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domingo, 4 de agosto de 2013

El turco de la comuna

El timbalero de tiradores indígenas era un muchacho que se llamaba Kadur. Oriundo de la tribu de Djendel, formaba parte de aquel puñado de turcos que se habían precipitado en París a la zaga del ejército de Vinoy. Ha­bía hecho toda la campaña, desde Wisemburgo hasta Champigny, cruzando los campos de batalla como un pá­jaro de tempestad con sus castañuelas de hierro y su der­buka - tambor árabe, tan vivaz, tan inquieto, que las balas no sabían cómo arreglárselas para atraparle. Pero cuando llegó el invierno, este pequeño bronce africano, acendrado en el fuego de la metralla, no pudo soportar las noches de largas guardias, la inmovilidad entre la nie­ve, y una mañana de enero le recogieron a la orilla del Marne, con los pies helados, tieso de frío. Pasó mucho tiempo en la ambulancia y allí fue donde le vi por vez primera.
Paciente y triste como un perro enfermo, el muchacho miraba en torno suyo con sus enormes ojos dulces, y si alguien le hablaba, sonreía enseñando todos los dientes. Era todo cuanto podía hacer, porque no sabía francés, y tan apenas si hablaba el sabir, jerga argelina, mezcla de provenzal, italiano y árabe, hecha con palabras de mil especies, escogidas, como conchas, a lo largo de los mares latinos.
Y para distraerse, Kadur no tenía nada más que su derbuka. De vez en cuando, si el aburrimiento era grande, se lo llevaba a la cama y le dejaban tocarlo, aunque en, tono muy bajo para no molestar a los demás enfermos. Su rostro negro, tan descolorido y apagado en la luz amari­llenta y el triste ambiente invernal que subía de la calle, se animaba entonces, hacía muecas y seguía todos los movimientos del ritmo. Unas veces redoblaba a paso de carga, y a través de su risa feroz se veía el brillo de sus blancos dientes; otras veces una alborada musulmana hu­medecía sus ojos; la nariz se le dilataba, y entre el olor de pócimas de la enfermería, entre frascos y compresas, so­ñaba con los bosques de Elidak, repletos de naranjas, y con las moritas que salen del baño, tapadas de blanco y perfumadas de verbena.
Así transcurrieron dos meses. Mientras, París había hecho muchas cosas, pero Kadur ni las sospechaba. Había oído pasar bajo sus ventanas el rebaño cansado y desar­mado que regresaba; después, rodar los cañones de la ma­ñana a la noche; luego, el toque de somatén y el cañoneo. Pero no comprendía ni una palabra de cuanto ocurría, sino que la guerra no había terminado y que iba a poder pelear, porque ya se le habían curado las piernas. Y un día salió, con el tambor a la espalda, en busca de su com­pañía. No tuvo que buscar durante mucho tiempo: unos federales -soldados de la Comuna- que pasaban se lo llevaron al gobierno de la plaza. Se le sometió a un exten­so interrogatorio, y como no se le sacase de su «Bono bezef, macache bono», el general de guardia terminó por darle diez francos, un jamelgo por montura y se le agregó a su estado mayor.
En aquellos estados mayores de la Comuna había de todo un poco: casacas rojas, capotes polacos, casacas hún­garas, blusas de marinero, oro, lentejuelas, terciopelo y otros perifollos. Con su chaquetilla azul bordada en ama­rillo, su turbante y su derbuka, el turco acabó de com­pletar la mascarada. Contento de verse en tan buena com­pañía; borracho de sol, de cañonazos, del barullo de las calles y de la brillante confusión de armas y uniformes; persuadido, además, de que continuaba, la guerra contra Prusia, aunque de una forma más libre y vivaz, este de­sertor inconsciente se mezcló, cando-roso, a la gran baca­nal parisiense y fue una celebridad del momento. Allá por donde él pasaba le aclamaban y festejaban los federados. La Comuna se sentía tan orgullosa de tenerle que le ex­ponía, le ostentaba y le llevaba puesto como una escara­pela. Veinte veces cada día el gobierno militar le man­daba al Ministerio de la Guerra, y otras tantas el Ministe­rio le mandaba al ayuntamiento. Como se había repetido tanto que sus marinos eran falsificados, y sus artilleros igual, ¡este turco, al menos, era un turco auténtico! Y para convencerse bastaba mirar aquella cara avispada de mono joven y la agilidad de aquel cuerpecito haciendo ca­briolas con su gran caballo, como si corriese la pólvora.
