Hacía sólo ocho días que el pequeño Jack había sido separado
de su madre y estaba en el colegio. Pero él se imaginaba estar allí tres
largos siglos y no podía habituarse a esta separación.
Sucedió que una tarde que había ido de paseo con sus
condiscípulos quiso el azar que se detuvieran a la entrada del Bosque de
Bolonia, cerca del hotelito de sus padres. No pudo evitarlo y se escapó.
«Abrazaré a mamá solamente, para que me dé ánimos -pensó
el chiquillo, y regresaré en seguida...»
Pero con gran asombro encontró el hotelito cerrado,
los postigos ajustados y un gran letrero: «Para alquilar», en la puerta. Jack
se quedó atónito, desalentado, a punto de llorar.
-La señora de Argenton se fue al campo -dijo una voz a
su lado.
Era el cartero, que acertaba a pasar por allí con paso
apresurado, removiendo las cartas que llevaba para el reparto.
-¡Al campo! -exclamó aterrado Jack. ¿Y adónde, señor
cartero?
-A Etiolles.
Jack olvidó el colegio, lo olvidó todo.
-¡Mamá se fue! ¡Se fue! ¿Por qué? Quiero verla. Me iré
a Etiolles.
En vez de regresar con sus compañeros, tomó una calle
para él desconocida, y, enardecido por la fiebre de su empresa, se detuvo ante
el primer hombre que vio de pie en el umbral de una tienda -una carbonería, y
prendado de la dulce sonrisa con que le miraba, a pesar de su cara tiznada y
del gorro sucio que sostenía en la mano, le preguntó:
-¿Está muy lejos Etiolles, señor?
-¿Etiolles? Pues no muy cerca. Está al lado de Bercy,
encima de Villanueva de San Jorge. Tus pobres piernas no podrán llevarte. Mas
si tomas el tren llegarás en seguida...
-Gracias, señor, muchas gracias -agradeció Jack. Y se
alejó presu-roso, ante el temor de que formularan algunas preguntas.
¡Bercy!
Recordó Jack que había ido a Etiolles no hacía mucho.
El camino no resultaba difícil: bastaba con ganar el Sena y seguir su curso
remontándolo. Desde luego quedaba lejos. ¡Oh! ¡Muy lejos! Y él no disponía de
dinero para tomar el tren; pero el deseo de ver a sus padres le daba fuerzas.
No estaba muy seguro del camino emprendido.
A cada instante una nueva inquietud le forzaba a apresurar
el paso. La mirada inquisitiva de los gendarmes le aterraba. En los mil ruidos
de París se imaginaba siempre que unas voces repetían sin cesar:
-¡Detenedle! ¡Detenedle!
Para librarse de tales obsesiones, Jack se echó a correr
con todas sus fuerzas por el estrecho pasillo que bordea el agua.
El día tocaba a su fin. El río, lento, crecido y amarillento
por las últimas lluvias, chocaba pesadamente contra las arcadas del puente, en
cuyos pilares brillaban gruesos anillos de hierro. Soplaba el viento,
dispersando los últimos rayos del sol poniente. Todo cobraba vida con la
premura habitual característica de los fines de jornada en París, tan dinámicos
y pletóricos. Las mujeres salían de los lavaderos cargadas con la ropa mojada.
Unos pescadores de caña subían con sus aparejos y cestos, rozando al pasar a
los caballos que se dirigían al abrevadero. Toda una población ribereña,
formada principalmente por marineros y estibadores, circulaba compacta por las
aceras, mezclada con una muchedumbre opaca y terrible de merodeadores y
descuideros.
De vez en cuando alguno de estos hombres se volvía,
para ver pasar a aquel chiquillo vestido de colegial que caminaba presuroso y
que parecía de juguete en el impresionante marco de las riberas del Sena.
A cada instante cambiaba la fisonomía de las orillas.
Aquí era negra y ofrecía la estampa de enormes barcos carboneros. Más lejos,
estaba cubierta de pieles de frutas. El olor fresco de hortalizas se mezclaba
al hedor del cieno. Bajo los grandes cobertizos entreabiertos y en numerosas
barcazas amarradas se guardaban montañas de manzanas con sus deslumbrantes
colores campestres.
De pronto se tenía la impresión de un auténtico puerto
de mar. Había un amontonamiento de mercancías de toda clase e innumerables
barquitos de vapor con chimeneas cortas, vacías de humo. Olían a brea, a
hulla, a travesía marítima.
