Ganador del concurso de Aps, el famoso Valmajour,
primer tamborilero de Provenza, venía a saludar con sus más jubilosas melodías
al presidente del Consejo de Ministros.
Verdaderamente tenía una presencia distinguida este
Valmajour, plantado en medio del circo, con la chaqueta de droguete amarillo
sobre los hombros, y alrededor de los riñones la faja colorada que resaltaba
sobre el blanco de la camisa y el pantalón.
Valmajour mantenía su largo y ligero tamboril colgado
del brazo izquierdo por una correa, y con la mano del mismo brazo se llevaba a
los labios un flautín, mientras con la mano derecha tocaba el tambor, con
expresión de hombre importante.
Los sones del flautín llenaban el espacio como canto
de cigarras, a propósito para esta atmósfera límpida, cristalina, donde todo
vibra, mientras el tamboril, con su voz profunda, sostenía el canto y sus
florituras.
Al oír esta música agreste y bravía, mejor que cuanto
le habían mostrado hasta entonces, el ministro se imagina. su infancia de
pillete provenzal, corriendo durante las fiestas campestres, bailando bajo los
plátanos frondosos de las aldeas, pisando el polvo blancuzco de los amplios
caminos, envuelto en el aroma del espliego de las colinas requemadas por el
sol. Una deliciosa emoción le brilla en los ojos, porque, a pesar de rebasar
los cuarenta años y del agotamiento que le produce la vida política, todavía
conserva gran imaginación, por beneficio especial de la naturaleza.
Además este Valmajour no era un tamborilero como los
demás, uno de esos vulgares músicos de aldea que se juntan en cuadrillas para
actuar en cafés durante las fiestas del pueblo, embruteciendo su instrumento al
interpretar de manera deficiente las melodías moder-nas.
Hijo y nieto de tamborileros, no tocaba más que aires
nacionales, melodías tarareadas por las abuelas en las veladas invernales. Las
sabía todas, no se le olvidaba ninguna. Después de los villancicos típicos,
alternados con minués y rigodones, entonaba la Marcha de los reyes, a cuyos sones Turena
conquistó el Palatinado en el siglo pasado al frente de sus tropas.
A lo largo de la gradería donde los zánganos
perseguían momentos antes a las abejas, la multitud electrizada marcaba el
compás con los brazos, con la cabeza, siguiendo el ritmo majestuoso que pasaba
como un soplo de maestral en el gran silencio de la arena, sólo turbado por los
trinos de las golondrinas que volaban por doquier allá arriba, en el azul
verdoso, inquietas y bulliciosas, cual si buscasen por el espacio al invisible
pajarillo que desgranaba aquellas notas tan agudas.
Cuando Valmajour cesó de tocar, la muchedumbre estalló
en inenarrables aclamaciones, loca de entusiasmo. Sombreros y pañue-los fueron
lanzados al aire, en demostración de júbilo. El ministro llamó al músico al
estrado y le echó los brazos al cuello.
-Me has hecho llorar de emoción, amigo mío -dijo.
Y le contempló con los ojos, unos ojos grandes con
irisaciones de pardo dorado, empañados de lágrimas.
El tamborilero, orgulloso de verse en medio de tanto brocado
y de las espadas nacaradas de los oficiales, aceptaba las felicitaciones y los
abrazos sin apurarse lo más mínimo.
Valmajour era un guapo mozo, de facciones correctas,
frente amplia, perilla y bigote de un negro brillante, cetrino de cara, uno de
esos individuos orgullosos nacido en el valle del Ródano, que nada saben de la
humildad socarrona de los aldeanos del centro.
El ministro contempló interesado el tamboril y el
palillo de cabeza de marfil, y quedó admirado de la ligereza del instrumento
que desde hacía doscientos años se conservaba en la familia de generación en
generación, y cuya caja de nogal, adornada con figurillas escultó-ricas,
bruñida, fina, sonora, parecía como suavizada por la pátina del tiempo. Admiró
principalmente el flautín, la encantadora flauta rústica de tres orificios de
los antiguos tamborileros, que Valmajour utilizaba por respeto a la tradición,
y de la que había conquistado el manejo a fuerza de habilidad y de paciencia.
Nada tan enternecedor como el relato conciso que efectuaba de sus luchas y de
su victoria.
