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domingo, 4 de agosto de 2013

El fotografo

Por su aspecto de hombre de escasos recursos y por haber traído el mobiliario en un simple carretón le han obligado a pagar el alquiler por adelantado. Un alquiler en consonancia con los revoques de yeso, puesto que ha­bita el quinto piso de una casa nueva, recién construida, en uno de esos grandes bulevares inacabados, llenos de rótulos, de escombros y de solares rodeados de vallas.
Hay olor a pintura fresca en estas tres habitaciones iluminadas por la luz natural, que hace que se distinga más la desnudez de las paredes.
Hay que destacar el estudio con la gran vidriera, la chimenea a la prusiana, oscura y fría, y un hogar de car­bón, debidamente prepa-rado, que no se encenderá hasta que lleguen las visitas.
Penden de la pared las fotografías de la familia: el pa­dre, la madre, los tres niños, sentados, de pie, abrazados, separados, en todas las actitudes posibles. Además, algu­nos monumentos y estampas campestres. El sol las ha de­teriorado. Todas datan de la época de esplendor, cuando eran ricos y el padre se dedicaba a la fotografía por di­versión. Ahora que ha llegado la ruina y no tiene a mano ningún otro oficio, trata de ganarse la vida con el pasa­tiempo del domingo.
La cámara fotográfica, que los niños rodean llenos de temerosa admiración, ocupa el lugar de honor en medio del estudio. En sus cobres relucientes, en sus lentes abom­bados, claros y gruesos, parece haber absorbido todo el lujo y esplendor de la diminuta mansión. ¡Los demás muebles son tan viejos, desvencijados, mugrientos y ra­ros!...
La madre lleva un raído vestido de seda negra, y se cu­bre la cabeza con una cofia de encaje. No cree que los clientes sean muy exigentes. El padre viste como un ar­tista distinguido, con un traje de terciopelo, seguro de impresionar así a la clientela. Bajo esta ropa reluciente y con su amplia frente llena de ilusiones y la mirada atóni­ta y bondadosa, este fotógrafo tiene aspecto de novato, como su cámara. ¡Cómo se mueve el pobre! ¡Cómo se lo toma en serio! Hay que oírle decir a los niños: «No en­tréis en la cámara oscura.» ¡La cámara oscura! Cual­quiera la tomaría por el antro de una pitonisa.
En el fondo, el infeliz se siente profundamente turba­do. Ha pagado el alquiler, el carbón, la leña; no le queda un céntimo. Si los clientes no responden, si la vitrina don­de ha expuesto las fotos de reclamo, que está abajo junto a la puerta, no atrae la atención de los transeúntes, ¿qué comerán sus pequeñuelos esa noche? En fin: ¡Dios dirá! La instalación ya está terminada. Todo está a punto. Aho­ra los transeúntes tienen la palabra.
¡Minutos de espera y de angustia! El padre, la madre, los niños, todos están asomados al balcón atisbando. En­tre tanta gente que pasea bien habrá alguien amante de retratarse, ¡qué caramba! Pues no. La muchedumbre va y viene, se cruza a lo largo de la acera; pero nadie se de­tiene. ¡Ahora! Un señor acaba de acercarse a la vitrina. Mira los retratos uno tras otro, parece satisfecho, se deci­de a subir. Los niños entusiasmados proponen alborozados encender la estufa.
-Esperemos aún -dice la madre, prudente.
¡Qué bien ha hecho! El caballero prosigue su camino cachazuda-mente.
Una hora, dos horas.
El día empieza a oscurecer. Unos nubarrones cruzan el cielo. Sin embargo, a la altura del quinto piso todavía hay suficiente claridad para lograr retratos excelentes. Pero ¿a qué preocuparse de la claridad del día, si a nadie se le ocurre subir?
A cada instante hay emociones, falsas alegrías, se oyen pasos en la escalera, que llegan hasta la puerta, para lue­go alejarse apresura-damente. Una vez hasta han llamado al timbre. Era alguien que preguntaba por el antiguo in­quilino.
Las caras se tornan largas, los ojos se llenan de lá­grimas.
-Es imposible -exclama el padre. Tal vez se han llevado la vitrina... Vete a ver, hijo mío.
Al cabo de un rato el chiquillo sube consternado. La vitrina está en su sitio, pero como si no estuviese, porque nadie le presta la menor atención.
Además está lloviendo. En efecto: en la vidriera del estudio la lluvia comienza a caer con un ruidito burlón. El bulevar está negro de paraguas. Entran y cierran la ventana. Los niños tienen frío, pero no se atreven a en­cender la estufa que contiene el último carbón. Conster­nación general. El padre pasea por la estancia con gran­des zancadas y los puños crispados. La madre, para que no la vean llorar, se esconde en su habitación.
