Dos horas hace ya que se han apagado todas las luces y
se han cerrado las escotillas. El sollado que nos sirve de dormitorio está a
oscuras, y, como la atmósfera es densa, uno se ahoga. Mis compañeros se
revuelven inquietos en sus literas, sueñan en voz alta y se quejan al dormir.
Los días sin trabajo, en que únicamente la cabeza funciona y se fatiga,
producen un sueño terrible, preñado de delirios y de sobresaltos. Pero ni
siquiera este horrible sueño puedo conciliar en toda la noche. No puedo
dormir; por lo que no puedo hacer otra cosa que cavilar.
Arriba, sobre el puente, está lloviendo. Sopla el
viento. De vez en cuando, al relevo de la guardia, se oye una campana que suena
entre la bruma en la proa del barco. Cada vez que la oigo me acuerdo de mi
París y del toque de las seis en las fábricas. ¡Y con la cantidad de fábricas
que hay cerca de nuestra casa!...
¡Nuestra casa! Vuelvo a ver nuestro cuartito, los niños
que regresan del colegio, la madre en el fondo del cuarto de trabajo dando la
última mano a alguna labor cerca de la ventana, esforzándose en retener la
brizna de luz que se apaga, hasta terminar la hebra de su aguja.
¡Qué desgracia más grande! ¿Qué va a ser de nosotros
ahora?
Puesto que me lo permitían, quizás hubiera sido mejor
habérmelos traído conmigo. Pero ¿cómo? ¡Está tan lejos! Temía que el clima y
el viaje sentara mal a los chiquillos. Además hubiéramos tenido que vender
nuestras existencias de pasamanería, humilde peculio ganado penosarnente,
reunido pieza a pieza, en diez largos años. Y luego los muchachos no hubieran
podido ir al colegio. Y la madre, que habría de vivir entre miserables... ¡No,
no! ¡Eso sí que no! ¡Prefiero más ser yo solo quien sufra! Pero a pesar mío,
cuando subo a cubierta y veo todas esas familias que están como en su casa -las
madres cosiendo los trapos, los chiquillos a medio vestir, las lágrimas salen
a mis ojos.
El viento sopla más fuerte y las olas se hinchan. La
fragata se desliza, inclinada de una banda. Se oye cómo crujen los palos y cómo
azota el aire en las velas. Parece que vamos a todo correr. Mejor: así
llegaremos antes.
La isla de los Pinos, que durante el proceso me aterrorizaba,
ahora me parece apetecible. Es el final, el descanso, ¡y yo estoy tan
cansado!... Hay momentos en que cuanto me ha sucedido en estos veinte meses
gira ante mis ojos hasta darme vértigo. El sitio de los prusianos, las
murallas, el ejército... Después los clubs políticos, los entierros civiles,
con mis siemprevivas en el ojal, los discursos al pie de la Columna , las fiestas de la Comuna en el ayuntamiento,
las revistas de Cluseret, las salidas, el combate, la estación de Clamart, las
paredes donde nos resguardábamos para disparar sobre los gendarmes. Y después,
más tarde, el campamento de Satory, los pontones, los comisarios, los
transbordos de un barco a otro, mil idas y venidas que me hacían creer que me
encarcelaban de nuevo cada vez que rne cambiaban de prisión. Y por último, la
sala del consejo de guerra, los oficiales de gala, sentados en herradura; al
fondo, los coches celulares; el embarque, la salida. Todo ello revuelto con el
balanceo y el aturdimiento de los primeros días del viaje.
¡Puaf! ¡Tengo la sensación de llevar una careta de polvo,
de fatiga, de no sé qué, pegada a la cara, como si no me la hubiese lavado en
diez años!
¡Ay! ¡Sí! ¡Qué maravillosamente agradable me parece
echar pie a tierra en cualquier sitio, hacer alto!...
Me han dicho que allá tendré mi trocito de tierra, herramientas,
una casita... Mi mujer y yo habíamos soñado con tener una hacia Saint-Madé;
sería bajita, con un jardincito delante como un cajón abierto, lleno de flores
y de legumbres. Hubiéramos ido allí los domingos a pasar el día al aire y al
sol, saturándonos para toda la semana. Después, cuando los chicos fueran
mayores y siguieran con el comercio, nos hubiéramos retirado a vivir tranquilamente
en ella... ¡Estúpido! ¡Ahora sí que vas a estar retirado, ahora sí que vas a
tener tu casita de campo!
