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domingo, 4 de agosto de 2013

El lanchón

Antes de la guerra se veía en aquel lugar un puente colgante magnífico, dos altos pilares de piedra blanca y cordajes alquitranados que cruzaban sobre el horizonte del Sena con la aérea apariencia que presta la belleza a los globos y a los navíos. Bajo los grandes arcos del cen­tro pasaba la «cadena»[1] dos veces al día, en medio de torbellinos de humo, sin necesidad de abatir las chime­neas; en los lados se resguardaban bancos de lavanderas y barquichuelos de pesca amarrados a las argollas. Una calle de chopos colgada entre los prados como una gran cortina verde, trémula por la brisa del río, conducía al puente. Era encantador.
Pero este año todo ha cambiado. Los chopos, siempre urguidos, conducen al vacío. Ya no hay puente. Los dos pilares han volado, regado de piedras todo el contorno. La casita blanca del pontazgo, medio derruida por la sa­cudida, parece una ruina reciente, un derribo o una ba­rricada. Las cuerdas, los alambres, cuelgan tristemente sobre el agua; el piso del puente, hundido en la firme are­na, en medio de la corriente; el despojo de un naufragio, que corona una bandera roja para aviso de los marineros, y todo cuanto el Sena arrastra, plantas arrancadas, tablas musgosas, se detiene allí for-mando un dique donde el agua hace mil ollas y remolinos. Se nota en el pasaje algo así como una desgarradura, como un vacío que deja adivinar la catástrofe.
Y como para acabar de entristecer el horizonte, la hi­lera de chopos que guiaba al puente ha sido diezmada. Aquellos magníficos chopos tan frondosos, devorados has­ta la cima por las orugas -también los árboles tienen sus invasiones, extienden sus ramas sin yemas, enflaque­cidas, desgajadas, y en la gran avenida, desierta e inútil, las grandes mariposas blancas vuelan pesadamente.
Mientras alzan de nuevo el puente se ha instalado allí cerca un lanchón; una de esas inmensas almadías donde se embarcan los carros uncidos, los caballos de labor y las vacas que ponen redondos sus serenos ojos al ver el correr del agua. Las bestias y los carruajes van en el me­dio; a los lados, los pasajeros: aldeanos, niños que van a la escuela de la villa, parisienses veraneantes. Cintas y velos flotan al lado de los tiros de los caballos. Se diría que es una balsa de náufragos. El lanchón avanza con más lentitud. El Sena, muy largo de atravesar, parece más ancho que antes, y detrás de las ruinas del puente hundi­do, entre las dos riberas casi extrañas la una a la otra, el horizonte se engrandece con una especie de triste solemnidad.
Yo había ido muy temprano aquella mañana para pa­sar el río. Aún no había nadie en la orilla, y la casita del barquero –un viejo vagón inmovilizado entre la húmeda arena- esta cerrada, correando la niebla; dentro de ella se oían toses de niños.
-¡Eh! ¡Eugenio!
-¡Voy! -grita el barquero, que llegaba arrastrándose.     
Era un marinero corpulento, todavía joven; pero cuando la última guerra había ido de artillero y volvió balda­do por el reuma, herido en una pierna por un casco de me­tralla y con la cara surcada por un enorme costurón. Al verme se sonrió.
-Hoy vamos a pasar a nuestras anchas.
Efectivamente: sólo yo iba en la lancha; pero antes de soltar las amarras llegó más gente. Primero una grue­sa granjera de claros ojos que iba al mercado de Corbeil con dos grandes canastas en los brazos, que enderezaban a la fuerza su rústico talle y la hacían andar firme y rígida; después, detrás de ella, por el hondo camino, otros viaje­ros, cuya voz llegaba hasta nosotros cuando aún no los divisábamos claramente entre la niebla. Se oía una voz de mujer, dulce y llena de lágrimas:
-¡Ay, señor Chachignot! ¡Se lo pido por Dios, no me haga usted sufrir! Ya ve usted que él ya tiene traba­jo. Denos un plazo para pagarle: no pido nada más...
-Ya le he dado bastantes plazos. No espero ni un día más -respondió una voz de aldeano, cruel y desden­tada. Ahora os las entenderéis con el alguacil. ¡Allá él! ¡Eh! ¡Eugenio!
El barquero me dijo por lo bajo:
