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domingo, 4 de agosto de 2013

La huida

Hacía sólo ocho días que el pequeño Jack había sido se­parado de su madre y estaba en el colegio. Pero él se ima­ginaba estar allí tres largos siglos y no podía habituarse a esta separación.
Sucedió que una tarde que había ido de paseo con sus condiscípulos quiso el azar que se detuvieran a la entrada del Bosque de Bolonia, cerca del hotelito de sus padres. No pudo evitarlo y se escapó.
«Abrazaré a mamá solamente, para que me dé áni­mos -pensó el chiquillo, y regresaré en seguida...»
Pero con gran asombro encontró el hotelito cerrado, los postigos ajustados y un gran letrero: «Para alquilar», en la puerta. Jack se quedó atónito, desalentado, a punto de llorar.
-La señora de Argenton se fue al campo -dijo una voz a su lado.
Era el cartero, que acertaba a pasar por allí con paso apresurado, removiendo las cartas que llevaba para el reparto.
-¡Al campo! -exclamó aterrado Jack. ¿Y adón­de, señor cartero?
-A Etiolles.
Jack olvidó el colegio, lo olvidó todo.
-¡Mamá se fue! ¡Se fue! ¿Por qué? Quiero verla. Me iré a Etiolles.
En vez de regresar con sus compañeros, tomó una ca­lle para él desconocida, y, enardecido por la fiebre de su empresa, se detuvo ante el primer hombre que vio de pie en el umbral de una tienda -una carbonería, y pren­dado de la dulce sonrisa con que le miraba, a pesar de su cara tiznada y del gorro sucio que sostenía en la mano, le preguntó:
-¿Está muy lejos Etiolles, señor?
-¿Etiolles? Pues no muy cerca. Está al lado de Ber­cy, encima de Villanueva de San Jorge. Tus pobres pier­nas no podrán llevarte. Mas si tomas el tren llegarás en seguida...
-Gracias, señor, muchas gracias -agradeció Jack. Y se alejó presu-roso, ante el temor de que formularan algunas preguntas.

¡Bercy!
Recordó Jack que había ido a Etiolles no hacía mu­cho. El camino no resultaba difícil: bastaba con ganar el Sena y seguir su curso remontándolo. Desde luego que­daba lejos. ¡Oh! ¡Muy lejos! Y él no disponía de dinero para tomar el tren; pero el deseo de ver a sus padres le daba fuerzas. No estaba muy seguro del camino empren­dido.
A cada instante una nueva inquietud le forzaba a apre­surar el paso. La mirada inquisitiva de los gendarmes le aterraba. En los mil ruidos de París se imaginaba siempre que unas voces repetían sin cesar:
-¡Detenedle! ¡Detenedle!
Para librarse de tales obsesiones, Jack se echó a co­rrer con todas sus fuerzas por el estrecho pasillo que bor­dea el agua.
El día tocaba a su fin. El río, lento, crecido y amari­llento por las últimas lluvias, chocaba pesadamente con­tra las arcadas del puente, en cuyos pilares brillaban grue­sos anillos de hierro. Soplaba el viento, dispersando los últimos rayos del sol poniente. Todo cobraba vida con la premura habitual característica de los fines de jornada en París, tan dinámicos y pletóricos. Las mujeres salían de los lavaderos cargadas con la ropa mojada. Unos pesca­dores de caña subían con sus aparejos y cestos, rozando al pasar a los caballos que se dirigían al abrevadero. Toda una población ribereña, formada principalmente por ma­rineros y estibadores, circulaba compacta por las aceras, mezclada con una muchedumbre opaca y terrible de me­rodeadores y descuideros.
De vez en cuando alguno de estos hombres se volvía, para ver pasar a aquel chiquillo vestido de colegial que caminaba presuroso y que parecía de juguete en el impre­sionante marco de las riberas del Sena.
A cada instante cambiaba la fisonomía de las orillas. Aquí era negra y ofrecía la estampa de enormes barcos carboneros. Más lejos, estaba cubierta de pieles de frutas. El olor fresco de hortalizas se mezclaba al hedor del cieno. Bajo los grandes cobertizos entreabiertos y en numerosas barcazas amarradas se guardaban montañas de manzanas con sus deslumbrantes colores campestres.
