¡Gracias, Dios mío! Por fin he recibido noticias de Tarascón.
Llevaba cinco meses sin vivir, nervioso e inquieto. Conociendo la exaltación de
esa simpática ciudad y el humor belicoso de sus habitantes, me preguntaba con
frecuencia: ¿Qué habrá sido de Tarascón? ¿Se habrá arrojado en masa sobre los
bárbaros? ¿Se habrá dejado bombardear como Estrasburgo, o morir de hambre como
París, o asarse viva como Chateaudun, o bien, en un arranque de patriotismo
indómito, se ha volado a sí misma como Laon y su intrépida ciudadela?
Pues nada de eso, ¡no, señor! Tarascón no ha ardido,
Tarascón no ha estallado, sino que está como siempre, en el mismo lugar:
apaciblemente asentado en medio de sus viñedos, con un dulce sol en sus calles
y un también muy dulce moscatel en sus bodegas; y el Ródano, que baña este
risueño lugar, se lleva al mar, como antaño, la imagen de un pueblo feliz,
reflejos de verdes persianas, de cuidados jardines y de milicianos, con la
guerrera nueva, haciendo la instrucción a lo largo de la ribera.
No hay que tener, de todos modos, el mal pensamiento
de creer que Tarascón no ha hecho nada durante la guerra, sino todo lo
contrario. Tarascón se ha portado admirablemente, y su heroica resistencia,
que trataré de explicar, perdurará en la historia como ejemplo de resistencia
local y símbolo viviente de la defensa de los meridionales.
I. Los orfeones
Nuestros valientes no se movieron de sus casas hasta
la derrota de Sedán. Para estos montaraces hijos de los Alpillos no era la
patria quien se desangraba allá lejos: eran los soldados del emperador, era el
Imperio. Pero en cuanto ocurrieron los acontecimientos del 4 de septiembre, la República , Atila
acampado junto a los muros de París, ¡entonces ya fue distinto! Tarascón entero
se puso en pie y entonces pudo saber el mundo lo que es una guerra nacional.
Naturalmente se empezó con una manifestación de orfeonistas. Ya es sabida la
furiosa pasión que tiene el sur por la música. En la calle, sea la que sea,
cuando se pasa por una, de todas las ventanas, de todos los balcones, surgen
romanzas como si fuesen sacudidas al viento.
Y si se entra en una tienda, siempre hay junto al mostrador
una guitarra que suspira, y hasta los mancebos de las farmacias sirven las
recetas canturriando entre dientes: «El ruiseñor y el laúd español...
tralalá-lalalalá.» Y, además, de estos conciertos privados los tarasconeses tienen
la charanga municipal, la charanga del colegio, y sólo Dios sabe cuántos
orfeones.
El que dio el primer impulso al movimiento nacional,
con su admirable coro a tres voces: «¡Salvemos a Francia!», fue el orfeón de
San Cristóbal.
-¡Sí, sí, salvemos a Francia! -gritaba el pueblo entero
de Tarascón, agitando los pañuelos desde las ventanas, y los hombres se rompían
las manos aplaudiendo, y las mujeres tiraban besos a la armoniosa falange que
atravesaba la calle, de cuatro en fondo, con su estandarte al frente y
marcando el paso con fiereza.
El impulso estaba dado. A partir de aquel día la población
cambió de aspecto. No se oyeron guitarras ni barcarolas. El Laúd español cedió el paso a La marsellesa, y dos veces por semana la
gente se apretujaba en la plaza para oír a la banda del colegio tocar el Chant du Part. Y las sillas se pagaban a
unos precios inverosímiles.
Pero los tarasconeses no se contentaron con tan poca
cosa.
II. Las cabalgatas
Después de las manifestaciones orfeonísticas se sucedieron
las cabalgatas históricas a beneficio de los heridos. Nada más gracioso que ver
un domingo de sol a toda la arrojada juventud tarasconesa, en botas de montar y
ajustadas calzas de colores suaves, pedir de puerta en puerta y remolonear
bajo los balcones, llevando en la mano grandes alabardas y redecillas de cazar
mariposas. Pero a todo aventajó en hermosura una gran parada patriótica -Francisco
I en la batalla de Pavía, que los socios del círculo repitieron tres días
consecutivos en la plaza. Quien no la haya visto no ha visto nada en el mundo.
El teatro de Marsella había prestado su guardarropía : el oro, la seda, los
terciopelos, los estandartes bordados, los escudos blasonados, las cimeras de
los cascos, las gualdrapas, las cintas y lazos, los penachos, los hierros de
las lanzas, y las corazas hacían que la explanada llameara relumbrante como un
espejo de cazar alondras. El fuerte soplo del mistral pasaba por encima estre-meciendo
toda esta luminosidad. ¡Qué magnífico era aquello! Desgra-ciadamente, cuando
tras una lucha encarnizada Francisco I -o sea, el señor Bompart, el gerente del
círculo -se veía copado por una escuadra de reitres enemigos, el infortunado
Bompart, para entregar la espada, hacía con los hombros un gesto tan enigmático
que, en vez de « ¡Todo se ha perdido menos el honor!», parecía decir «Digoli que vengue, mana bon!»; pero los
tarasconeses no paraban en minucias, y en todos los ojos brillaban las lágrimas
por la patria.