-Esto se me ocurrió -decía Valmajour, en un francés
harto pintoresco, esto se me ocurrió de noche, escuchando trinar al ruin-señor. Pensé en mí mismo:
«¡Cómo, Valmajour! Ahí tienes a esa avecilla del buen Dios que le basta con su
garguero para todos los trinos. Lo que ese ruinseñor
hace con un agujero, ¿no eres capaz de hacerlo tú con los tres agujeros de tu flautita?»
Hablaba reposadamente, con un hermoso timbre de voz
confiado y dulce, sin el menor sentimiento al ridículo. Y no se emocionó lo más
mínimo cuando oyó que el ministro le decía de pronto:
-Ven a París, muchacho. Tu fortuna está hecha.
-¡Oh! Mi hermana no me dejará ir jamás -contestó el
tamborilero, con simpática sonrisa.
Su madre había muerto. Ahora vivía con su padre y su
hermana en una alquería que llevaba su nombre, a tres leguas de Aps, en la
cumbre del monte Cordoue. El ministro le aseguró que iría a verle antes de
irse, que hablaría con su padre y que estaba seguro de resolver el asunto de
acuerdo con sus deseos.
Valmajour le saludó, giró sobre sus talones y
descendió por el anchuroso declive con la caja al brazo, erguida la cabeza, con
ese balanceo característico del provenzal, amigo del ritmo y del baile.
Abajo le esperaban sus camaradas, a quienes estrechó
efusivo las manos. Luego se oyó un grito unánime, que resonó a su alrededor:
-¡La farandola!
El inmenso clamor halló eco en las bóvedas, en los
pasadizos, de donde parecían surgir las sombras y el frescor que ahora
invadían la arena del anfiteatro y aprisionaban la zona soleada.
Al instante el anfiteatro quedó abarrotado, hasta el
punto de peligrar las barreras, de una multitud pueblerina, mezcla abigarrada
de pañoletas blancas, faldas chillonas, cintas de terciopelo, blondas y
encajes, blusas guarnecidas con pasamanos y chaquetas de dro-guete.
Tras un redoble de tamboril, el tropel de gente se
alineó y desfiló en grupos, con las piernas en alto y cogidos de la mano.
Un gorjeo de flautín hizo ondular todo el circo, y la
farandola, conducida por un chicarrón de Barbentane, la región de los
bailarines famosos, se puso en marcha lentamente, desplegando sus anillos,
lanzando cabriolas, llenando el ambiente de confusos rumores, de crujir de
telas y de constante jadear. Luego la serpiente multicolor fue penetrando
lentamente por la enorme boca del vomitorio.
Valmajour seguía su cadenciosa melodía, caminando a
compás, solemne, mayestático, apoyándose el gran tamboril en la rodilla
mientras iba caminando. A medida que los pies aplastaban la arena, la música se
hacía más briosa, más recia.
El crepúsculo cubrió el cielo de ceniza azulada y entonces
el tropel de gente fue deshaciéndose como una bobina de seda y oro.
-¡Miren allá arriba! -exclamó el ministro de pronto.
Era la cabeza del baile, que surgía por entre las
arcadas del primer piso, mientras el tamborilero y los últimos farandoleros
pata-leaban aún en la arena del circo.
La ronda se había ido alargando con cuantos se veían
arrastrados por el ritmo y forzados a seguir a los bailarines.
¿Qué provenzal habría podido resistirse al flautín mágico
de Valmajour? Acompañado por el redoble del tamboril, se oía a la vez en todos
los pisos, cruzaba las rejas, se colaba por los respiraderos, dominaba el
griterío de la multitud.
Y la farandola subía y subía, hasta alcanzar las
galerías superiores, donde el sol circundaba la gradería con destellos
leonados.
El inmenso desfile de bailarines brincadores y graves
aparecía ahora en los huecos altos de las bóvedas, alegrando el cálido vibrar
de este atardecer de julio. Una serie de finas siluetas animaba la piedra
vetusta de uno de los bajorrelieves y recordaba el frontispicio de los templos
antiguos.
Abajo, en el estrado desocupado -pues al bajar de él
la danza adquiría mayor solemnidad coronando las gradas vacías, el ministro
preguntaba a su mujer, mientras la arropaba con un chal de encaje para resguardarla
del frío de la noche:
-Resulta bonito, ¿verdad? Resulta bonito...
-Muy bonito -reconoció la dama de París, impresionada
hasta lo más profundo de su corazón de artista.
Y el distinguido hombre de Aps parecía más orgulloso
de esta contestación que de los homenajes ardientes con que le aturdían desde
hacía dos horas.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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