De pronto uno de los niños, que ha aprovechado un relámpago para curiosear desde el balcón, golpea viva­mente en los cristales.
-¡Papá, papá! Hay alguien abajo ante la vitrina.
No se ha equivocado. Hay una señora, una señora muy distinguida. Está mirando los retratos expuestos, va­cila, levanta la cabeza. ¡Ah! Si todos los ojos que la mi­ran desde arriba tuvieran imán, seguro que la señora su­biría los escalones de cuatro en cuatro. Por fin la señora se decide. Entra y sube. Ya está aquí. ¡Pronto! Hay que aplicar una cerilla a la estufa. Los niños pasan a la ha­bitación contigua. Mientras el padre reajusta su indumen­taria, la madre se precipita a la puerta para abrir. Está emocionada, sonriente. Su viejo vestido de seda cruje dis­cretamente.
-Sí, señora. Aquí es...
Se la atiende con excepcional solicitud, se la hace sen­tar. La señora es del mediodía, algo charlatana, pero sim­pática y no escatima el dinero.
La primera prueba sale catastrófica. ¡Bueno! Es cues­tión de volver a empezar. ¡Un momento! Sin el menor mal humor la señora del mediodía vuelve a colocar el codo sobre la mesa y apoya la barbilla en la mano.
Mientras el fotógrafo arregla los pliegues de la falda, las cintas del sombrero, se oyen risas ahogadas y golpe­citos en la puerta de cristal. Son los niños que pugnan por ver a su padre con la cabeza metida bajo el paño verde de la cámara fotográfica, semejante a un monstruo del Apocalipsis con un gran ojo transparente.
¡Ah! Cuando sean mayores todos se harán fotógrafos.
Por fin se ha logrado un excelente retrato. El padre sale con cara de triunfo, sonriendo. La señora se reconoce en esta postal blanqui-negra y encarga doce copias. Las paga por adelantado y sale satisfecha.
Ya, se marchó. La puerta se ha cerrado. ¡Viva la ale­gría! Los niños, libertados, bailan alrededor de la cáma­ra. El padre, emocio-nado por su primera operación, se enjuga el sudor de la frente con ademán majestuoso. Lue­go, como el día ya toca a su fin, la madre baja presurosa a buscar la cena, una cena extraordinaria para con-memo­rar el acontecimiento.
Hay que llevar las cosas en orden. En un enorme registro de tapas verdes se escribe con magnífica redondilla la fecha, el nombre de la señora y la cantidad cobrada: ¡doce francos!
Justo es reconocer que entre los pastelillos y golosinas con que han festejado la inauguración, amén de algunas provisiones adicio-nales de azúcar, calefacción, bujías y demás, los gastos han sido idénticos que los ingresos.
Pero, ¡bah!, si se han ganado doce francos hoy, un día de lluvia, recién instalados, júzguese lo que se podrá hacer mañana. La velada transcurre en proyectos. ¡Es in­creíble los proyectos que pueden elaborarse en un pisito de tres habitaciones, y en la planta quinta por añadi­dura!
El día siguiente hizo un tiempo espléndido, pero no acudió nadie. Ni un cliente en todo el día. ¡Así es el co­mercio! Por otra parte, había sobrado algo de cena y los chicos no tuvieron que irse a la cama con el estómago vacío.
Al otro día, nada tampoco. La vigilancia desde el bal­cón se inicia desde buena mañana, pero sin éxito. La se­ñora del mediodía viene a buscar su docena de fotogra­fías. Y nada más. Aquella noche, para poder cenar, se ven obligados a empeñar un colchón.
Así pasan dos días, tres días. Ahora se encuentran ya en un verdadero apuro. El infeliz fotógrafo ha vendido su traje de pana, su blusa. No le queda otro recurso que ven­der la cámara fotográfica y entrar de mozo en algún al­macén. La madre está desolada. Los niños, descorazona­dos, ya no quieren observar desde el balcón.
De pronto, un sábado por la mañana, cuando menos se lo esperaban, suena el timbre. Se trata de una boda. Son unos novios que han subido hasta el quinto piso para retratarse. El novio, la novia, el padrino, la madrina... Buena gente que estrena guantes en su vida y que desea eternizar el recuerdo de su boda.
Aquel día ganó treinta y seis francos; al día siguiente el doble.
Se acabó: el estudio fotográfico ya marcha.
Este es uno de los mil dramas del pequeño comercio de París.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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