De pronto se tenía la impresión de un auténtico puer­to de mar. Había un amontonamiento de mercancías de toda clase e innumerables barquitos de vapor con chime­neas cortas, vacías de humo. Olían a brea, a hulla, a tra­vesía marítima.
Luego se estrechaba el río y aparecía un ramillete de altos árboles cuyas viejas raíces se bañaban en las aguas del río. Igual podía uno imaginarse estar a veinte leguas de París tres siglos atrás.
Sin que Jack lo advirtiera, el camino de sirga ascen­día sensiblemente y se ensanchaba al mismo tiempo. Se encontró en un amplio muelle a idéntico nivel del ribazo, del que le separaban algunos mojones.
La luz de gas iluminaba unos camiones que entraban por los enormes portalones. Los toneles rodaban con es­truendo. El olor de madera húmeda se mezclaba con el hedor que despedían las heces del vino y que se esca­paba de los miles de bocoyes alineados en el muelle, en las bodegas y en los almacenes.
Era Bercy. Pero al mismo tiempo había llegado la no­che. Jack no lo advirtió en seguida.
El tumulto del muelle, radiante de luz; el Sena, am­plio en este lugar como una rada; los reflejos de ambas orillas, que se centuplicaban y que daban la impresión de no haber llegado la noche aún; su imaginación infantil, que sobreexcitada por la fiebre de la carrera estaba domi­nada por el temor de no poder franquear las puertas, todo le sumía en la más honda preocupación.
Cuando hubo salvado sin la menor dificultad el límite de la ciudad, sin que ningún consumero se preocupara del pequeño fugitivo, sin que ningún gendarme se fijara en el uniforme de colegial; cuando dejó a la derecha el Sena y enfiló una larga calle cuyos faroles reverberaban cada vez más espaciadamente, entonces el frío de la noche des­cendió sobre sus hombros y le penetró hasta el corazón con temblores de escalofrío.
Mientras deambulaba por la ciudad sentía miedo de ser reconocido y que le obligaran a regresar; ahora su temor era distinto, un malestar irracional, acrecentado por el silencio y la soledad.
Sin embargo, el lugar donde se hallaba no era todavía campo abierto. La calle estaba bordeada de casas por am­bos lados; pero, a medida que el chiquillo avanzaba, estos edificios se iban espaciando más y más, aparecían lar­gas vallas, almacenes, depósitos de mate-riales... Luego las casas eran de una sola planta y sólo surgían de trecho en trecho. Se veían fábricas y más fábricas, con sus altas chimeneas de color arcilla apuntando al cielo. De pronto apareció un inmenso edificio de seis plantas, acribillado de ventanas por un lado y completamente cerrado por los otros tres, perdido en medio de tierras yermas, siniestro y misterioso.
Aunque apenas eran las ocho, este largo camino que se perdía en la oscuridad estaba silencioso y casi desier­to. Los pocos transeúntes caminaban sin ruido, salvando los charcos diseminados por la tierra inculta. Más que verlas se adivinaban las sombras que se deslizaban a ras de las empalizadas, sombras mudas que se dirigían a rea­lizar tareas misteriosas. Para que el silencio fuera más es­pantoso todavía, de vez en cuando los perros ladraban lastimeramente en los sombríos patios de las fábricas de­siertas.
Jack estaba aterrado. Cada paso que daba le alejaba de París, de su ruido, de sus luces, y le hundía más y más en la noche, en el silencio. Precisamente en aquel momen­to llegó ante el último chamizo, un barracón de vinos aún iluminado, cuyo rótulo luminoso trazaba en el camino una raya de luz que al chiquillo se le antojó el límite del mundo habitado.
Luego venía lo desconocido, las sombras. Vaciló largo rato antes de lanzarse.
-¿Y si entrara ahí a preguntar por el camino? -mu­sitó, contemplando el barracón.
Desgraciadamente no tenía ni un céntimo en el bolsillo. El tabernero roncaba a conciencia, sentado ante el mos­trador. En torno a un velador cojo dos hombres bebían con los codos apoyados en la mesa y conversaban en voz baja. Al ruido que hizo el pequeño al empujar la puerta entornada levantaron la cabeza y se quedaron contem­plándole.
-¿Qué vendrá a buscar aquí ése? -gritó una voz irritada.
Uno de los hombres se puso en pie. Jack, aterrado, franqueó el umbral de un brinco y echó a correr, mientras a su espalda oía un torrente de injurias e imprecaciones. La puerta se cerró de golpe. El chiquillo seguía corriendo con todas sus fuerzas y no se detuvo hasta al cabo de mu­cho tiempo, en pleno campo.