Pero algo le faltaba a Kadur para que pudiera con­siderarse dichoso. Había querido batirse, hacer hablar a la pólvora por él. Desgraciadamente, bajo la Comuna, lo mismo que bajo el Imperio, los estados mayores no aso­maban las narices por la línea de fuego. A no ser cuando llevaba los partes y en las paradas, el pobre turco se pa­saba los días en la plaza Vendóme o en los patios del Mi­nisterio de la Guerra, en aquellos campamentos revuel­tos, llenos de barriles de aguardiente abiertos, de barri­cas de tocino desfondadas, de comilonas al aire libre, que todavía se tragaba con el apetito famélico del sitio. Muy buen musulmán para tomar parte en tales orgías, Ka­dur se alejaba hacia un lado, y sobrio y tranquilo hacía sus ablucio-nes en un rincón y su alcuzcuz con un puñado de sémola, y luego de tocar un poco el derbuka se arro­paba en el albornoz y se dormía sobre los escalones, al resplandor de las hogueras.
Una mañana de mayo un terrible fuego de fusilería sacó al turco de su apacible sueño. El ministerio se hallaba en movimiento, y todo el mundo corría, y huía. Como un autómata imitó a los demás: saltó sobre su caballo y siguió al estado mayor. Por las calles sonaban, como enloque­cidos, los clarines, y los batallones huían a la desban-dada. Los suelos fueron desadoquinados para levantar barrica­das. No había duda de que algo extraordinario sucedía. Conforme se apro-ximaba al muelle, los tiros se percibían más distintamente y el tumulto aumentaba. Al pasar el puente de la Concordia perdió de vista al estado mayor. Un poco más allá le quitaron el caballo, y el que lo hizo era un individuo con quepis de ocho galones, a quien le corría mucha prisa saber qué pasaba en el ayuntamiento. El turco, furioso, echó a correr hacia el fuego. Conforme corría cargaba el fusil y decía entre dientes: «Macache bono, brusianos», porque para él lo que ocurría era que acababan de entrar los prusianos. Se oían ya silbar las balas alrededor del Odeón, entre la fronda de las Tullerías. En la barricada de la calle de Rívoli unos vengadores de Flourens le llamaron:
-¡Eh! ¡Turco! ¡Turco!
No eran más que una docena, pero Kadur valía él solo por un ejército entero.
De pie sobre la barricada, enhiesto y llamativo como una bandera, se batía, dando brincos y chillidos, bajo una granizada de plomo. Hubo un instante en que la cortina de humo que ascendía de la tierra se disipó un poco, en el intervalo de dos cañonazos, y dejó ver una masa de pantalones rojos hacia los Campos Elíseos. Pero rápida­mente la visión se desvaneció confusa. El turco creyó ha­berse engañado, e hizo tronar la pólvora como nunca.
La barricada, de pronto, quedó en silencio. Tras haber soltado su última andanada, el último artillero acababa de huir. El turco no se movía de allí. Agazapado, dispues­to a saltar, caló la bayoneta y esperó a que se aproxima­ran los cascos puntiagudos.
¡Pero quien llegó fue nuestra infantería! Entre el rui­do sordo del paso de carga los oficiales gritaban:
-¡Ríndete!
El turco se quedó estupefacto. Después se lanzó con el fusil en alto:
-¡Bono, bono, francese!
Se figuraba vagamente en su inteligencia salvaje que aquél era el ejército de liberación, el del general Faldher­beo, el del general Chanzy, que los parisienses esperaban desde hacía tanto tiempo. ¡Qué feliz se sentía! ¡Cómo en­señaba las dos hileras de blancos dientes en una sonrisa dichosa! En un abrir y cerrar de ojos las tropas invadie­ron la barricada. Le rodeaban y le empujaban.
-¡A ver, el fusil!
El arma estaba caliente todavía.
-¡Enseña las manos!
Aquellas manos estaban ennegrecidas por la pólvora.
Y el turco, orgulloso, las extendía riendo a carcajadas.
Entonces le empujaron contra una pared, y ¡pum!
Murió sin haber comprendido nada.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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