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domingo, 4 de agosto de 2013

En las avanzadas

Las notas que siguen han sido escritas a vuela pluma, andando entre las avanzadas. Son unas cuantas páginas que arranco de mí cuaderno, cuando todavía está caliente el sitio de París. Todo ello está picado, estropeado, ga­rrapateado sobre las rodillas, hecho mil pedazos, como una granada que estalla; pero las transcribo tal cual, sin cambiar una coma, ni siquiera releerlas. Si me pusiese a inventar, a dar interés, acaso no consiguiera otra cosa que echarlo todo a perder.

I. En la courneuve, una mañana de diciembre

Se extiende una llanura blanca de la helada, dura y sonora, color de greda. Sobre el helado barro de la ca­rretera unos batallones de infantería de línea desfilan mez­clados con la artillería. Es aquél un desfile lento y triste. Van a batirse. Los hombres andan con la cabeza baja, tropezando, tiritando, el fusil colgado y las manos envuel­tas en las mantas, como dentro de manguitos. De vez en cuando alguien grita:
-¡Alto!
Se encabritan y relinchan los caballos. Los armones siguen dando tumbos y los artilleros se alzan sobre los estribos, mirando ansiosos más allá del gran muro blanco del fuerte Bourget.
-¿Se los ve ya? -preguntan los soldados, dando pa­tadas en el suelo para calentarse los pies.
Y después:
-¡De frente!
Aquella ola humana, un instante contenida, fluye otra vez lenta-mente, siempre silenciosa.
En el horizonte, en las avanzadas del fuerte de Au­bervilliers, sobre el cielo frío, que apenas alumbra un sol de levante, de plata mate, el gobernador y su estado ma­yor -delicado grupo en miniatura- se destaca sobre un nácar japonés. Más cerca, un gran número de cornejas negras, posadas a la orilla del camino: son nuestros que­ridos hermanos, los enfermeros de las ambulancias. En pie, con los brazos cruzados bajo sus capas, miran cómo desfila la carne de cañón con una mirada mansa, cariño­sa, triste.

El mismo día. -Caseríos desiertos y abandonados; casas abiertas, techos hundidos, ventanas sin aleros que miran como ojos muertos. A veces, en una de estas rui­nas, donde todo retumba, se oye algo que se mueve, un ruido de pasos, una puerta que rechina; y en cuanto se ha traspasado, un soldado aparece en el umbral, con la mirada torva y desconfiada del merodeador que escudri­ña o del desertor que trata de esconderse.
A las doce aproximadamente penetraba yo en una de estas casas de campo. Estaba vacía y desnuda como si la hubiesen rascado con las uñas. La habitación del piso bajo, una gran cocina sin puertas ni ventanas, daba a una corraliza. Al fondo del patio, un seto de espinos, y más allá, la campiña hasta perderse de vista. En una es­quina se veía una escalera de piedra en forma de caracol. Me senté en uno de los peldaños y así permanecí durante mucho tiempo. ¡Se estaba tan bien al sol!... ¡Era tan apa­cible la quietud que me rodeaba!... Dos o tres moscas grandes del verano pasado, reunidas por la luz, zumba­ban en el techo contra las vigas. Delante de la chimenea, donde se veían restos de una hoguera, una piedra roja, manchada de sangre helada. Aquel asiento ensangrenta­do junto a las cenizas aún calientes hablaba con elocuen­cia de una lúgubre velada.

