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domingo, 4 de agosto de 2013

Monólogo a bordo

Dos horas hace ya que se han apagado todas las luces y se han cerrado las escotillas. El sollado que nos sirve de dormitorio está a oscuras, y, como la atmósfera es densa, uno se ahoga. Mis compañeros se revuelven inquietos en sus literas, sueñan en voz alta y se quejan al dormir. Los días sin trabajo, en que únicamente la cabeza funciona y se fatiga, producen un sueño terrible, preñado de delirios y de sobresaltos. Pero ni siquiera este horrible sueño pue­do conciliar en toda la noche. No puedo dormir; por lo que no puedo hacer otra cosa que cavilar.
Arriba, sobre el puente, está lloviendo. Sopla el viento. De vez en cuando, al relevo de la guardia, se oye una campana que suena entre la bruma en la proa del barco. Cada vez que la oigo me acuerdo de mi París y del toque de las seis en las fábricas. ¡Y con la cantidad de fábricas que hay cerca de nuestra casa!...
¡Nuestra casa! Vuelvo a ver nuestro cuartito, los ni­ños que regresan del colegio, la madre en el fondo del cuarto de trabajo dando la última mano a alguna labor cerca de la ventana, esforzándose en retener la brizna de luz que se apaga, hasta terminar la hebra de su aguja.
¡Qué desgracia más grande! ¿Qué va a ser de noso­tros ahora?
Puesto que me lo permitían, quizás hubiera sido me­jor habérmelos traído conmigo. Pero ¿cómo? ¡Está tan lejos! Temía que el clima y el viaje sentara mal a los chi­quillos. Además hubiéramos tenido que vender nuestras existencias de pasamanería, humilde peculio ganado pe­nosarnente, reunido pieza a pieza, en diez largos años. Y luego los muchachos no hubieran podido ir al colegio. Y la madre, que habría de vivir entre miserables... ¡No, no! ¡Eso sí que no! ¡Prefiero más ser yo solo quien sufra! Pero a pesar mío, cuando subo a cubierta y veo todas esas familias que están como en su casa -las madres co­siendo los trapos, los chiquillos a medio vestir, las lá­grimas salen a mis ojos.
El viento sopla más fuerte y las olas se hinchan. La fragata se desliza, inclinada de una banda. Se oye cómo crujen los palos y cómo azota el aire en las velas. Parece que vamos a todo correr. Mejor: así llegaremos antes.
La isla de los Pinos, que durante el proceso me aterro­rizaba, ahora me parece apetecible. Es el final, el descan­so, ¡y yo estoy tan cansado!... Hay momentos en que cuanto me ha sucedido en estos veinte meses gira ante mis ojos hasta darme vértigo. El sitio de los prusianos, las murallas, el ejército... Después los clubs políticos, los en­tierros civiles, con mis siemprevivas en el ojal, los discur­sos al pie de la Columna, las fiestas de la Comuna en el ayuntamiento, las revistas de Cluseret, las salidas, el com­bate, la estación de Clamart, las paredes donde nos res­guardábamos para disparar sobre los gendarmes. Y des­pués, más tarde, el campamento de Satory, los pontones, los comisarios, los transbordos de un barco a otro, mil idas y venidas que me hacían creer que me encarcelaban de nuevo cada vez que rne cambiaban de prisión. Y por último, la sala del consejo de guerra, los oficiales de gala, sentados en herradura; al fondo, los coches celulares; el embarque, la salida. Todo ello revuelto con el balanceo y el aturdimiento de los primeros días del viaje.
¡Puaf! ¡Tengo la sensación de llevar una careta de polvo, de fatiga, de no sé qué, pegada a la cara, como si no me la hubiese lavado en diez años!
¡Ay! ¡Sí! ¡Qué maravillosamente agradable me pa­rece echar pie a tierra en cualquier sitio, hacer alto!...
Me han dicho que allá tendré mi trocito de tierra, he­rramientas, una casita... Mi mujer y yo habíamos soñado con tener una hacia Saint-Madé; sería bajita, con un jar­dincito delante como un cajón abierto, lleno de flores y de legumbres. Hubiéramos ido allí los domingos a pasar el día al aire y al sol, saturándonos para toda la semana. Después, cuando los chicos fueran mayores y siguieran con el comercio, nos hubiéramos retirado a vivir tranqui­lamente en ella... ¡Estúpido! ¡Ahora sí que vas a estar retirado, ahora sí que vas a tener tu casita de campo!
