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domingo, 4 de agosto de 2013

La visión del juez de colmar

Antes de jurar fidelidad al emperador Guillermo no existía en el mundo hombre más feliz que el juez Dollin­ger, del tribunal de Colmar. Llegaba a la Audiencia con el birrete ladeado, su enorme barriga, los labios fruncidos y sus tres sotabarbas rebosando sobre la corbata de muse­lina.
«¡Qué siestecita me voy a echar!», parecía pensar al sentarse.
Y daba gusto verle estirar las piernas, satisfecho, arre­llanarse en el sillón, sobre aquel rodete de cuero fresco y mullido, al que debía la igualdad de su ánimo y la tersura de su cutis, al cabo de treinta años que se sentaba como juez.
¡Desgraciado Dollinger!
Fue precisamente el rodete de cuero lo que le perdió. Se encontraba tan a gusto sentado en él, su sitio estaba moldeado tan bien en aquel cojín de hule, que antes pre­firió convertirse en prusiano que moverse de allí. El em­perador Guillermo le dijo:
-¡Quedad sentado, señor Dollinger!
Y Dollinger se quedó sentado, y hoy el magistrado de la sala de Colmar administra rectamente justicia en nom­bre de Su Majestad berlinesa.
Todo está lo mismo a su alrededor: el mismo tribunal, monótono y aburrido; una especie de catecismo con los bancos gastados y las paredes desnudas; el zumbido de los abogados; una luz amarillenta que desciende de los altos ventanales, con cortina de sarga; el mismo Cristo, cubierto de polvo, con la cabeza desmayada y los brazos extendidos. Al pasar a Prusia, la Audiencia de Colmar no ha cambiado en nada. Igual que antes, se ve el busto de un emperador al fondo del pretorio. No obstante, Dollin­ger se encuentra fuera de lugar. Inútilmente busca una postura cómoda; inútilmente se hunde en el sillón furiosa­mente; ya no ha vuelto a echar sus sabrosas siestecitas de antaño, y cuando accidentalmente se duerme durante los juicios es para tener espantosos sueños.
El magistrado sueña que está en la cumbre de una alta montaña, tal vez el Honeck, o el Ballon de Alsacia. ¿Qué es lo que hace completamente solo, vestido con la toga, sentado en la enorme silla, en aquellas inmensas alturas, donde sólo se ven árboles achaparrados y nubes de mos­quitos? Dollinger no lo sabe, y espera, temblando de su­dor frío y de la angustia de la pesadilla. Un enorme sol rojizo se levanta al otro lado del Rin, por detrás de los pinos de la Selva Negra, y a medida que asciende, abajo, en los valles de Thann, de Munster, de uno a otro extre­mo de la tierra de Alsacia, va despertándose un confuso rumor, un ruido de pasos, de carruajes en marcha, y va aumentando y acercándose, y a Dollinger se le encoge el corazón. Muy pronto por la larga carretera que, dando vueltas, trepa por los flancos de la montaña, el juez de Colmar ve aproximarse hacia él un interminable y lúgu­bre cortejo: el pueblo entero de Alsacia, que se ha dado cita en aquel paso de los Vosgos para emigrar solemne­mente.
Grandes carretones suben delante uncidos a cuatro bue­yes; esos enormes carros abiertos que antes solíamos encon­trar, atestados de gavillas, en el tiempo de las cosechas, y que ahora van cargados de muebles, de ropas, de aperos y herramientas. Van allí los grandes lechos, los armarios al­tos, las colgaduras de indiana, las arcas, las ruecas, las si­llas de los niños, los sillones de los abuelos, viejas reliquias amontonadas, sacadas de todos los rincones, dispersando al viento de los caminos el santo polvillo de los hogares. Se van en estos carros casas enteras, y por eso, si avanzan, es gimiendo, y los bueyes los arrastran con trabajo, como si el suelo se pegase a las ruedas, como si esas partículas de tierra seca que se quedan en los trillos, en las azadas, en los azadones, en los rastrillos, haciendo más pesada aún la carga, hicieran también de esta marcha un desarraiga­miento doloroso.
Sigue detrás, apretujada, una silenciosa multitud. Son gente de todas clases, condiciones y edades, desde los vie­jos de tricornio, que se apoyan trémulos en sus bastones, hasta los niños de pelo rubio y rizado, con pantalones de algodón sostenidos por tirantes; desde la abuela paralítica, que fornidos mozos llevan a hombros, hasta los niños de pecho, que las madres estrechan contra el corazón; los sa­nos, los enfermos, los que serán soldados en las primeras quintas y los que hicieron la terrible campaña; coraceros lisiados que andan en muletas, artilleros lívidos, extenua­dos, que aún conservan en los pingajos del uniforme el moho de las casamatas de Spadan. Todos, todos desfilan por la carretera, en cuya orilla está sentado el juez de Col­mar, y al pasar ante él, los rostros se giran en un terrible gesto de asco y cólera.
