Antes de la guerra se veía en aquel lugar un puente colgante
magnífico, dos altos pilares de piedra blanca y cordajes alquitranados que
cruzaban sobre el horizonte del Sena con la aérea apariencia que presta la
belleza a los globos y a los navíos. Bajo los grandes arcos del centro pasaba
la «cadena»[1]
dos veces al día, en medio de torbellinos de humo, sin necesidad de abatir las
chimeneas; en los lados se resguardaban bancos de lavanderas y barquichuelos
de pesca amarrados a las argollas. Una calle de chopos colgada entre los prados
como una gran cortina verde, trémula por la brisa del río, conducía al puente.
Era encantador.
Pero este año todo ha cambiado. Los chopos, siempre
urguidos, conducen al vacío. Ya no hay puente. Los dos pilares han volado,
regado de piedras todo el contorno. La casita blanca del pontazgo, medio
derruida por la sacudida, parece una ruina reciente, un derribo o una barricada.
Las cuerdas, los alambres, cuelgan tristemente sobre el agua; el piso del puente,
hundido en la firme arena, en medio de la corriente; el despojo de un
naufragio, que corona una bandera roja para aviso de los marineros, y todo
cuanto el Sena arrastra, plantas arrancadas, tablas musgosas, se detiene allí
for-mando un dique donde el agua hace mil ollas y remolinos. Se nota en el
pasaje algo así como una desgarradura, como un vacío que deja adivinar la
catástrofe.
Y como para acabar de entristecer el horizonte, la hilera
de chopos que guiaba al puente ha sido diezmada. Aquellos magníficos chopos tan
frondosos, devorados hasta la cima por las orugas -también los árboles tienen
sus invasiones, extienden sus ramas sin yemas, enflaquecidas, desgajadas, y en
la gran avenida, desierta e inútil, las grandes mariposas blancas vuelan pesadamente.
Mientras alzan de nuevo el puente se ha instalado allí
cerca un lanchón; una de esas inmensas almadías donde se embarcan los carros
uncidos, los caballos de labor y las vacas que ponen redondos sus serenos ojos
al ver el correr del agua. Las bestias y los carruajes van en el medio; a los
lados, los pasajeros: aldeanos, niños que van a la escuela de la villa,
parisienses veraneantes. Cintas y velos flotan al lado de los tiros de los
caballos. Se diría que es una balsa de náufragos. El lanchón avanza con más lentitud.
El Sena, muy largo de atravesar, parece más ancho que antes, y detrás de las
ruinas del puente hundido, entre las dos riberas casi extrañas la una a la
otra, el horizonte se engrandece con una especie de triste solemnidad.
Yo había ido muy temprano aquella mañana para pasar
el río. Aún no había nadie en la orilla, y la casita del barquero –un viejo
vagón inmovilizado entre la húmeda arena- esta cerrada, correando la niebla;
dentro de ella se oían toses de niños.
-¡Eh! ¡Eugenio!
-¡Voy! -grita el barquero, que llegaba arrastrándose.
Era un marinero corpulento, todavía joven; pero cuando
la última guerra había ido de artillero y volvió baldado por el reuma, herido
en una pierna por un casco de metralla y con la cara surcada por un enorme costurón.
Al verme se sonrió.
-Hoy vamos a pasar a nuestras anchas.
Efectivamente: sólo yo iba en la lancha; pero antes de
soltar las amarras llegó más gente. Primero una gruesa granjera de claros ojos
que iba al mercado de Corbeil con dos grandes canastas en los brazos, que
enderezaban a la fuerza su rústico talle y la hacían andar firme y rígida;
después, detrás de ella, por el hondo camino, otros viajeros, cuya voz llegaba
hasta nosotros cuando aún no los divisábamos claramente entre la niebla. Se oía
una voz de mujer, dulce y llena de lágrimas:
-¡Ay, señor Chachignot! ¡Se lo pido por Dios, no me
haga usted sufrir! Ya ve usted que él ya tiene trabajo. Denos un plazo para
pagarle: no pido nada más...
-Ya le he dado bastantes plazos. No espero ni un día
más -respondió una voz de aldeano, cruel y desdentada. Ahora os las entenderéis
con el alguacil. ¡Allá él! ¡Eh! ¡Eugenio!
El barquero me dijo por lo bajo:
-Es ese sinvergüenza de Chachignot. ¡Ahí está: mírele!
