Al
Norte, a orillas del Nieman, ha llegado una pequeña criolla de quince años,
blanca y rosa como una flor de almendro. Viene del país de los colibríes, la
trae el viento del amor…
Los
de su isla le decían:
-No
vayas, en el continente hace frío… El invierno te matará.
Pero
la pequeña criolla no creía en el invierno y sólo conocía el frío por haber
tomado sorbetes; además estaba enamorada, no tenía miedo a morir… Y ahí estaba,
desembarcada en las brumas del Nieman con sus abanicos, su hamaca, sus
mosquiteros y una jaula de enrejado dorado llena de pájaros de su país.
Cuando
el anciano padre del Norte vio llegar a aquella flor de las islas que el
Sur le enviaba en un rayo de sol, su corazón se apiadó; y como pensaba que el
frío pronto devoraría a la chiquilla y a sus colibríes, encendió rápidamente un
hermoso sol amarillo y se vistió de verano para recibirlos…
La
criolla se confundió; tomó aquel calor del Norte, brutal y pesado, por un calor
que duraría; aquella eterna y oscura vegetación por el verdor de la primavera
y, colgando su hamaca al fondo del parque entre dos abetos, pasaba el día
abanicándose, meciéndose.
-En
el Norte hace mucho calor -dice riendo.
Sin
embargo hay cosas que la inquietan. ¿Por qué, en este extraño país, las casas
no tienen miradores acristalados? ¿Por qué esos muros gruesos, esas alfombras,
esas pesadas cortinas? Esas gruesas estufas de mayólica, esos grandes montones
de leña apilados en los patios, y esas pieles de zorro azul, esos abrigos
forrados, esas pieles que duermen al fondo de los armarios ¿para qué pueden
servir?
Pobre
pequeña, muy pronto va a saberlo.
Una
mañana, al despertarse, la pequeña criolla siente un gran escalofrío. El sol ha
desaparecido y, del cielo negro y bajo que parece haberse aproximado a la
tierra durante la noche, caen copos de una pelusa blanca y silenciosa como la
que se desprende de los algodonales… ¡Es el invierno! ¡Ha llegado el invierno!
El viento sopla, las estufas resuenan. En la gran jaula de enrejado dorado, los
colibríes ya no gorjean. Sus pequeñas alas azules, rosas, amarillas, verde mar,
permanecen inmóviles y da pena ver cómo se aprietan unos a otros ateridos e hinchados
por el frío, con sus finos picos y sus ojos de cabeza de alfiler. Allá, al
fondo del parque, la hamaca tirita cubierta de escarcha y las ramas de los
abetos son de cristal hilado.
La
pequeña criolla tiene frío y ya no quiere salir. Acurrucada junto al fuego como
uno de sus pájaros, pasa el tiempo contemplando las llamas, y se hace un sol
con sus recuerdos. En la gran chimenea luminosa y ardiente, vuelve a ver todo
su país: los anchos muelles repletos de sol con el azúcar moreno de las cañas
que chorrean, y los granos de maíz flotando en una polvareda dorada; luego las
siestas de la tarde, los estores claros, las esteras de paja; luego las noches
estrelladas, las moscas enardecidas, y los millones de pequeñas alas que zumban
entre las flores y en las mallas de tul de los mosquiteros.
Y
mientras ella sueña así ante las llamas, los días de invierno se suceden cada
vez más cortos, cada vez más oscuros. Cada mañana se retira un colibrí muerto
de la jaula; pronto sólo quedan dos, dos copos de plumas verdes que se erizan uno
junto al otro en un rincón…
Aquella
mañana, la pequeña criolla no ha podido levantarse. Como una balancela de Mahón
atrapada por los hielos del Norte, el frío la oprime y la paraliza. Está
oscuro, la habitación está triste. La escarcha ha puesto sobre los cristales
una espesa cortina de seda mate. La ciudad parece muerta y, por las calles silenciosas,
el quitanieves a vapor, silba lamentablemente… Para distraerse, la criolla hace
espejear las lentejuelas de su abanico y pasa el tiempo entreteniéndose con los
espejos de su país ribeteados de grandes plumas indias.
Cada
vez más cortos, cada vez más oscuros, los días de invierno se suceden. Tras sus
cortinas de encaje la pequeña criolla languidece y se desola. Lo que más la
entristece es que desde su cama no puede ver el fuego. Tiene la sensación de
haber perdido su patria por segunda vez… De vez en cuando pregunta:
-¿Hay
fuego en la habitación?
-Claro
que sí. La chimenea está ardiendo. ¿Oyes como crepitan los troncos y estallan
las piñas?
-¡Oh!
Veamos, veamos.
Pero
de nada le sirve asomarse, la llama está demasiado lejos, no puede verla y eso
la desespera. Una tarde que está allí, pálida y pensativa, con la cabeza en el
extremo de la almohada y los ojos siempre vueltos hacia aquella llama
invisible, su amigo se acerca, y coge uno de los espejos que se encuentran
sobre el lecho:
-¿Quieres
ver el fuego, querida? Muy bien, espera…
Y
arrodillándose delante de la chimenea, trata de enviarle con el espejo un
reflejo de la llama mágica.
-¿Puedes
verla?
-No,
no veo nada.
-¿Y
ahora?
-No,
aún no.
Luego,
de repente, recibiendo en pleno rostro un rayo de luz que la ilumina:
-¡Oh!
¡La veo! -dice feliz.
Y
muere riendo con dos pequeñas llamas en el fondo de sus ojos.
Contes du lundi, 1873
Traducción de Esperanza Cobos Castro
1.034. Daudet (Alfonso)
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