Luego se estrechaba el río y aparecía un ramillete de
altos árboles cuyas viejas raíces se bañaban en las aguas del río. Igual podía
uno imaginarse estar a veinte leguas de París tres siglos atrás.
Sin que Jack lo advirtiera, el camino de sirga ascendía
sensiblemente y se ensanchaba al mismo tiempo. Se encontró en un amplio muelle
a idéntico nivel del ribazo, del que le separaban algunos mojones.
La luz de gas iluminaba unos camiones que entraban por
los enormes portalones. Los toneles rodaban con estruendo. El olor de madera
húmeda se mezclaba con el hedor que despedían las heces del vino y que se escapaba
de los miles de bocoyes alineados en el muelle, en las bodegas y en los
almacenes.
Era Bercy. Pero al mismo tiempo había llegado la noche.
Jack no lo advirtió en seguida.
El tumulto del muelle, radiante de luz; el Sena, amplio
en este lugar como una rada; los reflejos de ambas orillas, que se centuplicaban
y que daban la impresión de no haber llegado la noche aún; su imaginación
infantil, que sobreexcitada por la fiebre de la carrera estaba dominada por el
temor de no poder franquear las puertas, todo le sumía en la más honda
preocupación.
Cuando hubo salvado sin la menor dificultad el límite
de la ciudad, sin que ningún consumero se preocupara del pequeño fugitivo, sin
que ningún gendarme se fijara en el uniforme de colegial; cuando dejó a la
derecha el Sena y enfiló una larga calle cuyos faroles reverberaban cada vez
más espaciadamente, entonces el frío de la noche descendió sobre sus hombros y
le penetró hasta el corazón con temblores de escalofrío.
Mientras deambulaba por la ciudad sentía miedo de ser
reconocido y que le obligaran a regresar; ahora su temor era distinto, un
malestar irracional, acrecentado por el silencio y la soledad.
Sin embargo, el lugar donde se hallaba no era todavía
campo abierto. La calle estaba bordeada de casas por ambos lados; pero, a
medida que el chiquillo avanzaba, estos edificios se iban espaciando más y más,
aparecían largas vallas, almacenes, depósitos de mate-riales... Luego las
casas eran de una sola planta y sólo surgían de trecho en trecho. Se veían
fábricas y más fábricas, con sus altas chimeneas de color arcilla apuntando al
cielo. De pronto apareció un inmenso edificio de seis plantas, acribillado de
ventanas por un lado y completamente cerrado por los otros tres, perdido en
medio de tierras yermas, siniestro y misterioso.
Aunque apenas eran las ocho, este largo camino que se
perdía en la oscuridad estaba silencioso y casi desierto. Los pocos
transeúntes caminaban sin ruido, salvando los charcos diseminados por la tierra
inculta. Más que verlas se adivinaban las sombras que se deslizaban a ras de
las empalizadas, sombras mudas que se dirigían a realizar tareas misteriosas.
Para que el silencio fuera más espantoso todavía, de vez en cuando los perros
ladraban lastimeramente en los sombríos patios de las fábricas desiertas.
Jack estaba aterrado. Cada paso que daba le alejaba de
París, de su ruido, de sus luces, y le hundía más y más en la noche, en el
silencio. Precisamente en aquel momento llegó ante el último chamizo, un
barracón de vinos aún iluminado, cuyo rótulo luminoso trazaba en el camino una
raya de luz que al chiquillo se le antojó el límite del mundo habitado.
Luego venía lo desconocido, las sombras. Vaciló largo
rato antes de lanzarse.
-¿Y si entrara ahí a preguntar por el camino? -musitó,
contemplando el barracón.
Desgraciadamente no tenía ni un céntimo en el
bolsillo. El tabernero roncaba a conciencia, sentado ante el mostrador. En
torno a un velador cojo dos hombres bebían con los codos apoyados en la mesa y
conversaban en voz baja. Al ruido que hizo el pequeño al empujar la puerta entornada
levantaron la cabeza y se quedaron contemplándole.
-¿Qué vendrá a buscar aquí ése? -gritó una voz
irritada.
Uno de los hombres se puso en pie. Jack, aterrado,
franqueó el umbral de un brinco y echó a correr, mientras a su espalda oía un
torrente de injurias e imprecaciones. La puerta se cerró de golpe. El chiquillo
seguía corriendo con todas sus fuerzas y no se detuvo hasta al cabo de mucho
tiempo, en pleno campo.
