Las notas que siguen han sido escritas a vuela pluma,
andando entre las avanzadas. Son unas cuantas páginas que arranco de mí
cuaderno, cuando todavía está caliente el sitio de París. Todo ello está
picado, estropeado, garrapateado sobre las rodillas, hecho mil pedazos, como
una granada que estalla; pero las transcribo tal cual, sin cambiar una coma, ni
siquiera releerlas. Si me pusiese a inventar, a dar interés, acaso no
consiguiera otra cosa que echarlo todo a perder.
I. En la courneuve, una mañana de diciembre
Se extiende una llanura blanca de la helada, dura y
sonora, color de greda. Sobre el helado barro de la carretera unos batallones
de infantería de línea desfilan mezclados con la artillería. Es aquél un
desfile lento y triste. Van a batirse. Los hombres andan con la cabeza baja,
tropezando, tiritando, el fusil colgado y las manos envueltas en las mantas,
como dentro de manguitos. De vez en cuando alguien grita:
-¡Alto!
Se encabritan y relinchan los caballos. Los armones
siguen dando tumbos y los artilleros se alzan sobre los estribos, mirando
ansiosos más allá del gran muro blanco del fuerte Bourget.
-¿Se los ve ya? -preguntan los soldados, dando patadas
en el suelo para calentarse los pies.
Y después:
-¡De frente!
Aquella ola humana, un instante contenida, fluye otra
vez lenta-mente, siempre silenciosa.
En el horizonte, en las avanzadas del fuerte de Aubervilliers,
sobre el cielo frío, que apenas alumbra un sol de levante, de plata mate, el gobernador
y su estado mayor -delicado grupo en miniatura- se destaca sobre un nácar
japonés. Más cerca, un gran número de cornejas negras, posadas a la orilla del
camino: son nuestros queridos hermanos, los enfermeros de las ambulancias. En
pie, con los brazos cruzados bajo sus capas, miran cómo desfila la carne de
cañón con una mirada mansa, cariñosa, triste.
El mismo día. -Caseríos desiertos y abandonados; casas
abiertas, techos hundidos, ventanas sin aleros que miran como ojos muertos. A
veces, en una de estas ruinas, donde todo retumba, se oye algo que se mueve,
un ruido de pasos, una puerta que rechina; y en cuanto se ha traspasado, un
soldado aparece en el umbral, con la mirada torva y desconfiada del merodeador
que escudriña o del desertor que trata de esconderse.
A las doce aproximadamente penetraba yo en una de
estas casas de campo. Estaba vacía y desnuda como si la hubiesen rascado con
las uñas. La habitación del piso bajo, una gran cocina sin puertas ni ventanas,
daba a una corraliza. Al fondo del patio, un seto de espinos, y más allá, la
campiña hasta perderse de vista. En una esquina se veía una escalera de piedra
en forma de caracol. Me senté en uno de los peldaños y así permanecí durante
mucho tiempo. ¡Se estaba tan bien al sol!... ¡Era tan apacible la quietud que
me rodeaba!... Dos o tres moscas grandes del verano pasado, reunidas por la
luz, zumbaban en el techo contra las vigas. Delante de la chimenea, donde se
veían restos de una hoguera, una piedra roja, manchada de sangre helada. Aquel
asiento ensangrentado junto a las cenizas aún calientes hablaba con elocuencia
de una lúgubre velada.
II. En las orillas del marne
El 3 de diciembre salgo por la puerta de Montreuil.
Hay un cielo bajo, con cierzo helado y mucha niebla.
Ni una alma en Montreuil. Sus puertas y ventanas están
cerradas. Es detrás de una empalizada donde oigo alborotar unos patos. El aldeano
no se ha marchada: se oculta. A corta distancia, una taberna abierta. La temperatura
es buena; ronca la estufa. Tres soldados móviles de provincias se desayunan
casi encima de ella. Permanecen silenciosos, con los ojos hinchados, la cara
congestionada y los codos clavados sobre la mesa: los pobres reclutas duermen
y comen a un mismo tiempo.
Cuando salgo de Montreuil atravieso el bosque de Vincennes,
azulado por el humo de los campamentos militares. Allí está el ejército de
Ducrot. Los soldados cortan árboles para calentarse. Da pena ver los álamos
blancos, los abedules y los fresnos jóvenes que se llevan con la raíz en alto y
la fina cabellera dorada arrastrando tras ellos por el camino.
En Nogent aún se ven soldados. Artilleros con grandes
capotes; móviles de Normandía, mofletudos y redondos como manzanas; zuavos
menudos encapuchados y ligeros; infantes tan encorvados que parecen doblados
por el medio, con sus pañuelos azules atados a la cabeza, sobre el quepis:
todos bullen, todos gandulean por las calles y se empujan a la puerta de dos
abacerías que han quedado abiertas. Una pequeña población de Argelia.