¡Qué pena más grande cuando pienso que la política tiene la culpa! Y, sin embargo, siempre había desconfiado de la maldita política. Siempre le había tenido miedo. En primer lugar no era rico, y como había que trabajar para pagar los pedidos, no me quedaba mucho tiempo libre para leer los periódicos y oír a los charlatanes de los mí­tines. Pero vino el maldito sitio, y con él la guardia na­cional, y sin cosa que hacer, a no ser chillar y beber. ¡Por vida de...! Total: que comencé a ir a los clubs con los demás, y las frases de relumbrón acabaron por subírseme a la cabeza...
¡Los derechos de los obreros! ¡La felicidad del pueblo!
Cuando se instauró la Comuna creí que era llegada la edad de oro de los pobres. Además me nombraron capi­tán, y todos aquellos estados mayores uniformados de nuevo, con sus galones, sus dormanes, sus cordones de oro, daban trabajo abundante a mi casa. Luego, cuando vi cómo andaban real-mente las cosas, hubiera querido es­cabullirme; pero tuve miedo de que me consideraran un cobarde.
Pero ¿qué sucede arriba? Las bocinas claman a grito pelado, y se oye correr las enormes botas por la mojada cubierta... ¡Menuda vida de perros la que llevan los ma­rineros! El silbido del contramaestre los ha sacado de lo mejor de su sueño; suben al puente medio dormidos y su­dorosos. Tienen que caminar a tientas, a ciegas, azotados por el frío. Patinan en el piso, las jarcias están heladas y queman la mano. Y cuando están encaramados en lo último de las vergas, bamboleándose entre el cielo y el agua, enrollando las velas, tiesas por el frío, llega una racha de viento, los arrebata, se los lleva y los esparce en el ancho mar como un huevo de gaviota. ¡Es una vida mucho más áspera que la de un obrero de París, y enci­ma, peor pagada! Y, sin embargo, estos hombres no se quejan: tienen un aspecto tranquilo, claros y resueltos ojos, y ¡tanto respeto para sus jefes!... Ya se les nota que no han andado mucho por nuestros clubs.
Y no hay más que verlo: esto es una tempestad. La fragata se balancea horriblemente. Todo baila y todo cru­je. Los golpes de mar se desploman sobre cubierta con fragor de trueno; después, durante unos minutos, se oye correr por todas partes arroyuelos de agua. Mis vecinos empiezan a inquietarse. Unos están mareados y otros muy asustados. ¡Esta inmovilidad durante el peligro es la peor de las prisiones! ¡Y pensar que mientras estamos encerra­dos como un rebaño, zarandeados en las tinieblas entre el trágico alboroto que nos envuelve, aquellos arrogantes hi­tos de la Comuna, con fajines dorados y rojos petos, aque­llos farsantes, aquellos cobardes que nos empujan delan­te, están tan ricamente sentados en los teatros, en los ca­fés, en Londres, en Ginebra, a un paso de Francia!
¡Cuando pienso en todo esto me ahogo de rabia!
Se han despertado todos. Unos a otros, desde sus lite­ras, se llaman, y, como todos somos de París, en seguida brota el chiste y la risa. Yo me hago el dormido para que me dejen en paz. ¡Qué suplicio más horrible es este de no estar nunca solo y tener que vivir en manada! Hay que amoldarse a la cólera ajena, a decir lo que digan los de­más, a fingir odios que no se tienen, so pena de pasar por un soplón... Y luego, la broma, ¡siempre la broma!
¡Santo Dios! ¡Vaya una marejada! Se adivina que el viento ahueca en el mar grandes simas sombrías; desde la fragata se precipita y revuelve. ¡Qué bien he hecho en no traérmelos conmigo! Porque ¡es tan agradable pensar que a estas horas están allí muy calentitos en nuestra al­coba!
En el fondo más oscuro del sollado me parece ver la tenue luz de la lámpara besando todas las frentes: los ni­ños dormidos y la madre, inclinada, que recuerda y tra­baja.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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