A lo lejos, a derecha e izquierda, se extendían campos
sin fin que parecían juntarse con la línea del horizonte.
La monotonía de la vista sólo estaba truncada por algunas
casas de campesinos, bajas, nuevas, semejantes a diminutos cubos blancos
disemina-dos en una noche de tinta.
Y, allá lejos, París se ofrecía como una ciudad maravillosa,
aún perceptible a tanta distancia, iluminando su cielo con rojizos resplandores
de fragua. París puede reconocerse desde sus alrededores por esta ascua de
luz, semejante a ciertos astros que arrastran en su constante girar la
atmósfera deslumbrante.
El chiquillo permanecía clavado allí, inmóvil,
aterrado.
Era la primera vez que se encontraba a horas tan intempestivas
fuera de casa y completamente solo. Además no había comido ni bebido nada desde
la mañana. Tenía, una sed enorme, una sed ardiente. Ahora comenzaba a
comprender en qué terrible aventura se había metido. Tal vez había equivocado
el camino y marchaba de espaldas al hermoso país de Etiolles, tan deseado y tan
lejano. Y suponiendo que hubiera emprendido la dirección acertada, ¡cuánta
fuerza de voluntad se requería para llegar hasta el fin!
Se le ocurrió entonces que podía acostarse en la cuneta
que bordeaba la carretera y dormir allí en espera de que amaneciera; pero al
acercarse oyó junto a sí una respiración penosa. En la penumbra pudo
vislumbrar la figura de un hombre tendido en el fondo de la cuneta, con la
cabeza apoyada en un montón de piedras, formando una masa confusa con la
blancura de los guijarros.
Jack se detuvo petrificado, con las piernas temblorosas,
incapaz de dar un paso ni adelante ni atrás.
Una luz de vivos destellos y el rumor de voces que
avanzaban por la carretera le sacaron de su entorpecimiento.
Un oficial que regresaba a su destacamento, esos cuartelillos
que constituyen las avanzadillas de París, caminaba junto a su ordenanza, que
le precedía con un farol en alto para iluminar las sombras de la noche, negra
cual boca de lobo.
-Buenas noches, señores -balbució el pequeño, con voz
suave y temblorosa de emoción.
El soldado que empuñaba la linterna la alzó en dirección
a la voz.
-¡Mala hora para viajar, chico! -exclamó el oficial.
¿Vas muy lejos?
-¡Oh! No, señor. No voy muy lejos..., aquí mismo -contestó
Jack, que no se atrevía a explicar su escapada.
-Bien. Podemos hacer un trecho del camino juntos. Yo
voy a Charenton.
Fue una suerte para Jack ir durante una hora en compañía
de estos valientes soldados, regular su paso al de ellos, caminar envuelto en
la claridad del farol bienhechor, que disipaba las tinieblas a su alrededor. Y
además se tranquilizó al saber que estaba en el buen camino, pues los nombres
de los lugares por donde discurrían y que oía pronunciar le eran bien
conocidos.
-Ya hemos llegado nosotros a nuestro destino -exclamó
de pronto el oficial, deteniéndose. Buenas noches, chico, buenas noches... Y
otra vez no te empeñes en aventurarte a solas por la carretera a semejantes
horas. Los arrabales de París no son seguros.
Los dos soldados y su farol desaparecieron por una
callejuela, dejando a Jack completamente solo una vez más, a la entrada de una
calle sin fin del pueblecito de Charenton.
Aquí encontró de nuevo los reverberos de Bercy, las
tabernas repelentes de las que salían cantos de borrachos, altercados brutales
que la pesadez del sueño embrutecía aún más.
Allá arriba, en lo alto de la torre de una iglesia
rodeada de casas por un lado y de jardines por otro, sonaron las nueve.
Jack se encontró en la orilla de un malecón, atravesó
un puente que parecía tendido sobre el abismo, tan negra era la noche, y pensó
en detenerse un instante acodado al pretil; pero sus oídos se sintieron
lastimados por unos cantos estentóreos, dispersos ahora por las calles llenas
de sombras. Nuevamente el terror se apoderó de su imaginación, y el infeliz
chiquillo echó a correr hasta alcanzar el campo, donde al menos el miedo tomaba
aspecto de ensueño.
