Cierto día el doctor V... y yo subíamos la avenida de
los Campos Elíseos, preguntando la historia de París durante el sitio a las
paredes agujereadas por las granadas y las aceras hundidas por la metralla,
cuando, un poco antes de llegar a la plaza de la Estrella , el doctor se
detuvo y me señaló con el dedo una de aquellas grandes casas en rotonda que
circundan en pompa opulenta el Arco del Triunfo.
-¿Ve usted allá arriba aquellas cuatro vidrieras cerradas
que dan a un balcón corrido? -me preguntó. Pues en los primeros días de agosto,
de aquel mes de agosto terrible lleno de miserias y de desastres, me llamaron
de ese piso para asistir a un caso de apoplejía fulminante. Era el enfermo un
coracero del primer Imperio, el coronel Jouve, un viejo inflamado de gloria y
de patriotismo, que al principio de la guerra se había mudado a ese piso con
balcones a los Campos Elíseos. ¿No adivina para qué? Pues para poder presenciar
el regreso triunfal de las tropas francesas. ¡El pobre viejo!... La noticia de
la derrota de Wisemburgo le sorprendió cuando se levantaba de la mesa, y al
leer la firma de Napoleón bajo el parte de una derrota cayó fulminado por un
rayo. El antiguo coracero estaba tendido tan largo como era sobre la alfombra,
congestionado el rostro, como si le hubiesen derribado de un mazazo en la frente.
De pie debía de ser enormemente alto; tumbado, parecía inmenso. Sus facciones
eran correctas y hasta bellas; sus dientes, magníficos; sus blancos cabellos,
muy rizados. Aunque tenía ochenta años, muy bien hubiera podido pasar por
sesenta. A su lado estaba. su nieta, arrodillada, llorando amargamente. Se le
parecía mucho. Viéndolos así juntos, podría decirse que eran dos medallas
troqueladas con el mismo cuño, pero una antigua, terrosa y borrada en los
bordes, y la otra, en cambio, con toda la radiación y el esplendor del cuño
nuevo.
»El dolor de la nieta me hirió vivamente. Era hija y
nieta de soldados; su padre estaba en el estado mayor de MacMahon, y, sin duda,
la figura del anciano tendido ante ella traía a su imaginación otra visión no
menos terrible. Hice cuanto en mí estaba para tranquilizarla, pero
interiormente no abrigaba ninguna esperanza. Tenía que vérmelas con una
terrible hemiplejía, y a los ochenta años es dificilísimo salir con vida de sus
garras. Efectivamente: el anciano permaneció tres días en idéntico estado de inmovilidad
y de estupor. Mientras tanto llegó a París la noticia de la batalla de
Reichso.ffen. Ya sabe lo que ocurrió entonces: creímos, hasta bien llegada la
noche, que era una victoria. Veinte mil prusianos muertos, el príncipe heredero
prisionero... No sé por qué milagro, por qué corriente magnética, un eco de
júbilo de Francia penetró a través de su sordera, hasta los profundos limbos de
su parálisis. Lo cierto es que aquella noche, cuando me acerqué al lecho de nuestro
hombre, éste era ya otro; su mirada era bastante clara, la lengua estaba menos
embotada y hasta incluso tuvo humor para sonreírme y decirme, dos veces, tartamudeando:
«¿Vic...to...ri...a!» Y o le contesté: «Sí, mi coronel, una gran victoria!» Y
conforme iba dándole detalles del gran triunfo de MacMahon, veía distenderse
las líneas de su rostro, animársele el semblante...
»Al salir, la muchacha estaba esperándome junto a la
puerta, pálida y sollozando. Tomándole las manos le clije: «¡Pero si está a
salvo!»
»Pero la pobre apenas si tenía fuerzas para contestar.
Acababa de conocerse la verdad. MacMahon huía y el ejército había sido des-hecho,
aplastado. Nos miramos atemorizados; ella se desesperaba pensando en su padre.
