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domingo, 4 de agosto de 2013

El niño espía

Se llamaba Stenne, el pequeño Stenne. Era un mucha­chito de París, paliducho y enclenque, que igual podíaa contar diez que quince años. Con estas criaturas no se puede adivinar la edad con certeza. Su madre había muer­to; su padre, viejo soldado de la marina, era guarda de unos jardines en una plaza del barrio del Temple. Los niños, las niñeras, las señoras de edad que van con la silla de tijera al brazo, las madres pobres, toda la gente débil y tímida que busca amparo contra los carruajes en estos parterres rodeados de aceras, conocían al señor Stenne y le adoraban. Porque todos sabían que bajo los ásperos mostachos, espanto de los perros y de los holgazanes que bostezan en los bancos, se ocultaba una sonrisa tierna y casi maternal. Y para que esa sonrisa brotara no era pre­ciso más que preguntarle:
-Y el chiquillo, ¿qué tal se porta?
¡Era tanto lo que quería a su hijo!... ¡Y era, tan feliz cuando por la tarde, al salir de la escuela, venía el peque­ño a buscarle y daban juntos una vuelta por los paseos, parándose en cada banco para saludar a los conocidos y corresponder a sus cumplidos!
Pero desgraciadamente llegó el sitio de la ciudad y todo cambió. Cerraron el jardín y quedó convertido en un de­pósito de petróleo, y el pobre hombre, obligado a una in­cesante vigilancia, se pasaba la vida vagando entre los desiertos macizos, deslucidos, deshechos y solitarios, sin po­der fumar, sin poder ver a su hijo más que en casa, por la noche y ya muy tarde. Se comprenderá cómo se le po­nían los bigotes cuando le hablaban de los prusianos. En cambio su hijopara nada se quejaba de la nueva vida.
¡Estado de sitio! ¿Qué puede haber más entretenido para un pilluelo? No había ni escuela ni instructores: unas perpetuas vacaciones y la divertida calle como un campo de feria...
El niño se pasaba el día entero fuera de casa, a sus an­chas. Acompañaba a los batallones del barrio que iban a los fuertes, haciéndolo preferentemente tras aquellos que tenían una buena charanga, porque el muchacho en esto era un entendido. Con gran aplomo aseguraba que la del Noventa y seis no valía gran cosa, pero que, por el con­trario, la del Cincuenta y cinco era estupenda. Algunas veces se entretenía mirando cómo los guardias móviles hacían la instrucción. Y aún contaba con otro entreteni­miento: las colas.
Había que verle con la cesta al brazo, cómo se metía en aquellas interminables hileras que se formaban, en la oscuridad de las mañanas de invierno sin gas, a la puerta de las carnicerías y de las panaderías. Con los pies en el agua se hacían nuevas amistades, se discutía de política, y, como hijo del señor Stenne, los demás le pedían su opi­nión. Aunque mucho más divertido que todo eran los par­tidos de chita, famoso juego de galocha que pusieron de moda los móviles bretones durante el sitio. Cuando el hijo del señor Stenne no estaba en las fortificaciones, ni en las colas de la panadería o carnicería, fácil era suponer dónde se le podía encontrar: en la partida de chita de al lado del Chàteau-d'Eau. Él naturalmente no jugaba, porque hubiera necesitado mucho dinero, por eso se contentaba vien­do jugar a los demás.
Uno de ellos, muy alto y con una blusa azul, que no ponía más que plata, excitaba su admiración. Cuando co­rría se le oían sonar las monedas de plata en los bolsillos.
Un día, al agacharse para coger una moneda que ha­bía rodado hasta los pies de Stenne, el muchacho le susu­rró en voz baja:
-No te quedes vizco. Si quieres saberlo, yo te diré de dónde se sacan.