Estos lugares eran muy distintos del arrabal
parisiense, con los campos entrecortados de fábricas. Aquí habíaa granjas,
establos, y olía a paja, a lana y a estiércol.
Pronto la carretera se ensanchó y Jack volvió a encontrar
las cunetas interminables, los montoncitos de grava simétricamente alineados,
los mojones indicadores de las distancias que ha recorrido el paso fatigado del
viajero.
Este silencio que se desliza junto a él, esta ausencia
absoluta de movimiento despiertan en el niño la ilusión de un inmenso sueño en
el que se ha sumido la naturaleza toda. Hasta teme oír a su lado el rumor de la
respiración acompasada que tanto le ha impresionado en aquella cuneta del
montoncito de piedras. Hasta el leve ruido de sus propios pasos le turba; y, a
veces, se vuelve de pronto como si temiese que alguien le persiguiera.
El resplandor de París continúa iluminando el horizonte.
A lo lejos se oye chirriar de ruedas y tintineo de cascabeles. El chiquillo
piensa: «Esperemos...» Pero nada pasa. La carreta invisible, cuyas ruedas
parecen avanzar penosamente, desaparece por algún lugar lejano del horizonte,
vuelve a oírse, enmudece, despierta de nuevo en las caprichosas revueltas de
alguna carretera sinuosa y difícil, sin decidirse jamás a aparecer.
Jack prosigue su camino. ¿Quién será ese hombre que le
espera a pie firme al borde de la carretera? Un hombre, dos, tres... Son
árboles. Altos álamos cuyas hojas tiemblan sin que sus ramas se muevan
siquiera. Después olmos, viejos olmos de Francia de troncos caprichosos, frondosos,
inmensos, retorcidos y atormentados.
Jack camina rodeado por la naturaleza, envuelto en ese
gran misterio de noches de primavera en que se oye crecer la hierba, abrirse
los capullos, henderse la tierra al brotar las plantas. Todos estos ruidos
confusos le llenan de terror.
-¿Y si cantara para darme ánimo? -musita.
Influido por las sombras que le rodean, acude a su
mente una tonada de Turena, una canción de cuna con la que su madre solía
dormirle antaño cuando apagaba la luz de su cuartito y le arrullaba:
Tengo unos
zapatos colorados,
mi niña,
niña, niñita mía.
Su voz temblaba en el aire. Daba pena oírle. Sus temores
infantiles gorjeaban en medio de la negra y anchurosa carretera, y se servían
de esta canción para guiarse a través de un hilo tembloroso y sonoro... De
repente la canción murió en sus labios.
Algo terrible se acercaba. Unas sombras extrañas, más
negras que cuanto le rodea, avanzan hacia él, como si las tinieblas quisiesen
engullirle.
Antes de ver, de distinguir, Jack oye.
Oye gritos, gritos proferidos por voces humanas, mal
articulados, confusos, que más parecen sollozos o alaridos. Luego golpes
sordos mezclados a un chaparrón, a una lluvia tormentosa traída por esa nube
lúgubre. Después un horrible bramido que hace retumbar la tierra. Bueyes, son
bueyes. Toda una boyada que irrumpe entre ambas cunetas y que rodea al pequeño
Jack, le empuja, le atropella. El chiquillo recibe el aliento húmedo de los
bueyes, los coletazos de sus rabos vigorosos, el calor de las anchas ancas, y
su olfato apenas puede soportar el hedor de establo tumultuosamente removido.
La boyada pasa como una tromba, vigilada por dos
recios mastines y dos mozallones mitad pastores mitad matarifes, que corren
tras el ganado bravo e indisciplinado, dando trallazos y alaridos.
Tras ellos queda el chiquillo atónito, aterrorizado,
estupefacto. No se atreve a dar un paso. Estos han pasado, pero ¿no vendrán
otros? ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Correr a campo traviesa? Pero podría perderse;
estaba todo tan oscuro...
Jack cae de rodillas y se echa a llorar; querría morir
allí. El rodar de un carruje y los dos faroles encendidos que avanzan por la
carretera hacia él, como dos miradas amigas, le reaniman al instante.
Enardecido por su mismo miedo, grita:
-¡Señor..., señor!...
El coche se detiene. Bajo la capota del carruaje asoma
una cabeza cubierta con una gorra enorme con orejeras que se inclina para
inquirir a quién pertenece esa vocecita tímida que le llega desde el suelo.
-Estoy muy cansado -murmura Jack, tembloroso. ¿Me
permite que suba a su coche?
