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domingo, 4 de agosto de 2013

La cabra del señor seguin

El señor Seguin jamás había tenido suerte con sus ca­bras. Las perdía todas de la misma manera: un buen día rompían la cuerda, se iban al monte y una vez allá arriba el lobo se las comía.
Ni las caricias de su dueño, ni el miedo al lobo lograba retenerlas. Al parecer se trataba de cabras independientes que querían gozar del aire libre y de la libertad a cual­quier precio.
El bueno del señor Seguin, que no comprendía lo más mínimo el carácter de sus animalitos, estaba consternado.
-Se acabó -solía decir. Las cabras se aburren conmigo. No conservaré ni una sola.
Sin embargo no se descorazonó, y, después de haber perdido seis cabras de idéntica forma, adquirió la sépti­ma. La única precaución que adoptó esta vez fue com­prarla muy jovencita, con la esperanza de que se habi­tuara mejor a vivir con él.
¡Ah! ¡Cuán linda era la cabrita del señor Seguin! ¡Qué hermosa era con sus ojitos dulces, su perilla de su­boficial, sus pezuñas negras y relucientes, sus cuernos ra­yados y sus largos pelos blancos que le formaban una ho­palanda! Y además era dócil, cariñosa, se dejaba orde­ñar sin chistar, sin meter la patita en la escudilla. Una precio-sidad de cabrita...
El señor Seguin tenía detrás de la casa un cercado ro­deado de espino. Allí puso a su nuevo huésped. La ató a una estaca en el lugar más bonito del prado, procurando dejarle mucha cuerda, y de vez en cuando acudía a ver si se encontraba bien. La cabra se sentía muy feliz y sa­boreaba la hierba tan a gusto que el señor Seguin estaba encantado.
«En fin -pensó el buen hombre: ¡al menos ésta rio se aburrirá conmigo!»
El señor Seguin se equivocó: la cabra se aburrió.
Un día el animalito se dijo, mientras contemplaba el monte:
«¡Qué bien se debe de vivir allá arriba! ¡Qué placer poder corretear por los brezos, sin estar sujeto por esta rnaldita cuerda que me desuella el cuello! Bien está para el asno o para el buey pastar en un cercado, pero las ca­bras tenemos horizontes más vastos...»
A partir de aquel momento la hierba del cercado le pareció desabrida. Y el aburrimiento se apoderó del ani­mal. Daba pena verla tirar todo el día de la cuerda, con la cabeza vuelta hacia la montaña, el hociquito olisquean­do el aire de las cimas y balando tristemente:
-Be... be...
El señor Seguin advirtió al instante que su cabra te­nía algo, pero no sabía en realidad de qué se trataba.
Una mañana, al acabar de ordeñarla, la cabrita se volvió hacia él y le dijo en su dialecto:
-Oiga, señor Seguin: yo me aburro soberanamente con usted. Déjeme ir al monte.
-¡Ah, Dios mío! ¡También ésta! -exclamó el señor Seguin, estupe-facto.
Y de pronto dejó caer la escudilla, se sentó en la hierba junto a la cabra y le dijo cariñoso:
-¡Cómo, Blanquita! ¿Quieres abandonarme?
Blanquita contestó:
-Sí, señor Seguin.
-¿Acaso no tienes aquí bastante hierba?
-No se trata de eso, señor Seguin.
-¿Tal vez te he atado demasiado corto y quieres que te alargue la cuerda?
-Eso me tiene sin cuidado, señor Seguin.
-Entonces ¿qué necesitas? ¿Qué es lo que quieres?
-Quiero irme al monte, señor Seguin.
-Pero, desgraciada, ¿tú no sabes que el lobo ronda por el monte? ¿Qué harás cuando venga?
-Le atacaré con mis cuernos, señor Seguin.
-El lobo se reirá de tus cuernos. Ya se comió otras cabras con cuernos más grandes que los tuyos. ¿Te acuer­das de la vieja Reinalda, que estaba aquí el año pasado? Era toda una señora cabra, fuerte y testaruda como un macho cabrío. Peleó con el lobo durante toda la noche..., y luego, al amanecer, el lobo se la comió.
-¡Qué lástima! ¡Pobre Reinalda! Pero eso no im­porta, señor Seguin. Déjeme ir al monte.
-¡Bondad divina! -exclamó el señor Seguin. Pero ¿qué habré hecho yo a mis cabras? Otra más que el lobo se comerá. ¡Pues bien, no! Estoy dispuesto a salvar­te a pesar tuyo, picaruela. Y para que no puedas romper la cuerda voy a encerrarte en el establo y allí te quedarás para siempre.
Dicho y hecho: el señor Seguin se llevó la cabra al es­tablo y cerró la puerta con dos vueltas de llave. Desgra­ciadamente se olvidó de la ventana, y apenas se volvió de espaldas la cabrita se marchó.
Al llegar al monte hubo regocijo general. Jamás los viejos abetos habían visto alegría semejante. Se la recibió como a una reina. Los castaños se agachaban hasta el suelo para acariciarla con la puntita de sus ramas. La re­tama se abría a su paso y le ofrecía su perfume más exquisito. Todo el monte se vistió de fiesta.
¡Se acabó la cuerda! ¡Se acabó la estaca! Ya no ha­bía nada que le impidiera correr a su antojo, pastar a sus anchas... ¡Allí sí que había hierba! Hasta por encima de sus cuernos. ¡Y qué hierba! Sabrosa, fina, festoneada, de mil plantas distintas... ¡Qué diferente del césped del cer­cado! ¿Y las flores? Grandes campanillas azules, digitales de púrpura de cálices alargados, todo un bosque de flores silvestres que ofrecían su jugo suculento.
