El timbalero de tiradores indígenas era un muchacho
que se llamaba Kadur. Oriundo de la tribu de Djendel, formaba parte de aquel
puñado de turcos que se habían precipitado en París a la zaga del ejército de
Vinoy. Había hecho toda la campaña, desde Wisemburgo hasta Champigny, cruzando
los campos de batalla como un pájaro de tempestad con sus castañuelas de
hierro y su derbuka - tambor árabe,
tan vivaz, tan inquieto, que las balas no sabían cómo arreglárselas para atraparle.
Pero cuando llegó el invierno, este pequeño bronce africano, acendrado en el
fuego de la metralla, no pudo soportar las noches de largas guardias, la
inmovilidad entre la nieve, y una mañana de enero le recogieron a la orilla
del Marne, con los pies helados, tieso de frío. Pasó mucho tiempo en la
ambulancia y allí fue donde le vi por vez primera.
Paciente y triste como un perro enfermo, el muchacho
miraba en torno suyo con sus enormes ojos dulces, y si alguien le hablaba,
sonreía enseñando todos los dientes. Era todo cuanto podía hacer, porque no
sabía francés, y tan apenas si hablaba el sabir, jerga argelina, mezcla de
provenzal, italiano y árabe, hecha con palabras de mil especies, escogidas,
como conchas, a lo largo de los mares latinos.
Y para distraerse, Kadur no tenía nada más que su derbuka. De vez en cuando, si el
aburrimiento era grande, se lo llevaba a la cama y le dejaban tocarlo, aunque
en, tono muy bajo para no molestar a los demás enfermos. Su rostro negro, tan
descolorido y apagado en la luz amarillenta y el triste ambiente invernal que
subía de la calle, se animaba entonces, hacía muecas y seguía todos los
movimientos del ritmo. Unas veces redoblaba a paso de carga, y a través de su
risa feroz se veía el brillo de sus blancos dientes; otras veces una alborada
musulmana humedecía sus ojos; la nariz se le dilataba, y entre el olor de
pócimas de la enfermería, entre frascos y compresas, soñaba con los bosques de
Elidak, repletos de naranjas, y con las moritas que salen del baño, tapadas de
blanco y perfumadas de verbena.
Así transcurrieron dos meses. Mientras, París había
hecho muchas cosas, pero Kadur ni las sospechaba. Había oído pasar bajo sus
ventanas el rebaño cansado y desarmado que regresaba; después, rodar los
cañones de la mañana a la noche; luego, el toque de somatén y el cañoneo. Pero
no comprendía ni una palabra de cuanto ocurría, sino que la guerra no había
terminado y que iba a poder pelear, porque ya se le habían curado las piernas.
Y un día salió, con el tambor a la espalda, en busca de su compañía. No tuvo que
buscar durante mucho tiempo: unos federales -soldados de la Comuna- que pasaban se lo
llevaron al gobierno de la plaza. Se le sometió a un extenso interrogatorio, y
como no se le sacase de su «Bono bezef, macache bono», el general de guardia
terminó por darle diez francos, un jamelgo por montura y se le agregó a su
estado mayor.
En aquellos estados mayores de la Comuna había de todo un
poco: casacas rojas, capotes polacos, casacas húngaras, blusas de marinero, oro,
lentejuelas, terciopelo y otros perifollos. Con su chaquetilla azul bordada en
amarillo, su turbante y su derbuka,
el turco acabó de completar la mascarada. Contento de verse en tan buena compañía;
borracho de sol, de cañonazos, del barullo de las calles y de la brillante
confusión de armas y uniformes; persuadido, además, de que continuaba, la
guerra contra Prusia, aunque de una forma más libre y vivaz, este desertor
inconsciente se mezcló, cando-roso, a la gran bacanal parisiense y fue una
celebridad del momento. Allá por donde él pasaba le aclamaban y festejaban los
federados. La Comuna
se sentía tan orgullosa de tenerle que le exponía, le ostentaba y le llevaba
puesto como una escarapela. Veinte veces cada día el gobierno militar le mandaba
al Ministerio de la Guerra ,
y otras tantas el Ministerio le mandaba al ayuntamiento. Como se había
repetido tanto que sus marinos eran falsificados, y sus artilleros igual, ¡este
turco, al menos, era un turco auténtico! Y para convencerse bastaba mirar aquella
cara avispada de mono joven y la agilidad de aquel cuerpecito haciendo cabriolas
con su gran caballo, como si corriese la pólvora.
