El señor Seguin jamás había tenido suerte con sus cabras.
Las perdía todas de la misma manera: un buen día rompían la cuerda, se iban al
monte y una vez allá arriba el lobo se las comía.
Ni las caricias de su dueño, ni el miedo al lobo
lograba retenerlas. Al parecer se trataba de cabras independientes que querían
gozar del aire libre y de la libertad a cualquier precio.
El bueno del señor Seguin, que no comprendía lo más
mínimo el carácter de sus animalitos, estaba consternado.
-Se acabó -solía decir. Las cabras se aburren conmigo.
No conservaré ni una sola.
Sin embargo no se descorazonó, y, después de haber
perdido seis cabras de idéntica forma, adquirió la séptima. La única
precaución que adoptó esta vez fue comprarla muy jovencita, con la esperanza
de que se habituara mejor a vivir con él.
¡Ah! ¡Cuán linda era la cabrita del señor Seguin! ¡Qué
hermosa era con sus ojitos dulces, su perilla de suboficial, sus pezuñas
negras y relucientes, sus cuernos rayados y sus largos pelos blancos que le
formaban una hopalanda! Y además era dócil, cariñosa, se dejaba ordeñar sin
chistar, sin meter la patita en la escudilla. Una precio-sidad de cabrita...
El señor Seguin tenía detrás de la casa un cercado rodeado
de espino. Allí puso a su nuevo huésped. La ató a una estaca en el lugar más
bonito del prado, procurando dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando acudía a
ver si se encontraba bien. La cabra se sentía muy feliz y saboreaba la hierba
tan a gusto que el señor Seguin estaba encantado.
«En fin -pensó el buen hombre: ¡al menos ésta rio se
aburrirá conmigo!»
El señor Seguin se equivocó: la cabra se aburrió.
Un día el animalito se dijo, mientras contemplaba el
monte:
«¡Qué bien se debe de vivir allá arriba! ¡Qué placer poder
corretear por los brezos, sin estar sujeto por esta rnaldita cuerda que me
desuella el cuello! Bien está para el asno o para el buey pastar en un cercado,
pero las cabras tenemos horizontes más vastos...»
A partir de aquel momento la hierba del cercado le
pareció desabrida. Y el aburrimiento se apoderó del animal. Daba pena verla
tirar todo el día de la cuerda, con la cabeza vuelta hacia la montaña, el
hociquito olisqueando el aire de las cimas y balando tristemente:
-Be... be...
El señor Seguin advirtió al instante que su cabra tenía
algo, pero no sabía en realidad de qué se trataba.
Una mañana, al acabar de ordeñarla, la cabrita se volvió
hacia él y le dijo en su dialecto:
-Oiga, señor Seguin: yo me aburro soberanamente con
usted. Déjeme ir al monte.
-¡Ah, Dios mío! ¡También ésta! -exclamó el señor
Seguin, estupe-facto.
Y de pronto dejó caer la escudilla, se sentó en la
hierba junto a la cabra y le dijo cariñoso:
-¡Cómo, Blanquita! ¿Quieres abandonarme?
Blanquita contestó:
-Sí, señor Seguin.
-¿Acaso no tienes aquí bastante hierba?
-No se trata de eso, señor Seguin.
-¿Tal vez te he atado demasiado corto y quieres que te
alargue la cuerda?
-Eso me tiene sin cuidado, señor Seguin.
-Entonces ¿qué necesitas? ¿Qué es lo que quieres?
-Quiero irme al monte, señor Seguin.
-Pero, desgraciada, ¿tú no sabes que el lobo ronda por
el monte? ¿Qué harás cuando venga?
-Le atacaré con mis cuernos, señor Seguin.
-El lobo se reirá de tus cuernos. Ya se comió otras
cabras con cuernos más grandes que los tuyos. ¿Te acuerdas de la vieja
Reinalda, que estaba aquí el año pasado? Era toda una señora cabra, fuerte y
testaruda como un macho cabrío. Peleó con el lobo durante toda la noche..., y
luego, al amanecer, el lobo se la comió.
-¡Qué lástima! ¡Pobre Reinalda! Pero eso no importa,
señor Seguin. Déjeme ir al monte.
-¡Bondad divina! -exclamó el señor Seguin. Pero ¿qué
habré hecho yo a mis cabras? Otra más que el lobo se comerá. ¡Pues bien, no!
Estoy dispuesto a salvarte a pesar tuyo, picaruela. Y para que no puedas romper
la cuerda voy a encerrarte en el establo y allí te quedarás para siempre.
Dicho y hecho: el señor Seguin se llevó la cabra al establo
y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Desgraciadamente se olvidó de la
ventana, y apenas se volvió de espaldas la cabrita se marchó.
Al llegar al monte hubo regocijo general. Jamás los
viejos abetos habían visto alegría semejante. Se la recibió como a una reina.
Los castaños se agachaban hasta el suelo para acariciarla con la puntita de sus
ramas. La retama se abría a su paso y le ofrecía su perfume más exquisito.
Todo el monte se vistió de fiesta.
¡Se acabó la cuerda! ¡Se acabó la estaca! Ya no había
nada que le impidiera correr a su antojo, pastar a sus anchas... ¡Allí sí que
había hierba! Hasta por encima de sus cuernos. ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina,
festoneada, de mil plantas distintas... ¡Qué diferente del césped del cercado!
¿Y las flores? Grandes campanillas azules, digitales de púrpura de cálices
alargados, todo un bosque de flores silvestres que ofrecían su jugo suculento.
