En la época en que guardaba el rebaño en Luberon
permanecía semanas enteras sin ver alma viviente, completamente solo en los
pastos con mi buen perro Labri y mis
ovejas.
De vez en cuando el ermitaño del monte Ure pasaba por
allí en busca de gente sencilla, o bien se divisaba el rostro ennegrecido de
algún carbonero del Piamonte; pero se trataba de personas ingenuas, silenciosas
a fuerza de soledad, que ya han perdido el gusto por la conversación y que nada
saben de lo que se dice en ciudades y aldeas.
Cada quince días oía los cascabeles del burrito de
nuestra granja que subía caminito del monte a traerme las provisiones de la
quincena. Le veía aparecer pasito a paso, y a su lado el rostro despierto del
pequeño miarro (mozo), o la cofia
roja de la vieja tía Norade; y me sentía muy feliz.
Me hacía contar las noticias de la región, en especial
los bautismos y casamientos; pero lo que más me interesaba era saber cuanto se
refería a la hija de mis amos, la señorita Estefanía, la chica más linda en
diez leguas a la redonda. Sin demostrar excesivo interés, me informaba si
asistía a las fiestas o cómo pasaba las veladas. Si alguien se atreve a
preguntarme la razón de que esto pudiera interesar a un pobre pastor de
montaña, le contestaré al punto que yo tenía veinte años y que Estefanía era la
muchacha más hermosa que jamás vi en mi vida.
Un domingo que esperaba las provisiones de la quincena
no llegaron hasta muy tarde. Por la mañana pensé: «Será culpa de la misa
mayor.» Luego, hacia mediodía, vi negros nubarrones y me imaginé que el
borriquillo no habría podido ponerse en camino a causa del mal estado del
terreno. Por fin, alrededor de las tres, se aclaró el cielo, el monte se
iluminó de sol, y entre el gotear del follaje y el gorgoteo de los arroyos oí
distintamente los cascabeles del borriquillo, tan alegres y vivos como un gran
carillón de campanas el día de Pascua. Pero no era el pequeño miarro ni la vieja Norade quien conducía
al animalito. Era..., ¿sabéis quién? La señorita Estefanía en persona,
sentada entre los sacos de provisiones, con el rostro arrebolado por el aire de
la montaña y el frío de la tormenta.
El miarro se
había puesto enfermo y tía Norade estaba de vacaciones en casa de sus hijos. La
señorita Estefanía me puso al corriente de todo apenas se apeó del borriquillo.
También me dijo que había llegado tan tarde porque se había perdido por el
camino; pero al verla tan acicalada y endomingada, con una cinta de flores, la
falda recién planchada y vestida de encajes, pensé que la causa de su demora
más sería haberse detenido en algún baile que la búsqueda del camino entre los
arbustos.
¡Qué criatura tan encantadora! Mis ojos no se cansaban
de contemplarla. Bien es verdad que jamás la había visto tan de cerca. A veces
en invierno, cuando los rebaños bajaban al llano y yo entraba en la granja
para cenar, la señorita Estefanía cruzaba la sala con paso rápido, sin dirigir
la palabra a la servidumbre, siempre acicalada y un tanto orgullosa... ¡Y ahora
la tenía ante mí, nada más que para mí!
Después de sacar las provisiones de los serones, Estefanía
se puso a mirar llena de curiosidad a su alrededor. Se alzó ligeramente con
gesto gracioso el vuelo de su falda dominguera, para no ensuciarla al rozar el
suelo, y entró en el aprisco. Quiso ver el rincón donde yo dormía, la yacija
de paja con la piel de cordero, la capa enorme colgada de la pared, mi cayado
y mi escopeta. Todo le resultaba sumamente divertido.
-¿Conque vives aquí, mi buen pastor? ¡Cuánto debes de
aburrirte al estar siempre solo! ¿Qué haces? ¿En qué piensas?
Canas tuve de contestar, «En usted, mi ama.»
