Antes de jurar fidelidad al emperador Guillermo no
existía en el mundo hombre más feliz que el juez Dollinger, del tribunal de
Colmar. Llegaba a la
Audiencia con el birrete ladeado, su enorme barriga, los
labios fruncidos y sus tres sotabarbas rebosando sobre la corbata de muselina.
«¡Qué siestecita me voy a echar!», parecía pensar al
sentarse.
Y daba gusto verle estirar las piernas, satisfecho,
arrellanarse en el sillón, sobre aquel rodete de cuero fresco y mullido, al
que debía la igualdad de su ánimo y la tersura de su cutis, al cabo de treinta
años que se sentaba como juez.
¡Desgraciado Dollinger!
Fue precisamente el rodete de cuero lo que le perdió.
Se encontraba tan a gusto sentado en él, su sitio estaba moldeado tan bien en
aquel cojín de hule, que antes prefirió convertirse en prusiano que moverse de
allí. El emperador Guillermo le dijo:
-¡Quedad sentado, señor Dollinger!
Y Dollinger se quedó sentado, y hoy el magistrado de
la sala de Colmar administra rectamente justicia en nombre de Su Majestad
berlinesa.
Todo está lo mismo a su alrededor: el mismo tribunal, monótono
y aburrido; una especie de catecismo con los bancos gastados y las paredes
desnudas; el zumbido de los abogados; una luz amarillenta que desciende de los
altos ventanales, con cortina de sarga; el mismo Cristo, cubierto de polvo, con
la cabeza desmayada y los brazos extendidos. Al pasar a Prusia, la Audiencia de Colmar no
ha cambiado en nada. Igual que antes, se ve el busto de un emperador al fondo
del pretorio. No obstante, Dollinger se encuentra fuera de lugar. Inútilmente
busca una postura cómoda; inútilmente se hunde en el sillón furiosamente; ya
no ha vuelto a echar sus sabrosas siestecitas de antaño, y cuando
accidentalmente se duerme durante los juicios es para tener espantosos sueños.
El magistrado sueña que está en la cumbre de una alta
montaña, tal vez el Honeck, o el Ballon de Alsacia. ¿Qué es lo que hace
completamente solo, vestido con la toga, sentado en la enorme silla, en aquellas
inmensas alturas, donde sólo se ven árboles achaparrados y nubes de mosquitos?
Dollinger no lo sabe, y espera, temblando de sudor frío y de la angustia de la
pesadilla. Un enorme sol rojizo se levanta al otro lado del Rin, por detrás de
los pinos de la Selva
Negra , y a medida que asciende, abajo, en los valles de
Thann, de Munster, de uno a otro extremo de la tierra de Alsacia, va
despertándose un confuso rumor, un ruido de pasos, de carruajes en marcha, y va
aumentando y acercándose, y a Dollinger se le encoge el corazón. Muy pronto por
la larga carretera que, dando vueltas, trepa por los flancos de la montaña, el
juez de Colmar ve aproximarse hacia él un interminable y lúgubre cortejo: el
pueblo entero de Alsacia, que se ha dado cita en aquel paso de los Vosgos para
emigrar solemnemente.
Grandes carretones suben delante uncidos a cuatro bueyes;
esos enormes carros abiertos que antes solíamos encontrar, atestados de
gavillas, en el tiempo de las cosechas, y que ahora van cargados de muebles, de
ropas, de aperos y herramientas. Van allí los grandes lechos, los armarios altos,
las colgaduras de indiana, las arcas, las ruecas, las sillas de los niños, los
sillones de los abuelos, viejas reliquias amontonadas, sacadas de todos los
rincones, dispersando al viento de los caminos el santo polvillo de los
hogares. Se van en estos carros casas enteras, y por eso, si avanzan, es
gimiendo, y los bueyes los arrastran con trabajo, como si el suelo se pegase a
las ruedas, como si esas partículas de tierra seca que se quedan en los
trillos, en las azadas, en los azadones, en los rastrillos, haciendo más pesada
aún la carga, hicieran también de esta marcha un desarraigamiento doloroso.
Sigue detrás, apretujada, una silenciosa multitud. Son
gente de todas clases, condiciones y edades, desde los viejos de tricornio,
que se apoyan trémulos en sus bastones, hasta los niños de pelo rubio y rizado,
con pantalones de algodón sostenidos por tirantes; desde la abuela paralítica,
que fornidos mozos llevan a hombros, hasta los niños de pecho, que las madres
estrechan contra el corazón; los sanos, los enfermos, los que serán soldados
en las primeras quintas y los que hicieron la terrible campaña; coraceros
lisiados que andan en muletas, artilleros lívidos, extenuados, que aún
conservan en los pingajos del uniforme el moho de las casamatas de Spadan.
