Las
campanas de las fábricas dan las doce; los grandes patios silenciosos se
inundan de ruido y movimiento. La señora Achille deja su labor, se separa de la
ventana junto a la que estaba sentada y se dispone a poner la mesa. El hombre
va a subir a almorzar. Trabaja ahí al lado en los grandes talleres acristalados
que se ven repletos de piezas de madera, y donde cruje de la mañana a la noche
la maquinaria de los serradores... La mujer va y viene de la habitación a la
cocina. Todo está limpio, todo reluce en este interior de obrero. Pero la
desnudez de aquellas dos pequeñas habitaciones es más patente en la inmensa
claridad de la quinta planta. Se ven las copas de los árboles, las colinas de
Chaumont en lo más alto y, aquí y allá, largas chimeneas de ladrillo
ennegrecidas en los bordes, siempre activas. Los muebles están encerados,
pulidos. Datan de la fecha de su boda, como aquellos dos racimos de fruta de
cristal que adornan la chimenea. No han comprado nada después porque, mientras
que la mujer le daba valientemente a la aguja, el hombre derrochaba su jornal
fuera. Todo lo que ella ha podido hacer, ha sido cuidar, conservar lo poco que
tenían.
¡Pobre
señora Achille! Una más que ha tenido problemas en su matrimonio. Los primeros
años sobre todo fueron muy duros. Un marido mujeriego, borracho; sin hijos,
obligada por su oficio de costurera a vivir siempre encerrada, siempre sola en
el silencio y el orden monótono de una casa sin niños donde no hay pequeñas
manos para enredar los ovillos, ni pequeños pies para hacer polvo y dar
pasitos. Era esto sobre todo lo que la entristecía, pero como era animosa, se
había consolado trabajando. Poco a poco el movimiento rítmico de la aguja calmó
su pesar, y la íntima satisfacción del trabajo acabado, de un minuto de
descanso al final de la jornada de esfuerzo, le hacía las veces de felicidad.
Además, al ir envejeciendo, el señor Achille ha cambiado bastante. Sigue
bebiendo más de lo que debiera; pero después se incorpora mejor al trabajo. Se
nota que empieza a temer un poco a esta buena mujer que tiene para con él
ternura y severidad de madre. Cuando está bebido, ya no le pega; e incluso de
vez en cuando, avergonzado por haberle proporcionado una juventud tan triste,
la lleva a pasear los domingos por Lilas o por Saint-Mandé.
La
mesa está puesta, la habitación en orden. Llaman. «¡Entra pues... La llave está
en la puerta.» Alguien entra, pero no es él. Es un alto chico guapo, de unos
veinte años, en blusa de obrero. La señora Achille no lo ha visto jamás; sin
embargo, en la expresión de aquel joven y franco rostro, hay algo que le
resulta íntimamente conocido y que la confunde:
-¿Qué
desea?
-¿El
señor Achille no está?
-No,
joven, pero va a venir enseguida. Si tiene algo que decirle, puede esperarlo.
Le
ofrece una silla; luego, como le resulta imposible permanecer inactiva, se pone
de nuevo a coser en el hueco de la ventana. El que acaba de entrar mira con
curiosidad alrededor de la habitación. Ve una fotografía en la pared, se acerca
y la examina con atención:
-¿Éste
es el señor Achille?
-¿Entonces
no lo conoce usted? -dice la mujer muy sorprendida.
-No,
pero las ganas no me faltan.
-Pero,
en fin, ¿qué quiere usted de él? ¿viene por asuntos de dinero? Yo creía, no
obstante, que ya no le debía nada a nadie, lo hemos pagado todo.
-No,
no, no me debe nada. Aunque resulta bastante singular que no me deba nada,
siendo mi padre.
-¿Su
padre?
Se
levanta completamente pálida, y la labor se le cae de las manos.
-¡Oh!
señora Achille, no digo esto para ofenderla... Yo soy de antes de casarse...
Soy el hijo de Sidonie, tal vez haya oído hablar de mi madre.
