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domingo, 4 de agosto de 2013

El albergue de las caravanas

Inevitablemente he de reírme cada vez que recuerdo la desilusión que sentí cuando pisé por vez primera un al­bergue de caravanas de Argelia. La bonita palabra de ca­ravansera, que atraviesa como un deslumbramiento todo el misterioso Oriente de Las mil y una noches, había des­pertado en mi imaginación la visión de crujías de galería en forma de ojiva, patios árabes plantados de palmeras, donde el frescor de un sutil hilo de agua se desgrana en melancólicas gotas sobre los azulejos esmaltados. Alrede­dor, viajeros con babuchas, sentados en esteras, fumaban una pipa a la sombra de las terrazas, y de este albergue trascendía, bajo el ardiente sol africano, un olor pesado a especias, a cuero quemado, a esencia de rosa, a tabaco dorado.
Siempre son más poéticos los hombres que las cosas. En vez de la caravansera que imaginaba me encontré con una vieja hostería de Île-de-France, un mesón junto a la carretera, parada de arrieros, relevo de los tiros de la di­ligencia, con su ramo de laurel y su Baco de piedra a la entrada, y un mundo entero de patios, cobertizos, paja­res y cuadras.
De la realidad a mi ilusión de Las mil y una noches había un abismo; pero, vencida esta primera desilusión, no tardé mucho en aspirar el pintoresco encanto de esta posada francesa, perdida a cien leguas de Argel, en medio de una inmensa llanura que cerraba una línea de ba­jas colinas lejanas, amontonadas y añiles como las olas. De un lado, el Oriente pastoral, campos de maíz, un río entre dos líneas de laurel rosa, la blanca cúpula de una vieja tumba; y del otro, la carretera, trayendo a este pai­saje del Antiguo Testamento el ruido y el tráfago de la vida moderna. Y era esta mezcolanza de Oriente y Occi­dente, este regustillo que se paladea en la moderna Arge­lia, lo que daba precisamente al hostal de la señora Schutz una fisonomía deliciosamente original y divertida.
Aún me parece estar viendo entrar la diligencia de Tiem­cen por aquel patio espacioso, por entre los camellos arro­dillados, cargados de albornoces y de huevos de avestruz. Bajo techado preparaban su alcuzcuz unos negros, unos colonos desempaquetaban un nuevo arado y unos malte­ses jugaban a la baraja sobre una medida de trigo. Los viajeros bajaban; se cambiaba el tiro de caballos; el pa­tio estaba lleno de gente.
Lo mismo se veía allí a un espahí de roja capa hacien­do cabriolas con su caballo ante las mozas del mesón, que dos gendarmes parados junto a la cocina, bebiendo una copa sin apearse de los estribos, o, en un rincón, a unos judíos argelinos, con medias azules y gorra, durmiendo sobre sus fardos de lana, esperando a que se abriera el mercado árabe, entre las paredes de la caravansera.
Cuando los días de mercado abría mi ventana por la mañana veía el gran barullo de tiendecitas, en coloreado y brillante oleaje, donde los gorros de los cabileños irrum­pían como amapolas en un campo, y hasta laa noche todo eran gritos, riñas y un hormigueo de siluetas de color bajo el sol. Las tiendas se plegaban al morir el día, y hom­bres y caballos, ¡todo!, desaparecían marchándose con la luz, como uno de esos pequeños mundos radiantes que el sol se lleva en sus rayos. La plaza quedaba solitaria, re­tornando la llanura a su silencio y el crepúsculo de Orien­te pasaba por el cielo con sus irisados y fugitivos colores como pompas de jabón. En pocos minutos todo el espa­cio aparecía teñido de color de rosa. Y me acuerdo muy bien de que había, a la puerta del hostal, un pozo muy viejo, tan bañado por los fulgores del poniente que su gastado brocal parecía de mármol rosado, un cubo que se llenaba de ardiente llama y una cuerda que chorreaba lentas gotas de fuego.
