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domingo, 4 de agosto de 2013

El sitio de berlín

Cierto día el doctor V... y yo subíamos la avenida de los Campos Elíseos, preguntando la historia de París du­rante el sitio a las paredes agujereadas por las granadas y las aceras hundidas por la metralla, cuando, un poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detu­vo y me señaló con el dedo una de aquellas grandes casas en rotonda que circundan en pompa opulenta el Arco del Triunfo.
-¿Ve usted allá arriba aquellas cuatro vidrieras ce­rradas que dan a un balcón corrido? -me preguntó. Pues en los primeros días de agosto, de aquel mes de agos­to terrible lleno de miserias y de desastres, me llamaron de ese piso para asistir a un caso de apoplejía fulminante. Era el enfermo un coracero del primer Imperio, el coro­nel Jouve, un viejo inflamado de gloria y de patriotismo, que al principio de la guerra se había mudado a ese piso con balcones a los Campos Elíseos. ¿No adivina para qué? Pues para poder presenciar el regreso triunfal de las tro­pas francesas. ¡El pobre viejo!... La noticia de la derro­ta de Wisemburgo le sorprendió cuando se levantaba de la mesa, y al leer la firma de Napoleón bajo el parte de una derrota cayó fulminado por un rayo. El antiguo co­racero estaba tendido tan largo como era sobre la alfom­bra, congestionado el rostro, como si le hubiesen derriba­do de un mazazo en la frente. De pie debía de ser enormemente alto; tumbado, parecía inmenso. Sus facciones eran correctas y hasta bellas; sus dientes, magníficos; sus blancos cabellos, muy rizados. Aunque tenía ochenta años, muy bien hubiera podido pasar por sesenta. A su lado estaba. su nieta, arrodillada, llorando amargamente. Se le parecía mucho. Viéndolos así juntos, podría decirse que eran dos medallas troqueladas con el mismo cuño, pero una antigua, terrosa y borrada en los bordes, y la otra, en cambio, con toda la radiación y el esplendor del cuño nuevo.
»El dolor de la nieta me hirió vivamente. Era hija y nieta de soldados; su padre estaba en el estado mayor de MacMahon, y, sin duda, la figura del anciano tendido ante ella traía a su imaginación otra visión no menos terri­ble. Hice cuanto en mí estaba para tranquilizarla, pero interiormente no abrigaba ninguna esperanza. Tenía que vérmelas con una terrible hemiplejía, y a los ochenta años es dificilísimo salir con vida de sus garras. Efectivamente: el anciano permaneció tres días en idéntico estado de in­movilidad y de estupor. Mientras tanto llegó a París la noticia de la batalla de Reichso.ffen. Ya sabe lo que ocu­rrió entonces: creímos, hasta bien llegada la noche, que era una victoria. Veinte mil prusianos muertos, el príncipe heredero prisionero... No sé por qué milagro, por qué co­rriente magnética, un eco de júbilo de Francia penetró a través de su sordera, hasta los profundos limbos de su parálisis. Lo cierto es que aquella noche, cuando me acer­qué al lecho de nuestro hombre, éste era ya otro; su mi­rada era bastante clara, la lengua estaba menos embota­da y hasta incluso tuvo humor para sonreírme y decirme, dos veces, tartamudeando: «¿Vic...to...ri...a!» Y o le con­testé: «Sí, mi coronel, una gran victoria!» Y conforme iba dándole detalles del gran triunfo de MacMahon, veía distenderse las líneas de su rostro, animársele el semblan­te...
»Al salir, la muchacha estaba esperándome junto a la puerta, pálida y sollozando. Tomándole las manos le clije: «¡Pero si está a salvo!»
»Pero la pobre apenas si tenía fuerzas para contestar. Acababa de conocerse la verdad. MacMahon huía y el ejér­cito había sido des-hecho, aplastado. Nos miramos atemo­rizados; ella se desesperaba pensando en su padre. Yo temblaba pensando en el abuelo. Sabía que era imposible que resistiera esta nueva emoción. Entonces ¿qué hacer? ¿Dejarle con su alegría, conservarle las ilusiones que le habían devuelto la vida? En tal caso tendríamos que mentir.
