La primera vez que me tropecé con él fue un domingo de
agosto, en un coche de ferrocarril, en los momentos en que se iniciaba lo que
se llamaba entonces el incidente hispano-prusiano. No le había visto nunca,
pero le reconocí al instante. Alto, seco, entrecano ya, de cara echando
chispas, la nariz como pico de cernícalo y los ojos siempre saltones e
iracundos, sin dulcificarse más que al mirar a un señor condecorado que se
recostaba en un rincón. Tenía la frente baja, estrecha y testaruda; una de esas
frentes en que una misma idea, trabajando sin cesar en el mismo sitio, ha
terminado por cavar una sola y profunda arruga. Tiene cierta traza de
bonachón, de calzonazos, y, sobre todo, un terrible modo de arrastrar las erres
al hablar de « Frrrancia» y de la bandera «frrrancessa». En seguida me dije:
«¡Vaya ¡Vaya! está Chauvin!»
Efectivamente: era Chauvin, y Chauvin en su apogeo, decla-mando,
gesticu-lando, acacheteando a Prusia con su periódico, entrando en Berlín, el bastón
en alto, ebrio, sordo y ciego, hecho un loco de atar. Nada de dilaciones; no
hay conciliación posible. ¡La guerra! Necesitaba la guerra a cualquier precio.
-¿Y si no estamos preparados, Chauvin?
-Los franceses, caballero, están siempre preparados -respondía
Chauvin, irguiéndose, y bajo sus erizados mostachos las erres irrum-pían
haciendo retemblar los cristale. ¡Qué irritante! ¡Qué estúpido! Entonces fue
cuando comprendí claramente las burlas y las canciones que envejecen en torno a
su nombre y le aureolan con una ridícula celebridad.
Tras este primer encuentro me prometí a mí mismo
solemne-mente huirle el bulto; pero una extraña fatalidad le colocaba
continuamente en mi camino. Primero, en el Senado, el día en que el señor
Grammont anunció a los pdres suscriptores que se había declarado la guerra. En medio
de las aclamaciones temblonas un formidable «¡Viva Francia!» salió de las
tribunas, y allá arriba, casi en la cornisa, pude divisar los brazos enormes de
Chauvin accionando como aspas. Al poco me lo encontré en la Ópera, de pie en el
palco de Girardin; pedía El Rin alemán,
y gritaba a los cantantes que no lo sabían:
-¿Vamos a gastar más tiempo en aprenderlo que en
conquistarlo?
Muy pronto fue mi obsesión. En todas partes, en las
esquinas, en los bulevares, siempre subido a un banco o una mesa, el absurdo
Chauvin se me aparecía en medio de redobles de tambor, de las flotantes
banderas o de los cantos de La Marsellesa ,
repartiendo cigarros a los soldados que se iban, aplaudiendo a las ambulancias
y dominando a la multitud con su inflamado rostro; tan ruidoso, tan
alborotador, tan entremetido, multiplicándose de forma tal que se hubiera dicho
que en París había mil Chauvines.
Realmente que para sustraerse a esta insoportable
visión no había más remedio que meterse en casa y cerrar puertas y ventanas.
Aunque ¿cómo permanecer sin salir después de las batallas
de Wisemburgo, de Forbach, de toda la serie de desastres que hicieron de aquel
triste agosto algo así como una larga pesadilla de verano, febril y éspera?
¿Cómo dejar de mezclarse con la viviente inquietud que cprría a leer las
noticias, los bandos, paseando toda la noche a la luz de los faroles de gas con
espantados y despavoridos rostros? Pero también entonces encontré a Chauvin.
Iba por los bulevares de grupo en grupo y peroraba en medio de la silenciosa
muche-dumbre, lleno de esperanzas y de buenas noticias, seguro, pese a todo, del
triunfo, repitiendo veinte veces seguidas que «los coraceros blancos habían
sido aplastados sin quedar ni uno».
¡Cosa rara! Chauvin ya no me parecía tan ridículo. Y,
aunque no creía absolutamente nada de cuanto decía, disfrutaba oyéndole. Pese a
su ceguera, a su loco orgullo y a su ignorancia, percibimos en este diablo de
hombre una fuerza tenaz y viva, como una llama interior que nos enfervoriza el
corazón.