A lo lejos, a derecha e izquierda, se extendían campos sin fin que parecían juntarse con la línea del horizonte.
La monotonía de la vista sólo estaba truncada por al­gunas casas de campesinos, bajas, nuevas, semejantes a diminutos cubos blancos disemina-dos en una noche de tinta.
Y, allá lejos, París se ofrecía como una ciudad mara­villosa, aún perceptible a tanta distancia, iluminando su cielo con rojizos resplandores de fragua. París puede re­conocerse desde sus alrededores por esta ascua de luz, se­mejante a ciertos astros que arrastran en su constante gi­rar la atmósfera deslumbrante.
El chiquillo permanecía clavado allí, inmóvil, aterrado.
Era la primera vez que se encontraba a horas tan in­tempestivas fuera de casa y completamente solo. Además no había comido ni bebido nada desde la mañana. Tenía, una sed enorme, una sed ardiente. Ahora comenzaba a comprender en qué terrible aventura se había metido. Tal vez había equivocado el camino y marchaba de espaldas al hermoso país de Etiolles, tan deseado y tan lejano. Y su­poniendo que hubiera emprendido la dirección acertada, ¡cuánta fuerza de voluntad se requería para llegar hasta el fin!
Se le ocurrió entonces que podía acostarse en la cu­neta que bordeaba la carretera y dormir allí en espera de que amaneciera; pero al acercarse oyó junto a sí una res­piración penosa. En la penumbra pudo vislumbrar la figu­ra de un hombre tendido en el fondo de la cuneta, con la cabeza apoyada en un montón de piedras, formando una masa confusa con la blancura de los guijarros.
Jack se detuvo petrificado, con las piernas tembloro­sas, incapaz de dar un paso ni adelante ni atrás.

Una luz de vivos destellos y el rumor de voces que avanzaban por la carretera le sacaron de su entorpeci­miento.
Un oficial que regresaba a su destacamento, esos cuar­telillos que constituyen las avanzadillas de París, cami­naba junto a su ordenanza, que le precedía con un farol en alto para iluminar las sombras de la noche, negra cual boca de lobo.
-Buenas noches, señores -balbució el pequeño, con voz suave y temblorosa de emoción.
El soldado que empuñaba la linterna la alzó en direc­ción a la voz.
-¡Mala hora para viajar, chico! -exclamó el ofi­cial. ¿Vas muy lejos?
-¡Oh! No, señor. No voy muy lejos..., aquí mismo -contestó Jack, que no se atrevía a explicar su escapada.
-Bien. Podemos hacer un trecho del camino juntos. Yo voy a Charenton.
Fue una suerte para Jack ir durante una hora en com­pañía de estos valientes soldados, regular su paso al de ellos, caminar envuelto en la claridad del farol bienhe­chor, que disipaba las tinieblas a su alrededor. Y además se tranquilizó al saber que estaba en el buen camino, pues los nombres de los lugares por donde discurrían y que oía pronunciar le eran bien conocidos.
-Ya hemos llegado nosotros a nuestro destino -ex­clamó de pronto el oficial, deteniéndose. Buenas no­ches, chico, buenas noches... Y otra vez no te empeñes en aventurarte a solas por la carretera a semejantes horas. Los arrabales de París no son seguros.
Los dos soldados y su farol desaparecieron por una callejuela, dejando a Jack completamente solo una vez más, a la entrada de una calle sin fin del pueblecito de Charenton.
Aquí encontró de nuevo los reverberos de Bercy, las tabernas repelentes de las que salían cantos de borrachos, altercados brutales que la pesadez del sueño embrutecía aún más.
Allá arriba, en lo alto de la torre de una iglesia rodea­da de casas por un lado y de jardines por otro, sonaron las nueve.
Jack se encontró en la orilla de un malecón, atravesó un puente que parecía tendido sobre el abismo, tan negra era la noche, y pensó en detenerse un instante acodado al pretil; pero sus oídos se sintieron lastimados por unos cantos estentóreos, dispersos ahora por las calles llenas de sombras. Nuevamente el terror se apoderó de su imagi­nación, y el infeliz chiquillo echó a correr hasta alcanzar el campo, donde al menos el miedo tomaba aspecto de en­sueño.