Yo temblaba pensando en el abuelo. Sabía que era imposible que resistiera esta
nueva emoción. Entonces ¿qué hacer? ¿Dejarle con su alegría, conservarle las
ilusiones que le habían devuelto la vida? En tal caso tendríamos que mentir.
»La muchacha, resueltamente, me dijo a la vez que se
secaba las lágrimas: «¡Pues bien: mentiré!» Y radiante de gozo volvió al cuarto
del abuelo.
»¡Qué terrible trabajo el que había echado sobre sus
hombros! Aún los primeros días las cosas fueron bien; el viejecito tenía muy
floja la cabeza y se dejaba engañar como un niño; pero a medida que volvía la
salud, sus ideas iban haciéndose más claras. Era preciso tenerle al corriente
del movimiento de los ejércitos, redactar para él partes oficiales. Y era
enternecedor el ver aquella linda rnuchacha, inclinada día y noche sobre el
mapa de Alemania, agujereándolo con banderitas, afanándose nada menos que en
combinar una campaña gloriosa: Bazaine, camino de Berlín; Froissatt, en
Baviera; Mac-Mahon, sobre el Báltico. Me pedía consejo para todo, y yo, por mi
parte, le ayudaba con todas mis fuerzas; pero era al misrno abuelo a quien más
utilizábamos para tramar esa imajinaria invasión. Porque él ¡había conquistado
tantas veces Alemania con Napoleón!... Predecía todos los ataques:
»-Ahora avanzarán por aquí.
»-Ahora harán esto...
»Y sus predicciones no dejaban de cumplirse nunca, lo
cual, en el fondo, halagaba no poco su vanidad.
»Pero desgraciadamente teníamos que tomar demasiadas
ciudades, ganar demasiadas batallas y nunca ibamos todo lo de prisa que él
deseaba. ¡Era un viejo insaciable! Cada día, al entrar en la casa, me
sorprendía un nuevo hecho de armas:
»-Doctor, ya hemos entrado en Maguncia -me decía la
joven, saliendo a mi encuentro con una dolorosa sonrisa. Y a través de la
puerta oía una voz alegre que me gritaba:
»-¡Esto va de maravilla! En una semana nos plantamos
en Berlín.
»¡Y en aquel momento los prusianos estaban a menos de
ocho días de Paris!
»Nos preguntamos primero si no sería mejor trasladarle
a provincias, pero dado el estado de Francia habría descubierto el engaño en
cuanto saliera a la calle, y aún le encontraba muy débil, muy imposibilitado de
la primera sacudida, para dejar que conociera la verdad. Entonces, pues,
decidirnos que permaneciera en París.
»El primer día del sitio subía a su casa (me acuerdo
de ello como si fuese hoy) muy emocionado, sintiendo oprimido mi corazón, como
todos los franceses al ver cerradas las puertas de París y tener la guerra a
cuatro pasos, convertidos los arrabales en fronteras. Mi enfermo se encontraba
sentado en la cama, alegre y erguido. Al verme me dijo:
»-Supongo que ya sabrá usted que ha comenzado el sitio.
»Yo me quedé mirándole, sabe estupefacto.
»-Pero, ¡cómo! , ¿Ya lo sabe usted?
»La nieta se volvió hacia mí rápidamente:
»-Pero, doctor, ¿no sabe usted la gran noticia de hoy?
¡El sitio de Berlín ha comenzado!
»Y al decirlo movía la aguja en su labor, con el aire
más natural del mundo, ¿Cómo iba a tener el abuelo la menor duda? No podía oír
los cañonazos de los fuertes; no podía ver aquel París de entonces, siniestro y
revuelto. Desde su lecho no divisaba más que un trozo del Arco del Triunfo, y
en su habitación había un sinfín de cosas del primer Imperio, que mantenían el
fuego sagrado de sus ilusiones. Retratos de mariscales, grabados de batallones,
el rey de Roma en pañales, rígidas consolas ornadas con trofeos de cobre y
cargadas de imperiales reliquias; medallas, bronces, una piedra de Santa Elena
bajo un fanal, varias miniaturas de una dama de ojos claros, pelo rizado y en
traje de baile amarillo con mangas de pernil. Y todas estas cosas, lo mismo
las consolas que el rey de Roma, los mariscales que la señora de amarillo,
tenían el busto fuera, la cintura alta, aquella tiesura engolada que fue la
elegancia en 1806. Esta atmósfera de victoria y conquista, más que todo lo que
nosotros pudiéramos decirle, es lo que le hacía creer con tanta fe e
ingenuidad en el sitio de Berlín.
