A la dama que me pide
cuentos alegres
Al
leer su carta, señora, me ha asaltado algo así como un remordimiento. Me he
recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle
algo alegre, profundamente alegre.
¿Por
qué habría de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas
parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino
moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves,
orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacen ¡chorolí, chorolí!; a mediodía
las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas
a las que se les oye reír en los viñedos... En verdad, el lugar está mal
elegido para tejer fantasías tenebrosas; yo debería, más bien, enviar a las
damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes...
¡Pues
bien, no! Todavía estoy demasiado cerca de París. A diario llegan hasta mis
pinos las salpicaduras de sus tristezas... En este momento en el que escribo,
acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo
cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las
chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa,
señora, en lugar del lindo cuento festivo que había decidido escribir para
usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica.
* * *
Érase
una vez un hombre que tenía la sesera de oro; sí, señora, una sesera
completamente de oro. Cuando vino al mundo, los médicos pensaron que aquel niño
no podría vivir, tan pesada era su cabeza y tan desmesurado su cráneo. Sin
embargo, vivió y creció al sol como un hermoso retoño de olivo; sólo que su
gruesa cabeza le arrastraba siempre, y daba pena verlo tropezar con los muebles
al andar... A menudo se caía. Un día rodó desde lo alto de una escalinata y
vino a dar con la frente en un peldaño de mármol, donde su cráneo resonó como
un lingote. Le creyeron muerto; pero, al levantarlo, sólo le encontraron una leve
herida con dos o tres gotitas de oro cuajadas entre sus cabellos rubios. Fue
así como los padres supieron que tenía una sesera de oro.
No
lo divulgaron; ni siquiera el niño sospechó nada. De vez en cuando éste
preguntaba por qué ya no le permitían correr y jugar fuera de casa con los
demás niños.
-¡Podrían
robarte, mi tesoro! -decía la madre.
Entonces
el chiquillo sentía miedo de que lo raptaran y se ponía a jugar solo, sin decir
palabra, vagando pesadamente de una habitación a otra.
Sólo
al cumplir los dieciocho años le revelaron sus padres el don monstruoso que
debía al destino; y como lo habían alimentado y educado desde que nació, le
pidieron, en compensación, una parte de su oro. El chico no vaciló: en el acto
-¿cómo?, ¿por qué medios?, la leyenda no lo dice- se arrancó del cráneo un buen
trozo de oro macizo y lo depositó en el regazo de su madre...
Luego,
deslumbrado por los caudales que llevaba en la cabeza, abandonó la casa paterna
y se fue por el mundo dilapidando su tesoro. A juzgar por el modo de vivir a lo
grande, regiamente y derrochando el oro sin contarlo, habríase dicho que
aquella sesera era inagotable... Pero se iba agotando y, poco a poco, su mirada
se fue apagando y sus mejillas se demacraron. Un día, la mañana siguiente de
una fiesta desenfrenada, el desgraciado, que se había quedado solo entre los
restos del festín, se espantó al ver el enorme trozo que le faltaba a su
lingote; por lo que pensó que debía detener su despilfarro.
A
partir de entonces su existencia cambió. Se retiró y empezó a vivir del trabajo
de sus manos, atemorizado y receloso como un avaro, huyendo de las tentaciones,
procurando olvidar las fatales riquezas a las que no quería tocar... Por
desdicha, un amigo le había seguido en su soledad y este amigo conocía su secreto.
Una noche, el desventurado fue despertado súbitamente por un intenso dolor de
cabeza; se incorporó desatinado, y vio a la luz de la luna a su amigo que
escapaba ocultando algo bajo su capa... ¡Un trozo más de sesera que le
quitaban!
Poco
después se enamoró, y esta vez se acabó todo. Amaba a una mujercita rubia, que
también lo amaba, pero que amaba más aún las plumas, los lazos, los pompones,
los bordados y pasamanerías. Entre las manos de aquella gentil criatura -mitad
pájaro, mitad muñeca- las monedas de oro se fundían sin sentir. Era caprichosa
a más no poder; y él no sabía decir no. Por no contrariarla llegó incluso a
ocultarle el origen de su fortuna.
-¿Así
que somos muy ricos? -decía ella.
El
pobre hombre respondía:
-¡Oh,
sí!... ¡Muy ricos! -Y sonreía con amor al pajarito azul que, inocente-mente, le
iba devorando el cráneo.
Pese
a todo, a veces le entraba miedo y le daban ganas de volverse avaro, pero
entonces llegaba su mujercita mimosa y le rogaba:
-Cariño,
tú que eres tan rico... ¡Cómprame algo que sea muy caro!
Y
él le compraba algo muy caro. Así pasaron dos años, hasta que una mañana la
mujercita, sin saber por qué, se murió como un pajarito... El tesoro tocaba a
su fin, pero con lo que le quedaba, el viudo encargó un hermoso entierro para
su amada muerta. Campanas al vuelo, carroza tapizada de negro, caballos empena-chados,
lágrimas de plata sobre el terciopelo, nada le pareció demasiado suntuoso.
Ahora ya ¿qué le importaba su oro? Lo prodigó: le dio a la iglesia, a los
sepultureros, a las vendedoras de siempre-vivas; por todas partes lo repartió
sin regatear... Por eso, al salir del cementerio ya no la quedaba casi nada de
su maravillosa sesera; tan sólo unos trocitos pegados a las paredes del cráneo.
Entonces
lo vieron irse por las calles con aspecto extraviado y las manos por delante,
tropezando como un beodo. Al anochecer, a la hora en que se encienden los
bazares, se detuvo ante un amplio escaparate en el que todo un amasijo de
lujosas telas y pedrerías espejeaba bajo las lámparas; y permaneció allí un
buen rato contemplando un par de chinelas de raso azul con ribetes de plumas de
cisne. «Sé de alguien a quien estos escarpines le darán una gran alegría», se
decía sonriendo; y, sin recordar que su esposa estaba muerta, entró para
comprarlos. Desde el fondo de la trastienda la tendera oyó un grito agudo;
acudió y retrocedió espantada al ver al hombre de pie, recostado sobre el
mostrador, mirándola angustiosamente. Tenía en una mano los escarpines y en la
otra, ensangrentada, unas cuantas partículas de oro en las uñas.
* * *
Pese
a su aspecto de cuento fantástico, esta leyenda es cierta por los cuatro
costados... Hay en el mundo personas condenadas a vivir de su cerebro, y pagan
con oro de ley, con su médula y su propia sustancia, las más ínfimas cosas de
la existencia. Cada día es para ellos un sufrimiento, y luego, cuando están
hartas de sufrir...
Traducción de Esperanza Cobos Castro
1.034. Daudet (Alfonso)
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