Estos lugares eran muy distintos del arrabal parisiense, con los campos entrecortados de fábricas. Aquí habíaa granjas, establos, y olía a paja, a lana y a estiércol.
Pronto la carretera se ensanchó y Jack volvió a en­contrar las cunetas interminables, los montoncitos de gra­va simétricamente alineados, los mojones indicadores de las distancias que ha recorrido el paso fatigado del via­jero.
Este silencio que se desliza junto a él, esta ausencia ab­soluta de movimiento despiertan en el niño la ilusión de un inmenso sueño en el que se ha sumido la naturaleza toda. Hasta teme oír a su lado el rumor de la respiración acompasada que tanto le ha impresionado en aquella cu­neta del montoncito de piedras. Hasta el leve ruido de sus propios pasos le turba; y, a veces, se vuelve de pronto como si temiese que alguien le persiguiera.
El resplandor de París continúa iluminando el hori­zonte. A lo lejos se oye chirriar de ruedas y tintineo de cascabeles. El chiquillo piensa: «Esperemos...» Pero nada pasa. La carreta invisible, cuyas ruedas parecen avanzar penosamente, desaparece por algún lugar lejano del ho­rizonte, vuelve a oírse, enmudece, despierta de nuevo en las caprichosas revueltas de alguna carretera sinuosa y difícil, sin decidirse jamás a aparecer.
Jack prosigue su camino. ¿Quién será ese hombre que le espera a pie firme al borde de la carretera? Un hombre, dos, tres... Son árboles. Altos álamos cuyas hojas tiem­blan sin que sus ramas se muevan siquiera. Después ol­mos, viejos olmos de Francia de troncos caprichosos, fron­dosos, inmensos, retorcidos y atormentados.
Jack camina rodeado por la naturaleza, envuelto en ese gran misterio de noches de primavera en que se oye crecer la hierba, abrirse los capullos, henderse la tierra al brotar las plantas. Todos estos ruidos confusos le llenan de terror.
-¿Y si cantara para darme ánimo? -musita.
Influido por las sombras que le rodean, acude a su mente una tonada de Turena, una canción de cuna con la que su madre solía dormirle antaño cuando apagaba la luz de su cuartito y le arrullaba:

Tengo unos zapatos colorados,
mi niña, niña, niñita mía.

Su voz temblaba en el aire. Daba pena oírle. Sus te­mores infantiles gorjeaban en medio de la negra y anchu­rosa carretera, y se servían de esta canción para guiarse a través de un hilo tembloroso y sonoro... De repente la canción murió en sus labios.
Algo terrible se acercaba. Unas sombras extrañas, más negras que cuanto le rodea, avanzan hacia él, como si las tinieblas quisiesen engullirle.
Antes de ver, de distinguir, Jack oye.
Oye gritos, gritos proferidos por voces humanas, mal articulados, confusos, que más parecen sollozos o alari­dos. Luego golpes sordos mezclados a un chaparrón, a una lluvia tormentosa traída por esa nube lúgubre. Des­pués un horrible bramido que hace retumbar la tierra. Bueyes, son bueyes. Toda una boyada que irrumpe entre ambas cunetas y que rodea al pequeño Jack, le empuja, le atropella. El chiquillo recibe el aliento húmedo de los bueyes, los coletazos de sus rabos vigorosos, el calor de las anchas ancas, y su olfato apenas puede soportar el he­dor de establo tumultuosamente removido.
La boyada pasa como una tromba, vigilada por dos recios mastines y dos mozallones mitad pastores mitad matarifes, que corren tras el ganado bravo e indisciplina­do, dando trallazos y alaridos.
Tras ellos queda el chiquillo atónito, aterrorizado, es­tupefacto. No se atreve a dar un paso. Estos han pasado, pero ¿no vendrán otros? ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? ¿Co­rrer a campo traviesa? Pero podría perderse; estaba todo tan oscuro...
Jack cae de rodillas y se echa a llorar; querría morir allí. El rodar de un carruje y los dos faroles encendidos que avanzan por la carretera hacia él, como dos miradas amigas, le reaniman al instante. Enardecido por su mis­mo miedo, grita:
-¡Señor..., señor!...
El coche se detiene. Bajo la capota del carruaje asoma una cabeza cubierta con una gorra enorme con orejeras que se inclina para inquirir a quién pertenece esa voceci­ta tímida que le llega desde el suelo.
