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domingo, 4 de agosto de 2013

El tamborilero

Ganador del concurso de Aps, el famoso Valmajour, primer tamborilero de Provenza, venía a saludar con sus más jubilosas melodías al presidente del Consejo de Minis­tros.
Verdaderamente tenía una presencia distinguida este Valmajour, plantado en medio del circo, con la chaqueta de droguete amarillo sobre los hombros, y alrededor de los riñones la faja colorada que resaltaba sobre el blanco de la camisa y el pantalón.
Valmajour mantenía su largo y ligero tamboril colga­do del brazo izquierdo por una correa, y con la mano del mismo brazo se llevaba a los labios un flautín, mientras con la mano derecha tocaba el tambor, con expresión de hom­bre importante.
Los sones del flautín llenaban el espacio como canto de cigarras, a propósito para esta atmósfera límpida, crista­lina, donde todo vibra, mientras el tamboril, con su voz profunda, sostenía el canto y sus florituras.
Al oír esta música agreste y bravía, mejor que cuanto le habían mostrado hasta entonces, el ministro se imagina. su infancia de pillete provenzal, corriendo durante las fies­tas campestres, bailando bajo los plátanos frondosos de las aldeas, pisando el polvo blancuzco de los amplios caminos, envuelto en el aroma del espliego de las colinas requemadas por el sol. Una deliciosa emoción le brilla en los ojos, por­que, a pesar de rebasar los cuarenta años y del agotamiento que le produce la vida política, todavía conserva gran ima­ginación, por beneficio especial de la naturaleza.
Además este Valmajour no era un tamborilero como los demás, uno de esos vulgares músicos de aldea que se juntan en cuadrillas para actuar en cafés durante las fiestas del pueblo, embruteciendo su instrumento al interpretar de manera deficiente las melodías moder-nas.
Hijo y nieto de tamborileros, no tocaba más que aires nacionales, melodías tarareadas por las abuelas en las vela­das invernales. Las sabía todas, no se le olvidaba ninguna. Después de los villancicos típicos, alternados con minués y rigodones, entonaba la Marcha de los reyes, a cuyos sones Turena conquistó el Palatinado en el siglo pasado al frente de sus tropas.
A lo largo de la gradería donde los zánganos perseguían momentos antes a las abejas, la multitud electrizada mar­caba el compás con los brazos, con la cabeza, siguiendo el ritmo majestuoso que pasaba como un soplo de maestral en el gran silencio de la arena, sólo turbado por los trinos de las golondrinas que volaban por doquier allá arriba, en el azul verdoso, inquietas y bulliciosas, cual si buscasen por el espacio al invisible pajarillo que desgranaba aquellas notas tan agudas.
Cuando Valmajour cesó de tocar, la muchedumbre estalló en inenarrables aclamaciones, loca de entusiasmo. Sombreros y pañue-los fueron lanzados al aire, en demos­tración de júbilo. El ministro llamó al músico al estrado y le echó los brazos al cuello.
-Me has hecho llorar de emoción, amigo mío -dijo.
Y le contempló con los ojos, unos ojos grandes con irisa­ciones de pardo dorado, empañados de lágrimas.
El tamborilero, orgulloso de verse en medio de tanto brocado y de las espadas nacaradas de los oficiales, acep­taba las felicitaciones y los abrazos sin apurarse lo más mínimo.
Valmajour era un guapo mozo, de facciones correctas, frente amplia, perilla y bigote de un negro brillante, cetrino de cara, uno de esos individuos orgullosos nacido en el va­lle del Ródano, que nada saben de la humildad socarrona de los aldeanos del centro.
El ministro contempló interesado el tamboril y el palillo de cabeza de marfil, y quedó admirado de la ligereza del instrumento que desde hacía doscientos años se conservaba en la familia de generación en generación, y cuya caja de nogal, adornada con figurillas escultó-ricas, bruñida, fina, sonora, parecía como suavizada por la pátina del tiempo. Admiró principalmente el flautín, la encantadora flauta rústica de tres orificios de los antiguos tamborileros, que Valmajour utilizaba por respeto a la tradición, y de la que había conquistado el manejo a fuerza de habilidad y de paciencia. Nada tan enternecedor como el relato conciso que efectuaba de sus luchas y de su victoria.