Pero algo le faltaba a Kadur para que pudiera considerarse
dichoso. Había querido batirse, hacer hablar a la pólvora por él.
Desgraciadamente, bajo la
Comuna , lo mismo que bajo el Imperio, los estados mayores no
asomaban las narices por la línea de fuego. A no ser cuando llevaba los partes
y en las paradas, el pobre turco se pasaba los días en la plaza Vendóme o en
los patios del Ministerio de la
Guerra , en aquellos campamentos revueltos, llenos de
barriles de aguardiente abiertos, de barricas de tocino desfondadas, de
comilonas al aire libre, que todavía se tragaba con el apetito famélico del
sitio. Muy buen musulmán para tomar parte en tales orgías, Kadur se alejaba
hacia un lado, y sobrio y tranquilo hacía sus ablucio-nes en un rincón y su
alcuzcuz con un puñado de sémola, y luego de tocar un poco el derbuka se arropaba en el albornoz y se
dormía sobre los escalones, al resplandor de las hogueras.
Una mañana de mayo un terrible fuego de fusilería sacó
al turco de su apacible sueño. El ministerio se hallaba en movimiento, y todo
el mundo corría, y huía. Como un autómata imitó a los demás: saltó sobre su
caballo y siguió al estado mayor. Por las calles sonaban, como enloquecidos,
los clarines, y los batallones huían a la desban-dada. Los suelos fueron
desadoquinados para levantar barricadas. No había duda de que algo
extraordinario sucedía. Conforme se apro-ximaba al muelle, los tiros se
percibían más distintamente y el tumulto aumentaba. Al pasar el puente de la Concordia perdió de
vista al estado mayor. Un poco más allá le quitaron el caballo, y el que lo
hizo era un individuo con quepis de ocho galones, a quien le corría mucha prisa
saber qué pasaba en el ayuntamiento. El turco, furioso, echó a correr hacia el
fuego. Conforme corría cargaba el fusil y decía entre dientes: «Macache bono,
brusianos», porque para él lo que ocurría era que acababan de entrar los prusianos.
Se oían ya silbar las balas alrededor del Odeón, entre la fronda de las
Tullerías. En la barricada de la calle de Rívoli unos vengadores de Flourens le
llamaron:
-¡Eh! ¡Turco! ¡Turco!
No eran más que una docena, pero Kadur valía él solo
por un ejército entero.
De pie sobre la barricada, enhiesto y llamativo como
una bandera, se batía, dando brincos y chillidos, bajo una granizada de plomo.
Hubo un instante en que la cortina de humo que ascendía de la tierra se disipó
un poco, en el intervalo de dos cañonazos, y dejó ver una masa de pantalones
rojos hacia los Campos Elíseos. Pero rápidamente la visión se desvaneció
confusa. El turco creyó haberse engañado, e hizo tronar la pólvora como nunca.
La barricada, de pronto, quedó en silencio. Tras haber
soltado su última andanada, el último artillero acababa de huir. El turco no se
movía de allí. Agazapado, dispuesto a saltar, caló la bayoneta y esperó a que
se aproximaran los cascos puntiagudos.
¡Pero quien llegó fue nuestra infantería! Entre el ruido
sordo del paso de carga los oficiales gritaban:
-¡Ríndete!
El turco se quedó estupefacto. Después se lanzó con el
fusil en alto:
-¡Bono,
bono, francese!
Se figuraba vagamente en su inteligencia salvaje que aquél
era el ejército de liberación, el del general Faldherbeo, el del general
Chanzy, que los parisienses esperaban desde hacía tanto tiempo. ¡Qué feliz se
sentía! ¡Cómo enseñaba las dos hileras de blancos dientes en una sonrisa
dichosa! En un abrir y cerrar de ojos las tropas invadieron la barricada. Le rodeaban
y le empujaban.
-¡A ver, el fusil!
El arma estaba caliente todavía.
-¡Enseña las manos!
Aquellas manos estaban ennegrecidas por la pólvora.
Y el turco, orgulloso, las extendía riendo a
carcajadas.
Entonces le empujaron contra una pared, y ¡pum!
Murió sin haber comprendido nada.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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