Y por fin la campiña. Un largo camino solitario que
baja hacia el Marne. Maravilloso horizonte de color perla, despellejados
árboles que tiemblan entre la niebla. Al fondo, el gran viaducto del ferro-carril,
siniestro, con sus arcos cortados, como si le faltasen dientes. Al atravesar
el Perreux, en los hotelitos de la orilla del camino, jardines asolados, casas
devastadas y lúgubres. Detrás de una reja, tres grandes crisantemos blancos,
que se escaparon del destrozo, completamente abiertos. Empujo la puerta y
entro; pero son tan hermosos que no me he atrevido a cogerlos.
A campo traviesa bajo hasta el Marne. Cuando alcanzo
la orilla, el sol, ya despejado, da de plano sobre el río. ¡Qué hermosura!
Enfrente Petit Bry, donde la víspera se ha peleado incesantemente, escalona
apaciblemente sus casitas blancas por la colina entre los viñedos. En este lado
del río hay una barca entre los juncos. Un grupo de hombres, en la ribera,
hablan mirando la margen opuesta. Son exploradores, que van a Petit Bry a ver
si han vuelto los sajones. Paso con ellos. Mientras la barquita , itraviesa la
corriente, uno de los exploradores que está sentado en la popa me dice en voz
baja:
-Si quiere usted fusiles, la alcaldía de Petit Bry
está rcpleta. También se dejaron un coronel de infantería, un hombre rubio
enorme con cutis blanco como el de una mujer y unas botas amarillas
completamente nuevas.
Lo que más parece haber llamado su atención son las botas
del muerto. Incesantemente habla de lo mismo:
-¡Y qué botas, Dios mío, qué botas!
Y sus ojos brillan al decirlo.
Al entrar en Petit Bry, un marino calzado con alpargatas
y con cuatro o cinco fusiles bajo los brazos salta de una calleja y viene
corriendo hacia nosotros.
-¡Cuidado, que vienen prusianos!
Agazapados detrás de una pared miramos.
Por encima de nosotros, en lo más alto de las viñas,
se ve primero un jinete, silueta melodramática, echado sobre el arzón, cubierto
de casco y con la tercerola en la mano. Más jinetes llegan después, y más tarde
algunos infantes, que se extienden, arrastrándose, por entre los viñedos.
Muy cerca de nosotros, uno de ellos ha tomado posición
detrás de un árbol y no se mueve. Es un diablo de largo capote pardusco y con
un pañuelo de color atado a la cabeza. Desde donde estoy podría hacerse un buen
blanco. Pero ¿para qué? Los exploradores ya saben lo que necesitaban. Ahora, a
la lancha en seguida; el barquero empieza a jurar.
Realizamos la travesía del Marne sin tropiezos; pero
en cuanto atracamos nos llaman de la otra ribera:
-¡Eh! ¡Los de la barca!
Es el entusiasmado de las botas de antes y tres o cuatro
compa-ñeros suyos que han intentado llegar hasta la alcaldía y vuelven
precipitadamente. Desgraciadamente no hay nadie que pueda ir a buscarlos. El
barquero ha desaparecido.
El sargento de los exploradores, que está acurrucado
junto a mí en un agujero a la orilla del agua, me dice en tono lastimero:
-¡Yo no sé remar!
Y mientras los otros se impacientaban.
-Pero ¿no venís? ¿No vais a venir?
¡Qué remedio queda más que ir! ¡Qué terrible trabajo!
El Marne es duro y pesado. Remo con todas mis fuerzas, y, sin cesar, presiento
a mi espalda el sajón, mirándome, inmóvil detrás de un árbol.
Cuando alcanzo la orilla, uno de los exploradores salta
tan precipitadamente que la barca se llena de agua. Es imposible llevar a todos
sin exponerse a zozobrar. El más valiente permanece en la orilla, esperando. Es
un cabo de francotiradores, un gran mozo de azul, con un pajarito cosido en la
gorra. Hubiera querido volver por él, pero empezó el tiroteo de lado a lado.
Entonces estuvo esperando un momento, sin decir nada; luego se deslizó liacia
Champigny, a lo largo de las tapias.
No he sabido lo que ha sido de él.