La cabrita blanca, embriagada de felicidad, se revol­caba con las patitas al aire y rodaba por los declives en­vuelta en confuso desorden con las hojas caídas y las cas­tañas. Después, de pronto, se erguía de un brinco y se quedaba clavada en sus patitas. Y echaba a correr ade­lantando la cabeza a través de la espesura y de los mato­rrales. Tan pronto estaba en la cima como en un barran­co, arriba y abajo, por doquier. Se diría que en el monte había por lo menos diez cabras del señor Seguin.
Blanquita no tenía, miedo a nada.
De un salto franqueaba las torrenteras que le salpica­ban al pasar, y quedaba cubierta de polvo y de espuma. Entonces, chorreando, iba a tumbarse sobre cualquier roca lisa y se secaba al sol. Una vez, al acercarse al borde de una planicie, con una hoja de codeso entre los dientes, divisó allá abajo, muy abajo, en la llanura, la casa del señor Seguin, con el cercado en la parte trasera. Y se echó a reír hasta saltársele las lágrimas.
-¡Qué pequeño es! -exclamó la cabrita. ¿Cómo he podido vivir allí dentro?
¡Pobrecita! Al verse encaramada tan alto, lo menos se creía tan grande como el mundo.
En suma: aquél fue un día maravilloso para la cabrita del señor Seguin. A mediodía, mientras corría a diestro y siniestro, fue a caer en medio de un rebaño de gamuzas que estaba a punto de devorar una labrusca. Nuestra ca­brita rétozona, vestida de blanco, causó sensación. Se le dio el mejor sitio en el banquete.
De pronto el viento refrescó. El monte se tornó violeta. Comen-zaba a anochecer.
-¡Tan pronto! -dijo la cabrita.
Y se detuvo muy asombrada.
Abajo los campos estaban inundados de niebla. El cer­cado del señor Seguin desapareció en la neblina, y de la casita no se veía más que el tejado con un hilillo de humo. Blanquita escuchó las esquilas de un rebaño camino del aprisco y se sintió muy triste. Un gerifalte le rozó con sus alas al pasar. La cabrita tuvo un sobresalto. Luego se oyó un prolongado aullido en el monte:
-¡Auuu! ¡Auuu!
Blanquita pensó en el lobo. Durante todo el día la alo­cada cabrita no se habla acordado de él. Al mismo tiempo sonó una trompa lejana en el valle. Era el bueno del señor Seguin que intentaba un postrer esfuerzo.
-¡Auuu! ¡Auuu! -rugía el lobo.
-¡Vuelve! ¡Vuelve! gritaba la trompa.
Blanquita estuvo tentada de regresar, pero se acordó de la estaca, de la cuerda, de la valla del cercado, y pensó que entonces ya no podría seguir disfrutando de aquella maravillosa vida al aire libre, y que por tanto era preferi­ble quedarse en el monte.
La trompa cesó de sonar.
La cabra oyó tras de sí ruido de hojarasca. Se volvió y vio en la penumbra dos orejas cortas y enhiestas y dos ojos brillantes: era el lobo.
Enorme, inmóvil, sentado sobre sus patas traseras, allí estaba el fiero animal, mirando a la cabrita blanca y sa­boreando su carne por adelantado.
Seguro de que se la comería, el lobo no tenía ninguna prisa. Solamente cuando la cabrita se volvió, se echó a reír la bestia feroz y gritó, maliciosa:
-¡Ja, ja, ja! ¡Pobre cabrita del señor Seguin!
Y se pasó la gruesa lengua roja por su hocico repulsivo.
Blanquita se sintió perdida. En un instante le pasó por la mente la historia entera de la vieja Reinalda, que había luchado toda la noche para ser devorada al ama­necer, y pensó que tal vez sería preferible dejarse comer en seguida; pero al punto cambió de opinión y se puso en guardia, con la cabeza baja y los cuernos en posición de ataque, como valiente cabra del señor Seguin que era.... no porque confiara en matar al lobo -las cabras jamás matan al lobo, sino solamente para ver si podía resistir tanto como la vieja Reinalda.
Cuando el monstruo avanzó, los diminutos cuernos de la cabrita entraron en juego.
¡Ah, la valiente cabrita!... ¡Con cuánto ardor luchaba! Más de diez veces obligó al lobo a retroceder para tomar aliento. Durante estas treguas de un minuto escaso, la go­losita aún tenía tiempo para coger al vuelo una brizna de su hierba favorita, y luego volvía al ataque con la boca llena.
El combate duró toda la noche. De vez en cuando la cabrita del señor Seguin contemplaba cómo las estrellas bailaban en el cielo claro, y pensaba:
«¡Oh! Si al menos aguantara hasta el alba...»
Las estrellas se apagaron una tras otra. Blanquita re­dobló sus cornadas y el lobo sus mordiscos. Un pálido resplandor asomó por el horizonte. El ronco canto de un gallo llegó desde la próxima alquería.
-¡Aí fin! -exclamó el pobre animalito, que no es­peraba más que el despuntar del día para morir.
Entonces se estiró en el suelo envuelto en su linda y blanca piel, enteramente manchada de sangre...
Y el lobo se arlojó sobre la cabrita y se la comió.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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