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domingo, 4 de agosto de 2013

Un condecorado del 15 de agosto

Hallándome en Argelia, una tarde al terminar un día de cacería, me sorprendió en la llanura de Chelif, a unas leguas de Orleansville, una violentísima tempestad. No se percibía la más ligera sombra de un albergue o de un po­blado, sino simplemente unas palmeras enanas, matas de lentisco y anchas tierras de labranza que alcanzaban el confín del horizonte. Al mismo tiempo el Chelif, que iba muy crecido por los chubascos, empezaba a rugir de modo alarmante y amenazaba con el riesgo de tener que pa­sarme la noche con el agua hasta la rodilla. Afortunada­mente el intérprete civil de la Oficina de Milianah que iba conmigo recordó que cerca de allí se asentaba, escondida en un pliegue del terreno, una tribu cuyo jefe era cono­cido suyo, y nos decidimos a visitarle y a pedirle hospita­lidad para una noche.
Están de tal modo emboscadas estas aldeas árabes en­tre las encineras y chumberas, se alzan tan poco del ras del suelo sus chozas de tierra, que antes de darnos total­mente cuenta ya nos hallábamos en el mismo centro del aduar. No sé si era por la lluvia, por la hora o por el gran silencio reinante allí, pero el pueblo me pareció muy tris­te y como bajo el peso de una angustia que hubiese sus­pendido toda vida. La cosecha, abandonada, yacía en los campos circundantes. El grano, recogido ya en todos los demás sitios, estaba allí tirado, y tanto el trigo como la cebada empezaban ya a pudrirse. Bajo la lluvia habían quedado olvidados herrumbrosos arados y rastrillos. La tribu entera tenía idéntico aspecto de tristeza, de indiferencia y de ruina. Ni siquiera los perros ladraron a nues­tra llegada. De vez en cuando del fondo de una choza sa­lían gritos de niño, y por entre la espesura se veía pasar la afeitada cabeza de un muchacho o el jaique agujereado de un viejo. Diseminados, unos borriquillos tiritaban jun­to a los zarzales. Pero no se veía ni un hombre, ni un ca­ballo, como si estuviésemos aún en los tiempos de las grandes guerras y todos los jinetes se hubieran marchado hacía mucho tiempo.
La casa del jefe, semejante a una larga granja de pa­redes blancas y sin ventanas, no parecía tener más vida que las demás. Las cuadras se hallaban abiertas; los es­tablos y pesebres, vacíos, sin un palafrenero que se encar­gara de nuestras cabalgaduras.
Mi acompañante me dijo:
-Iremos a ver el café moro.
Tal café es como si dijésemos el salón de recibo de los señores árabes; una casa dentro de la casa, reservada a los huéspedes de paso, donde los buenos musulmanes, tan afables y corteses, encuentran el modo de practicar su hos­pitalidad dentro de un ambiente de intimidad familiar, según prescribe su ley. El café moro del jefe árabe Si-Sli­man también estaba silencioso y abierto como las cuadras. Las altas paredes enjalbegadas, los trofeos de armas, las plumas de avestruz y el largo diván que corría alrededor del salón, todo cuanto allí había chorreaba de los golpes de lluvia que las rachas de viento volcaban por la puerta. Pero en el café había gente. Primero vimos al cafetero, viejo cabileño andrajoso, con la cabeza escondida entre las rodillas, junto a un brasero volcado; luego al hijo del jefe, un muchacho simpático, pálido y ojeroso, que reposaba sobre el diván, embutido en un negro albornoz, con dos grandes lebreles a los pies.
Apenas si ninguno de los dos se movió cuando entra­mos. Tan sólo el galgo movió la cabeza, y el niño se dignó dirigir hacia nosotros sus enormes, febriles y lánguidos ojos.
El intérprete preguntó:
-¿Y Si-Sliman?
El cafetero contestó con un gesto vago que parecía señalar el horizonte, lejos, muy lejos. Comprendimos que Si-Sliman había partido para un largo viaje. Pero ¿quién era el valiente que se ponía en camino bajo aquel diluvio? Así que el intérprete, dirigiéndose al hijo del jefe árabe, le explicó en su lengua que éramos amigos de su padre y que solicitábamos asilo hasta el día siguiente. El niño en­tonces, pese a la fiebre que le consumía, se levantó, dio órdenes al cafetero y luego, señalándonos los divanes con cortés ademán, como diciendo: «Sentaos, sois mis hués­pedes», nos saludó a la usanza árabe, con la cabeza in­clinada y un beso en la punta de los dedos, y, envolvién­dose arrogantemente en su albornoz, salió con la solem­nidad de un jefe y de un auténtico señor de su casa.
