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domingo, 4 de agosto de 2013

Las estrellas

En la época en que guardaba el rebaño en Luberon permanecía semanas enteras sin ver alma viviente, com­pletamente solo en los pastos con mi buen perro Labri y mis ovejas.
De vez en cuando el ermitaño del monte Ure pasaba por allí en busca de gente sencilla, o bien se divisaba el rostro ennegrecido de algún carbonero del Piamonte; pero se trataba de personas ingenuas, silenciosas a fuerza de soledad, que ya han perdido el gusto por la conversación y que nada saben de lo que se dice en ciudades y aldeas.
Cada quince días oía los cascabeles del burrito de nues­tra granja que subía caminito del monte a traerme las pro­visiones de la quincena. Le veía aparecer pasito a paso, y a su lado el rostro despierto del pequeño miarro (mozo), o la cofia roja de la vieja tía Norade; y me sentía muy feliz.
Me hacía contar las noticias de la región, en especial los bautismos y casamientos; pero lo que más me intere­saba era saber cuanto se refería a la hija de mis amos, la señorita Estefanía, la chica más linda en diez leguas a la redonda. Sin demostrar excesivo interés, me informaba si asistía a las fiestas o cómo pasaba las veladas. Si alguien se atreve a preguntarme la razón de que esto pudiera in­teresar a un pobre pastor de montaña, le contestaré al punto que yo tenía veinte años y que Estefanía era la mu­chacha más hermosa que jamás vi en mi vida.
Un domingo que esperaba las provisiones de la quin­cena no llegaron hasta muy tarde. Por la mañana pensé: «Será culpa de la misa mayor.» Luego, hacia mediodía, vi negros nubarrones y me imaginé que el borriquillo no habría podido ponerse en camino a causa del mal estado del terreno. Por fin, alrededor de las tres, se aclaró el cielo, el monte se iluminó de sol, y entre el gotear del fo­llaje y el gorgoteo de los arroyos oí distintamente los cas­cabeles del borriquillo, tan alegres y vivos como un gran carillón de campanas el día de Pascua. Pero no era el pe­queño miarro ni la vieja Norade quien conducía al anima­lito. Era..., ¿sabéis quién? La señorita Estefanía en perso­na, sentada entre los sacos de provisiones, con el rostro arrebolado por el aire de la montaña y el frío de la tor­menta.
El miarro se había puesto enfermo y tía Norade estaba de vacaciones en casa de sus hijos. La señorita Estefanía me puso al corriente de todo apenas se apeó del borriqui­llo. También me dijo que había llegado tan tarde porque se había perdido por el camino; pero al verla tan acicala­da y endomingada, con una cinta de flores, la falda recién planchada y vestida de encajes, pensé que la causa de su demora más sería haberse detenido en algún baile que la búsqueda del camino entre los arbustos.
¡Qué criatura tan encantadora! Mis ojos no se cansa­ban de contemplarla. Bien es verdad que jamás la había visto tan de cerca. A veces en invierno, cuando los reba­ños bajaban al llano y yo entraba en la granja para cenar, la señorita Estefanía cruzaba la sala con paso rápido, sin dirigir la palabra a la servidumbre, siempre acicalada y un tanto orgullosa... ¡Y ahora la tenía ante mí, nada más que para mí!
Después de sacar las provisiones de los serones, Estefanía se puso a mirar llena de curiosidad a su alrededor. Se alzó ligeramente con gesto gracioso el vuelo de su falda dominguera, para no ensuciarla al rozar el suelo, y entró en el aprisco. Quiso ver el rincón donde yo dormía, la ya­cija de paja con la piel de cordero, la capa enorme colga­da de la pared, mi cayado y mi escopeta. Todo le resulta­ba sumamente divertido.
-¿Conque vives aquí, mi buen pastor? ¡Cuánto de­bes de aburrirte al estar siempre solo! ¿Qué haces? ¿En qué piensas?