Sí,
efectivamente, conoce ese nombre. Al comienzo de su matrimonio le hizo incluso
sufrir bastante. Le decían que aquella Sidonie, una ex de su marido, era una chica
muy guapa y que los dos formaban la mejor pareja de la región. Esas cosas son
duras de oír.
El
chico continúa:
-Mire,
mi madre es una buena mujer. En un primer momento me llevó al hospicio; pero me
recuperó a los diez años. Ha trabajado duro para criarme, para hacerme aprender
un oficio... ¡Ah! ¡a ella no tengo nada que reprocharle! Mi padre, en cambio,
es otra cosa; pero no he venido por eso... He venido sólo para verlo, para
conocerlo. Es verdad, siempre me ha dolido la idea de no conocer a mi padre. De
pequeño, eso me atormentaba ya, y con frecuencia le hice llorar a mi madre con
preguntas como «¿Yo no tengo padre, pues? ¿dónde está? ¿qué hace?» Por fin un
día me confesó la verdad, e inmediatamente me dije: «Está en París, ¡muy bien!
Iré a verlo.» Ella quería impedirlo. «Te digo que está casado, que tú no eres
nada para él, que nunca ha preguntado por ti.» No importa. Quería conocerlo a
toda costa y ¡caramba!, tenía su dirección y al llegar a París he venido
derecho. No debe odiarme por eso, pero era más fuerte que yo...
¡Oh!
no, ella no lo odia. Pero en el fondo de su corazón se siente celosa. Piensa
mientras lo mira que en la vida hay bastante mala suerte; que aquel hijo
debería haber sido para ella. ¡Qué bien lo habría cuidado y educado!... Es que,
en realidad, es el vivo retrato de Achille; sólo que tiene además una expresión
de descaro, y ella no puede impedir pensar que su hijo, aquel hijo tan deseado,
habría tenido algo más pausado y más honesto en la mirada y en la voz.
La
situación es un poco incómoda. Los dos se callan. Cada cual piensa por su lado.
De repente se escuchan pasos en la escalera. Es el padre. Entra, alto,
encorvado, con el paso monótono del obrero que ha pasado muchos lunes
paseándose por las calles.
-Mira,
Achille, -dice la mujer- aquí hay alguien que quiere hablar contigo.
Y
se va a la habitación de al lado, dejando a su marido y al hijo de la bella
Sidonie frente a frente. Al escuchar la primera palabra, Achille cambia de
cara, el hijo lo tranquiliza: «¡Oh! no le pido nada ¿sabe?; no necesito a nadie
para vivir; he venido sólo para verlo, nada más.»
El
padre balbucea: «Sin duda... sin duda... Has... Ha hecho muy bien, muchacho.»
Da
lo mismo, pero esta súbita paternidad le incomoda un poco, sobre todo delante
de su mujer. Mira hacia la cocina y, bajando la voz, dice:
-Mire,
vamos a bajar; abajo hay una taberna, estaremos más a gusto para hablar...
Espérame un poco, mujer, ya vuelvo.
Bajan,
se sientan ante una jarra y charlan.
-¿En
qué trabaja -pregunta el padre, yo me dedico a la carpintería.
-Yo
a la ebanistería -contesta el hijo.
-¿El
negocio va bien, en su pueblo?
-No,
no mucho.
Y
la conversación continúa en ese tono. Sólo algunos detalles del oficio, es lo
único que les une. Por lo demás, ni la más mínima emoción al conocerse. Nada
que decirse, nada. Ni un solo recuerdo común, dos vidas completamente separadas
que no han tenido jamás la menor influencia una sobre otra. Acabada la jarra,
el hijo se levanta:
-Bueno,
padre, no quiero entretenerlo más; lo he visto y me voy contento. Hasta la
vista.
-Buena
suerte, muchacho.
Se
dan la mano fríamente; el hijo se va por su lado, el padre sube a su casa; no
volvieron a verse jamás.
L’Événement,
19 agosto 1872
Traducción de Esperanza Cobos Castro
1.034. Daudet (Alfonso)
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