El mismo día. -Cuando se entremezcla lo dramático con
lo grotesco, igual en las cosas que en los seres humanos, alcanza efectos de
terror o de emoción de una intensidad muy singular. ¿Acaso un gran dolor en
una cara ridícula no emociona más profundamente que en otra cualquiera? Hay
que ver un burgués caracterizado por Dauinier, acometido por el espanto de la
muerte o llorando a lágrima viva sobre el cadáver de su hijo, que lo han traído
asesinado. ¿No se siente que algo extraño y punzante nos traspasa? Pues bien:
todos esos hotelitos bur1;ueses de la orilla del Marne, esos chalets,
pintarrajeados y ridículos, color de rosa claro, verde manzana, amarillo
canario, con torrecitas medievales cubiertas de cinc, quioscos de ladrillo
disimulados, jardincillos rococó, donde se balancean bolas de metal blanco,
todos ellos, cuando se ven entre el humo de un combate, con los tejados
hundidos por las granadas, las veletas rotas, las cercas llenas de muescas, y
paja y sangre por todas partes, cobran una espantosa fisonomía.
La casa donde he entrado para secarme era la imagen
perfecta de una de esas casas. Me encuentro en el primer piso, en un saloncito
rojo y oro; se nota que no habían terminado de tapizar las paredes. Se ven
todavía por el suelo rollos de papel y trozos de molduras doradas. Salvo esto,
ni un mueble; solamente cascos de botellas, y en un rincón un jergón, donde
dormía un hombre de blusa.
El aire está impregnado de olor a pólvora, a vino, a
vela de sebo y a paja podrida. Me caliento haciendo arder el pie de un velador,
delante de una chimenea cursi, con el color sonrosado de un cara-melo. A ratos,
cuando la miro, me parece estar pasando una tarde de domingo en el campo en
casa de unos pequeños burgueses. ¡Cielos! Si hasta me parece que juegan al
chaquete, a mi espalda, en el salón. Pero ¡no! Son francotiradores que cargan y
descargan sus fusiles. Si no se presta oído a la detonación, realmente parece
que es el ruido de los dados. A cada disparo contestan de la vecina orilla. El
sonido estalla sobre el agua, rebota y rueda hasta el infinito entre las colinas.
Y por las troneras del salón se ve el Marne
reluciente, la ribera inundada de sol, y los prusianos que corren como enormes
galgos por entre los rodrigones de las cepas.
III. Recuerdos del fuerte montrouge
En lo alto del fuerte, sobre el bastión, en las
troneras, entre sacos de tierra., las largas piezas de marina se erizaban
fieramente, casi derechas en sus cureñas, para hacer frente a Chatillon.
Apuntando así, con la bocaza hacia arriba y sus asas de ambos lados, como
orejas, se hubieran tomado por grandes perros de caza ladrando a la luna o
aullando a la muerte.
Más abajo, en un terraplén, los marineros, para distraerse,
habían hecho, como en el rincón de un barco, la miniatura de un jardín inglés.
Se veía un banco, un cenador, grotescos céspedes y hasta un plátano; naturalmente
que no muy grande, no más alto que un jacinto; pero era igual: el caso es que
hacía bien, y su verde penacho suscitaba una impresión grata de frescura a la
vista, entre los sacos de tierra y las pilas de granadas.
¡Jardincito del fuerte Montrouge! ¡Me hubiera gustado
verte rodeado de una verja y en el centro una piedra conmemorativa donde
estuvieran escritos los nombres de Carvés, de Desprez, de Saisset y de todos
aquellos valientes marinos que cayeron en aquel sitio de honor!
Mañana del día 20 de enero.
Hace buen tiempo, suave y velado de nubes. Amplias
tierras de labor parecen ondularse a lo lejos como el mar. A la izquierda, las
altas colinas arenosas que sirven de contrafuerte al Mont-Valerien. A la
derecha, el remolino de piedras, de aspas rotas, con una batería sobre el rellano.
Sigo quince minutos por la larga trinchera que guía al molino, sobre la que
flota como la neblina de un río. Es el humo de los campamentos militares. Los
soldados, acurrucados, preparan café y soplan los troncos verdes aún, que les
hacen cegar y toser con el denso humo. Y de un extremo a otro de la trinchera
corre una larga tos profunda.
-¡Sí, mi general! ¡Oh, no, mi general! Sin duda, mi
general...
-¡Cómo le han matado! ¡Pobre muchacho! ¡Pobre
muchacho!
Luego un silencio y el resonar de los caballos sobre
la arcillosa tierra.
Permanezco solo un momento contemplando el amplio y
melancólico paisaje, que se asemeja en algo a las llanuras del Chelif o de la Mitidja.
Una hilera de camilleros de uniforme gris suben por un
hondo camino, en alto la bandera blanca con una cruz roja en medio.
Nos podríamos creer en Palestina, en la Palestina de los tiempos
de las cruzadas.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
No hay comentarios:
Publicar un comentario