II. En las orillas del marne

El 3 de diciembre salgo por la puerta de Montreuil. Hay un cielo bajo, con cierzo helado y mucha niebla.
Ni una alma en Montreuil. Sus puertas y ventanas es­tán cerradas. Es detrás de una empalizada donde oigo al­borotar unos patos. El aldeano no se ha marchada: se oculta. A corta distancia, una taberna abierta. La tempe­ratura es buena; ronca la estufa. Tres soldados móviles de provincias se desayunan casi encima de ella. Perma­necen silenciosos, con los ojos hinchados, la cara conges­tionada y los codos clavados sobre la mesa: los pobres reclutas duermen y comen a un mismo tiempo.
Cuando salgo de Montreuil atravieso el bosque de Vin­cennes, azulado por el humo de los campamentos milita­res. Allí está el ejército de Ducrot. Los soldados cortan árboles para calentarse. Da pena ver los álamos blancos, los abedules y los fresnos jóvenes que se llevan con la raíz en alto y la fina cabellera dorada arrastrando tras ellos por el camino.
En Nogent aún se ven soldados. Artilleros con gran­des capotes; móviles de Normandía, mofletudos y redon­dos como manzanas; zuavos menudos encapuchados y ligeros; infantes tan encorvados que parecen doblados por el medio, con sus pañuelos azules atados a la cabeza, so­bre el quepis: todos bullen, todos gandulean por las ca­lles y se empujan a la puerta de dos abacerías que han quedado abiertas. Una pequeña población de Argelia.
Y por fin la campiña. Un largo camino solitario que baja hacia el Marne. Maravilloso horizonte de color perla, despellejados árboles que tiemblan entre la niebla. Al fon­do, el gran viaducto del ferro-carril, siniestro, con sus ar­cos cortados, como si le faltasen dientes. Al atravesar el Perreux, en los hotelitos de la orilla del camino, jardines asolados, casas devastadas y lúgubres. Detrás de una re­ja, tres grandes crisantemos blancos, que se escaparon del destrozo, completamente abiertos. Empujo la puerta y entro; pero son tan hermosos que no me he atrevido a cogerlos.
A campo traviesa bajo hasta el Marne. Cuando alcanzo la orilla, el sol, ya despejado, da de plano sobre el río. ¡Qué hermosura! Enfrente Petit Bry, donde la víspera se ha peleado incesantemente, escalona apaciblemente sus casitas blancas por la colina entre los viñedos. En este lado del río hay una barca entre los juncos. Un grupo de hombres, en la ribera, hablan mirando la margen opues­ta. Son exploradores, que van a Petit Bry a ver si han vuelto los sajones. Paso con ellos. Mientras la barquita , itraviesa la corriente, uno de los exploradores que está sentado en la popa me dice en voz baja:
-Si quiere usted fusiles, la alcaldía de Petit Bry está rcpleta. También se dejaron un coronel de infantería, un hombre rubio enorme con cutis blanco como el de una mujer y unas botas amarillas completamente nuevas.
Lo que más parece haber llamado su atención son las botas del muerto. Incesantemente habla de lo mismo:
-¡Y qué botas, Dios mío, qué botas!
Y sus ojos brillan al decirlo.
Al entrar en Petit Bry, un marino calzado con alpar­gatas y con cuatro o cinco fusiles bajo los brazos salta de una calleja y viene corriendo hacia nosotros.
-¡Cuidado, que vienen prusianos!
Agazapados detrás de una pared miramos.
Por encima de nosotros, en lo más alto de las viñas, se ve primero un jinete, silueta melodramática, echado sobre el arzón, cubierto de casco y con la tercerola en la mano. Más jinetes llegan después, y más tarde algunos in­fantes, que se extienden, arrastrándose, por entre los vi­ñedos.
Muy cerca de nosotros, uno de ellos ha tomado po­sición detrás de un árbol y no se mueve. Es un diablo de largo capote pardusco y con un pañuelo de color atado a la cabeza. Desde donde estoy podría hacerse un buen blanco. Pero ¿para qué? Los exploradores ya saben lo que necesitaban. Ahora, a la lancha en seguida; el bar­quero empieza a jurar.
Realizamos la travesía del Marne sin tropiezos; pero en cuanto atracamos nos llaman de la otra ribera:
-¡Eh! ¡Los de la barca!
Es el entusiasmado de las botas de antes y tres o cua­tro compa-ñeros suyos que han intentado llegar hasta la alcaldía y vuelven precipitadamente. Desgraciadamente no hay nadie que pueda ir a buscarlos. El barquero ha desa­parecido.
El sargento de los exploradores, que está acurrucado junto a mí en un agujero a la orilla del agua, me dice en tono lastimero:
-¡Yo no sé remar!
Y mientras los otros se impacientaban.
-Pero ¿no venís? ¿No vais a venir?
¡Qué remedio queda más que ir! ¡Qué terrible traba­jo! El Marne es duro y pesado. Remo con todas mis fuer­zas, y, sin cesar, presiento a mi espalda el sajón, mirán­dome, inmóvil detrás de un árbol.
Cuando alcanzo la orilla, uno de los exploradores sal­ta tan precipitadamente que la barca se llena de agua. Es imposible llevar a todos sin exponerse a zozobrar. El más valiente permanece en la orilla, esperando. Es un cabo de francotiradores, un gran mozo de azul, con un paja­rito cosido en la gorra. Hubiera querido volver por él, pero empezó el tiroteo de lado a lado. Entonces estuvo esperando un momento, sin decir nada; luego se deslizó liacia Champigny, a lo largo de las tapias.
No he sabido lo que ha sido de él.