-Estoy muy cansado -murmura Jack, tembloro­so. ¿Me permite que suba a su coche?
El de la gorra enorme vacila en contestar. Pero del fondo de la capota viene una voz femenina en ayuda del müchacho:
-¡Oh! ¡Pobre pequeño!... Déjale subir.
-¿Adónde vas? -pregunta el de la gorra.
El chiquillo vacila un minuto. Como todos los fugiti­vos, que se creen perseguidos, oculta cuidadosamente la finalidad de su viaje.
-A Villanueva de San Jorge -contesta.
-Bien. Sube.
Y hete aquí al muchacho, acomodado en el carruaje, bien envuelto en una gruesa manta de viaje, sentado entre un grueso señor y una maciza dama, que miran con cu­riosidad al pequeño colegial encontrado en la carretera. ¿Adónde iría tan tarde y tan solo? Jack hubiera dicho con gusto la verdad, porque entre la buena gente se establece una confianza comunicativa. ¡Pero no! Teme demasiado haberse comportado mal. Y decide contar una historia imaginaria. Su madre se halla muy enferma en casa de unos amigos... Se lo han comu-nicado al atardecer y se ha apresurado a partir, a pie, impaciente por llegar cuanto antes, sin poder esperar al tren de mañana.
-Lo comprendo -dice la dama, que tiene aspecto de persona ingenua y buena.
El de la gorra con orejeras también lo comprende. Pero desea formular diversas reflexiones llenas de pru­dencia sobre la inconveniencia de que un niño de esa edad corra por las carreteras a semejantes horas. Los peligros son innumerables, y el de la gorra con orejeras, se compla­ce en enumerárselos a su joven amigo. Luego inquiere en qué lugar de Villanueva viven los conocidos de su madre.
-Al final del pueblo -contesta al instante Jack. La última casa a la derecha.
Se siente satisfecho de que sea de noche y su rubor pase inadvertido, oculto bajo la capota del carruaje. Des­graciadamente para él, no han acabado todavía las pre­guntas. Marido y mujer son muy charlatanes, y, curiosos como buenos charlatanes, no pueden estar cinco minutos sin explicar todos los pormenores de su vida. Son comer­ciantes de tejidos en la calle Boudonnais, y cada sábado se van al campo para sacudirse de encima, en una bonita casita de su propiedad, el polvo de su comercio, una tien­da excelente que les permitirá muy pronto retirarse a su rinconcito verde de Soisy de Etiolles.
-¿Está lejos de Etiolles ese pueblo? -pregunta Jack, sobresaltado.
-¡Oh, no! Al lado mismo -contesta el de la gorra enorme, al par que aplica un trallazo cariñoso al caballo.
¡Qué fatalidad!
Si hubiese dicho la verdad, confesando que se dirigía a Etiolles, le habría bastado con proseguir el viaje en este excelente coche que rueda acompasadamente en medio de un surco de luz movediza y tranquilizadora. No habría tenido más que dejarse mecer por el traqueteo cadencioso del coche, estirar las piernas adormiladas y dormirse arre­bujado en el chal de la dama, que le preguntaba a cada instante si estaba calentito y cómodo.
El de la gorra con orejeras destapó una botella y le hizo beber algo fuerte para reanimarle.
¡Ah! Si tuviese el valor de decirle: «No es cierto..., he mentido. Nada tengo que hacer en Villanueva de San Jorge. Voy más lejos, allá, adonde van ustedes.»
Pero de hacerlo se exponía al desprecio, a la descon­fianza de aquella buena gente, tan sincera; prefería volver a vivir los terrores y angustias antes sufridos que sentirse lastimado por su conmiseración. Sin embargo, cuando los oyó decir que llegaban a Villanueva, el chiquillo no pudo reprimir un sollozo.
-No llores, amiguito -le dijo la buena mujer. Tu mamá no debe de estar tan enferma corno crees, y el verte le hará bien.
El coche se detuvo en la última casa de Villanueva.
-Allí es -exclamó Jack, emocionado.
La mujer le abrazó y el marido le estrechó la mano, ayudándole a apearse.
-¡Ah ¡Ah! ¡suerte tienes de haber llegado ya! Noso­tros aún tenemos que recorrer más de cuatro leguas.
¡También él tenía que recorrer aquellas cuatro leguas!
Era terrible.
Se acercó a una verja como si fuese a llamar.