-Es ese sinvergüenza de Chachignot. ¡Ahí está: mí­rele!
Entonces vi aparecer sobre la arena un viejo disfraza­do con un redingote de grueso paño y una chistera nue­va, de copa muy alta. Este aldeano, quemado por el sol, agrietado, y cuyas sarmentosas manos habían sido defor­madas por el azadón, aún parecía más negro, más cha­muscado, vestido así, de señor. La frente testaruda, la boca, sumida entre arrugas llenas de malicia, las largas narices ganchudas de indio apache, le prestaban una fiso­nomía feroz, muy de acuerdo con su nombre de Cha­chignot.
-¡Vamos, Eugenio: en marcha! -dijo al saltar a la balsa, y su voz temblaba de ira. Mientras el barquero sol­taba las amarras se acercó la labradora.
-Tío Chachignot, ¿qué le pasa?
-¡Ah! ¿Eres tú, Blanca? ¡Ay, no me hables! ¡Estoy desquiciado! ¡Esos canallas de Mazilier! -Y señalaba, con el puño, una pequeña sombra delgada que subía el hondo camino sollozando.
-¿Qué le ha ocurrido con ellos?
-¡Qué ha de sucederme! Que me deben cuatro pla­zos y todo el vino y no les puedo sacar ni un céntimo. Así que me voy a ver al alguacil en seguida para que pongan en la calle a esos bribones.
-Pues Mazilier es una buenísima persona. Quizá no tenga la culpa de no poder pagarle. La guerra ha hecho perder a mucha gente.
El viejo aldeano estalló:
-¡Ese es un animal! Tuvo ocasión de hacer su for­tuna con los prusianos y no le dio la gana. El mismo día que llegaron cerró la taberna y descolgó el letrero. Otros taberneros se han hecho de oro en la guerra; él no ha vendido ni un céntimo. Y peor aún: estuvo preso por in­solente. Es un animal, créeme. ¿Qué le importaban a él todas esas historias? ¿Era militar acaso? No tenía más que vender vino y aguardiente a los parroquianos, y aho­ra podría pagarme. ¡El muy canalla! ¡Ya le enseñaré yo a dárselas de patriota!
­Y se agitaba, rojo de rabia, dentro de su enorme redingote, con los ademanes palurdos de los campesinos acostumbraos a la blusa corta.
A medida que hablaba, los claros ojos de la granjera, hacía poco llenos de compasión para los Mazilier, iban tornándose secos, casi despreciativos. Era también una aldeana, y los aldeanos no ponen buena cara a los que rehúsan hacer un buen negocio. Primero dijo:
-Es una desgracia para la pobre mujer.
Y luego, un momento después, exclamó:
-¡Bah ! Así es. No hay que volverle la espalda a la suerte. -Y finalmente: Tiene usted muchísima razón. Cuando se debe hay que pagar.
El aldeano repetía una y otra vez, con los dientes apre­tados:
-¡El muy imbécil! ¡El muy idiota!
El barquero, que le escuchaba sin dejar de manejar su pértiga, creyó que era deber suyo meter baza y dijo:
-No haga usted eso, tío Chachignot: porque ¿de qué le iba a servir el mandarlos al juzgado? Cuando embar­guen a esos pobres se encontrará usted con que ha perdi­do el tiempo. La cosa todavía puede tener remedio. Espe­re un poco más.
El viejo, como si le hubiesen mordido, se volvió súbi­tamente:
-¡Mira quién habla! ¡Otro inútil! ¡Otro patriota! ¡A ver si no da lástima! Cinco críos y ni una perra, y va y se marcha a divertirse tirando cañonazos sin tener nin­guna obligación. Y yo le pregunto a usted, señor- y me pareció que se dirigía a mí, ¿qué hemos ganado noso­tros con ello? Pues él ha ganado que le rompieran la cara y perder un buen empleo. Y ahora ahí le tiene usted vi­viendo como un gitano, en una barraca abierta a los cua­tro vientos, los chicos enfermos y una mujer deslomada de tanto lavar. ¿No es también otro idiota?
Los ojos del barquero brillaron coléricos, y en medio de su pálido rostro vi su cicatriz ahondarse más, hacerse más profunda y más blanca. Pero tuvo la suficiente ente­reza para contenerse y descargó su rabia contra la pérti­ga, que la metió en la arena hasta casi torcerla. Porque una palabra de más sería lo suficiente para hacerle perder también la plaza, porque aquel Chachignot era un hombre de influencia en la comarca.
¡Era miembro del ayuntamiento!

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)


[1] Se llama «cadena» al conjunto de barcas y gabarras remolcadas por un vapor en el Sena.

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