Este delicioso color de rubí se extinguía lentamente para pasar luego a la melancolía del lila. Pero también el lila se ensombrecía después. Un murmullo confuso co­rría hasta el confín de la llanura, y súbitamente, en la os­curidad, en el silencio, estallaba la música salvaje de las noches africanas: clamores perdidos de cigüeña, ladridos e chacales y de hienas, y de vez en cuando un sordo mu­gido, casi solemne, que intranquilizaba a los caballos en las cuadras y a los camellos bajo los techados de los patios.
Así, entonces, ¡qué agradable era salir angustiado de las olas de la sombra, bajar al comedor y encontrar risas, calor, luces, la hermosa abundancia de blancos linos y de cristales claros que se estila en nuestra patria! Para hacer los honores de la mesa estaban allí la señora Schutz, una antigua beldad de Mulhouse, y la bellísima señorita Schutz, a quien sus lindas mejillas, algo tostadas, y su cofia alsa­ciana, de alado tul negro, hacían aparecer como una rosa salvaje de Guebviller o de Rouge-Goutte, sobre la que se hubiera posado una mariposa. No sé si eran los ojos de la hija, o el vinillo de Alsacia, dorado y espumoso como el champaña, que servía la madre a los postres, pero es el caso que las comidas del mesón gozaban de gran renombre en los campamentos del sur. Se juntaban allí los guerre­ros de color azul celeste con los dormanes de los húsares. galoneados de trencillas y brandeburgos, y hasta muy avanzada la noche, la luz iluminaba los cristales de la gran hostería.
Y era precisamente al terminar la comida cuando se abría un viejo piano, que dormía allí hacía veinte años, y nos poníamos a cantar melodías francesas, o bien, al com­pás de una canción cualquiera de Lauterbach, un joven Werther, con portapliegos en el cinto, hacía dar unas vuel­tas de vals a la señorita Schutz. Y entre ésta, quizás es­trepitosa, alegría militar y entre el sonar de los cordones, sables y copas, este ritmo lánguido que pasaba, estos dos corazones que latían al unísono, encerrados en el remolino del vals, así como sus juramentos de un eterno amor, que morían al último acorde, eran, sin duda, una de las cosas más bellas que pueden imaginarse.
Algunas veces, en la velada, se abría de par en par la puerta del hostal, y se podía oír el piafar de los caballos en el patio. Era un jefe árabe del contorno que, aburrido de sus mujeres, venía a probar la vida occidental, a escu­char el piano de los cristianos y a beber el vino de Fran­cia. Mahoma dice en su Corán que «una sola gota de vino está maldita», pero esa ley también admite componendas. A cada vaso que se le servía al árabe, éste tomaba antes de beberlo una gota con la yema del dedo y la sacudía, y, ya una vez arrojada esta gota maldita, se bebía todo lo demás sin una pizca de remordimiento. Y, un tanto atur­dido por la música y las luces, el árabe se sentaba en el suelo sobre su albornoz y se reía en silencio, enseñando sus blancos dientes y siguiendo con inflamados ojos el girar del vals.
¿Qué habrá sido de los bailarines de la señorita Schutz? ¿Dónde estarán los guerreros de color azul celeste, los be­llos húsares de esbelto talle? En los plantíos de Wisembur­go, en los herbazales de Gravelotte... Ya no irá nadie más a beber vinillo de Alsacia al albergue de la señora Schutz. Las dos mujeres murieron con el fusil en la mano defen­diendo su posada incendiada contra los árabes.
De la antigua hostería, antes tan alegre, sólo quedan en pie, calcinadas, las paredes, grandes osamentas de los edificios. Los chacales corretean por los patios. De trecho en trecho, un trozo de una cuadra, un cobertizo que las llamas respetaron, se levantan como una aparición de vida.
Y el viento, ese viento de desastre que desde hace dos años sopla sobre nuestra pobre Francia, desde la orilla del Rin hasta Laghouat, desde el Saar hasta el Sahara, cargado de lamentos pasa sobre las ruinas. Y las puertas, a su impulso, se baten tristemente.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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