Todos, todos desfilan por la carretera, en cuya orilla está sentado el juez de
Colmar, y al pasar ante él, los rostros se giran en un terrible gesto de asco
y cólera.
¡Infeliz Dollinger! Querría ocultarse, huir, pero es
imposible. Su sillón está incrustado en la montaña; su rodete de cuero,
incrustado en el sillón, y él, incrustado en su rodete de cuero. Se da cuenta
entonces de que está como en la picota, y que la picota se ha puesto tan alta
para que su oprobio se vea desde más lejos.
El desfile continúa: pueblo tras pueblo; los que
lindan con Suiza, ante-cogiendo inmensos rebaños; los del Saar, empujando sus
duras herramientas férreas en vagonetas de mina. Después vienen las ciudades,
las gentes de las fábricas de hilados, los curtidores, los tejedores, los cardadores,
burgueses, curas, rabinos, magistrados, trajes negros, trajes encarnados... Y
también el tribunal de Colmar, con su viejo presidente a la cabeza. Y Dollinger,
avergonzado, intenta ocultar el rostro, pero las manos no le obedecen; quiere
cerrar los ojos, pero los párpados le permanecen inmóviles, abiertos, muy
abiertos... Es necesario que él lo vea y que se le vea, y que no pierda ni una
sola de las miradas de desprecio que sus colegas le dirigen al pasar.
¡Qué tremendo espectáculo el de un juez colocado en la
picota! Pero lo más terrible aún es que entre aquella multitud van todos los
suyos, y ninguno parece reconocerle. Su mujer y sus hijos pasan ante él con la
cabeza baja. ¡Ellos también sienten vergüenza! Incluso su Miguelito, al que
tanto quiere, se va para siempre sin siquiera dirigirle una mirada... El único
que se ha parado ha sido el presidente, sólo un momento, y le dice:
-Dollinger, venga usted también; no se quede aquí.
Pero él no se puede levantar. Se mueve inquieto, llama,
pero el cortejo continúa marchando durante horas y horas. Y cuando, ya al
declinar el día, se aleja, los hermosos valles, sembrados de campanarios y
fábricas, se quedan silenciosos. Alsacia entera se ha marchado; no queda más
que el juez de Colmar, allá arriba, en la picota, sentado, inamovible.
De repente cambia la escena... Cipreses, cruces negras,
sepultu-ras y más sepulturas, gentes de luto... Es el cementerio de Colmar el
día de un gran entierro. Todas las campanas de la ciudad tocan a muerto. El
magistrado Dollinger ha fallecido. Lo que no pudo hacer el honor, lo ha hecho
la muerte: ha destornillado de su rodete de cuero al juez inamovible y ha
tumbado tan largo como cra al hombre que se empeñaba en estar sentado.
No hay duda de que la sensación más horrible es soñar
que uno se ha muerto y llorarse a sí mismo. Con el corazón sangrando, Dollinger
asiste a sus propios funerales, y lo que le llena más de desesperación es no
ver una cara de amigo o de pariente entre el enorme gentío que se aprieta a su
alrededor. ¡Ni un rostro de Colmar! ¡Sólo distingue rostros prusianos!
Prusianos son los soldados que le dan escolta; prusianos los magistrados que
presiden el duelo; prusianos los discursos que se pronuncian sobre su tumba,
y, ¡cosa tremenda!, la tierra que van echándole encima, que tan fría e
inhóspita le parece, es también prusiana.
De pronto la multitud abre camino respetuosamente. Un
magnífico coracero blanco se acerca, ocultando bajo la capa algo que parece una
corona de siemprevivas. La gente susurra algo. Sí; dicen:
-¡Es Bismarck..., es Bismarck!
Y el juez de Colmar, tristemente, piensa:
«Señor conde, es demasiado honor el que me dispensáis;
pero si estuviese aquí mi Miguelillo...»
Una inmensa carcajada le impide concluir: una carcajada
loca, escandalosa, salvaje, inextinguible.
Espantado, se pregunta el juez:
-¿Qué les pasa?
Hace un esfuerzo, se incorpora y mira...
Es su rodete de cuero, que el conde Bismarck viene a
depositar religiosa-mente sobre su tumba, con esta inscripción en círculo: «Al
juez Dollinger.
-Honor de la magistratura sentada.
-Recuerdo y sentimiento.»
De un extremo a otro del cementerio todo el mundo se ríe, todos se
contorsionan, y la grosera alegría prusiana resuena hasta en el fondo de la
tumba, donde el muerto llora de vergüenza, abrumado bajo un eterno ridículo.
Cuento del lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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