Por su aspecto de hombre de escasos recursos y por
haber traído el mobiliario en un simple carretón le han obligado a pagar el
alquiler por adelantado. Un alquiler en consonancia con los revoques de yeso,
puesto que habita el quinto piso de una casa nueva, recién construida, en uno
de esos grandes bulevares inacabados, llenos de rótulos, de escombros y de
solares rodeados de vallas.
Hay olor a pintura fresca en estas tres habitaciones
iluminadas por la luz natural, que hace que se distinga más la desnudez de las
paredes.
Hay que destacar el estudio con la gran vidriera, la
chimenea a la prusiana, oscura y fría, y un hogar de carbón, debidamente prepa-rado,
que no se encenderá hasta que lleguen las visitas.
Penden de la pared las fotografías de la familia: el
padre, la madre, los tres niños, sentados, de pie, abrazados, separados, en
todas las actitudes posibles. Además, algunos monumentos y estampas
campestres. El sol las ha deteriorado. Todas datan de la época de esplendor,
cuando eran ricos y el padre se dedicaba a la fotografía por diversión. Ahora
que ha llegado la ruina y no tiene a mano ningún otro oficio, trata de ganarse
la vida con el pasatiempo del domingo.
La cámara fotográfica, que los niños rodean llenos de temerosa
admiración, ocupa el lugar de honor en medio del estudio. En sus cobres
relucientes, en sus lentes abombados, claros y gruesos, parece haber absorbido
todo el lujo y esplendor de la diminuta mansión. ¡Los demás muebles son tan
viejos, desvencijados, mugrientos y raros!...
La madre lleva un raído vestido de seda negra, y se cubre
la cabeza con una cofia de encaje. No cree que los clientes sean muy exigentes.
El padre viste como un artista distinguido, con un traje de terciopelo, seguro
de impresionar así a la clientela. Bajo esta ropa reluciente y con su amplia
frente llena de ilusiones y la mirada atónita y bondadosa, este fotógrafo
tiene aspecto de novato, como su cámara. ¡Cómo se mueve el pobre! ¡Cómo se lo
toma en serio! Hay que oírle decir a los niños: «No entréis en la cámara
oscura.» ¡La cámara oscura! Cualquiera la tomaría por el antro de una
pitonisa.
En el fondo, el infeliz se siente profundamente turbado.
Ha pagado el alquiler, el carbón, la leña; no le queda un céntimo. Si los
clientes no responden, si la vitrina donde ha expuesto las fotos de reclamo,
que está abajo junto a la puerta, no atrae la atención de los transeúntes, ¿qué
comerán sus pequeñuelos esa noche? En fin: ¡Dios dirá! La instalación ya está
terminada. Todo está a punto. Ahora los transeúntes tienen la palabra.
¡Minutos de espera y de angustia! El padre, la madre,
los niños, todos están asomados al balcón atisbando. Entre tanta gente que
pasea bien habrá alguien amante de retratarse, ¡qué caramba! Pues no. La
muchedumbre va y viene, se cruza a lo largo de la acera; pero nadie se detiene.
¡Ahora! Un señor acaba de acercarse a la vitrina. Mira los retratos uno tras
otro, parece satisfecho, se decide a subir. Los niños entusiasmados proponen
alborozados encender la estufa.
-Esperemos aún -dice la madre, prudente.
¡Qué bien ha hecho! El caballero prosigue su camino
cachazuda-mente.
Una hora, dos horas.
El día empieza a oscurecer. Unos nubarrones cruzan el
cielo. Sin embargo, a la altura del quinto piso todavía hay suficiente claridad
para lograr retratos excelentes. Pero ¿a qué preocuparse de la claridad del
día, si a nadie se le ocurre subir?
A cada instante hay emociones, falsas alegrías, se
oyen pasos en la escalera, que llegan hasta la puerta, para luego alejarse
apresura-damente. Una vez hasta han llamado al timbre. Era alguien que
preguntaba por el antiguo inquilino.
Las caras se tornan largas, los ojos se llenan de lágrimas.
-Es imposible -exclama el padre. Tal vez se han
llevado la vitrina... Vete a ver, hijo mío.
Al cabo de un rato el chiquillo sube consternado. La
vitrina está en su sitio, pero como si no estuviese, porque nadie le presta la
menor atención.
Además está lloviendo. En efecto: en la vidriera del
estudio la lluvia comienza a caer con un ruidito burlón. El bulevar está negro
de paraguas. Entran y cierran la ventana. Los niños tienen frío, pero no se
atreven a encender la estufa que contiene el último carbón. Consternación
general. El padre pasea por la estancia con grandes zancadas y los puños crispados.