III. La brecha
No hacía falta nada más para encalabrinar a aquellos
cerebros que tales espectáculos, aquellos cantos, el sol y el viento del
Ródano. Como remate, los bandos del gobierno hicieron que rebosara la
exaltación. En la explanada la gente no se abordaba sino con gesto amenazador,
los dientes apretados, mascando las palabras como si fuesen balas; las
conversaciones olían a pólvora, y el salitre se cortaba en el aire.
Pero donde había que oír a los efervescentes tarasconeses
era principalmente en el café de la
Comedia , durante el almuerzo.
-Pero ¿qué demonios están haciendo los parisienses con
ese condenado general Trochu? No terminan de salir... ¡Perra suerte! ¡Había de
ser en Tarascón! ¡Brrr! A estas horas menuda brecha hubiéramos abierto ya.
Y mientras París se atragantaba con el pan de avena,
estos señores engullían suculentas perdices rociadas con el buen vino de los
papas, y, bien cebados y relucientes de grasa hasta las orejas, gritaban como
sordos, dando golpes sobre la mesa:
-¡Pero, vamos: abrid brecha de una vez!
Y, desde luego, tenían muchísima razón.
IV. La defensa del circulo
Mientras tanto la invasión de los bárbaros avanzaba
día a día hacia el sur. Dijon rendido, Lyon amenazado, ya las perfumadas
hierbas del valle del Ródano hacían relinchar de hambre las yeguas de los
ulanos.
-¡Organicemos la defensa! -se dijeron los tarasconeses,
y todo el mundo puso manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos la población
quedó blindada, parapetada y casamateada. Cada casa se convirtió en una
fortaleza. Delante de la tienda de Costecalde, el armero, se veía una zanja de
lo menos dos metros, con su puente levadizo y todo, que era una auténtica
monería. Los trabajos de defensa del círculo eran tan importantes que se
convirtieron en el punto de reunión de todos los tarasconeses. El gerente,
señor Bompart, estaba en lo alto de la escalera, con la carabina en la mano, dando
explicaciones a las señoras:
-Si vienen por aquí, ¡pam!, ¡pam!... Si suben por
allá, ¡pam!, ¡pam!...
Y en todas las esquinas había alguien que os paraba y
os decía con el mayor misterio:
-¡El café de la Comedia es inexpugnable!
¡Ya podían irse con cuidado los bárbaros!
V. Los francotiradores
Al mismo tiempo muchas compañías de francotiradores
se organizaron con gran entusiasmo: «Los hermanos de la muerte», «Los chacales
de la Narbonesa »,
«Los trabucos del Ródano». Había nombres de todas clases y colores, como
centáureas en un campo de avena, y llevaban penachos, plumas de gallo,
gigantescos sombreros y cintos de tres palmos de ancho. Para tener un aspecto
más terrible se dejaban crecer los francotiradores la barba y los bigotes de
forma tal que, en el paseo, nadie se reconocía. A lo mejor, de lejos, se veía
un bandido de los Abruzzos que se echaba sobre vosotros, con los mostachos
retorcidos como garfios, llameantes los ojos, haciendo un ruido terrible de
sables, revólveres y yataganes; y luego, cuando se aproximaba, os dabais cuenta
de que era el recaudador Pegoulade. Otras veces os cruzabais en la escalera con
Robinsón Crusoé en persona, con un sombrero puntiagudo, su cuchillo de sierra.
y un fusil en cada hombro, y al final resultaba ser Costacalde, el armero, que
volvía de comer fuera de casa. El caso es que, a fuerza de adoptar aspectos feroces,
los tarasconeses terminaron por aterrori-zarse unos a otros, y al poco tiempo
nadie se atrevía a salir ni a la puerta de la casa.
VI. Conejos de monte y caseros
Lo que puso fin a esta insostenible situación fue el
decreto, dado por el gobierno de Burdeos, sobre la organización de los
guardias nacionales. Al potente soplo de los triunviros, ¡prrrt!, las plumas de
gallo volaron, y todos los francotiradores de Tarascón -chacales, escopeteros y
los demás- acabaron por fundirse en un batallón de honrados milicianos, a las
órdenes del bizarro general Bravida, antiguo capitán de almacén. Pero
surgieron nuevas complicaciones. El decreto de Burdeos, como es sabido,
señalaba dos categorías en la guardia nacional: de marcha y sedentarios,
«conejos de monte» y «conejos domésticos», como decía Pegoulade, el
recaudador.