La cabrita blanca, embriagada de felicidad, se revolcaba
con las patitas al aire y rodaba por los declives envuelta en confuso desorden
con las hojas caídas y las castañas. Después, de pronto, se erguía de un
brinco y se quedaba clavada en sus patitas. Y echaba a correr adelantando la
cabeza a través de la espesura y de los matorrales. Tan pronto estaba en la
cima como en un barranco, arriba y abajo, por doquier. Se diría que en el
monte había por lo menos diez cabras del señor Seguin.
Blanquita no tenía, miedo a nada.
De un salto franqueaba las torrenteras que le salpicaban
al pasar, y quedaba cubierta de polvo y de espuma. Entonces, chorreando, iba a
tumbarse sobre cualquier roca lisa y se secaba al sol. Una vez, al acercarse al
borde de una planicie, con una hoja de codeso entre los dientes, divisó allá
abajo, muy abajo, en la llanura, la casa del señor Seguin, con el cercado en la
parte trasera. Y se echó a reír hasta saltársele las lágrimas.
-¡Qué pequeño es! -exclamó la cabrita. ¿Cómo he podido
vivir allí dentro?
¡Pobrecita! Al verse encaramada tan alto, lo menos se
creía tan grande como el mundo.
En suma: aquél fue un día maravilloso para la cabrita
del señor Seguin. A mediodía, mientras corría a diestro y siniestro, fue a caer
en medio de un rebaño de gamuzas que estaba a punto de devorar una labrusca.
Nuestra cabrita rétozona, vestida de blanco, causó sensación. Se le dio el
mejor sitio en el banquete.
De pronto el viento refrescó. El monte se tornó
violeta. Comen-zaba a anochecer.
-¡Tan pronto! -dijo la cabrita.
Y se detuvo muy asombrada.
Abajo los campos estaban inundados de niebla. El cercado
del señor Seguin desapareció en la neblina, y de la casita no se veía más que
el tejado con un hilillo de humo. Blanquita escuchó las esquilas de un rebaño
camino del aprisco y se sintió muy triste. Un gerifalte le rozó con sus alas al
pasar. La cabrita tuvo un sobresalto. Luego se oyó un prolongado aullido en el
monte:
-¡Auuu! ¡Auuu!
Blanquita pensó en el lobo. Durante todo el día la alocada
cabrita no se habla acordado de él. Al mismo tiempo sonó una trompa lejana en
el valle. Era el bueno del señor Seguin que intentaba un postrer esfuerzo.
-¡Auuu! ¡Auuu! -rugía el lobo.
-¡Vuelve! ¡Vuelve! gritaba la trompa.
Blanquita estuvo tentada de regresar, pero se acordó
de la estaca, de la cuerda, de la valla del cercado, y pensó que entonces ya no
podría seguir disfrutando de aquella maravillosa vida al aire libre, y que por
tanto era preferible quedarse en el monte.
La trompa cesó de sonar.
La cabra oyó tras de sí ruido de hojarasca. Se volvió
y vio en la penumbra dos orejas cortas y enhiestas y dos ojos brillantes: era
el lobo.
Enorme, inmóvil, sentado sobre sus patas traseras,
allí estaba el fiero animal, mirando a la cabrita blanca y saboreando su carne
por adelantado.
Seguro de que se la comería, el lobo no tenía ninguna
prisa. Solamente cuando la cabrita se volvió, se echó a reír la bestia feroz y
gritó, maliciosa:
-¡Ja, ja, ja! ¡Pobre cabrita del señor Seguin!
Y se pasó la gruesa lengua roja por su hocico
repulsivo.
Blanquita se sintió perdida. En un instante le pasó
por la mente la historia entera de la vieja Reinalda, que había luchado toda la
noche para ser devorada al amanecer, y pensó que tal vez sería preferible
dejarse comer en seguida; pero al punto cambió de opinión y se puso en guardia,
con la cabeza baja y los cuernos en posición de ataque, como valiente cabra del
señor Seguin que era.... no porque confiara en matar al lobo -las cabras jamás
matan al lobo, sino solamente para ver si podía resistir tanto como la vieja
Reinalda.
Cuando el monstruo avanzó, los diminutos cuernos de la
cabrita entraron en juego.
¡Ah, la valiente cabrita!... ¡Con cuánto ardor luchaba!
Más de diez veces obligó al lobo a retroceder para tomar aliento. Durante estas
treguas de un minuto escaso, la golosita aún tenía tiempo para coger al vuelo
una brizna de su hierba favorita, y luego volvía al ataque con la boca llena.
El combate duró toda la noche. De vez en cuando la
cabrita del señor Seguin contemplaba cómo las estrellas bailaban en el cielo
claro, y pensaba:
«¡Oh! Si al menos aguantara hasta el alba...»
Las estrellas se apagaron una tras otra. Blanquita redobló
sus cornadas y el lobo sus mordiscos. Un pálido resplandor asomó por el
horizonte. El ronco canto de un gallo llegó desde la próxima alquería.
-¡Aí fin! -exclamó el pobre animalito, que no esperaba
más que el despuntar del día para morir.
Entonces se estiró en el suelo envuelto en su linda y
blanca piel, enteramente manchada de sangre...
Y el lobo se arlojó sobre la cabrita y se la comió.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
y cual es la enseñanza
ResponderEliminar
ResponderEliminarMoraleja: La inconsciencia es enemiga de la prudencia