La madre, para que no la vean llorar, se esconde en su habitación.
De pronto uno de los niños, que ha aprovechado un
relámpago para curiosear desde el balcón, golpea vivamente en los cristales.
-¡Papá, papá! Hay alguien abajo ante la vitrina.
No se ha equivocado. Hay una señora, una señora muy
distinguida. Está mirando los retratos expuestos, vacila, levanta la cabeza.
¡Ah! Si todos los ojos que la miran desde arriba tuvieran imán, seguro que la
señora subiría los escalones de cuatro en cuatro. Por fin la señora se decide.
Entra y sube. Ya está aquí. ¡Pronto! Hay que aplicar una cerilla a la estufa.
Los niños pasan a la habitación contigua. Mientras el padre reajusta su
indumentaria, la madre se precipita a la puerta para abrir. Está emocionada,
sonriente. Su viejo vestido de seda cruje discretamente.
-Sí, señora. Aquí es...
Se la atiende con excepcional solicitud, se la hace
sentar. La señora es del mediodía, algo charlatana, pero simpática y no escatima
el dinero.
La primera prueba sale catastrófica. ¡Bueno! Es cuestión
de volver a empezar. ¡Un momento! Sin el menor mal humor la señora del mediodía
vuelve a colocar el codo sobre la mesa y apoya la barbilla en la mano.
Mientras el fotógrafo arregla los pliegues de la
falda, las cintas del sombrero, se oyen risas ahogadas y golpecitos en la
puerta de cristal. Son los niños que pugnan por ver a su padre con la cabeza
metida bajo el paño verde de la cámara fotográfica, semejante a un monstruo del
Apocalipsis con un gran ojo transparente.
¡Ah! Cuando sean mayores todos se harán fotógrafos.
Por fin se ha logrado un excelente retrato. El padre
sale con cara de triunfo, sonriendo. La señora se reconoce en esta postal
blanqui-negra y encarga doce copias. Las paga por adelantado y sale satisfecha.
Ya, se marchó. La puerta se ha cerrado. ¡Viva la alegría!
Los niños, libertados, bailan alrededor de la cámara. El padre, emocio-nado
por su primera operación, se enjuga el sudor de la frente con ademán
majestuoso. Luego, como el día ya toca a su fin, la madre baja presurosa a
buscar la cena, una cena extraordinaria para con-memorar el acontecimiento.
Hay que llevar las cosas en orden. En un enorme registro
de tapas verdes se escribe con magnífica redondilla la fecha, el nombre de la
señora y la cantidad cobrada: ¡doce francos!
Justo es reconocer que entre los pastelillos y
golosinas con que han festejado la inauguración, amén de algunas provisiones
adicio-nales de azúcar, calefacción, bujías y demás, los gastos han sido
idénticos que los ingresos.
Pero, ¡bah!, si se han ganado doce francos hoy, un día
de lluvia, recién instalados, júzguese lo que se podrá hacer mañana. La velada
transcurre en proyectos. ¡Es increíble los proyectos que pueden elaborarse en
un pisito de tres habitaciones, y en la planta quinta por añadidura!
El día siguiente hizo un tiempo espléndido, pero no
acudió nadie. Ni un cliente en todo el día. ¡Así es el comercio! Por otra
parte, había sobrado algo de cena y los chicos no tuvieron que irse a la cama
con el estómago vacío.
Al otro día, nada tampoco. La vigilancia desde el balcón
se inicia desde buena mañana, pero sin éxito. La señora del mediodía viene a
buscar su docena de fotografías. Y nada más. Aquella noche, para poder cenar,
se ven obligados a empeñar un colchón.
Así pasan dos días, tres días. Ahora se encuentran ya
en un verdadero apuro. El infeliz fotógrafo ha vendido su traje de pana, su
blusa. No le queda otro recurso que vender la cámara fotográfica y entrar de
mozo en algún almacén. La madre está desolada. Los niños, descorazonados, ya
no quieren observar desde el balcón.
De pronto, un sábado por la mañana, cuando menos se lo
esperaban, suena el timbre. Se trata de una boda. Son unos novios que han
subido hasta el quinto piso para retratarse. El novio, la novia, el padrino, la
madrina... Buena gente que estrena guantes en su vida y que desea eternizar el
recuerdo de su boda.
Aquel día ganó treinta y seis francos; al día siguiente
el doble.
Se acabó: el estudio fotográfico ya marcha.
Este es uno de los mil dramas del pequeño comercio de
París.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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