y cae reventado
frente a aquella morada.
Un ayudante, cubierto de barro, fuerza la consigna y
sube de un salto la escalinata.
-¡Mariscal! ¡Mariscal! ¡Mariscal!
¡Hay que ver el recibimiento que se le dispensa! El
mariscal, resoplando de cólera, rojo como un pimiento morrón, se asoma a la
ventana con el taco en la mano.
-¿Qué ocurre? ¿Qué es ese escándalo? ¿Dónde están los
centinelas ?
Alguien balbuce:
-Mariscal...
-¡Basta!¡No faltaba más! ¡Que se esperen mis órdenes!
¡Canastos!
Y la ventana se cierra violentamente. ¡Que se esperen
sus órdenes!
Verdaderamente eso es lo que hacen aquellos infelices.
El viento les arroja la lluvia y la metralla en pleno rostro; batallones
enteros sucumben aplastados, mientras otros permanecen brazo sobre brazo, sin
adivinar la causa de su pasividad.
Y no pueden hacer nada: ¡esperan órdenes!
Pero como para morir no hay necesidad de órdenes, los
hombres caen a cientos detrás de los zarzales, en las trincheras, enfrente del
enorme y silencioso castillo... E incluso ya caídos, sigue la metralla
destrozándolos, y por sus abiertas heridas mana silenciosamente la generosa
sangre de Francia.
La sala de billar arde como un horno. El mariscal ha
vuelto a recobrar su ventaja, pero el capitancito se defiende como una fiera.
¡Diecisiete! ¡Dieciocho! ¡Diecinueve!
No queda casi tiempo para apuntar los tantos. El fragor
de la batalla se acerca. Al mariscal sólo le falta una carambola. Algunas
granadas caen en el parque. Una estalla precisamente sobre el estanque; el
espejo se quiebra; un cisne, despavorido, nada en un remolino de plumas
ensangrentadas.
Es el último disparo...
Se sucede un gran silencio. Tan sólo se oye la lluvia
que cae sobre la fronda y un ruido confuso por las vertientes de la colina y
por los caminos inundados, algo así como el rumor sordo de un rebaño que se
apresura.
El ejército ha sido derrotado.
Pero el mariscal ha ganado su partida de billar.
El cuento del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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