¡Qué pena más grande cuando pienso que la política tiene
la culpa! Y, sin embargo, siempre había desconfiado de la maldita política.
Siempre le había tenido miedo. En primer lugar no era rico, y como había que
trabajar para pagar los pedidos, no me quedaba mucho tiempo libre para leer los
periódicos y oír a los charlatanes de los mítines. Pero vino el maldito sitio,
y con él la guardia nacional, y sin cosa que hacer, a no ser chillar y beber.
¡Por vida de...! Total: que comencé a ir a los clubs con los demás, y las
frases de relumbrón acabaron por subírseme a la cabeza...
¡Los derechos de los obreros! ¡La felicidad del pueblo!
Cuando se instauró la Comuna creí que era llegada
la edad de oro de los pobres. Además me nombraron capitán, y todos aquellos
estados mayores uniformados de nuevo, con sus galones, sus dormanes, sus
cordones de oro, daban trabajo abundante a mi casa. Luego, cuando vi cómo
andaban real-mente las cosas, hubiera querido escabullirme; pero tuve miedo de
que me consideraran un cobarde.
Pero ¿qué sucede arriba? Las bocinas claman a grito pelado,
y se oye correr las enormes botas por la mojada cubierta... ¡Menuda vida de
perros la que llevan los marineros! El silbido del contramaestre los ha sacado
de lo mejor de su sueño; suben al puente medio dormidos y sudorosos. Tienen
que caminar a tientas, a ciegas, azotados por el frío. Patinan en el piso, las
jarcias están heladas y queman la mano. Y cuando están encaramados en lo último
de las vergas, bamboleándose entre el cielo y el agua, enrollando las velas,
tiesas por el frío, llega una racha de viento, los arrebata, se los lleva y los
esparce en el ancho mar como un huevo de gaviota. ¡Es una vida mucho más áspera
que la de un obrero de París, y encima, peor pagada! Y, sin embargo, estos
hombres no se quejan: tienen un aspecto tranquilo, claros y resueltos ojos, y
¡tanto respeto para sus jefes!... Ya se les nota que no han andado mucho por
nuestros clubs.
Y no hay más que verlo: esto es una tempestad. La
fragata se balancea horriblemente. Todo baila y todo cruje. Los golpes de mar
se desploman sobre cubierta con fragor de trueno; después, durante unos
minutos, se oye correr por todas partes arroyuelos de agua. Mis vecinos
empiezan a inquietarse. Unos están mareados y otros muy asustados. ¡Esta
inmovilidad durante el peligro es la peor de las prisiones! ¡Y pensar que
mientras estamos encerrados como un rebaño, zarandeados en las tinieblas entre
el trágico alboroto que nos envuelve, aquellos arrogantes hitos de la Comuna , con fajines dorados
y rojos petos, aquellos farsantes, aquellos cobardes que nos empujan delante,
están tan ricamente sentados en los teatros, en los cafés, en Londres, en
Ginebra, a un paso de Francia!
¡Cuando pienso en todo esto me ahogo de rabia!
Se han despertado todos. Unos a otros, desde sus literas,
se llaman, y, como todos somos de París, en seguida brota el chiste y la risa.
Yo me hago el dormido para que me dejen en paz. ¡Qué suplicio más horrible es
este de no estar nunca solo y tener que vivir en manada! Hay que amoldarse a la
cólera ajena, a decir lo que digan los demás, a fingir odios que no se tienen,
so pena de pasar por un soplón... Y luego, la broma, ¡siempre la broma!
¡Santo Dios! ¡Vaya una marejada! Se adivina que el
viento ahueca en el mar grandes simas sombrías; desde la fragata se precipita y
revuelve. ¡Qué bien he hecho en no traérmelos conmigo! Porque ¡es tan agradable
pensar que a estas horas están allí muy calentitos en nuestra alcoba!
En el fondo más oscuro del sollado me parece ver la
tenue luz de la lámpara besando todas las frentes: los niños dormidos y la
madre, inclinada, que recuerda y trabaja.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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