Nuestra pequeña escuela ha cambiado
mucho desde la marcha del señor Hamel. Cuando él estaba aquí teníamos unos
minutos de margen por la mañana, cuando llegábamos. Nos colocábamos en círculo
en torno a la estufa para desentumecer un poco los dedos, sacudir la nieve o el
aguanieve pegada a la ropa. Charlábamos apaciblemente enseñándonos unos a otros
lo que llevábamos en la cesta. Eso les daba a los que vivían al extremo de la
comarca tiempo para llegar a la oración y a pasar lista... Hoy ya no es lo
mismo. Hay que llegar a la hora exacta. El prusiano Klotz, nuestro nuevo
maestro, no bromea. Desde las ocho menos cinco está de pie en su tarima, con
una gruesa garrota junto a él, y ¡pobres de los retrasados! Por lo que se oyen
los zuecos apresurarse en el pequeño patio, y las voces sofocadas gritar desde
la puerta. «¡Presente!»
Y es que con este terrible prusiano
no hay excusas que valgan. No se puede decir. «Le he ayudado a mi madre a
llevar la ropa al lavadero... Mi padre me ha llevado con él al mercado». El
señor Klotz no quiere escuchar nada. Se diría que para ese miserable extranjero
no tenemos casa, ni familia; que vinimos al mundo siendo ya escolares, con los
libros bajo el brazo, listos para aprender alemán y recibir garrotazos. ¡Ah! yo
recibí una buena dosis al comienzo. ¡Nuestra serrería está tan lejos de la
escuela, y tarda tanto en amanecer en invierno! Finalmente, como volvía siempre
por la tarde con manchas rojas en los dedos, en la espalda, en todas partes, mi
padre se decidió a dejarme interno, pero me costó mucho acostumbrarme.
Y es que los internos, además de al
señor Klotz, tienen a la señora Klotz, que es más mala aún que él, y a un
montón de pequeños Klotz, que corren detrás de ellos por las escaleras gritando
que los franceses son todos tontos, todos tontos. Afortunadamente, cuando mi
madre viene a verme los domingos, me trae siempre provisiones, y como todos
ellos son muy glotones, estoy bastante bien visto en la casa.
Uno al que compadezco de todo
corazón, por ejemplo, es Gaspard Hénin. Éste también duerme en la pequeña
habitación de la buhardilla. Hace dos años que es huérfano y que su tío el
molinero, para deshacerse de él, lo metió en la escuela directamente. Cuando
llegó, era un chico robusto de diez años que parecían quince, acostumbrado a
correr y jugar al aire libre todo el día, sin sospechar siquiera que se
aprendía a leer. Por lo que, en los primeros días, no hacía sino llorar y
sollozar como un perro amarrado; era muy bueno pese a eso, y con unos ojos dulces
como los de una chica. A fuerza de paciencia, el señor Hamel, nuestro antiguo
maestro, había conseguido domesticarlo y cuando tenía algún recado que hacer
por los alrededores, enviaba a Gaspard que se sentía feliz de verse al aire
libre, de mojarse en los arroyos y de atrapar una insolación sobre su rostro
curtido. Con el señor Klotz todo ha cambiado.
El pobre Gaspard, al que tanto le
había costado iniciarse en el francés, no ha podido aprender ni una sola
palabra de alemán. Pasa horas enteras con la misma declinación y, por sus cejas
fruncidas, se nota más obstinación y cólera que atención. A cada lección, la
escena se repite: «¡Gaspard Hénin, levántese!» Hénin se levanta enfurruñado,
se balancea por encima del pupitre y vuelve a sentarse sin decir palabra.
Entonces el maestro le pega y la señora Klotz lo deja sin comer. Pero eso no le
hace aprender más deprisa. Con frecuencia, por la noche, cuando subimos a la
pequeña habitación, yo le digo: «No llores, Gaspard, haz como yo. Aprende a
leer en alemán, puesto que estas gentes son los más fuertes.» Pero él me
responde: «No, no quiero... quiero irme, quiero volver a mi casa.» Es su idea
fija.
La languidez de los comienzos le
había vuelto más fuerte aún y, por la mañana, al amanecer, cuando lo veía
sentado sobre su cama, con los ojos fijos, comprendía que estaba pensando en el
molino que se despertaba a esa hora, y en la hermosa agua corriente en la que
había jugado durante toda su vida de niño. Aquellas cosas lo llamaban desde
lejos, y la brutalidad del maestro no hacía sino empujarlo aún más rápido hacia
su casa y convertirlo por completo en un salvaje. A veces, después de los
garrotazos, al ver sus ojos azules oscurecerse de ira, yo me decía que si
estuviera en el lugar del señor Klotz sentiría miedo de aquella mirada. Pero
ese diablo de Klotz no tiene miedo de nada. Tras los golpes, el hambre; también
ha inventado la cárcel, y Gaspard ya no sale casi nunca. Sin embargo, el
domingo último, como no había tomado el aire desde hacía dos meses, lo llevaron
con nosotros al prado comunal, en las afueras del pueblo.