»Nuestras operaciones militares se simplificaron muchísimo
desde aquel día; tomar Berlín ya no era más que una cuestión de paciencia. De
vez en cuando, si el viejo se aburría demasiado, le leíamos una carta, de su
hijo -carta imaginaria, naturalmente, porque en París no entraba nii un papel,
y después de la derrota de Sedán, el ayudante de MacMahon había sido enviado a
una fortaleza alemana. Ya puede figurarse cuál sería la desesperación de la
pobre niña, que, además de no tener noticias de su padre, aparte la de su
prisión, y figurán-doselo privado de todo, enfermo, había de hacerle hablar alegre-mente
en estas cartas, algo breves, conno las que puede escribir un soldado en campaña,
avanzando incesantemente hacia el corazón del país conquistado.
»El ánimo de la muchacha desfallecía algunas veces, Y,
entonces se pasaba semanas enteras sin recibir noticias. Pero el viejo se
inquietaba, dejaba de dormir. Y, ¡naturalmente!, en seguida llegaba de Alemania
otra carta, que ella corría a leerle alegremente a la cama, conteniendo a duras
penas las lágrimas. El coronel escuchaba religiosamente, como si comprendiese:
asentía, comentaba, nos explicaba los pasajes algo confusos... Pero donde aparecía
magnífico era en las respuestas que mandaba a su hijo: «No olvides nunca que
eres francés, le decía; sé generoso para esa pobre gente; no les hagas
demasiado molesta la invasión.» Sus cartas estaban llenas de interminables
recomendaciones, de deliciosos sermones sobre el respeto a la propiedad y a la
cortesía con las damas; un verdadero código militar para uso de los
conquistadores. Mezclaba, a veces, consideraciones generales de política, hablaba
de las condiciones de paz que habrían de imponerse a los vencidos... He de
advertirle que en esto no era nada exigente. «La indemnización de guerra, y
nada más. ¿A qué quitarles territorios? ¿Acaso, por ventura, puede hacerse
sustancia francesa con lo que es alemán?»
»Tales cosas las dictaba con voz recia, y se adivinaba
tal inocencia en sus palabras, tal fe en la patria, que era imposible
escucharle sin sentirse hondamente emocionado.
»Mientras, el sitio, día a día, avanzaba, pero no el
de Berlín precisamente. Pasábamos entonces los días del frío terrible, del
bombardeo, de las epidemias, del hambre. Gracias a nuestros cuidados, a la
infatigable ternura que aquella muchacha multiplicaba a su alrededor, la tranquilidad
del anciano no fue turbada ni un solo instante. Hasta casi el final pude
conseguir pan blanco y carne fresca para él. ¡Naturalmente que sólo era para él!
No podía darse nada más conmovedor que los almuerzos del abuelo, tan
inocentemente egoísta, el viejo en la cama, limpio y alegre, con la servilleta
al cuello, a su lado la nieta, algo pálida por las privaciones sufridas,
guiándole las manos, ayudándole a comer aquellos exquisitos manjares,
prohibidos para ella. Entonces, animado por la comida, res-pirando el
bienestar de la tibia estancia mientras fuera soplaba el cierzo y se veían, a
través de los cristales, arremolinarse los copos de nieve, el viejo coracero
recordaba sus campañas en el Norte, y por milésima vez nos contaba la trágica
retirada de Rusia, cuando los únicos manjares eran pan helado y carne de
caballo.
»-¿Y tú imaginas lo que es esto, hija mía? ¡Comíanios
carne de caballo!
»¡Y tanto que lo sabía ella! Hacía más de dos meses
que no comía otra cosa.