¡Infeliz Dollinger! Querría ocultarse, huir, pero es im­posible. Su sillón está incrustado en la montaña; su rodete de cuero, incrustado en el sillón, y él, incrustado en su ro­dete de cuero. Se da cuenta entonces de que está como en la picota, y que la picota se ha puesto tan alta para que su oprobio se vea desde más lejos.
El desfile continúa: pueblo tras pueblo; los que lindan con Suiza, ante-cogiendo inmensos rebaños; los del Saar, empujando sus duras herramientas férreas en vagonetas de mina. Después vienen las ciudades, las gentes de las fábricas de hilados, los curtidores, los tejedores, los car­dadores, burgueses, curas, rabinos, magistrados, trajes ne­gros, trajes encarnados... Y también el tribunal de Colmar, con su viejo presidente a la cabeza. Y Dollinger, avergon­zado, intenta ocultar el rostro, pero las manos no le obe­decen; quiere cerrar los ojos, pero los párpados le perma­necen inmóviles, abiertos, muy abiertos... Es necesario que él lo vea y que se le vea, y que no pierda ni una sola de las miradas de desprecio que sus colegas le dirigen al pasar.
¡Qué tremendo espectáculo el de un juez colocado en la picota! Pero lo más terrible aún es que entre aquella multitud van todos los suyos, y ninguno parece recono­cerle. Su mujer y sus hijos pasan ante él con la cabeza baja. ¡Ellos también sienten vergüenza! Incluso su Mi­guelito, al que tanto quiere, se va para siempre sin siquie­ra dirigirle una mirada... El único que se ha parado ha sido el presidente, sólo un momento, y le dice:
-Dollinger, venga usted también; no se quede aquí.
Pero él no se puede levantar. Se mueve inquieto, lla­ma, pero el cortejo continúa marchando durante horas y horas. Y cuando, ya al declinar el día, se aleja, los hermo­sos valles, sembrados de campanarios y fábricas, se que­dan silenciosos. Alsacia entera se ha marchado; no que­da más que el juez de Colmar, allá arriba, en la picota, sentado, inamovible.
De repente cambia la escena... Cipreses, cruces ne­gras, sepultu-ras y más sepulturas, gentes de luto... Es el cementerio de Colmar el día de un gran entierro. Todas las campanas de la ciudad tocan a muerto. El magistra­do Dollinger ha fallecido. Lo que no pudo hacer el honor, lo ha hecho la muerte: ha destornillado de su rodete de cuero al juez inamovible y ha tumbado tan largo como cra al hombre que se empeñaba en estar sentado.
No hay duda de que la sensación más horrible es so­ñar que uno se ha muerto y llorarse a sí mismo. Con el corazón sangrando, Dollinger asiste a sus propios funerales, y lo que le llena más de desesperación es no ver una cara de amigo o de pariente entre el enorme gentío que se aprieta a su alrededor. ¡Ni un rostro de Colmar! ¡Sólo distingue rostros prusianos! Prusianos son los soldados que le dan escolta; prusianos los magistrados que presi­den el duelo; prusianos los discursos que se pronuncian sobre su tumba, y, ¡cosa tremenda!, la tierra que van echándole encima, que tan fría e inhóspita le parece, es también prusiana.
De pronto la multitud abre camino respetuosamente. Un magnífico coracero blanco se acerca, ocultando bajo la capa algo que parece una corona de siemprevivas. La gente susurra algo. Sí; dicen:
-¡Es Bismarck..., es Bismarck!
Y el juez de Colmar, tristemente, piensa:
«Señor conde, es demasiado honor el que me dispen­sáis; pero si estuviese aquí mi Miguelillo...»
Una inmensa carcajada le impide concluir: una car­cajada loca, escandalosa, salvaje, inextinguible.
Espantado, se pregunta el juez:
-¿Qué les pasa?
Hace un esfuerzo, se incorpora y mira...
Es su rodete de cuero, que el conde Bismarck viene a depositar religiosa-mente sobre su tumba, con esta ins­cripción en círculo: «Al juez Dollinger. 
-Honor de la magistratura sentada. 
-Recuerdo y sentimiento.» De un extremo a otro del cementerio todo el mundo se ríe, todos se contorsionan, y la grosera alegría prusiana resuena has­ta en el fondo de la tumba, donde el muerto llora de ver­güenza, abrumado bajo un eterno ridículo.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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