Y cuando terminó la partida se lo llevó con él a un rincón de la plaza y le propuso ir juntos a vender perió­dicos a los prusianos. Podían sacarse muy bien treinta francos por viaje. Stenne, al principio, le rechazó muy indignado, pasándose luego tres días sin acudir a la par­tida. Y aquellos tres días fueron terribles, sin comer ni dormir. Por la noche veía montones de chitos, derechos, al pie de su cama, y monedas de plata brillantes deslizán­dose por el suelo... La tentación era tremenda, por lo que al cabo de cuatro días volvió al Cháteau-d'Eau, vio al larguirucho y se dejó seducir.
Salieron, una mañana de nieve, con su saco al hom­bro y los periódicos escondidos debajo de la camisa. Cuan­do llegaban a la puerta de Flandes casi no se veía. El lar­guirucho cogió de la mano a Stenne, y acercándose al cen­tinela, que era un miliciano con la nariz enrojecida y con trazas de ser un bendito, le dijo con tonadilla de mendigo:
-Déjenos pasar, buen señor. Nuestra madre está en la cama y nuestro padre ha muerto. Mi hermanito y yo vamos a ver si podemos coger unas patatas en el campo...
Lloriqueaba. Avergonzado, Stenne bajaba la cabeza. El centinela los miró un instante y luego observó el ca­mino, nevado y desierto.
-¡Pronto: andad! -urgió, dejándoles paso.
Y allá van los dos camino de Aubervilliers. ¡Cómo se reía el grandullón!
Como en sueños, confusamente, veía Stenne las fábri­cas convertidas en cuarteles, barricadas desiertas, llenas de mojados andrajos; largas chimeneas que perforaban la niebla y ascendían hacia el cielo, rotas, desportilladas.
De trecho en trecho, un centinela, oficiales encapuchados que miraban a lo lejos con gemelos, y tiendas de campa­ña sumidas en la nieve, fundida junto a las medio apa­gadas hogueras. El larguirucho conocía todos los caminos y se dirigía a campo traviesa para evitar los puestos de vigilancia. De repente cayeron, sin escapatoria posible, en una avanzada de francotiradores, que, vestidos con ca­potes cortos, se agazapaban en el fondo de una trinchera enchar-cada, que seguía a lo largo del ferrocarril de Sois­sons. De nada le sirvió al larguirucho lloriquear su his­toria, porque no los dejaron pasar. Mientras imploraba, de la casa del guarda salió un sargento de pelo blanco y arrugado rostro, muy parecido al señor Stenne.
-¡Vamos, vamos, muchachos: secad esas lágrimas! -dijo a los chicos. Ya iréis después a recoger patatas. Entrad ahora y calentaos un poco. ¡Vaya cara de frío que tiene este pilluelo!
¡Pero no era de frío precisamente de lo que estaba temblando Stenne! Temblaba de vergüenza y de miedo. Encontraron en el puesto a algunos soldados junto a la lumbre agonizante, sobre la que calentaban el pan, pin­chado en la punta de las bayonetas. Les dieron una copa y un poco de café. Mientras lo ingerían apareció un ofi­cial por la puerta, llamó al sargento, habló con él en voz baja y se marchó en seguida.
-¡Muchachos -exclamó el sargento, con rostro ra­diante, esta noche va a haber hule! Hemos cogido el santo y seña de los prusianos. Me parece que de ésta les arrebatamos el condenado fuerte de Bourget.
Una explosión de vítores y de risas estalló alrededor. Bailaban, cantaban y limpiaban los machetes. Aprove­chando la algarabía los dos muchachos desaparecieron.
Más allá de la trinchera sólo se veía la llanura, y al fondo un largo muro blanco, agujereado de troneras. Se encaminaron hacia aquel muro, parándose a cada paso e inclinándose como para recoger patatas.
El pequeño Stenne repetía incesantemente:
-¡Volvamos!... No vayamos allá.
Pero el otro se encogía de hombros y continuaba ade­lante. De pronto oyeron el inconfundible chasquido de amartillar un fusil. El larguirucho, echándose a tierra, ex­clamó:
-¡Agáchate!
