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domingo, 4 de agosto de 2013

La defensa de tarascón

¡Gracias, Dios mío! Por fin he recibido noticias de Ta­rascón. Llevaba cinco meses sin vivir, nervioso e inquieto. Conociendo la exaltación de esa simpática ciudad y el humor belicoso de sus habitantes, me preguntaba con fre­cuencia: ¿Qué habrá sido de Tarascón? ¿Se habrá arro­jado en masa sobre los bárbaros? ¿Se habrá dejado bom­bardear como Estrasburgo, o morir de hambre como Pa­rís, o asarse viva como Chateaudun, o bien, en un arran­que de patriotismo indómito, se ha volado a sí misma como Laon y su intrépida ciudadela?
Pues nada de eso, ¡no, señor! Tarascón no ha ardido, Tarascón no ha estallado, sino que está como siempre, en el mismo lugar: apaciblemente asentado en medio de sus viñedos, con un dulce sol en sus calles y un también muy dulce moscatel en sus bodegas; y el Ródano, que baña este risueño lugar, se lleva al mar, como antaño, la ima­gen de un pueblo feliz, reflejos de verdes persianas, de cuidados jardines y de milicianos, con la guerrera nueva, haciendo la instrucción a lo largo de la ribera.
No hay que tener, de todos modos, el mal pensamiento de creer que Tarascón no ha hecho nada durante la gue­rra, sino todo lo contrario. Tarascón se ha portado admi­rablemente, y su heroica resistencia, que trataré de expli­car, perdurará en la historia como ejemplo de resistencia local y símbolo viviente de la defensa de los meridionales.

I. Los orfeones

Nuestros valientes no se movieron de sus casas hasta la derrota de Sedán. Para estos montaraces hijos de los Al­pillos no era la patria quien se desangraba allá lejos: eran los soldados del emperador, era el Imperio. Pero en cuan­to ocurrieron los acontecimientos del 4 de septiembre, la República, Atila acampado junto a los muros de París, ¡entonces ya fue distinto! Tarascón entero se puso en pie y entonces pudo saber el mundo lo que es una guerra na­cional. Naturalmente se empezó con una manifestación de orfeonistas. Ya es sabida la furiosa pasión que tiene el sur por la música. En la calle, sea la que sea, cuando se pasa por una, de todas las ventanas, de todos los balcones, surgen romanzas como si fuesen sacudidas al viento.
Y si se entra en una tienda, siempre hay junto al mos­trador una guitarra que suspira, y hasta los mancebos de las farmacias sirven las recetas canturriando entre dien­tes: «El ruiseñor y el laúd español... tralalá-lalalalá.» Y, además, de estos conciertos privados los tarasconeses tie­nen la charanga municipal, la charanga del colegio, y sólo Dios sabe cuántos orfeones.
El que dio el primer impulso al movimiento nacional, con su admirable coro a tres voces: «¡Salvemos a Fran­cia!», fue el orfeón de San Cristóbal.
-¡Sí, sí, salvemos a Francia! -gritaba el pueblo en­tero de Tarascón, agitando los pañuelos desde las venta­nas, y los hombres se rompían las manos aplaudiendo, y las mujeres tiraban besos a la armoniosa falange que atra­vesaba la calle, de cuatro en fondo, con su estandarte al frente y marcando el paso con fiereza.
El impulso estaba dado. A partir de aquel día la po­blación cambió de aspecto. No se oyeron guitarras ni bar­carolas. El Laúd español cedió el paso a La marsellesa, y dos veces por semana la gente se apretujaba en la plaza para oír a la banda del colegio tocar el Chant du Part. Y las sillas se pagaban a unos precios inverosímiles.
Pero los tarasconeses no se contentaron con tan poca cosa.

II. Las cabalgatas

Después de las manifestaciones orfeonísticas se suce­dieron las cabalgatas históricas a beneficio de los heridos. Nada más gracioso que ver un domingo de sol a toda la arrojada juventud tarasconesa, en botas de montar y ajus­tadas calzas de colores suaves, pedir de puerta en puerta y remolonear bajo los balcones, llevando en la mano gran­des alabardas y redecillas de cazar mariposas. Pero a todo aventajó en hermosura una gran parada patriótica -Francisco I en la batalla de Pavía, que los socios del círculo repitieron tres días consecutivos en la plaza. Quien no la haya visto no ha visto nada en el mundo. El teatro de Marsella había prestado su guardarropía : el oro, la seda, los terciopelos, los estandartes bordados, los escudos blasonados, las cimeras de los cascos, las gualdrapas, las cintas y lazos, los penachos, los hierros de las lanzas, y las corazas hacían que la explanada llameara relumbrante como un espejo de cazar alondras. El fuerte soplo del mis­tral pasaba por encima estre-meciendo toda esta luminosi­dad. ¡Qué magnífico era aquello! Desgra-ciadamente, cuan­do tras una lucha encarnizada Francisco I -o sea, el señor Bompart, el gerente del círculo -se veía copado por una escuadra de reitres enemigos, el infortunado Bompart, para entregar la espada, hacía con los hombros un gesto tan enigmático que, en vez de « ¡Todo se ha perdido menos el honor!», parecía decir «Digoli que vengue, mana bon!»; pero los tarasconeses no paraban en minucias, y en todos los ojos brillaban las lágrimas por la patria.