»La muchacha, resueltamente, me dijo a la vez que se secaba las lágrimas: «¡Pues bien: mentiré!» Y radiante de gozo volvió al cuarto del abuelo.
»¡Qué terrible trabajo el que había echado sobre sus hombros! Aún los primeros días las cosas fueron bien; el viejecito tenía muy floja la cabeza y se dejaba engañar como un niño; pero a medida que volvía la salud, sus ideas iban haciéndose más claras. Era preciso tenerle al corriente del movimiento de los ejércitos, redactar para él partes oficiales. Y era enternecedor el ver aquella linda rnuchacha, inclinada día y noche sobre el mapa de Ale­mania, agujereándolo con banderitas, afanándose nada menos que en combinar una campaña gloriosa: Bazaine, camino de Berlín; Froissatt, en Baviera; Mac-Mahon, so­bre el Báltico. Me pedía consejo para todo, y yo, por mi parte, le ayudaba con todas mis fuerzas; pero era al mis­rno abuelo a quien más utilizábamos para tramar esa ima­jinaria invasión. Porque él ¡había conquistado tantas ve­ces Alemania con Napoleón!... Predecía todos los ataques:
»-Ahora avanzarán por aquí.
»-Ahora harán esto...
»Y sus predicciones no dejaban de cumplirse nunca, lo cual, en el fondo, halagaba no poco su vanidad.
»Pero desgraciadamente teníamos que tomar demasia­das ciudades, ganar demasiadas batallas y nunca ibamos todo lo de prisa que él deseaba. ¡Era un viejo insa­ciable! Cada día, al entrar en la casa, me sorprendía un nuevo hecho de armas:
»-Doctor, ya hemos entrado en Maguncia -me decía la joven, saliendo a mi encuentro con una dolorosa sonrisa. Y a través de la puerta oía una voz alegre que me gritaba:
»-¡Esto va de maravilla! En una semana nos plantamos en Berlín.
»¡Y en aquel momento los prusianos estaban a menos de ocho días de Paris!
»Nos preguntamos primero si no sería mejor trasladarle a provincias, pero dado el estado de Francia habría descubierto el engaño en cuanto saliera a la calle, y aún le encontraba muy débil, muy imposibilitado de la prime­ra sacudida, para dejar que conociera la verdad. Enton­ces, pues, decidirnos que permaneciera en París.
»El primer día del sitio subía a su casa (me acuerdo de ello como si fuese hoy) muy emocionado, sintiendo oprimido mi corazón, como todos los franceses al ver cerradas las puertas de París y tener la guerra a cuatro pasos, convertidos los arrabales en fronteras. Mi enfermo se encontraba sentado en la cama, alegre y erguido. Al verme me dijo:
»-Supongo que ya sabrá usted que ha comenzado el sitio.
»Yo me quedé mirándole, sabe estupefacto.
»-Pero, ¡cómo! , ¿Ya lo sabe usted?
»La nieta se volvió hacia mí rápidamente:
»-Pero, doctor, ¿no sabe usted la gran noticia de hoy? ¡El sitio de Berlín ha comenzado!
»Y al decirlo movía la aguja en su labor, con el aire más natural del mundo, ¿Cómo iba a tener el abuelo la menor duda? No podía oír los cañonazos de los fuertes; no podía ver aquel París de entonces, siniestro y revuelto. Desde su lecho no divisaba más que un trozo del Arco del Triunfo, y en su habitación había un sinfín de cosas del primer Imperio, que mantenían el fuego sagrado de sus ilusiones. Retratos de mariscales, grabados de bata­llones, el rey de Roma en pañales, rígidas consolas orna­das con trofeos de cobre y cargadas de imperiales reli­quias; medallas, bronces, una piedra de Santa Elena bajo un fanal, varias miniaturas de una dama de ojos claros, pelo rizado y en traje de baile amarillo con mangas de per­nil. Y todas estas cosas, lo mismo las consolas que el rey de Roma, los mariscales que la señora de amarillo, tenían el busto fuera, la cintura alta, aquella tiesura engolada que fue la elegancia en 1806. Esta atmósfera de victoria y conquista, más que todo lo que nosotros pudiéramos de­cirle, es lo que le hacía creer con tanta fe e ingenuidad en el sitio de Berlín.