-¡Adiós!¡Buenas noches! le gritaron sus amigos.
-Buenas noches -contestó el muchacho, con voz ve­lada por las iágrimas.
El coche dejó la dirección de Lyon, torció a la derecha y tomó por un camino bordeado de árboles, dibujando con sus faroles un gran círculo luminoso en la oscuridad de la llanura.
Entonces se le ocurrió la loca idea de que tal vez po­dría alcanzar aquella luz protectora y mantenerse en su luminosidad a fuerza de correr. Se lanzó tras ella con ra­bia mal reprimida; pero sus piernas, que el descanso ha­bía debilitado, del mismo modo que la luz había hecho sus ojos menos sensibles a la oscuridad, rehusaron obe­decerle.
Al cabo de pocos pasos se vio obligado a detenerse. De nuevo intentó correr; mas acabó por caer al suelo, completamente extenuado, vencido por una crisis nervio­sa, con los ojos arrasados de lágrimas, mientras el carrua­je acogedor proseguía tranquilamente su camino, sin sos­pechar que dejaba tras de sí una desesperación tan com­pleta y tan profunda.
Jack decide tumbarse al borde del camino. Hace frío, la tierra está húmeda. ¡No importa! La fatiga es más fuer­te. A su alrededor adivina la inmensidad de los campos. El viento tiene este hálito prolongado cuando recorre am­plios espacios, tierra o mar; y poco a poco todo el aliento de la llanura, el crecer de la hierba, el rumor de las hojas, confundido en un inmenso balanceo de suspiros y soni­dos, envuelven al muchacho, le acunan, le tranquilizan y le sumen en un profundo sueño.
Un estruendo terrible le despierta con gran sobresalto. ¿Qué será? Con ojos cargados de sueño Jack ve pasar a escasos metros, por encima de un talud, un animal mons­truoso, terrible, ululante, que silba sin cesar, con dos ojos enormes, abombados y sangrantes, y largos anillos negros que se despliegan arrojando al aire una lluvia de chispas. El monstruo huye en la noche corno la cola de un inmen­so cometa que hendiera el aire con horrísono estruendo. Por donde pasa se abre la noche, desgarrada, y se divisa un poste, unos árboles... Tras él vuelve a hacerse la os­curidad.
Cuando ya la aparición está lejana, cuando de ella sólo se distingue una lucecita verde, el chiquillo cae en la cuen­ta de que acaba de pasar el tren expreso nocturno.
¿Qué hora será? ¿Dónde está? ¿Cuánto ha dormido? Nada sabe; pero este sueño le ha senta,do mal. Se haa despertado derrengado, tensos los miembros, el corazón en un puño. ¡Oh!¡Qué terrible momento despertar de dulces sueños y toparse con la cruel realidad!

Jack se levanta. En la carretera, que el viento nocturno ha secado y endurecido, sus pasos resuenan tan recios que cree que alguien le sigue.
Y comienza de nuevo la loca carrera.
Jack avanza en la oscuridad, rodeado del más profundo silencio. Cruza por un pueblo sumido en el sueño, pasa bajo un campanario cuadrado que le saluda con sus notas sonoras y vibrantes. Al llegar a otro pueblo dan las tres de la madrugada. Y el muchacho camina, camina... La cabeza le da vueltas, le arden los pies. Pero camina, ca­mina siempre.
De vez en cuando el chiquillo se cruza con carruajes cuyos ocu-pantes duermen plácidamente, hasta los caba­llos, hasta el cochero.
El muchacho pregunta, extenuado:
-¿Falta mucho para Etiolles?
Le contestan con un gruñido.
Muy pronto va a acompañarle por la carretera otro viajero, un viajero cuya partida coincide con el canto de los gallos y el leve croar de las ranas en la orilla del río. Es el día, el día que se asoma por debajo de los nubarro­nes, indeciso aún sobre el camino que tomará. Jack lo adivina a su alrededor y comparte con la naturaleza esta espera ansiosa del nuevo día.
De pronto, frente a él, en la misma dirección de Etio­lles, donde según le han dicho se encuentra su madre, el cielo se desgarra. Al principio es sólo una línea luminosa, una palidez que va extendiéndose y obliga a la noche a batirse en retirada. La línea de luz crece como una llama incierta que buscara el aire para ayudarse a subir.