El de la gorra enorme vacila en contestar. Pero del
fondo de la capota viene una voz femenina en ayuda del müchacho:
-¡Oh! ¡Pobre pequeño!... Déjale subir.
-¿Adónde vas? -pregunta el de la gorra.
El chiquillo vacila un minuto. Como todos los fugitivos,
que se creen perseguidos, oculta cuidadosamente la finalidad de su viaje.
-A Villanueva de San Jorge -contesta.
-Bien. Sube.
Y hete aquí al muchacho, acomodado en el carruaje,
bien envuelto en una gruesa manta de viaje, sentado entre un grueso señor y una
maciza dama, que miran con curiosidad al pequeño colegial encontrado en la
carretera. ¿Adónde iría tan tarde y tan solo? Jack hubiera dicho con gusto la
verdad, porque entre la buena gente se establece una confianza comunicativa.
¡Pero no! Teme demasiado haberse comportado mal. Y decide contar una historia
imaginaria. Su madre se halla muy enferma en casa de unos amigos... Se lo han
comu-nicado al atardecer y se ha apresurado a partir, a pie, impaciente por
llegar cuanto antes, sin poder esperar al tren de mañana.
-Lo comprendo -dice la dama, que tiene aspecto de
persona ingenua y buena.
El de la gorra con orejeras también lo comprende. Pero
desea formular diversas reflexiones llenas de prudencia sobre la inconveniencia
de que un niño de esa edad corra por las carreteras a semejantes horas. Los
peligros son innumerables, y el de la gorra con orejeras, se complace en enumerárselos
a su joven amigo. Luego inquiere en qué lugar de Villanueva viven los conocidos
de su madre.
-Al final del pueblo -contesta al instante Jack. La
última casa a la derecha.
Se siente satisfecho de que sea de noche y su rubor
pase inadvertido, oculto bajo la capota del carruaje. Desgraciadamente para
él, no han acabado todavía las preguntas. Marido y mujer son muy charlatanes,
y, curiosos como buenos charlatanes, no pueden estar cinco minutos sin explicar
todos los pormenores de su vida. Son comerciantes de tejidos en la calle
Boudonnais, y cada sábado se van al campo para sacudirse de encima, en una
bonita casita de su propiedad, el polvo de su comercio, una tienda excelente
que les permitirá muy pronto retirarse a su rinconcito verde de Soisy de Etiolles.
-¿Está lejos de Etiolles ese pueblo? -pregunta Jack,
sobresaltado.
-¡Oh, no! Al lado mismo -contesta el de la gorra
enorme, al par que aplica un trallazo cariñoso al caballo.
¡Qué fatalidad!
Si hubiese dicho la verdad, confesando que se dirigía
a Etiolles, le habría bastado con proseguir el viaje en este excelente coche
que rueda acompasadamente en medio de un surco de luz movediza y
tranquilizadora. No habría tenido más que dejarse mecer por el traqueteo
cadencioso del coche, estirar las piernas adormiladas y dormirse arrebujado en
el chal de la dama, que le preguntaba a cada instante si estaba calentito y
cómodo.
El de la gorra con orejeras destapó una botella y le
hizo beber algo fuerte para reanimarle.
¡Ah! Si tuviese el valor de decirle: «No es cierto...,
he mentido. Nada tengo que hacer en Villanueva de San Jorge. Voy más lejos,
allá, adonde van ustedes.»
Pero de hacerlo se exponía al desprecio, a la desconfianza
de aquella buena gente, tan sincera; prefería volver a vivir los terrores y angustias
antes sufridos que sentirse lastimado por su conmiseración. Sin embargo,
cuando los oyó decir que llegaban a Villanueva, el chiquillo no pudo reprimir
un sollozo.
-No llores, amiguito -le dijo la buena mujer. Tu mamá
no debe de estar tan enferma corno crees, y el verte le hará bien.
El coche se detuvo en la última casa de Villanueva.
-Allí es -exclamó Jack, emocionado.
La mujer le abrazó y el marido le estrechó la mano, ayudándole
a apearse.
-¡Ah ¡Ah! ¡suerte tienes de haber llegado ya! Nosotros
aún tenemos que recorrer más de cuatro leguas.
¡También él tenía que recorrer aquellas cuatro leguas!
Era terrible.
Se acercó a una verja como si fuese a llamar.