Se oyó un silbido y luego otro que respondía sobre la nieve. Siguieron avanzando, esta vez a rastras. Delante del muro, al ras del suelo, surgieron dos bigotes amarillos bajo una gorra mugrienta. El larguirucho de un salto se colocó dentro de la trinchera, al lado del prusiano. Luego, señalando a Stenne, indicó:
-Es mi hermano.
Era el chiquillo tan pequeño que el prusiano al verle soltó una carcajada, cogiéndole después en brazos para subirle hasta la brecha del muro.
Del otro lado de éste se veían terraplenes, árboles ten­didos, negros agujeros en la nieve, y en cada agujero, la misma gorra mugrienta, los mismos bigotes amarillos rien­do al ver pasar a los dos pilluelos.
Había en un rincón la casa de un jardinero protegida por troncos de árboles. El piso bajo estaba lleno de solda­dos que jugaban a la baraja, mientras sobre una hoguera se cocía el rancho. Olía apetitosamente a tocino y a co­les. ¡Qué diferencia del campamento de los francotirado­res! En el piso de arriba se oía a los oficiales tocar el pia­no y descorchar botellas de champaña. Cuando entraron los muchachos fueron acogidos por un «¡Hurra!». Ellos entregaron los periódicos y los otros los invitaron a beber y los hicieron hablar. El porte de los oficiales era bravu­cón y malintencionado, pero el chiquillo los divertía con su pintoresca imaginación y con su vocabulario de golfo. Todos se reían, repetían las palabras que el chico decía y se revolcaban con deleite en aquel cieno de París que lle­gaba hasta ellos.
Stenne hubiera querido decir algo, demostrar que no era un estúpido, pero había algo que le impedía hablar. Enfrente de él, hacia un lado, estaba un prusiano más viejo y más serio que los otros, que leía o simulaba leer, ya que no le quitaba el ojo de encima. Había en su mirada una mezcla de ternura y reproche, como si pensase: «An­tes preferiría morir que ver a mi hijo representando semejante papel.»
Desde aquel momento Stenne sintió como si una mano se le posase en el corazón y se lo oprimiera fuertemente y le impidiera latir.
Tratando de aturdirse, bebió una copa tras otra. Pron­to le dio todo vueltas, y en medio de grandes risas oía va­gamente que su compañero se burlaba de los guardias na­cionales, de su manera de hacer los ejercicios. Imitaba un zafarrancho de combate en el Marais, una alarma noc­turna en las murallas... Después bajó el tono de voz, los oficiales se aproximaron y sus rostros se ensombrecieron. El muy miserable iba a descubrir el ataque de los franco­tiradores.
Aquello era demasiado. Stenne, furioso y casi despe­jado, se levantó:
-¡No! ¡Eso no!
Pero el larguirucho se limitó a sonreírse y continuó. Aún no había terminado cuando ya los oficiales se habían incorporado. Uno de ellos señaló la puerta a los niños:
-Ya podéis salir pitando -les dijo.
Y muy agitados se pusieron a hablar en alemán. El larguirucho salió erguido, como un rey, haciendo sonar el dinero; el pequeñajo le seguía con la cabeza baja, y cuan­do pasó junto al prusiano cuya mirada tanto le había dolido oyó una voz triste que le decía: «Eso no está pien, eso no está pien.» Y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Ya en la llanura los dos chiquillos echaron a correr y entraron en seguida en París. Como llevaban el saco lleno de patatas que les habían dado los alemanes, llegaron hasta la trinchera de los francotiradores sin ningún tro­piezo. Tan sólo se veían preparativos para el ataque de la noche. En el más absoluto silencio llegaban tropas que se agrupaban detrás de las paredes. El viejo sargento iba de un lado para otro preparando su sección. Al ver regresar a los muchachos los reconoció y los saludó con una paternal sonrisa.
Y aquella sonrisa ¡qué daño le causó al pequeño Sten­ne! Un grito se le escapó de la boca:
-¡No vayáis! ¡Os hemos traicionado!