Jack marcha hacia esa luz. Y marcha en una especie de delirio que centuplica sus fuerzas. Algo le advierte que su madre está allá abajo, y allá abajo también está el fin de esta horrible noche.
Ahora todo el cielo se ha abierto al fondo. Como si un enorme ojo claro, bañado en lágrimas, viera llegar al muchacho con mirada tierna y dulce.
«Ya voy, ya voy», parece que diga el chiquillo a la lla­mada luminosa y bendita.
La carretera comienza a blanquearse. Jack ha dejado atrás sus temores. Por otra parte el camino se ha hermo­seado; ya no hay cuneta ni adoquines. Por aquí deben de discurrir ricos carruajes tirados por bien enjaezados ca­ballos. A ambos lados aparecen, bañados por el rocío y la rosada luz del amanecer, suntuosos edificios de amplias escalinatas, lujosas propiedades de césped bien cuidado, con amplias avenidas que ofrecen sombreado cobijo en sus enarenados paseos.
En los espacios encuadrados por los muros de mansión a mansión se extienden viñedos y declives frondosos que bajan hasta un río, que parece surgir de la noche, mezcla de azul oscuro, verde suave y rosa. Mientras tanto la luz del cielo va haciéndose más intensa, a medida que el mu­chacho avanza en su camino.
¡Oh aurora maternal!... Derrama un poco de calor y de esperanza y de fuerza en el corazón de este chiquillo extenuado que se apresura a tenderte los brazos.
-¿Falta mucho para Etiolles? -pregunta Jack a los transeúntes que pasan a su lado, con el saco en bandolera, mudos, dormidos.
-No, no falta mucho para Etiolles. Basta seguir el bosque, siempre recto.
En estos instantes despierta el bosque. La gran corti­na verde que bordea el camino se estremece de pronto. Hay gorjeos, arrullos, susurros que encuentran eco desde las rosas silvestres de los setos hasta los robles centena­rios. Las ramas se estremecen con aletazos precipitados; y mientras la penumbra se evapora en el aire las aves nocturnas, con su vuelo silencioso, ganan sus cobijos mis­teriosos. Una alondra remonta el vuelo desde la llanura, fina, con las alas extendidas; se eleva trazando en el cielo primorosos arabescos.
El chiquillo detiene su marcha. Junto a él pasa una an­ciana hara-pienta de rostro ceñudo que lleva una cabra. De nuevo pregunta:
-¿Falta mucho para Etiolles?
La vieja le mira con ira y le indica un sendero pedre­goso que asciende por la falda del bosque. A pesar de es­tar extenuado, Jack prosigue su camino sin detenerse. El sol comienza a calentar. El alba se ha convertido de pron­to en un horno de rayos deslumbradores. El muchacho comprende que ya está acercándose. Camina encorvado, vacilante, tropezando con las piedras del sendero, que ruedan bajo sus pies. Pero a pesar de todo sigue cami­nando.
Finalmente ve en alto un campanario que se eleva por encima de los tejados y del follaje. ¡Ánimo: un último es­fuerzo! Es preciso llegar hasta allí. Pero le faltan las fuer­zas.
Le tiemblan las piernas, cae, se levanta, vuelve a caer, y, con los ojos entreabiertos, vislumbra muy cerca una casita rodeada de parra, glicinas en flor, rosales trepado­res que cubren parte de las paredes hasta alcanzar el pa­lomar y su torrecita rosa de ladrillos nuevos.
¡Oh! ¡Qué hermosa casita, tan linda, bañada de luz dorada! Toda-vía permanece todo cerrado; sin embargo no duermen, porque una voz de mujer, fresca y alegre, canta jubilosa:

Tengo unos zapatos colorados,
mi niña, niña, niñita mía.

Esa voz, esa canción... Jack cree soñar. Los batientes de una persiana golpean el muro y aparece una mujer vestida de blanco, con el cabello recogido y la mirada so­ñadora:

-¡Mamá ¡Mamá! -grita Jack con voz débil.
La mujer se calla al instante, mira, escudriña, busca ligeramente deslumbrada por el sol naciente. Después, de pronto, descubre al pequefiuelo, pálido, sucio de barro, destrozado, sin aliento. Y lanza un grito desgarrador:
-¡Jack!
En un santiamén está a su lado. Y con todo el calor de su corazón de madre calienta al chiquillo medio inuerto, helado de terror, de angustia, de frío y de la oscuridad de aquella noche tan terrible.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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