El cafetero entonces volvió a encender su brasero, puso encima dos peroles diminutos, y mientras nos preparaba el café pudimos sonsacarle algunos detalles del viaje de su amo y del misterioso abandono en que se hallaba la tribu. El cabileño hablaba rápidamente, haciendo visajes de vieja, en un lenguaje sonoro y gutural, tan pronto precipitado como entrecortado por grandes pausas, durante las cuales oíamos el son de la lluvia sobre los mosaicos de los patios interiores, los peroles que cantaban y los aullidos de los chacales, diseminados en la llanura por millares.
Vamos, pues, a ver lo que le ha sucedido al infortuna­do Si-5liman. Cuatro meses antes, el 15 de agosto, había recibido la célebre conde-coración de la Legión de Honor, que esperaba desde largo tiempo atrás. Era el único jefe árabe de la provincia que no la tenía aún, ya que todos los demás eran oficiales y caballeros, e incluso dos o tres llevaban alrededor de su jaique el gran cordón de comen­dador y se limpiaban la nariz con él, como lo he visto ha­cer más de una vez al Bach'aga Bualem. Si-Sliman se había enemistado con el jefe de la oficina militar por moti­vo de una partida de cartas, y el compa-ñerismo militar es tan potente en Argelia que desde hacía diez años el nom­bre del jefe árabe figuraba en las listas de las propuestas, pero sin que nunca fuera aprobado.
Fácil es, pues, imaginar la alegría del valiente Si-Sli­man la mañana del 15 de agosto, cuando llegó un espahí de Orleansville trayéndole el diploma de legionario, y la más amada de sus mujeres, Bajá, le cosió la cruz de Fran­cia en su albornoz de piel de camello. La tribu halló en esto ocasión para fiestas y cabalgatas interminables. Toda la noche sonaron los tamboriles y las flautas de caña. Hubo danzas, fuegos artificiales y se mataron un gran número de carneros. Y para que nada faltara a las fiestas, un fa­moso improvisador de Djendel compuso en honor de Si­-Sliman una magnífica cantata que comenzaba así:

Viento, enjaeza tus bridones para llevar la buena nueva...

A la mañana siguiente, al amanecer, Si-Sliman llamó a las armas a la vanguardia y a la retaguardia de su tribu, y se fue a Argel con sus caballeros a dar las gracias al go­bernador. Como es costumbre, el séquito se detuvo a las puertas de la ciudad. El jefe se dirigió él solo al palacio del gobierno, vio al duque de Malakov y le juró una vez más fidelidad a Francia con unas cuantas frases pompo­sas de ese estilo oriental, que pasa por imaginativo por­que desde hace tres mil años todos los adolescentes son comparados a las palmeras y todas las mujeres a las ga­celas. Una vez cumplidos sus deberes subió al barrio alto para hacerse ver, practicando de paso sus devociones en la mezquita. Repartió dinero a los pobres, entró en las barberías, en las tiendas de bordados, y compró para sus mujeres agua de Colonia, sedas estampadas, coseletes azu­les ribeteados de oro, botas rojas de montar a caballo paraa su pequeño, pagándolo todo sin regatear y derramando en buen dinero su alegría. Se le vio en los bazares, senta­do sobre tapices de Esmirna, tomando el café a la puerta de los comerciantes moros, que le felicitaban. A su alre­dedor se agolpaba un gentío lleno de curiosidad, y se decía:
-Es el Si-Sliman; el emberador acaba de concederle la cruz.
Y las moritas que volvían del baño, comiendo golosi­nas, a través de sus blancos antifaces deslizaban largas miradas de admiración a la cruz de plata nueva, ostentada con tanta gallardía. Desde luego ¡nunca faltan momentos felices en la vida!
Si-Sliman se disponía por la tarde a juntarse con su mehalla, cuando, ya con un pie en el estribo, se le apro­ximó un ordenanza de la prefectura que llegaba corriendo y sin aliento.
-Por fin te encuentro. Te he buscado por todas par­tes. Ven pronto: el gobernador quiere hablarte.
Sin cuidado alguno Si-Sliman le siguió. Sin embargo, al atravesar el gran patio árabe del palacio tropezó con su jefe del despacho militar, que le sonrió maliciosamente. Esta maligna sonrisa de su enemigo le amilanó, y, tem­blando, penetró en el salón del gober-nador.
El mariscal le recibió sentado a horcajadas en una si­lla. Con su brutalidad acostumbrada y con aquella voz terrible que hacía temblar todo a su alrededor le dijo:
-¡Si-Sliman, amigo mío, estoy desolado! Hemos co­metido un error. No; no es a ti a quien se quería conde­corar, sino al caíd de los zug-zugs. Tienes que devolvernos la cruz.
