Inevitablemente he de reírme cada vez que recuerdo la
desilusión que sentí cuando pisé por vez primera un albergue de caravanas de
Argelia. La bonita palabra de caravansera,
que atraviesa como un deslumbramiento todo el misterioso Oriente de Las mil y una noches, había despertado
en mi imaginación la visión de crujías de galería en forma de ojiva, patios
árabes plantados de palmeras, donde el frescor de un sutil hilo de agua se
desgrana en melancólicas gotas sobre los azulejos esmaltados. Alrededor,
viajeros con babuchas, sentados en esteras, fumaban una pipa a la sombra de las
terrazas, y de este albergue trascendía, bajo el ardiente sol africano, un olor
pesado a especias, a cuero quemado, a esencia de rosa, a tabaco dorado.
Siempre son más poéticos los hombres que las cosas. En
vez de la caravansera que imaginaba me encontré con una vieja hostería de Île-de-France,
un mesón junto a la carretera, parada de arrieros, relevo de los tiros de la diligencia,
con su ramo de laurel y su Baco de piedra a la entrada, y un mundo entero de
patios, cobertizos, pajares y cuadras.
De la realidad a mi ilusión de Las mil y una noches había un abismo; pero, vencida esta primera
desilusión, no tardé mucho en aspirar el pintoresco encanto de esta posada
francesa, perdida a cien leguas de Argel, en medio de una inmensa llanura que
cerraba una línea de bajas colinas lejanas, amontonadas y añiles como las
olas. De un lado, el Oriente pastoral, campos de maíz, un río entre dos líneas
de laurel rosa, la blanca cúpula de una vieja tumba; y del otro, la carretera,
trayendo a este paisaje del Antiguo Testamento el ruido y el tráfago de la
vida moderna. Y era esta mezcolanza de Oriente y Occidente, este regustillo
que se paladea en la moderna Argelia, lo que daba precisamente al hostal de la
señora Schutz una fisonomía deliciosamente original y divertida.
Aún me parece estar viendo entrar la diligencia de
Tiemcen por aquel patio espacioso, por entre los camellos arrodillados,
cargados de albornoces y de huevos de avestruz. Bajo techado preparaban su
alcuzcuz unos negros, unos colonos desempaquetaban un nuevo arado y unos malteses
jugaban a la baraja sobre una medida de trigo. Los viajeros bajaban; se
cambiaba el tiro de caballos; el patio estaba lleno de gente.
Lo mismo se veía allí a un espahí de roja capa haciendo
cabriolas con su caballo ante las mozas del mesón, que dos gendarmes parados
junto a la cocina, bebiendo una copa sin apearse de los estribos, o, en un
rincón, a unos judíos argelinos, con medias azules y gorra, durmiendo sobre sus
fardos de lana, esperando a que se abriera el mercado árabe, entre las paredes
de la caravansera.
Cuando los días de mercado abría mi ventana por la
mañana veía el gran barullo de tiendecitas, en coloreado y brillante oleaje,
donde los gorros de los cabileños irrumpían como amapolas en un campo, y hasta
laa noche todo eran gritos, riñas y un hormigueo de siluetas de color bajo el
sol. Las tiendas se plegaban al morir el día, y hombres y caballos, ¡todo!,
desaparecían marchándose con la luz, como uno de esos pequeños mundos radiantes
que el sol se lleva en sus rayos. La plaza quedaba solitaria, retornando la
llanura a su silencio y el crepúsculo de Oriente pasaba por el cielo con sus
irisados y fugitivos colores como pompas de jabón. En pocos minutos todo el
espacio aparecía teñido de color de rosa. Y me acuerdo muy bien de que había,
a la puerta del hostal, un pozo muy viejo, tan bañado por los fulgores del
poniente que su gastado brocal parecía de mármol rosado, un cubo que se llenaba
de ardiente llama y una cuerda que chorreaba lentas gotas de fuego.