»Nuestras operaciones militares se simplificaron mu­chísimo desde aquel día; tomar Berlín ya no era más que una cuestión de paciencia. De vez en cuando, si el viejo se aburría demasiado, le leíamos una carta, de su hijo -carta imaginaria, naturalmente, porque en París no entraba nii un papel, y después de la derrota de Sedán, el ayudante de MacMahon había sido enviado a una forta­leza alemana. Ya puede figurarse cuál sería la deses­peración de la pobre niña, que, además de no tener noti­cias de su padre, aparte la de su prisión, y figurán-doselo privado de todo, enfermo, había de hacerle hablar alegre-mente en estas cartas, algo breves, conno las que pue­de escribir un soldado en campaña, avanzando incesan­temente hacia el corazón del país conquistado.
»El ánimo de la muchacha desfallecía algunas veces, Y, entonces se pasaba semanas enteras sin recibir noticias. Pero el viejo se inquietaba, dejaba de dormir. Y, ¡naturalmente!, en seguida llegaba de Alemania otra carta, que ella corría a leerle alegremente a la cama, conteniendo a duras penas las lágrimas. El coronel escuchaba religiosa­mente, como si comprendiese: asentía, comentaba, nos explicaba los pasajes algo confusos... Pero donde apare­cía magnífico era en las respuestas que mandaba a su hi­jo: «No olvides nunca que eres francés, le decía; sé gene­roso para esa pobre gente; no les hagas demasiado mo­lesta la invasión.» Sus cartas estaban llenas de intermina­bles recomendaciones, de deliciosos sermones sobre el res­peto a la propiedad y a la cortesía con las damas; un ver­dadero código militar para uso de los conquistadores. Mez­claba, a veces, consideraciones generales de política, ha­blaba de las condiciones de paz que habrían de imponerse a los vencidos... He de advertirle que en esto no era nada exigente. «La indemnización de guerra, y nada más. ¿A qué quitarles territorios? ¿Acaso, por ventura, puede hacerse sustancia francesa con lo que es alemán?»
»Tales cosas las dictaba con voz recia, y se adivinaba tal inocencia en sus palabras, tal fe en la patria, que era imposible escucharle sin sentirse hondamente emocionado.
»Mientras, el sitio, día a día, avanzaba, pero no el de Berlín precisamente. Pasábamos entonces los días del frío terrible, del bombardeo, de las epidemias, del hambre. Gracias a nuestros cuidados, a la infatigable ternura que aquella muchacha multiplicaba a su alrededor, la tran­quilidad del anciano no fue turbada ni un solo instante. Hasta casi el final pude conseguir pan blanco y carne fresca para él. ¡Naturalmente que sólo era para él! No podía darse nada más conmovedor que los almuerzos del abuelo, tan inocentemente egoísta, el viejo en la cama, limpio y alegre, con la servilleta al cuello, a su lado la nieta, algo pálida por las privaciones sufridas, guiándole las manos, ayudándole a comer aquellos exquisitos man­jares, prohibidos para ella. Entonces, animado por la co­mida, res-pirando el bienestar de la tibia estancia mientras fuera soplaba el cierzo y se veían, a través de los cristales, arremolinarse los copos de nieve, el viejo coracero recor­daba sus campañas en el Norte, y por milésima vez nos contaba la trágica retirada de Rusia, cuando los únicos manjares eran pan helado y carne de caballo.
»-¿Y tú imaginas lo que es esto, hija mía? ¡Comía­nios carne de caballo!
»¡Y tanto que lo sabía ella! Hacía más de dos meses que no comía otra cosa.