La magnífica cabeza bronceada del jefe árabe enroje­ció como si le hubiesen acercado el fuego de una fragua. Una convulsiva sacudida recorrió su enorme corpulencia. Sus ojos llamearon, pero fue solamente un relámpago. Al instante los bajó y se inclinó delante del gobernador.
-Señor, tú mandas -dijo, y se arrancó la cruz del pecho y la depositó sobre la mesa. La mano le temblaba, y entre sus largas pestañas brillaban las lágrimas.
El viejo Pelissier no pudo menos de emocionarse.
-¡Vamos, vamos, amigo mío! ¡El año que viene se­rá! -le aseguró.
Y con aire bonachón le tendió la mano, que el jefe ára­be fingió no ver. Se inclinó sin decir nada y salió. Sobra­damente sabía a qué atenerse en cuanto a las promesas del mariscal, y se veía deshonrado para siempre por una in­triga burocrática.
Por la ciudad había corrido, como reguero de pólvora, el rumor de su desgracia. Los judíos de la calle Bab-Azun se reían burlonamente a su paso. Y, por lo contrario, los comerciantes árabes se apartaban de su camino llenos de lástima, siendo precisamente esta compasión la que mayor daño le producía. Y se iba, rozando las paredes, buscan­do las más oscuras callejuelas. El sitio de donde se había arrancado la cruz le dolía como una herida abierta. Ince­santemente se preguntaba:
-¿Qué dirán mis soldados? ¿Qué dirán mis mujeres?
Y sólo de pensar en ellos temblaba de ira.
Se veía ya predicando la guerra santa, allá, cerca de las fronteras de Marruecos, siempre enrojecidas por las batallas o los incendios, o bien, corriendo las calles de Ar­gel a la cabeza de sus gumiers, saqueando a los judíos, de­gollando a los cristianos y cayendo a su vez en la re­vuelta, donde hubiera sepultado su humillación.
Cualquier cosa le parecía más fácil que volver a su tribu.
De repente, en medio de sus planes de venganza, el nombre del emberador brotó como una luz.
¡El emberador!... Para Si-Sliman, como para todos los árabes, la idea de la justicia y el poderío se resumía en esa única palabra. Era el verdadero jefe de estos cre­yentes musulmanes de la decadencia; el otro, el de Estam­bul, les parecía, mirado así de lejos, una entelequia, una especie de Papa invisible que sólo había conservado el poder espiritual, y ya se sabe para lo que vale ese poder en la héjira que corre.
¡Pero el emberador, con sus terribles cañones, sus zua­vos, su flota de hierro!... Desde que tuvo la idea de pen­sar en él, Si-Sliman se creyó salvado. No había duda de que el emperador le devolvería su cruz. Sería sólo cosa de ocho días de viaje. Tan seguro estaba de ello que quiso que su escolta le esperara a las puertas de Argel. Salió para París al día siguiente, lleno de serenidad y devoción, como si fuese peregrino hacia La Meca.
¡Pobre Si-Sliman! Hacía ya cuatro meses que había partido, y en las cartas que dirigía a sus esposas no nom­braba para nada su vuelta. Desde hacía cuatro meses el infortunado jefe árabe erraba perdido en la niebla de París, pasando la vida por los ministerios, siendo la burla de todos, cogido entre el engranaje formidable de la ad­ministración francesa. Despedido y devuelto de oficina en oficina, ensuciando su albornoz en los bancos de madera de las antesalas, esperando una audiencia que no acababa de llegar nunca. Luego, por la noche, se le veía con su alta figura triste, ridícula a fuerza de majestad, pedir su llave en el despacho de un mal hotel y subir a su cuarto, cansado de tanto andar, de tantas gestiones, aunque siem­pre fuerte, sin perder la esperanza, empeñado como un desbancado en el juego rescatar su honor.
Sus caballeros, mientras tanto, con fatalismo oriental, le esperaban, en cuclillas, junto a la puerta de Bab-Azun, mientras los caballos relinchaban, amarrados, en direc­ción al mar. En la tribu toda la vida estaba en suspenso. Las mujeres y los niños, mirando en dirección a París, contaban los días uno a uno, y daba pena ver cuántas es­peranzas, cuántas inquietudes y cuántas desgracias pen­dian ya de la punta del lacito rojo... ¿Cuándo iba a termi­nar todo aquello?
El cafetero, suspirando, exclamó:
-¡Sólo Dios lo sabe!
Y por la entreabierta puerta que miraba a la llanura, ya ensombrecida y triste, su brazo desnudo señalaba el cre­ciente de plata de la luna, que ascendía en el mojado cielo.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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