-¡Adiós!¡Buenas noches! le gritaron sus amigos.
-Buenas noches -contestó el muchacho, con voz velada
por las iágrimas.
El coche dejó la dirección de Lyon, torció a la
derecha y tomó por un camino bordeado de árboles, dibujando con sus faroles un
gran círculo luminoso en la oscuridad de la llanura.
Entonces se le ocurrió la loca idea de que tal vez podría
alcanzar aquella luz protectora y mantenerse en su luminosidad a fuerza de
correr. Se lanzó tras ella con rabia mal reprimida; pero sus piernas, que el
descanso había debilitado, del mismo modo que la luz había hecho sus ojos
menos sensibles a la oscuridad, rehusaron obedecerle.
Al cabo de pocos pasos se vio obligado a detenerse. De
nuevo intentó correr; mas acabó por caer al suelo, completamente extenuado,
vencido por una crisis nerviosa, con los ojos arrasados de lágrimas, mientras
el carruaje acogedor proseguía tranquilamente su camino, sin sospechar que
dejaba tras de sí una desesperación tan completa y tan profunda.
Jack decide tumbarse al borde del camino. Hace frío,
la tierra está húmeda. ¡No importa! La fatiga es más fuerte. A su alrededor
adivina la inmensidad de los campos. El viento tiene este hálito prolongado
cuando recorre amplios espacios, tierra o mar; y poco a poco todo el aliento
de la llanura, el crecer de la hierba, el rumor de las hojas, confundido en un
inmenso balanceo de suspiros y sonidos, envuelven al muchacho, le acunan, le
tranquilizan y le sumen en un profundo sueño.
Un estruendo terrible le despierta con gran
sobresalto. ¿Qué será? Con ojos cargados de sueño Jack ve pasar a escasos
metros, por encima de un talud, un animal monstruoso, terrible, ululante, que
silba sin cesar, con dos ojos enormes, abombados y sangrantes, y largos anillos
negros que se despliegan arrojando al aire una lluvia de chispas. El monstruo
huye en la noche corno la cola de un inmenso cometa que hendiera el aire con
horrísono estruendo. Por donde pasa se abre la noche, desgarrada, y se divisa
un poste, unos árboles... Tras él vuelve a hacerse la oscuridad.
Cuando ya la aparición está lejana, cuando de ella
sólo se distingue una lucecita verde, el chiquillo cae en la cuenta de que
acaba de pasar el tren expreso nocturno.
¿Qué hora será? ¿Dónde está? ¿Cuánto ha dormido? Nada
sabe; pero este sueño le ha senta,do mal. Se haa despertado derrengado, tensos
los miembros, el corazón en un puño. ¡Oh!¡Qué terrible momento despertar de
dulces sueños y toparse con la cruel realidad!
Jack se levanta. En la carretera, que el viento
nocturno ha secado y endurecido, sus pasos resuenan tan recios que cree que
alguien le sigue.
Y comienza de nuevo la loca carrera.
Jack avanza en la oscuridad, rodeado del más profundo
silencio. Cruza por un pueblo sumido en el sueño, pasa bajo un campanario
cuadrado que le saluda con sus notas sonoras y vibrantes. Al llegar a otro
pueblo dan las tres de la madrugada. Y el muchacho camina, camina... La cabeza
le da vueltas, le arden los pies. Pero camina, camina siempre.
De vez en cuando el chiquillo se cruza con carruajes
cuyos ocu-pantes duermen plácidamente, hasta los caballos, hasta el cochero.
El muchacho pregunta, extenuado:
-¿Falta mucho para Etiolles?
Le contestan con un gruñido.
Muy pronto va a acompañarle por la carretera otro
viajero, un viajero cuya partida coincide con el canto de los gallos y el leve
croar de las ranas en la orilla del río. Es el día, el día que se asoma por
debajo de los nubarrones, indeciso aún sobre el camino que tomará. Jack lo
adivina a su alrededor y comparte con la naturaleza esta espera ansiosa del
nuevo día.
De pronto, frente a él, en la misma dirección de Etiolles,
donde según le han dicho se encuentra su madre, el cielo se desgarra. Al
principio es sólo una línea luminosa, una palidez que va extendiéndose y
obliga a la noche a batirse en retirada. La línea de luz crece como una llama
incierta que buscara el aire para ayudarse a subir.
Jack marcha hacia esa luz. Y marcha en una especie de
delirio que centuplica sus fuerzas. Algo le advierte que su madre está allá
abajo, y allá abajo también está el fin de esta horrible noche.