Canas tuve de contestar, «En usted, mi ama.»
Pero me mordí los labios. Y sin embargo no hubiera mentido. Pero mi turbación era tan grande que me resul­taba imposible articular una sola palabra. Creo que lo ad­virtió y que se divirtió a mi costa con sus chanzas. Al ha­blarme parecía una hada, con la sonrisa en los labios y su prisa por irse, que convertía su visita en una aparición.
-Adiós, pastor.
-Adiós, mi ama.
Y partió al punto, con los serones vacíos.
Cuando la señorita Estefanía desapareció por el sen­dero en declive me pareció que los guijarros que rodaban bajo los cascos del burrito se me clavaban en el corazón uno a uno. Los oí durante largo rato, y hasta el fin de la jornada permanecí como adormilado, sin osar moverme por no espantar mi sueño.
Hacia el anochecer, cuando el fondo de los valles se tornaba azulado y el rebaño se dirigía al aprisco, oí que me llamaban desde el declive, y vi aparecer a la señorita Estefanía no con el rostro sonriente de antes, sino tiri­tando de frío, de miedo y de empapados que tenía los ves­tidos.
Al parecer, al llegar al arroyo Sorgues lo había encon­trado crecido por las recientes lluvias, había intentado cruzarlo y a punto estuvo de perecer ahogada.
Lo terrible era que a estas horas de la noche no había que pensar en regresar a la granja, pues mi ama no sabría encontrar sola el camino y yo no podía abandonar el re­baño.
Se sentía atormentada ante la idea de pasar la noche en el monte, principalmente por la inquietud de los suyos. Yo procuraba tranquili-zarla del mejor modo:
-En julio las noches son muy cortas, mi ama. Sólo es cuestión de un momento.
Me apresuré a encender un buen fuego para que se se­cara los pies y la ropa, empapada por las aguas del Sor­gues.
En seguida le ofrecí leche y quesos, pero la pobre chica no se preocupaba ni de calentarse ni de comer. Al ver las lágrimas que brotaban de sus ojos, también a mí me en­traron ganas de llorar.
Pronto comenzó a anochecer. En la cresta de las mon­tañas no quedó más que un polvo impalpable de sol y una claridad difusa por el lado de poniente.
Rogué a mi ama que entrara en el aprisco, donde po­dría dormir resguardada del frío de la noche. Extendí so­bre la paja fresca una hermosa piel completa-mente nue­va, le deseé buenas noches y fui a sentarme fuera, ante la puerta, orgulloso al pensar que en un rincón del apris­co, muy cerquita del rebaño curioso que velaba su sueño, descansaba la hija de mis amos -como un corderito más precioso y más blanco que los demás- y que estaba con­fiada a mis cuidados. jamás el cielo me había parecido tan profundo ni las estrellas tan brillantes.
De pronto se abrió la reja del aprisco y apareció la se­ñorita Estefanía. Le resultaba imposible conciliar el sue­ño. Las ovejas hacían crujir la paja al moverse de conti­nuo, o bien se ponían a balar en sueños. Mi ama prefería venir junto al fuego.
En vista de lo cual me apresuré a echarle por los hombros mi zamarra, avivé la fogata y permanecimos senta­dos el uno junto al otro sin pronunciar palabra.
Si alguna vez habéis pasado la, noche al raso, ya sabéis que a esa hora en que conciliarnos el sueño se despierta un mundo misterioso, lleno de soledad y de silencio. Enton­ces los manantiales cantan con voz más cristalina y los estanques se alumbran con titilantes llamitas. Todos los espíritus de la montaña van y vienen libremente. Y en el aire hay ruidos imperceptibles, roces insospechados, cual si las ramas de los árboles gimieran y la hierba empujara al aire al crecer. Durante el día viven los seres animados, pero de noche la vida pertenece a las cosas. Cuando uno no está habituado le entra mucho miedo...
También mi ama temblaba aterrada y se cobijaba en mi hombro al menor ruido.