Este delicioso color de rubí se extinguía lentamente para
pasar luego a la melancolía del lila. Pero también el lila se ensombrecía
después. Un murmullo confuso corría hasta el confín de la llanura, y
súbitamente, en la oscuridad, en el silencio, estallaba la música salvaje de
las noches africanas: clamores perdidos de cigüeña, ladridos e chacales y de
hienas, y de vez en cuando un sordo mugido, casi solemne, que intranquilizaba
a los caballos en las cuadras y a los camellos bajo los techados de los patios.
Así, entonces, ¡qué agradable era salir angustiado de
las olas de la sombra, bajar al comedor y encontrar risas, calor, luces, la
hermosa abundancia de blancos linos y de cristales claros que se estila en
nuestra patria! Para hacer los honores de la mesa estaban allí la señora
Schutz, una antigua beldad de Mulhouse, y la bellísima señorita Schutz, a quien
sus lindas mejillas, algo tostadas, y su cofia alsaciana, de alado tul negro,
hacían aparecer como una rosa salvaje de Guebviller o de Rouge-Goutte, sobre la
que se hubiera posado una mariposa. No sé si eran los ojos de la hija, o el
vinillo de Alsacia, dorado y espumoso como el champaña, que servía la madre a
los postres, pero es el caso que las comidas del mesón gozaban de gran renombre
en los campamentos del sur. Se juntaban allí los guerreros de color azul
celeste con los dormanes de los húsares. galoneados de trencillas y
brandeburgos, y hasta muy avanzada la noche, la luz iluminaba los cristales de
la gran hostería.
Y era precisamente al terminar la comida cuando se
abría un viejo piano, que dormía allí hacía veinte años, y nos poníamos a
cantar melodías francesas, o bien, al compás de una canción cualquiera de
Lauterbach, un joven Werther, con portapliegos en el cinto, hacía dar unas vueltas
de vals a la señorita Schutz. Y entre ésta, quizás estrepitosa, alegría
militar y entre el sonar de los cordones, sables y copas, este ritmo lánguido
que pasaba, estos dos corazones que latían al unísono, encerrados en el
remolino del vals, así como sus juramentos de un eterno amor, que morían al
último acorde, eran, sin duda, una de las cosas más bellas que pueden
imaginarse.
Algunas veces, en la velada, se abría de par en par la
puerta del hostal, y se podía oír el piafar de los caballos en el patio. Era un
jefe árabe del contorno que, aburrido de sus mujeres, venía a probar la vida
occidental, a escuchar el piano de los cristianos y a beber el vino de Francia.
Mahoma dice en su Corán que «una sola gota de vino está maldita», pero esa ley
también admite componendas. A cada vaso que se le servía al árabe, éste tomaba
antes de beberlo una gota con la yema del dedo y la sacudía, y, ya una vez arrojada
esta gota maldita, se bebía todo lo demás sin una pizca de remordimiento. Y,
un tanto aturdido por la música y las luces, el árabe se sentaba en el suelo
sobre su albornoz y se reía en silencio, enseñando sus blancos dientes y
siguiendo con inflamados ojos el girar del vals.
¿Qué habrá sido de los bailarines de la señorita
Schutz? ¿Dónde estarán los guerreros de color azul celeste, los bellos húsares
de esbelto talle? En los plantíos de Wisemburgo, en los herbazales de
Gravelotte... Ya no irá nadie más a beber vinillo de Alsacia al albergue de la
señora Schutz. Las dos mujeres murieron con el fusil en la mano defendiendo su
posada incendiada contra los árabes.
De la antigua hostería, antes tan alegre, sólo quedan en
pie, calcinadas, las paredes, grandes osamentas de los edificios. Los chacales
corretean por los patios. De trecho en trecho, un trozo de una cuadra, un
cobertizo que las llamas respetaron, se levantan como una aparición de vida.
Y el viento, ese viento de
desastre que desde hace dos años sopla sobre nuestra pobre Francia, desde la
orilla del Rin hasta Laghouat, desde el Saar hasta el Sahara, cargado de
lamentos pasa sobre las ruinas. Y las puertas, a su impulso, se baten
tristemente.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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