Durante los primeros días los guardias nacionales de monte
desempeñaron, naturalmente, el papel principal. Todas las mañanas el bizarro
general Bravida los llevaba a la explanada a practicar la instrucción y
maniobras de guerrilla. «¡Cuerpo a tierra! ¡De pie!», y todo lo demás. Estas
pequeñas batallas atraían a un sinnúmero de curiosos. De las señoras de
Tarascón no faltaba ni una, y aun las señoras de Beaucaire pasaron alguna vez
el puente para admirar a nuestros «conejos». Los pobres guardias nacionales
«domésticos», mientras tanto, hacían oscuramente el servicio en la plaza y
ponían guardia al museo, donde no había más cosa que guardar que un gran
lagarto relleno de paja y dos falconetas del tiempo del rey que rabió.
Como se ve, las damas de Beaucaire no pasaban el
puente por cosa de poca monta. Pero al cabo de tres meses de instrucción de
guerrillas, cuando la gente llegó a darse cuenta de que los guardias nacionales
de monte no salían de la explanada, empezó a decaer el entusiasmo.
Por más que el bizarro general Bravida se desgañitase
gritando a sus cachorros «¡De pie! ¡Cuerpo a tierra!», nadie los miraba ni les
hacía el menor caso. Muy pronto estas batallas fueron la comidilla de todo el
pueblo. Y si no se les hacía partir, bien sabe Dios que no era culpa suya.
Estaban verdaderamente furiosos, y un día incluso se negaron a hacer la
instrucción.
-¡Estamos ya hartos de paradas! -gritaban inflamados
de patrio-tismo. ¿No somos guardias de marcha? ¡Pues que se nos haga marchar!
-¡Marcharéis, o dejaré de ser yo quien soy! -les gritó
el bizarro general Bravida, y bufando de cólera se presentó a pedir explica-ciones
en la alcaldía.
El alcalde le dijo que no tenía órdenes y que aquel
asunto era de la competencia de la prefectura.
-¡Nos ha fastidiado la prefectura! -exclamó el general,
y tomó el primer tren para Marsella en busca del prefecto, empresa más difícil
de lo que a primera, vista parece, porque en Marsella hay sieinpre cinco o seis
prefectos en funciones y nadie acertaría a decir cuál es el más calificado
para aquel asunto.
Pero por una extraña casualidad el general Bravida le
puso en seguida la mano encima, y en pleno consejo de la prefectura el bizarro
soldado tomó la palabra en nombre de sus hombres, con la autoridad de un
antiguo capitán de almacén.
A las pocas palabras el prefecto le interrumpió:
-Perdón, mi general... ¿Cómo es que sus soldados le
piden a usted ir a la guerra y a mí me piden quedarse? Lea usted.
Y sonriendo maliciosamente le entregó una petición lacrimosa
que dos «conejos de monte» -los más deseosos de partir- acababan de dirigir a
la prefectura, con informes del médico, del cura y del notario, en la que
pedían pasar a «conejos domésticos» por motivos de salud.
El prefecto, sin dejar de sonreír, añadió:
-Y aquí tengo más de trescientas cartas iguales a
ésta. Ahora comprenderá usted, mi general, por qué no nos hemos precipitado a
dar la orden de partida a sus hombres. Desgraciadamente se ha hecho ir a
muchos que se queran quedar; no hacen falta más. Así que hasta otro día. ¡Dios
salve a la República ,
y muchos saludos a sus «conejos»!
VII. El ponche de despedida
No es necesario decir lo avergonzado que regresó el
general a Tarascón. Pero vayamos a otra cosa. Y es que durante su ausencia los
tarasconeses se apresuraron a organizar un ponche de despedida, por
suscripción, en honor de los «conejos» que partían. Inútilmente se desgañitaba
el general repitiendo que no había miedo de que eso Ocurriera, que nadie
marcharía; el ponche estaba suscrito, encargado, y como no faltaba más que
bebérselo, fue lo que se hizo.
La emocionante ceremonia del ponche de despedida se
celebró un domingo por la noche en los salones de la alcaldía; y hasta el
amanecer los brindis, los vivas, los discursos, los cantos patrióticos
hicieron retemblar los vidrios municipales. Naturalmente, todos estaban en el
secreto del ponche; los guardias nacionales «domésticos», que lo pagaban,
tenían la firme convicción de que sus compañeros no marchaban, y así mismo los
de «monte», que lo bebían, tenían idéntica seguridad, y el venerable adjunto,
que con conmovida voz juró ante aquellos valientes que estaba dispuesto a ir a
la vanguardia, sabía mejor que ninguno que nadie marcharía en absoluto; pero
fue igual. Son tan extraordinarios estos meridionales que, al acabarse
abrazaban los unos a los otros, y, ¡lo inaudito!, todo el mundo era sincero,
hasta el general.
En Tarascón, como en todo el mediodía francés, he
observado con harta frecuencia este efecto de espejismo.
Cuento del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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