Pero el larguirucho le había advertido: «Si te vas de la lengua, nos fusilarán», y el miedo le contuvo.
Se repartieron las ganancias en una casa abandonada de la Courneuve, y realmente el reparto fue equitativo. Por ello, al oír Stenne sonar las monedas en sus bolsillos, y al pensar en las partidas de chito que iba a jugar, no encontró que su crimen fuese tan horrible.
Ahora bien: cuando se quedó solo, cuando, tras ha­ber pasado las puertas, el larguirucho le dejó, entonces los bolsillos se le volvieron cada vez más pesados, y mano invisible que le oprimía el corazón iba apretándoselo más y más. París dejó de parecerle el mismo de antes. La gente que pasa por su lado le miraba con severidad, como si supiese de dónde venía. La palabra «espía» la es­cuchaba en el sonido de las ruedas, en el redoble de los tambores que hacían la instrucción a lo largo del canal. Finalmente llegó a su casa, alegrándose al ver que su pa­dre no había llegado aún. Subió corriendo a su cuarto y debajo de la almohada escondió el dinero que tanto le pesaba.
Jamás el señor Stenne había regresado tan contento, tan feliz como aquella noche. Acababan de recibirse no­ticias de provincias: las cosas parecían ir mejor. Mientras comía el viejo soldado miraba su fusil colgado de la pared y decía, sonriendo, a su hijo:
-¡Vaya, muchacho! ¡Si fueses ya un hombre, cómo ibas a vértelas con los prusianos!
Eran las ocho cuando se oyó el tronar de los cañones.
-Es en el fuerte de Aubervilliers, en el Bourget -in­dicaba el buen hombre, que conocía todos los fuertes.
Stenne palideció, y con el pretexto de sentirse cansado se fue a la cama; pero no pudo dormir. Los cañones dis­paraban incesante-mente. Se imaginaba a los tiradores des­lizándose en la oscuridad para sorprender a los prusianos y cayendo, a su vez, en una emboscada. Recordaba al sargento que le había sonreído y le veía tendido en la nie­ve, teniendo a su lado ¡Dios sabe cuántos más! Y el pre­cio de tanta sangre estaba escondido allí, debajo de su al­mohada, y era él, el hijo del señor Stenne, de un viejo soldado... Las lágrimas le ahogaban. En el cuarto de al lado oía el ir y venir de su padre, abriendo y cerrando la ventana. Abajo, en la plaza, hubo toque de llamada; un batallón móvil se numeraba para marchar. Decididamen­te aquélla era una gran batalla. El infeliz no pudo con­tener los sollozos.
Su padre apareció en el cuarto y le preguntó:
-¿Qué te ocurre?
El chiquillo no pudo aguantarse más: saltó de la cama y se echó a los pies de su padre. Al movimiento que hizo el dinero rodó por el suelo.
El viejo señor Stenne inquirió, asustado:
-¿Qué..., qué es esto? ¿Has robado acaso?
El niño, ahogándose en sus propias palabras, le contó cómo había ido a las líneas prusianas y lo que había he­cho. Conforme iba hablando sentía descargarse el peso de su corazón, sus latidos eran más acompasados, se sen­tía libre y aliviado por aquella confesión. Cuando acabó de decirlo todo escondió la cara entre sus pequeñas manos y lloró.
-¡Padre! ¡Padre! -quiso llamar el niño.
Con un ademán el viejo soldado le rechazo. Luego, sin decir nada, recogió el dinero. Finalmente preguntó:
-¿Has terminado?
El chiquillo movió la cabeza afirmativamente. El vie­jo descolgó el fusil y la cartuchera; el dinero se lo metió en el bolsillo. Luego dijo con voz queda:
-¡Está bien: voy a devolverlo!
Y sin decir más, sin siquiera volver la cabeza, se fue entre el batallón móvil que partía en la noche. No se le ha vuelto a ver nunca más.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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