»Pero día a día, conforme la convalecencia avanzaba,
nuestra labor junto al enfermo era cada vez más difícil. El aletargamiento de
todos sus sentidos y todos sus miembros, que hasta entonces habíamos utilizado
tan bien, comenzaba a disiparse. Dos o tres veces las terribles andanadas del
fuerte de la puerta Maillot le habían hecho dar un salto, las orejas enhiestas
como un buen sabueso, y tuvimos que inventar una nueva victoria de Bazaine en
Berlín y las consi-guientes salvas y disparos en su honor en los Inválidos. Un
día que habíamos corrido la cama al lado del balcón (creo que era el jueves de
Buzenval) vio a los soldados de la guardia nacional que se reconcentraban en la
avenida del Gran Ejército. Y preguntó:
»-Qué hacen ahí esos soldados? -Y le oímos refunfuñar
entre dientes: ¡Mala facha, mala facha!
»Pero la cosa no pasó de ahí, aunque comprendimos que
en adelante era preciso que tomáramos más precauciones. Y desgracia-damente
todas fueron pocas.
»Cuando uno de los días llegué a la casa, la nieta corrió
a mi encuentro muy agitada y me dijo:
»-¡Mañana entran!
»¿Estaba abierta la puerta del cuarto del abuelo? Lo
ignoro; pero al pensar en ello he recordado que aquel día el viejo tenía una
cara desconocida. Probablemente nos oyó; sólo que nosotros hablábamos de los
prusianos y el viejo pensaba en los franceses, en la entrada triunfal que desde
hacía tantos meses estaba esperando. MacMahon, recorriendo la avenida bajo una
lluvia de flores, envuelto en el son de las trompetas y de las charangas, su
hijo al lado del mariscal, y él, él, en el balcón, vestido con su uniforme de
gran gala, como en Lutzen, saludando las agujereadas banderas y las águilas
ennegre-cidas por la pólvora.
»¡Infeliz coronel! No había duda de que había imaginado
que queríamos impedirle asistir al desfile de la victoria paraa evitarle una
emoción demasiado intensa. Por eso se abstuvo de hablar con nadie de eso. Pero
al día siguiente, a la misma hora en que los batallones prusianos empezaban a
tomar tímidamente el camino que va de la puerta Maillot a las Tullerías, una de
esas vidrieras se abrió sin que nadie la oyera, y el coronel apareció en el
balcón, con su casco, su pesado sable, todas las gloriosas antiguallas del
viejo coracero de Mihaud.
»Sigo sin explicarme por qué esfuerzo de voluntad, por
qué súbito despertar de vida pudo ponerse en pie y vestirse de aquella forma.
Lo que sí es seguro es que el anciano estaría allí, de pie, tras los hierros,
asombrado al encontrar las calles silenciosas y solitarias a lo largo, con' las
persianas de las casas echadas, un París siniestro como un inmenso lazareto,
cubierto de banderas, pero de banderas muy extrañas, blancas con cruces rojas,
y sin una alma que pudiera ir delante de las tropas victoriosas.
»Durante unos segundos no hay duda de que se sintió
engañado.
»Pero, ¡no!, porque allá, a lo lejos, por detrás del
Arco de Triunfo, sonaba un rumor confuso y se veía una línea negra que avanzaba
bajo el sol naciente.
»Luego, poco a poco, los cascos brillaban; los tambores
de jena comenzaron su redoble y bajo el Arco de la Estrella , acompasada por
el rudo paso de las secciones por el entrechocar de los sables, ¡estalló la
marcha triunfal de Schubert!
»En aquel preciso momento, en el sombrío silencio de
la plaza, estalló un grito terrible:
»-¡A las armas! ¡A las armas! ¡Los prusianos!
»Y los cuatro ulanos de la vanguardia pudieron ver ahí
arriba, en ese balcón, un viejo corpulento que se bamboleaba agitando los
brazos para luego caer rígido al suelo.
»El coronel Jouve, esta vez, estaba muerto de verdad.
1.034. Daudet (Alfonso)
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