Hacía un tiempo excelente y
nosotros corríamos con todas las ganas en grandes partidas de escondite,
felices de sentir el viento frío, que nos hacía pensar en la nieve y en los
juegos sobre el hielo. Como siempre, Gaspard permanecía apartado en la linde
del bosque, removiendo las hojas, cortando ramas, y jugando solo. En el momento
de ponerse en fila para volver, Gaspard no estaba. Lo buscan, lo llaman. Se
había escapado. Había que ver la cólera del señor Klotz. Su grueso rostro
estaba púrpura, su lengua se enredaba en blasfemias alemanas. Los contentos
éramos nosotros. Entonces, después de haber enviado a la mayoría de vuelta al
pueblo, tomó con él a dos de los mayores, a otro y a mí, y ahí nos tienen camino
del molino de Hénin. Anochecía. Había por todas partes casas cerradas,
caldeadas por un buen fuego y una buena comida de domingo, un hilillo de luz se
deslizaba hacia la carretera, y yo pensaba que a aquella hora debían estar muy
bien a la mesa y al abrigo.
En casa de los Hénin el molino
estaba parado, la empalizada cerrada, todo el mundo de vuelta, las personas y
los animales. Cuando el mozo vino a abrirnos, los caballos, las ovejas se
removieron sobre la paja; y sobre los palos del gallinero hubo grandes
revoloteos de alas y gritos de miedo como si todos aquellos animales hubieran
reconocido al señor Klotz. Las personas del molino estaban comiendo en la
cocina, una gran cocina bien caldeada, bien iluminada y reluciente, desde las
pesas del reloj hasta los calderos. Entre el molinero y su mujer, Gaspard,
sentado en el extremo de la mesa, tenía el semblante despejado de un niño
feliz, mimado, acariciado.
Para justificar su presencia, había
inventado no sé qué fiesta del archiduque, unas vacaciones prusianas, y estaban
festejando su llegada. Cuando vio al señor Klotz, el desgraciado miró a su
alrededor, buscando una puerta abierta para escaparse; pero la gruesa mano del
maestro se apoyó en su hombro y, en un minuto, el tío fue informado de la
escapada. Gaspard tenía la cabeza erguida, sin la expresión avergonzada del
escolar cogido en falta. Entonces, él, que normalmente hablaba muy poco,
recuperó de repente la lengua: «¡Muy bien, sí, me he escapado! No quiero volver
a la escuela. No quiero aprender alemán, una lengua de saqueadores y de
asesinos. Quiero hablar francés como mi padre y mi madre.» Temblaba, estaba
terrible.
«¡Cállate, Gaspard!...» le decía el
tío; pero nada podía detenerlo. «Está bien... Déjelo... Vendremos a buscarlo
con los gendarmes...» Y el señor Klotz reía tontamente. Había un gran cuchillo
sobre la mesa; Gaspard lo agarró con un gesto terrible que hizo retroceder al
maestro: «¡Muy bien! ¡traiga a sus gendarmes!»
Entonces el tío Hénin, que empezaba
a sentir miedo, se abalanzó sobre su sobrino, le arrancó el cuchillo de las
manos, y luego vi algo horroroso. Como Gaspard seguía gritando: «¡No iré! ¡no
iré!» lo ataron fuertemente. El infortunado mordía, echaba espuma por la boca,
llamaba a su tía que había subido al piso temblorosa y llorando. Luego,
mientras preparaban la carreta de bancos, el tío nos invitó a comer. Yo no
tenía hambre, ¡ya imaginan!; pero el señor Klotz se puso a devorar y mientras
tanto, el molinero le pedía excusas por las injurias que Gaspard había dicho de
él y de Su Majestad el emperador de Alemania. ¡Lo que es tener miedo de los
gendarmes!
¡Qué regreso más triste! Tendido al
fondo de la carreta sobre una capa de paja, como un cordero enfermo, Gaspard ya
no decía ni palabra. Creí que se había quedado dormido, fatigado por tanta
rabia y tantas lágrimas; pensé que debía tener mucho frío, con la cabeza
descubierta y sin abrigo como estaba; pero no me atreví a decir nada por miedo
al maestro. La lluvia era fina.
El señor Klotz, con un gorro
forrado de piel hasta las orejas, azotaba al caballo canturreando. El viento
hacía danzar la luz de las estrellas y avanzábamos, avanzábamos por la
carretera blanca y helada. Estábamos ya lejos del molino. Ya no se oía casi el
ruido de la esclusa, cuando una voz débil, llorosa, suplicante, se elevó de
repente del fondo de la carreta, una voz que decía en nuestro dialecto de
Alsacia: «Losso mi fort gen, herr Klotz... Déjeme marcharme, señor Klotz.» Era
algo tan triste de oír que las lágrimas me acudieron a los ojos. El señor
Klotz, por su parte, sonreía aviesamente y seguía cantando mientras azotaba al
animal.
Al cabo de unos minutos, la voz
volvió a repetir: «Losso mi fort gen, herr Klotz» siempre con el mismo tono,
suavizado y como automático. ¡Pobre Gaspard! Habríase dicho que estaba recitando
una oración.
Por fin, la carreta se detuvo.
Habíamos llegado. La señora Klotz esperaba ante la escuela con un farol, y
estaba tan enfadada con Gaspard Hénin, que tenía ganas de pegarle. Pero el
prusiano se lo impidió, diciendo con su sonrisa perversa: «Mañana le
ajustaremos las cuentas... Basta por hoy.» ¡Oh! sí, el desgraciado chico tenía
suficiente por hoy. Sus dientes castañeteaban, temblaba de fiebre. Hubo que
subirlo a su cama. Creo que aquella noche yo también tuve fiebre; todo el
tiempo sentía el traqueteo de la carreta y oía a mi pobre amigo decir con voz
suave: «¡Déjeme irme, señor Klotz!»
Traducción de Esperanza Cobos Castro
1.034. Daudet (Alfonso)
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