Esta llama nos fue muy necesaria durante los interminables
meses del sitio, de aquel terrible invierno de pan seco y carne de caballo. Ahí
están los parisienses para decirlo: sin Chauvin París no se habría sostenido
ni ocho días. Desde el principio Trochu repetía:
-Entrarán cuando les dé la gana.
-¡Pues no entrarán! -gritaba Chauvin. Tenía fe; Trochu
no la tenía. Chauvin creía en todo: en los planes notariados, en Bazaine, en
las salidas. Todas las noches oía el cañón de Chanzy del lado de Étampes, los
soldados de Faidherbe detrás de Enghien, y, lo que es más sorprendente, todos
los demás los oíamos también. De tal manera el alma de este Jocrisse[1]
heroico había acabado por derrarse entre todos.
¡Bravo, Chauvin! Porque siempre era él quien primero
divisaba en el cielo, bajo y amarillento, que amenazaba nieve, el imperceptible
vuelo blanco de las palomas mensajeras. Si Gambetta nos enviaba una de sus
elocuentes tarasconadas, Chauvin era quien, con su rimbombante voz, la declamaba
a la puerta de las alcaldías. En las rigurosas noches de diciembre, cuando las
largas colas, tiritando de frío, se desesperaban ante las carnicerías, Chauvin,
como un valiente, se metía en la fila, y, gracias a él, todos aquellos
hambrientos recobraban el humor de reír, de cantar, de danzar sobre la nieve.
«Le Bon, dejadle pasar, la Lorena al alemán», entonaba
Chauvin, y los zuecos choqueaban a compás, y bajo las capuchas de lana los
pobres rostros pálidos brillaban un instante con los colores de la salud. ¡Ay!
¡Todo esto no sirvió de nada! Una noche, al pasar por la calle Drouot, vi una
multitud ansiosa agolparse silenciosamente junto a la alcaldía, y oí, en aquel
inmenso París sin coches y sin luz, la voz de Chauvin que se esponjaba solemnemente:
-Hemos tomado las alturas de Montretout.
Y ocho días después todo había terminado.
A partir de entonces Chauvin no se me apareció más que
con grandes intervalos. Un par de veces me pareció verle en el bulevar,
gesticulando, hablando de reivindicación -ya había encontrado una erre para
hacerla redoblar; pero no le escuchaba nadie ya. El París holgazán anhelaba
volver a su vida de placer; el París obrero, a sus rebeldías, y el pobre
Chauvin ya podía accionar con sus largos brazos, que los grupos, en vez de
rodearle, se dispersaban en cuanto le veían.
-¡Pelmazo! -le decían unos.
-¡Moscardón! -gritaban otros.
Y cuando más tarde llegaron los motines, la bandera
roja, la comuna, París en poder de los «negros», Chauvin no podía salir de casa
porque se había hecho sospechoso. Sin embargo, el célebre día en que fue
derribada la columna Vendôme, Chauvin seguramente estaba allí, en un rincón de
la plaza. Se le adivinaba más que se le veía en medio del gentío. Los
facinerosos le insultaban, incluso sin verle:
-¡Abajo Chauvin! -gritaban. Y cuando la columna cayó,
unos oficiales prusianos que bebían champaña en una ventana del estado mayor
levantaron burlonamente las copas diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡El señor Chaufin!
Chauvin no dio señales de vida hasta el 23 de mayo. El
infeliz, agazapado en el fondo de una cueva, se desesperaba oyendo silbar las
granadas francesas sobre los tejados de París. Finalmente un día, entre
cañonazos, se aventuró a poner un pie en la calle. Parecía desierta y como si
se hubiera ensanchado. De un lado la barricada se erizaba amenazadora con sus
cañones y su bandera roja; del otro extremo, dos soldaditos, cazadores de Vincennes,
avanzaban rozando las paredes, agachados, el fusil preparado.
Las tropas de Versalles acababan de entrar en París.
El corazón de Chauvin saltó en su pecho.
-¡Viva Francia! -gritó. Y se lanzó delante de los soldados.
Pero su voz se extinguió entre dos descargas. Por una
siniestra equivocación se había metido el desdichado entre aquellos dos odios
que le mataron al enfrentarse. Se le vio rodar en medio de la calle
desempedrada, y allí se quedó tumbado durante dos días, los brazos en cruz, la
faz inerte.
Así fue como murió Chauvin, víctima de nuestras guerras
civiles.
Fue el último francés.
Cuento
del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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