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domingo, 4 de agosto de 2013

La muerte de chauvin

La primera vez que me tropecé con él fue un domingo de agosto, en un coche de ferrocarril, en los momentos en que se iniciaba lo que se llamaba entonces el incidente hispano-prusiano. No le había visto nunca, pero le reco­nocí al instante. Alto, seco, entrecano ya, de cara echan­do chispas, la nariz como pico de cernícalo y los ojos siem­pre saltones e iracundos, sin dulcificarse más que al mirar a un señor condecorado que se recostaba en un rincón. Tenía la frente baja, estrecha y testaruda; una de esas frentes en que una misma idea, trabajando sin cesar en el mismo sitio, ha terminado por cavar una sola y pro­funda arruga. Tiene cierta traza de bonachón, de calzo­nazos, y, sobre todo, un terrible modo de arrastrar las erres al hablar de « Frrrancia» y de la bandera «frrrance­ssa». En seguida me dije: «¡Vaya ¡Vaya! está Chauvin!»
Efectivamente: era Chauvin, y Chauvin en su apogeo, decla-mando, gesticu-lando, acacheteando a Prusia con su periódico, entrando en Berlín, el bastón en alto, ebrio, sordo y ciego, hecho un loco de atar. Nada de dilaciones; no hay conciliación posible. ¡La guerra! Necesitaba la guerra a cualquier precio.
-¿Y si no estamos preparados, Chauvin?
-Los franceses, caballero, están siempre preparados -respondía Chauvin, irguiéndose, y bajo sus erizados mostachos las erres irrum-pían haciendo retemblar los cristale. ¡Qué irritante! ¡Qué estúpido! Entonces fue cuando comprendí claramente las burlas y las canciones que envejecen en torno a su nombre y le aureolan con una ridícula celebridad.
Tras este primer encuentro me prometí a mí mismo solemne-mente huirle el bulto; pero una extraña fatalidad le colocaba continuamente en mi camino. Primero, en el Senado, el día en que el señor Grammont anunció a los pdres suscriptores que se había declarado la guerra. En medio de las aclamaciones temblonas un formidable «¡Viva Francia!» salió de las tribunas, y allá arriba, casi en la cornisa, pude divisar los brazos enormes de Chauvin accionando como aspas. Al poco me lo encontré en la Ópera, de pie en el palco de Girardin; pedía El Rin alemán, y gritaba a los cantantes que no lo sabían:
-¿Vamos a gastar más tiempo en aprenderlo que en conquistarlo?
Muy pronto fue mi obsesión. En todas partes, en las esquinas, en los bulevares, siempre subido a un banco o una mesa, el absurdo Chauvin se me aparecía en medio de redobles de tambor, de las flotantes banderas o de los cantos de La Marsellesa, repartiendo cigarros a los soldados que se iban, aplaudiendo a las ambulancias y dominando a la multitud con su inflamado rostro; tan ruidoso, tan alborotador, tan entremetido, multiplicándose de forma tal que se hubiera dicho que en París había mil Chauvines.
Realmente que para sustraerse a esta insoportable visión no había más remedio que meterse en casa y cerrar puertas y ventanas.
Aunque ¿cómo permanecer sin salir después de las batallas de Wisemburgo, de Forbach, de toda la serie de desastres que hicieron de aquel triste agosto algo así como una larga pesadilla de verano, febril y éspera? ¿Cómo dejar de mezclarse con la viviente inquietud que cprría a leer las noticias, los bandos, paseando toda la noche a la luz de los faroles de gas con espantados y despavoridos rostros? Pero también entonces encontré a Chauvin. Iba por los bulevares de grupo en grupo y peroraba en medio de la silenciosa muche-dumbre, lleno de esperanzas y de buenas noticias, seguro, pese a todo, del triunfo, repitien­do veinte veces seguidas que «los coraceros blancos habían sido aplastados sin quedar ni uno».
¡Cosa rara! Chauvin ya no me parecía tan ridículo. Y, aunque no creía absolutamente nada de cuanto decía, disfrutaba oyéndole. Pese a su ceguera, a su loco orgullo y a su ignorancia, percibimos en este diablo de hombre una fuerza tenaz y viva, como una llama interior que nos enfervoriza el corazón.
Esta llama nos fue muy necesaria durante los intermi­nables meses del sitio, de aquel terrible invierno de pan seco y carne de caballo. Ahí están los parisienses para de­cirlo: sin Chauvin París no se habría sostenido ni ocho días. Desde el principio Trochu repetía:
-Entrarán cuando les dé la gana.
-¡Pues no entrarán! -gritaba Chauvin. Tenía fe; Trochu no la tenía. Chauvin creía en todo: en los planes notariados, en Bazaine, en las salidas. Todas las noches oía el cañón de Chanzy del lado de Étampes, los soldados de Faidherbe detrás de Enghien, y, lo que es más sorpren­dente, todos los demás los oíamos también. De tal manera el alma de este Jocrisse[1] heroico había acabado por de­rrarse entre todos.
¡Bravo, Chauvin! Porque siempre era él quien prime­ro divisaba en el cielo, bajo y amarillento, que amenazaba nieve, el imperceptible vuelo blanco de las palomas mensajeras. Si Gambetta nos enviaba una de sus elocuentes tarasconadas, Chauvin era quien, con su rimbombante voz, la declamaba a la puerta de las alcaldías. En las rigurosas noches de diciembre, cuando las largas colas, tiritando de frío, se desesperaban ante las carnicerías, Chauvin, como un valiente, se metía en la fila, y, gracias a él, todos aque­llos hambrientos recobraban el humor de reír, de cantar, de danzar sobre la nieve.
«Le Bon,  dejadle pasar, la Lorena al alemán», en­tonaba Chauvin, y los zuecos choqueaban a compás, y bajo las capuchas de lana los pobres rostros pálidos brilla­ban un instante con los colores de la salud. ¡Ay! ¡Todo esto no sirvió de nada! Una noche, al pasar por la calle Drouot, vi una multitud ansiosa agolparse silenciosamen­te junto a la alcaldía, y oí, en aquel inmenso París sin coches y sin luz, la voz de Chauvin que se esponjaba so­lemnemente:
-Hemos tomado las alturas de Montretout.
Y ocho días después todo había terminado.
A partir de entonces Chauvin no se me apareció más que con grandes intervalos. Un par de veces me pareció verle en el bulevar, gesticulando, hablando de reivindi­cación -ya había encontrado una erre para hacerla re­doblar; pero no le escuchaba nadie ya. El París holga­zán anhelaba volver a su vida de placer; el París obrero, a sus rebeldías, y el pobre Chauvin ya podía accionar con sus largos brazos, que los grupos, en vez de rodearle, se dispersaban en cuanto le veían.
-¡Pelmazo! -le decían unos.
-¡Moscardón! -gritaban otros.
Y cuando más tarde llegaron los motines, la bandera roja, la comuna, París en poder de los «negros», Chauvin no podía salir de casa porque se había hecho sospechoso. Sin embargo, el célebre día en que fue derribada la columna Vendôme, Chauvin seguramente estaba allí, en un rincón de la plaza. Se le adivinaba más que se le veía en medio del gentío. Los facinerosos le insultaban, incluso sin verle:
-¡Abajo Chauvin! -gritaban. Y cuando la colum­na cayó, unos oficiales prusianos que bebían champaña en una ventana del estado mayor levantaron burlonamen­te las copas diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡El señor Chaufin!
Chauvin no dio señales de vida hasta el 23 de mayo. El infeliz, agazapado en el fondo de una cueva, se deses­peraba oyendo silbar las granadas francesas sobre los te­jados de París. Finalmente un día, entre cañonazos, se aventuró a poner un pie en la calle. Parecía desierta y como si se hubiera ensanchado. De un lado la barricada se erizaba amenazadora con sus cañones y su bandera roja; del otro extremo, dos soldaditos, cazadores de Vin­cennes, avanzaban rozando las paredes, agachados, el fu­sil preparado.
Las tropas de Versalles acababan de entrar en París. El corazón de Chauvin saltó en su pecho.
-¡Viva Francia! -gritó. Y se lanzó delante de los soldados.
Pero su voz se extinguió entre dos descargas. Por una siniestra equivocación se había metido el desdichado entre aquellos dos odios que le mataron al enfrentarse. Se le vio rodar en medio de la calle desempedrada, y allí se quedó tumbado durante dos días, los brazos en cruz, la faz inerte.
Así fue como murió Chauvin, víctima de nuestras gue­rras civiles.
Fue el último francés.                                     

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)



[1] Jocrisse es un personaje de las antiguas farsas, ingenuo, créduto y simple.

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