-Esto se me ocurrió -decía Valmajour, en un fran­cés harto pintoresco, esto se me ocurrió de noche, escuchando trinar al ruin-señor. Pensé en mí mismo: «¡Cómo, Valmajour! Ahí tienes a esa avecilla del buen Dios que le basta con su garguero para todos los trinos. Lo que ese ruinseñor hace con un agujero, ¿no eres capaz de hacerlo tú con los tres agujeros de tu flautita?»
Hablaba reposadamente, con un hermoso timbre de voz confiado y dulce, sin el menor sentimiento al ridículo. Y no se emocionó lo más mínimo cuando oyó que el ministro le decía de pronto:
-Ven a París, muchacho. Tu fortuna está hecha.
-¡Oh! Mi hermana no me dejará ir jamás -contestó el tamborilero, con simpática sonrisa.
Su madre había muerto. Ahora vivía con su padre y su hermana en una alquería que llevaba su nombre, a tres leguas de Aps, en la cumbre del monte Cordoue. El minis­tro le aseguró que iría a verle antes de irse, que hablaría con su padre y que estaba seguro de resolver el asunto de acuerdo con sus deseos.
Valmajour le saludó, giró sobre sus talones y descendió por el anchuroso declive con la caja al brazo, erguida la cabeza, con ese balanceo característico del provenzal, ami­go del ritmo y del baile.
Abajo le esperaban sus camaradas, a quienes estrechó efusivo las manos. Luego se oyó un grito unánime, que resonó a su alrededor:
-¡La farandola!
El inmenso clamor halló eco en las bóvedas, en los pasa­dizos, de donde parecían surgir las sombras y el frescor que ahora invadían la arena del anfiteatro y aprisionaban la zona soleada.
Al instante el anfiteatro quedó abarrotado, hasta el pun­to de peligrar las barreras, de una multitud pueblerina, mezcla abigarrada de pañoletas blancas, faldas chillonas, cintas de terciopelo, blondas y encajes, blusas guarnecidas con pasamanos y chaquetas de dro-guete.
Tras un redoble de tamboril, el tropel de gente se alineó y desfiló en grupos, con las piernas en alto y cogidos de la mano.
Un gorjeo de flautín hizo ondular todo el circo, y la farandola, conducida por un chicarrón de Barbentane, la región de los bailarines famosos, se puso en marcha lenta­mente, desplegando sus anillos, lanzando cabriolas, llenan­do el ambiente de confusos rumores, de crujir de telas y de constante jadear. Luego la serpiente multicolor fue pene­trando lentamente por la enorme boca del vomitorio.
Valmajour seguía su cadenciosa melodía, caminando a compás, solemne, mayestático, apoyándose el gran tam­boril en la rodilla mientras iba caminando. A medida que los pies aplastaban la arena, la música se hacía más briosa, más recia.
El crepúsculo cubrió el cielo de ceniza azulada y entonces el tropel de gente fue deshaciéndose como una bobina de seda y oro.
-¡Miren allá arriba! -exclamó el ministro de pronto.
Era la cabeza del baile, que surgía por entre las arcadas del primer piso, mientras el tamborilero y los últimos faran­doleros pata-leaban aún en la arena del circo.
La ronda se había ido alargando con cuantos se veían arrastrados por el ritmo y forzados a seguir a los bailarines.
¿Qué provenzal habría podido resistirse al flautín má­gico de Valmajour? Acompañado por el redoble del tam­boril, se oía a la vez en todos los pisos, cruzaba las rejas, se colaba por los respiraderos, dominaba el griterío de la multitud.
Y la farandola subía y subía, hasta alcanzar las galerías superiores, donde el sol circundaba la gradería con destellos leonados.
El inmenso desfile de bailarines brincadores y graves aparecía ahora en los huecos altos de las bóvedas, alegran­do el cálido vibrar de este atardecer de julio. Una serie de finas siluetas animaba la piedra vetusta de uno de los bajo­rrelieves y recordaba el frontispicio de los templos antiguos.
Abajo, en el estrado desocupado -pues al bajar de él la danza adquiría mayor solemnidad coronando las gradas vacías, el ministro preguntaba a su mujer, mientras la arropaba con un chal de encaje para resguardarla del frío de la noche:
-Resulta bonito, ¿verdad? Resulta bonito...
-Muy bonito -reconoció la dama de París, impresio­nada hasta lo más profundo de su corazón de artista.
Y el distinguido hombre de Aps parecía más orgulloso de esta contestación que de los homenajes ardientes con que le aturdían desde hacía dos horas.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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