Pero me mordí los labios. Y sin embargo no hubiera
mentido. Pero mi turbación era tan grande que me resultaba imposible articular
una sola palabra. Creo que lo advirtió y que se divirtió a mi costa con sus
chanzas. Al hablarme parecía una hada, con la sonrisa en los labios y su prisa
por irse, que convertía su visita en una aparición.
-Adiós, pastor.
-Adiós, mi ama.
Y partió al punto, con los serones vacíos.
Cuando la señorita Estefanía desapareció por el sendero
en declive me pareció que los guijarros que rodaban bajo los cascos del burrito
se me clavaban en el corazón uno a uno. Los oí durante largo rato, y hasta el
fin de la jornada permanecí como adormilado, sin osar moverme por no espantar
mi sueño.
Hacia el anochecer, cuando el fondo de los valles se
tornaba azulado y el rebaño se dirigía al aprisco, oí que me llamaban desde el
declive, y vi aparecer a la señorita Estefanía no con el rostro sonriente de
antes, sino tiritando de frío, de miedo y de empapados que tenía los vestidos.
Al parecer, al llegar al arroyo Sorgues lo había encontrado
crecido por las recientes lluvias, había intentado cruzarlo y a punto estuvo de
perecer ahogada.
Lo terrible era que a estas horas de la noche no había
que pensar en regresar a la granja, pues mi ama no sabría encontrar sola el
camino y yo no podía abandonar el rebaño.
Se sentía atormentada ante la idea de pasar la noche
en el monte, principalmente por la inquietud de los suyos. Yo procuraba
tranquili-zarla del mejor modo:
-En julio las noches son muy cortas, mi ama. Sólo es
cuestión de un momento.
Me apresuré a encender un buen fuego para que se secara
los pies y la ropa, empapada por las aguas del Sorgues.
En seguida le ofrecí leche y quesos, pero la pobre
chica no se preocupaba ni de calentarse ni de comer. Al ver las lágrimas que
brotaban de sus ojos, también a mí me entraron ganas de llorar.
Pronto comenzó a anochecer. En la cresta de las montañas
no quedó más que un polvo impalpable de sol y una claridad difusa por el lado
de poniente.
Rogué a mi ama que entrara en el aprisco, donde podría
dormir resguardada del frío de la noche. Extendí sobre la paja fresca una
hermosa piel completa-mente nueva, le deseé buenas noches y fui a sentarme
fuera, ante la puerta, orgulloso al pensar que en un rincón del aprisco, muy
cerquita del rebaño curioso que velaba su sueño, descansaba la hija de mis amos
-como un corderito más precioso y más blanco que los demás- y que estaba confiada
a mis cuidados. jamás el cielo me había parecido tan profundo ni las estrellas
tan brillantes.
De pronto se abrió la reja del aprisco y apareció la
señorita Estefanía. Le resultaba imposible conciliar el sueño. Las ovejas
hacían crujir la paja al moverse de continuo, o bien se ponían a balar en
sueños. Mi ama prefería venir junto al fuego.
En vista de lo cual me apresuré a echarle por los hombros
mi zamarra, avivé la fogata y permanecimos sentados el uno junto al otro sin
pronunciar palabra.
Si alguna vez habéis pasado la, noche al raso, ya
sabéis que a esa hora en que conciliarnos el sueño se despierta un mundo
misterioso, lleno de soledad y de silencio. Entonces los manantiales cantan
con voz más cristalina y los estanques se alumbran con titilantes llamitas.
Todos los espíritus de la montaña van y vienen libremente. Y en el aire hay
ruidos imperceptibles, roces insospechados, cual si las ramas de los árboles
gimieran y la hierba empujara al aire al crecer. Durante el día viven los seres
animados, pero de noche la vida pertenece a las cosas. Cuando uno no está
habituado le entra mucho miedo...
También mi ama temblaba aterrada y se cobijaba en mi
hombro al menor ruido.