Entonces vi aparecer sobre la arena un viejo disfrazado
con un redingote de grueso paño y una chistera nueva, de copa muy alta. Este aldeano,
quemado por el sol, agrietado, y cuyas sarmentosas manos habían sido deformadas
por el azadón, aún parecía más negro, más chamuscado, vestido así, de señor. La
frente testaruda, la boca, sumida entre arrugas llenas de malicia, las largas narices
ganchudas de indio apache, le prestaban una fisonomía feroz, muy de acuerdo
con su nombre de Chachignot.
-¡Vamos, Eugenio: en marcha! -dijo al saltar a la balsa,
y su voz temblaba de ira. Mientras el barquero soltaba las amarras se acercó
la labradora.
-Tío Chachignot, ¿qué le pasa?
-¡Ah! ¿Eres tú, Blanca? ¡Ay, no me hables! ¡Estoy
desquiciado! ¡Esos canallas de Mazilier! -Y señalaba, con el puño, una pequeña
sombra delgada que subía el hondo camino sollozando.
-¿Qué le ha ocurrido con ellos?
-¡Qué ha de sucederme! Que me deben cuatro plazos y
todo el vino y no les puedo sacar ni un céntimo. Así que me voy a ver al
alguacil en seguida para que pongan en la calle a esos bribones.
-Pues Mazilier es una buenísima persona. Quizá no
tenga la culpa de no poder pagarle. La guerra ha hecho perder a mucha gente.
El viejo aldeano estalló:
-¡Ese es un animal! Tuvo ocasión de hacer su fortuna
con los prusianos y no le dio la gana. El mismo día que llegaron cerró la
taberna y descolgó el letrero. Otros taberneros se han hecho de oro en la
guerra; él no ha vendido ni un céntimo. Y peor aún: estuvo preso por insolente.
Es un animal, créeme. ¿Qué le importaban a él todas esas historias? ¿Era
militar acaso? No tenía más que vender vino y aguardiente a los parroquianos, y
ahora podría pagarme. ¡El muy canalla! ¡Ya le enseñaré yo a dárselas de
patriota!
Y se agitaba, rojo de rabia, dentro de su enorme
redingote, con los ademanes palurdos de los campesinos acostumbraos a la blusa
corta.
A medida que hablaba, los claros ojos de la granjera,
hacía poco llenos de compasión para los Mazilier, iban tornándose secos, casi
despreciativos. Era también una aldeana, y los aldeanos no ponen buena cara a
los que rehúsan hacer un buen negocio. Primero dijo:
-Es una desgracia para la pobre mujer.
Y luego, un momento después, exclamó:
-¡Bah ! Así es. No hay que volverle la espalda a la
suerte. -Y finalmente: Tiene usted muchísima razón. Cuando se debe hay que
pagar.
El aldeano repetía una y otra vez, con los dientes
apretados:
-¡El muy imbécil! ¡El muy idiota!
El barquero, que le escuchaba sin dejar de manejar su
pértiga, creyó que era deber suyo meter baza y dijo:
-No haga usted eso, tío Chachignot: porque ¿de qué le
iba a servir el mandarlos al juzgado? Cuando embarguen a esos pobres se
encontrará usted con que ha perdido el tiempo. La cosa todavía puede tener
remedio. Espere un poco más.
El viejo, como si le hubiesen mordido, se volvió súbitamente:
-¡Mira quién habla! ¡Otro inútil! ¡Otro patriota! ¡A
ver si no da lástima! Cinco críos y ni una perra, y va y se marcha a divertirse
tirando cañonazos sin tener ninguna obligación. Y yo le pregunto a usted, señor-
y me pareció que se dirigía a mí, ¿qué hemos ganado nosotros con ello? Pues él
ha ganado que le rompieran la cara y perder un buen empleo. Y ahora ahí le
tiene usted viviendo como un gitano, en una barraca abierta a los cuatro
vientos, los chicos enfermos y una mujer deslomada de tanto lavar. ¿No es
también otro idiota?
Los ojos del barquero brillaron coléricos, y en medio
de su pálido rostro vi su cicatriz ahondarse más, hacerse más profunda y más
blanca. Pero tuvo la suficiente entereza para contenerse y descargó su rabia
contra la pértiga, que la metió en la arena hasta casi torcerla. Porque una
palabra de más sería lo suficiente para hacerle perder también la plaza, porque
aquel Chachignot era un hombre de influencia en la comarca.
¡Era miembro del ayuntamiento!
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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