Una vez llegó a nuestros oídos un lamento prolongado, melan-cólico, que parecía surgir del estanque que brillaba al final del declive. Y al mismo tiempo una estrella fugaz recorrió el cielo por encima de nuestras cabezas en la mis­ma dirección, como si el quejido que acabábamos de oír llevase una luz consigo.
-¿Qué ha sido eso? -me preguntó la señorita Este­fanía con un leve susurro.
-Una alma que acaba de entrar en el paraíso -le contesté, haciendo la señal de la cruz.
También ella se santiguó y permaneció un instante con la mirada clavada en el cielo. Luego me dijo:
-¿Conque es cierto que vosotros los pastores sois brujos?
-De ningún modo, mi ama. Pero aquí nosotros vivi­mos más cerca de las estrellas y sabemos lo que pasa allá mucho mejor que la gente del llano.
Ella continuó mirando el firmamento, con su cabecita apoyada en la mano, arrebujada en la zamarra como un pastorcito del cielo.
-¡Cuántas hay! ¡Y qué hermosas son! Jamás había visto tantas. ¿Sabes su nombre, pastor?
-Desde luego, mi ama. ¡Mire! Precisamente encima de nosotros se ve el Camino de Santiago, que va de Fran­cia en dirección a España. Lo trazó el apóstol Santiago para mostrar el camino al valiente emperador Carlomag­no cuando guerreaba contra los sarracenos. Más lejos está la Osa Mayor, con sus cuatro ruedas resplandecientes. Las tres estrellas que van delante son los caballos que tiran del carro de las almas, y aquella tan pequeñita es el co­chero. ¿No ve a su alrededor esa lluvia de estrellas? Son las almas que Dios llama a sí... Un poco más abajo se ven los Tres reyes. Son nuestro reloj. Al mirar esas estre­llas ahora sé que ya es más de medianoche. Y más abajo aún, siempre hacia el sur, brilla Juan de Milán (Sirio), la antorcha de los astros. Le diré lo que cuentan los pastores acerca de esa estrella: Una noche fueron invitados a la boda de una estrella Juan de Milán, los Tres reyes y las Pléyades. Las Pléyades madrugaron y tomaron el cami­no de arriba. Mírelas allá, en el fondo del cielo. Los Tres reyes tomaron un atajo y las alcanzaron; pero ese pere­zoso de Juan de Milán, que había estado durmiendo hasta muy tarde, se quedó rezagado, y, furioso por no poder detenerlos, les arrojó su cayado. Por tal motivo los Tres reyes se llaman también el Cayado de Juan de Milán... Pero la más bonita de todas las estrellas, mi ama, es la nuestra, la Estrella del pastor, también llamada el Lucero del alba, que nos ilumina al amanecer cuando sacamos el rebaño y también por la tarde cuando lo recogemos. Es Venus, la linda Venus que corre tras Pedro de Provenza (Saturno), y se casa con él cada siete años...
-¡Cómo, pastor! ¿También se casan las estrellas?
-¡Claro que sí, mi ama!
Y mientras trataba de explicarle estas maravillosas bo­das entre luceros y estrellas noté sobre mi hombro su cabecita fresca y ligera. Se había quedado dormida, apoya­da en mí, con sus cabellos ondulados acariciándome el rostro.
Así permaneció inmóvil hasta el momento preciso en que las estrellas del cielo comenzaron a palidecer, borrado su brillo por el día, que asomaba tras las crestas de los montes.
Yo velaba su sueño, con el corazón levemente turba­do, pero santamente protegido por esta clara noche que sólo permite a la mente pensamientos puros.
A nuestro alrededor, sobre nuestras cabezas, las es­trellas proseguían su marcha silenciosa, dóciles como un inmenso rebaño; y llegué a imaginarme que una de esas estrellas, la más bonita, la más brillante, había perdido su camino y había venido a posarse en mi hombro, donde se quedó dormida.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022






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