Una vez llegó a nuestros oídos un lamento prolongado,
melan-cólico, que parecía surgir del estanque que brillaba al final del
declive. Y al mismo tiempo una estrella fugaz recorrió el cielo por encima de
nuestras cabezas en la misma dirección, como si el quejido que acabábamos de
oír llevase una luz consigo.
-¿Qué ha sido eso? -me preguntó la señorita Estefanía
con un leve susurro.
-Una alma que acaba de entrar en el paraíso -le
contesté, haciendo la señal de la cruz.
También ella se santiguó y permaneció un instante con
la mirada clavada en el cielo. Luego me dijo:
-¿Conque es cierto que vosotros los pastores sois
brujos?
-De ningún modo, mi ama. Pero aquí nosotros vivimos
más cerca de las estrellas y sabemos lo que pasa allá mucho mejor que la gente
del llano.
Ella continuó mirando el firmamento, con su cabecita
apoyada en la mano, arrebujada en la zamarra como un pastorcito del cielo.
-¡Cuántas hay! ¡Y qué hermosas son! Jamás había visto
tantas. ¿Sabes su nombre, pastor?
-Desde luego, mi ama. ¡Mire! Precisamente encima de
nosotros se ve el Camino de Santiago, que va de Francia en dirección a España.
Lo trazó el apóstol Santiago para mostrar el camino al valiente emperador
Carlomagno cuando guerreaba contra los sarracenos. Más lejos está la Osa Mayor , con sus
cuatro ruedas resplandecientes. Las tres estrellas que van delante son los
caballos que tiran del carro de las almas, y aquella tan pequeñita es el cochero.
¿No ve a su alrededor esa lluvia de estrellas? Son las almas que Dios llama a
sí... Un poco más abajo se ven los Tres reyes. Son nuestro reloj. Al mirar esas
estrellas ahora sé que ya es más de medianoche. Y más abajo aún, siempre hacia
el sur, brilla Juan de Milán (Sirio), la antorcha de los astros. Le diré lo que
cuentan los pastores acerca de esa estrella: Una noche fueron invitados a la
boda de una estrella Juan de Milán, los Tres reyes y las Pléyades. Las Pléyades
madrugaron y tomaron el camino de arriba. Mírelas allá, en el fondo del cielo.
Los Tres reyes tomaron un atajo y las alcanzaron; pero ese perezoso de Juan de
Milán, que había estado durmiendo hasta muy tarde, se quedó rezagado, y,
furioso por no poder detenerlos, les arrojó su cayado. Por tal motivo los Tres
reyes se llaman también el Cayado de Juan de Milán... Pero la más bonita de
todas las estrellas, mi ama, es la nuestra, la Estrella del pastor,
también llamada el Lucero del alba, que nos ilumina al amanecer cuando sacamos
el rebaño y también por la tarde cuando lo recogemos. Es Venus, la linda Venus
que corre tras Pedro de Provenza (Saturno), y se casa con él cada siete años...
-¡Cómo, pastor! ¿También se casan las estrellas?
-¡Claro que sí, mi ama!
Y mientras trataba de explicarle estas maravillosas bodas
entre luceros y estrellas noté sobre mi hombro su cabecita fresca y ligera. Se
había quedado dormida, apoyada en mí, con sus cabellos ondulados
acariciándome el rostro.
Así permaneció inmóvil hasta el momento preciso en que
las estrellas del cielo comenzaron a palidecer, borrado su brillo por el día,
que asomaba tras las crestas de los montes.
Yo velaba su sueño, con el corazón levemente turbado,
pero santamente protegido por esta clara noche que sólo permite a la mente
pensamientos puros.
A nuestro alrededor, sobre nuestras cabezas, las estrellas
proseguían su marcha silenciosa, dóciles como un inmenso rebaño; y llegué a
imaginarme que una de esas estrellas, la más bonita, la más brillante, había
perdido su camino y había venido a posarse en mi hombro, donde se quedó
dormida.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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