El mismo día. -Cuando se entremezcla lo dramático con lo grotesco, igual en las cosas que en los seres hu­manos, alcanza efectos de terror o de emoción de una in­tensidad muy singular. ¿Acaso un gran dolor en una cara ridícula no emociona más profundamente que en otra cual­quiera? Hay que ver un burgués caracterizado por Dau­inier, acometido por el espanto de la muerte o llorando a lágrima viva sobre el cadáver de su hijo, que lo han traído asesinado. ¿No se siente que algo extraño y pun­zante nos traspasa? Pues bien: todos esos hotelitos bur­1;ueses de la orilla del Marne, esos chalets, pintarrajeados y ridículos, color de rosa claro, verde manzana, amarillo canario, con torrecitas medievales cubiertas de cinc, quioscos de ladrillo disimulados, jardincillos rococó, don­de se balancean bolas de metal blanco, todos ellos, cuan­do se ven entre el humo de un combate, con los tejados hundidos por las granadas, las veletas rotas, las cercas llenas de muescas, y paja y sangre por todas partes, co­bran una espantosa fisonomía.
La casa donde he entrado para secarme era la imagen perfecta de una de esas casas. Me encuentro en el primer piso, en un saloncito rojo y oro; se nota que no habían terminado de tapizar las paredes. Se ven todavía por el suelo rollos de papel y trozos de molduras doradas. Salvo esto, ni un mueble; solamente cascos de botellas, y en un rincón un jergón, donde dormía un hombre de blusa.
El aire está impregnado de olor a pólvora, a vino, a vela de sebo y a paja podrida. Me caliento haciendo arder el pie de un velador, delante de una chimenea cursi, con el color sonrosado de un cara-melo. A ratos, cuando la miro, me parece estar pasando una tarde de domingo en el campo en casa de unos pequeños burgueses. ¡Cielos! Si hasta me parece que juegan al chaquete, a mi espalda, en el salón. Pero ¡no! Son francotiradores que cargan y des­cargan sus fusiles. Si no se presta oído a la detonación, realmente parece que es el ruido de los dados. A cada disparo contestan de la vecina orilla. El sonido estalla so­bre el agua, rebota y rueda hasta el infinito entre las co­linas.
Y por las troneras del salón se ve el Marne reluciente, la ribera inundada de sol, y los prusianos que corren como enormes galgos por entre los rodrigones de las cepas.

III. Recuerdos del fuerte montrouge

En lo alto del fuerte, sobre el bastión, en las troneras, entre sacos de tierra., las largas piezas de marina se eriza­ban fieramente, casi derechas en sus cureñas, para hacer frente a Chatillon. Apuntando así, con la bocaza hacia arriba y sus asas de ambos lados, como orejas, se hubie­ran tomado por grandes perros de caza ladrando a la luna o aullando a la muerte.
Más abajo, en un terraplén, los marineros, para dis­traerse, habían hecho, como en el rincón de un barco, la miniatura de un jardín inglés. Se veía un banco, un ce­nador, grotescos céspedes y hasta un plátano; natural­mente que no muy grande, no más alto que un jacinto; pero era igual: el caso es que hacía bien, y su verde pena­cho suscitaba una impresión grata de frescura a la vista, entre los sacos de tierra y las pilas de granadas.
¡Jardincito del fuerte Montrouge! ¡Me hubiera gusta­do verte rodeado de una verja y en el centro una piedra conmemorativa donde estuvieran escritos los nombres de Carvés, de Desprez, de Saisset y de todos aquellos va­lientes marinos que cayeron en aquel sitio de honor!


Mañana del día 20 de enero.
Hace buen tiempo, suave y velado de nubes. Amplias tierras de labor parecen ondularse a lo lejos como el mar. A la izquierda, las altas colinas arenosas que sirven de contrafuerte al Mont-Valerien. A la derecha, el remolino de piedras, de aspas rotas, con una batería sobre el re­llano. Sigo quince minutos por la larga trinchera que guía al molino, sobre la que flota como la neblina de un río. Es el humo de los campamentos militares. Los soldados, acu­rrucados, preparan café y soplan los troncos verdes aún, que les hacen cegar y toser con el denso humo. Y de un extremo a otro de la trinchera corre una larga tos pro­funda.
La Fouilleuse. Una granja rodeada de bosquecillos. Llego en el preciso momento de presenciar la retirada de nuestras últimas líneas. Es el Tercero de móviles de París, y desfilan ordenadamente, con todas sus plazas comple­tas, ante el comandante. Después de la incomprensible desbandada a la que asisto desde ayer tarde, este espec­táculo reanima un tanto mi corazón. Detrás, dos hombres a caballo pasan junto a mí: un general y su ayudante. oírse caballos van al paso; los hombres hablan, pueden oírse sus voces. Primero la del ayudante, voz joven y algo ob­sequiosa:
-¡Sí, mi general! ¡Oh, no, mi general! Sin duda, mi general...
-¡Cómo le han matado! ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho!
Luego un silencio y el resonar de los caballos sobre la arcillosa tierra.
Permanezco solo un momento contemplando el amplio y melancólico paisaje, que se asemeja en algo a las llanu­ras del Chelif o de la Mitidja.
Una hilera de camilleros de uniforme gris suben por un hondo camino, en alto la bandera blanca con una cruz roja en medio.
Nos podríamos creer en Palestina, en la Palestina de los tiempos de las cruzadas.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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