»Pero día a día, conforme la convalecencia avanzaba, nuestra labor junto al enfermo era cada vez más difícil. El aletargamiento de todos sus sentidos y todos sus miem­bros, que hasta entonces habíamos utilizado tan bien, comenzaba a disiparse. Dos o tres veces las terribles anda­nadas del fuerte de la puerta Maillot le habían hecho dar un salto, las orejas enhiestas como un buen sabueso, y tu­vimos que inventar una nueva victoria de Bazaine en Ber­lín y las consi-guientes salvas y disparos en su honor en los Inválidos. Un día que habíamos corrido la cama al lado del balcón (creo que era el jueves de Buzenval) vio a los soldados de la guardia nacional que se reconcentraban en la avenida del Gran Ejército. Y preguntó:
»-Qué hacen ahí esos soldados? -Y le oímos refun­fuñar entre dientes: ¡Mala facha, mala facha!
»Pero la cosa no pasó de ahí, aunque comprendimos que en adelante era preciso que tomáramos más precau­ciones. Y desgracia-damente todas fueron pocas.
»Cuando uno de los días llegué a la casa, la nieta co­rrió a mi encuentro muy agitada y me dijo:
»-¡Mañana entran!
»¿Estaba abierta la puerta del cuarto del abuelo? Lo ignoro; pero al pensar en ello he recordado que aquel día el viejo tenía una cara desconocida. Probablemente nos oyó; sólo que nosotros hablábamos de los prusianos y el viejo pensaba en los franceses, en la entrada triunfal que desde hacía tantos meses estaba esperando. MacMahon, re­corriendo la avenida bajo una lluvia de flores, envuelto en el son de las trompetas y de las charangas, su hijo al lado del mariscal, y él, él, en el balcón, vestido con su uni­forme de gran gala, como en Lutzen, saludando las agu­jereadas banderas y las águilas ennegre-cidas por la pól­vora.
»¡Infeliz coronel! No había duda de que había ima­ginado que queríamos impedirle asistir al desfile de la vic­toria paraa evitarle una emoción demasiado intensa. Por eso se abstuvo de hablar con nadie de eso. Pero al día si­guiente, a la misma hora en que los batallones prusianos empezaban a tomar tímidamente el camino que va de la puerta Maillot a las Tullerías, una de esas vidrieras se abrió sin que nadie la oyera, y el coronel apareció en el balcón, con su casco, su pesado sable, todas las gloriosas antiguallas del viejo coracero de Mihaud.
»Sigo sin explicarme por qué esfuerzo de voluntad, por qué súbito despertar de vida pudo ponerse en pie y vestirse de aquella forma. Lo que sí es seguro es que el anciano estaría allí, de pie, tras los hierros, asombrado al encontrar las calles silenciosas y solitarias a lo largo, con' las persianas de las casas echadas, un París siniestro como un inmenso lazareto, cubierto de banderas, pero de ban­deras muy extrañas, blancas con cruces rojas, y sin una alma que pudiera ir delante de las tropas victoriosas.
»Durante unos segundos no hay duda de que se sintió engañado.
»Pero, ¡no!, porque allá, a lo lejos, por detrás del Arco de Triunfo, sonaba un rumor confuso y se veía una línea negra que avanzaba bajo el sol naciente.
»Luego, poco a poco, los cascos brillaban; los tambores de jena comenzaron su redoble y bajo el Arco de la Estrella, acompasada por el rudo paso de las secciones por el entrechocar de los sables, ¡estalló la marcha triun­fal de Schubert!
»En aquel preciso momento, en el sombrío silencio de la plaza, estalló un grito terrible:
»-¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los prusianos!
»Y los cuatro ulanos de la vanguardia pudieron ver ahí arriba, en ese balcón, un viejo corpulento que se bam­boleaba agitando los brazos para luego caer rígido al suelo.

»El coronel Jouve, esta vez, estaba muerto de verdad.

1.034. Daudet (Alfonso)

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