III. La brecha

No hacía falta nada más para encalabrinar a aquellos cerebros que tales espectáculos, aquellos cantos, el sol y el viento del Ródano. Como remate, los bandos del gobier­no hicieron que rebosara la exaltación. En la explanada la gente no se abordaba sino con gesto amenazador, los dientes apretados, mascando las palabras como si fuesen balas; las conversaciones olían a pólvora, y el salitre se cortaba en el aire.
Pero donde había que oír a los efervescentes tarascone­ses era principalmente en el café de la Comedia, durante el almuerzo.
-Pero ¿qué demonios están haciendo los parisienses con ese condenado general Trochu? No terminan de salir... ¡Perra suerte! ¡Había de ser en Tarascón! ¡Brrr! A estas horas menuda brecha hubiéramos abierto ya.
Y mientras París se atragantaba con el pan de avena, estos señores engullían suculentas perdices rociadas con el buen vino de los papas, y, bien cebados y relucientes de grasa hasta las orejas, gritaban como sordos, dando gol­pes sobre la mesa:
-¡Pero, vamos: abrid brecha de una vez!
Y, desde luego, tenían muchísima razón.

IV. La defensa del circulo

Mientras tanto la invasión de los bárbaros avanzaba día a día hacia el sur. Dijon rendido, Lyon amenazado, ya las perfumadas hierbas del valle del Ródano hacían re­linchar de hambre las yeguas de los ulanos.
-¡Organicemos la defensa! -se dijeron los tarasco­neses, y todo el mundo puso manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos la población quedó blindada, parapetada y casamateada. Cada casa se convirtió en una fortaleza. Delante de la tienda de Costecalde, el armero, se veía una zanja de lo menos dos metros, con su puente levadizo y todo, que era una auténtica monería. Los trabajos de de­fensa del círculo eran tan importantes que se convirtieron en el punto de reunión de todos los tarasconeses. El ge­rente, señor Bompart, estaba en lo alto de la escalera, con la carabina en la mano, dando explicaciones a las señoras:
-Si vienen por aquí, ¡pam!, ¡pam!... Si suben por allá, ¡pam!, ¡pam!...
Y en todas las esquinas había alguien que os paraba y os decía con el mayor misterio:
-¡El café de la Comedia es inexpugnable!
¡Ya podían irse con cuidado los bárbaros!

V. Los francotiradores

Al mismo tiempo muchas compañías de francotirado­res se organizaron con gran entusiasmo: «Los hermanos de la muerte», «Los chacales de la Narbonesa», «Los tra­bucos del Ródano». Había nombres de todas clases y colo­res, como centáureas en un campo de avena, y llevaban penachos, plumas de gallo, gigantescos sombreros y cintos de tres palmos de ancho. Para tener un aspecto más terri­ble se dejaban crecer los francotiradores la barba y los bi­gotes de forma tal que, en el paseo, nadie se reconocía. A lo mejor, de lejos, se veía un bandido de los Abruzzos que se echaba sobre vosotros, con los mostachos retorcidos como garfios, llameantes los ojos, haciendo un ruido te­rrible de sables, revólveres y yataganes; y luego, cuando se aproximaba, os dabais cuenta de que era el recaudador Pegoulade. Otras veces os cruzabais en la escalera con Robinsón Crusoé en persona, con un sombrero puntiagudo, su cuchillo de sierra. y un fusil en cada hombro, y al final resultaba ser Costacalde, el armero, que volvía de comer fuera de casa. El caso es que, a fuerza de adoptar aspectos feroces, los tarasconeses terminaron por aterrori-zarse unos a otros, y al poco tiempo nadie se atrevía a salir ni a la puerta de la casa.