Ahora todo el cielo se ha abierto al fondo. Como si un
enorme ojo claro, bañado en lágrimas, viera llegar al muchacho con mirada
tierna y dulce.
«Ya voy, ya voy», parece que diga el chiquillo a la
llamada luminosa y bendita.
La carretera comienza a blanquearse. Jack ha dejado atrás
sus temores. Por otra parte el camino se ha hermoseado; ya no hay cuneta ni
adoquines. Por aquí deben de discurrir ricos carruajes tirados por bien
enjaezados caballos. A ambos lados aparecen, bañados por el rocío y la rosada
luz del amanecer, suntuosos edificios de amplias escalinatas, lujosas
propiedades de césped bien cuidado, con amplias avenidas que ofrecen sombreado
cobijo en sus enarenados paseos.
En los espacios encuadrados por los muros de mansión a
mansión se extienden viñedos y declives frondosos que bajan hasta un río, que
parece surgir de la noche, mezcla de azul oscuro, verde suave y rosa. Mientras
tanto la luz del cielo va haciéndose más intensa, a medida que el muchacho
avanza en su camino.
¡Oh aurora maternal!... Derrama un poco de calor y de
esperanza y de fuerza en el corazón de este chiquillo extenuado que se apresura
a tenderte los brazos.
-¿Falta mucho para Etiolles? -pregunta Jack a los
transeúntes que pasan a su lado, con el saco en bandolera, mudos, dormidos.
-No, no falta mucho para Etiolles. Basta seguir el
bosque, siempre recto.
En estos instantes despierta el bosque. La gran cortina
verde que bordea el camino se estremece de pronto. Hay gorjeos, arrullos,
susurros que encuentran eco desde las rosas silvestres de los setos hasta los
robles centenarios. Las ramas se estremecen con aletazos precipitados; y
mientras la penumbra se evapora en el aire las aves nocturnas, con su vuelo
silencioso, ganan sus cobijos misteriosos. Una alondra remonta el vuelo desde
la llanura, fina, con las alas extendidas; se eleva trazando en el cielo
primorosos arabescos.
El chiquillo detiene su marcha. Junto a él pasa una anciana
hara-pienta de rostro ceñudo que lleva una cabra. De nuevo pregunta:
-¿Falta mucho para Etiolles?
La vieja le mira con ira y le indica un sendero pedregoso
que asciende por la falda del bosque. A pesar de estar extenuado, Jack
prosigue su camino sin detenerse. El sol comienza a calentar. El alba se ha
convertido de pronto en un horno de rayos deslumbradores. El muchacho
comprende que ya está acercándose. Camina encorvado, vacilante, tropezando con
las piedras del sendero, que ruedan bajo sus pies. Pero a pesar de todo sigue
caminando.
Finalmente ve en alto un campanario que se eleva por
encima de los tejados y del follaje. ¡Ánimo: un último esfuerzo! Es preciso
llegar hasta allí. Pero le faltan las fuerzas.
Le tiemblan las piernas, cae, se levanta, vuelve a
caer, y, con los ojos entreabiertos, vislumbra muy cerca una casita rodeada de
parra, glicinas en flor, rosales trepadores que cubren parte de las paredes
hasta alcanzar el palomar y su torrecita rosa de ladrillos nuevos.
¡Oh! ¡Qué hermosa casita, tan linda, bañada de luz
dorada! Toda-vía permanece todo cerrado; sin embargo no duermen, porque una voz
de mujer, fresca y alegre, canta jubilosa:
Tengo unos
zapatos colorados,
mi niña,
niña, niñita mía.
Esa voz, esa canción... Jack cree soñar. Los batientes
de una persiana golpean el muro y aparece una mujer vestida de blanco, con el
cabello recogido y la mirada soñadora:
-¡Mamá ¡Mamá! -grita Jack con voz débil.
La mujer se calla al instante, mira, escudriña, busca
ligeramente deslumbrada por el sol naciente. Después, de pronto, descubre al
pequefiuelo, pálido, sucio de barro, destrozado, sin aliento. Y lanza un grito
desgarrador:
-¡Jack!
En un santiamén está a su lado. Y con todo el calor de
su corazón de madre calienta al chiquillo medio inuerto, helado de terror, de
angustia, de frío y de la oscuridad de aquella noche tan terrible.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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