VI. Conejos de monte y caseros

Lo que puso fin a esta insostenible situación fue el de­creto, dado por el gobierno de Burdeos, sobre la organi­zación de los guardias nacionales. Al potente soplo de los triunviros, ¡prrrt!, las plumas de gallo volaron, y todos los francotiradores de Tarascón -chacales, escopeteros y los demás- acabaron por fundirse en un batallón de hon­rados milicianos, a las órdenes del bizarro general Bravi­da, antiguo capitán de almacén. Pero surgieron nuevas complicaciones. El decreto de Burdeos, como es sabido, señalaba dos categorías en la guardia nacional: de marcha y sedentarios, «conejos de monte» y «conejos domésti­cos», como decía Pegoulade, el recaudador.
Durante los primeros días los guardias nacionales de monte desempeñaron, naturalmente, el papel principal. Todas las mañanas el bizarro general Bravida los llevaba a la explanada a practicar la instrucción y maniobras de guerrilla. «¡Cuerpo a tierra! ¡De pie!», y todo lo demás. Estas pequeñas batallas atraían a un sinnúmero de curio­sos. De las señoras de Tarascón no faltaba ni una, y aun las señoras de Beaucaire pasaron alguna vez el puente para admirar a nuestros «conejos». Los pobres guardias nacionales «domésticos», mientras tanto, hacían oscura­mente el servicio en la plaza y ponían guardia al museo, donde no había más cosa que guardar que un gran lagarto relleno de paja y dos falconetas del tiempo del rey que rabió.
Como se ve, las damas de Beaucaire no pasaban el puente por cosa de poca monta. Pero al cabo de tres me­ses de instrucción de guerrillas, cuando la gente llegó a darse cuenta de que los guardias nacionales de monte no sa­lían de la explanada, empezó a decaer el entusiasmo.
Por más que el bizarro general Bravida se desgañitase gritando a sus cachorros «¡De pie! ¡Cuerpo a tierra!», nadie los miraba ni les hacía el menor caso. Muy pronto estas batallas fueron la comidilla de todo el pueblo. Y si no se les hacía partir, bien sabe Dios que no era culpa suya. Estaban verdaderamente furiosos, y un día incluso se negaron a hacer la instrucción.
-¡Estamos ya hartos de paradas! -gritaban infla­mados de patrio-tismo. ¿No somos guardias de marcha? ¡Pues que se nos haga marchar!
-¡Marcharéis, o dejaré de ser yo quien soy! -les gritó el bizarro general Bravida, y bufando de cólera se presentó a pedir explica-ciones en la alcaldía.
El alcalde le dijo que no tenía órdenes y que aquel asunto era de la competencia de la prefectura.
-¡Nos ha fastidiado la prefectura! -exclamó el ge­neral, y tomó el primer tren para Marsella en busca del prefecto, empresa más difícil de lo que a primera, vista parece, porque en Marsella hay sieinpre cinco o seis pre­fectos en funciones y nadie acertaría a decir cuál es el más calificado para aquel asunto.
Pero por una extraña casualidad el general Bravida le puso en seguida la mano encima, y en pleno consejo de la prefectura el bizarro soldado tomó la palabra en nom­bre de sus hombres, con la autoridad de un antiguo capi­tán de almacén.
A las pocas palabras el prefecto le interrumpió:
-Perdón, mi general... ¿Cómo es que sus soldados le piden a usted ir a la guerra y a mí me piden quedarse? Lea usted.
Y sonriendo maliciosamente le entregó una petición la­crimosa que dos «conejos de monte» -los más deseosos de partir- acababan de dirigir a la prefectura, con infor­mes del médico, del cura y del notario, en la que pedían pasar a «conejos domésticos» por motivos de salud.
El prefecto, sin dejar de sonreír, añadió:
-Y aquí tengo más de trescientas cartas iguales a ésta. Ahora comprenderá usted, mi general, por qué no nos hemos precipitado a dar la orden de partida a sus hom­bres. Desgraciadamente se ha hecho ir a muchos que se queran quedar; no hacen falta más. Así que hasta otro día. ¡Dios salve a la República, y muchos saludos a sus «conejos»!

VII. El ponche de despedida

No es necesario decir lo avergonzado que regresó el general a Tarascón. Pero vayamos a otra cosa. Y es que durante su ausencia los tarasconeses se apresuraron a or­ganizar un ponche de despedida, por suscripción, en ho­nor de los «conejos» que partían. Inútilmente se desgañi­taba el general repitiendo que no había miedo de que eso Ocurriera, que nadie marcharía; el ponche estaba suscri­to, encargado, y como no faltaba más que bebérselo, fue lo que se hizo.
La emocionante ceremonia del ponche de despedida se celebró un domingo por la noche en los salones de la al­caldía; y hasta el amanecer los brindis, los vivas, los dis­cursos, los cantos patrióticos hicieron retemblar los vidrios municipales. Naturalmente, todos estaban en el secreto del ponche; los guardias nacionales «domésticos», que lo pa­gaban, tenían la firme convicción de que sus compañeros no marchaban, y así mismo los de «monte», que lo bebían, tenían idéntica seguridad, y el venerable adjunto, que con conmovida voz juró ante aquellos valientes que estaba dis­puesto a ir a la vanguardia, sabía mejor que ninguno que nadie marcharía en absoluto; pero fue igual. Son tan ex­traordinarios estos meridionales que, al acabarse abrazaban los unos a los otros, y, ¡lo inaudito!, todo el mundo era sincero, hasta el general.
En Tarascón, como en todo el mediodía francés, he observado con harta frecuencia este efecto de espejismo.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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