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domingo, 4 de agosto de 2013

Las hadas de francia

(cuento fantástico)

-¡Levántese la acusada! -ordenó el presidente.
Algo rebulló en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa vacilante e informe se acercó apoyándose en la barandilla. Era un hatajo de andrajos, agujeros, re­miendos, cintas, flores marchitas y viejas plumas, y entre todo esto asomaba un pobre rostro ajado, curtido y agrie­tado, entre cuyas arrugas bullía la malicia de unos ojillos negros, como una lagartija en la hendedura de una pared desconchada.
Entonces le preguntaron:
-¿Cómo se llama?
-Melusina.
-¿Qué ha dicho?
Ella gravemente repite:
-Melusina.
El presidente se sonrió por debajo de sus mostachos de coronel de dragones, aunque continuó sin pestañear:
-¿Qué edad tiene usted?
-No lo sé.
-¿Y su profesión?
-Soy hada.
El público, al oír tal contestación, así como el Consejo y el mismo fiscal, ¡todo el mundo ! estalló en una enorme carcajada. Pero las risas no la turbaron lo más mínimo y siguió hablando con una vocecita clara y trémula que se elevaba y sostenía en el aire como una voz de ensueño.
-¡Ay íAy! ¿Dóestán ya las hadas de Francia? To­das han muerto, buenos señores. Yo soy la última: no queda ninguna más que yo. Y en verdad que es una lás­tima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nues­tro pueblo, su candor, su juventud... Los sitios por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques aban­donados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia una má­gica virtud solemne. A la fantástica luz de las leyendas se nos veía pasar por doquiera, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin hollar la hierba. Los aldeanos nos amaban, nos veneraban... Y en nuestras frentes, coronadas de perlas, y nuestras varitas mágicas, y nuestras ruecas encantadas, suscitaban en las cándidas imaginaciones un poco de miedo junto a la ad­miración. Por eso permanecían cristalinas nuestras fuen­tes, y se detenían, en los caminos que guardábamos, los arados, y como más viejas que nadie infundíamos el res­peto hacia lo que es viejo, y de un extremo a otro de Fran­cia se dejaban crecer los bosques y a las piedras que se cayeran por sí mismas.
»Pero la vida ha cambiado mucho. Se han inventado los caminos de hierro; se han agujereado túneles, cegado los estanques y se ha hecho tal tala de árboles que, al poco, nos encontramos sin saber dónde guarecernos. Y hasta los aldeanos han dejado, poco a poco, de creer en noso­tras. Por la noche, cuando golpeábamos en los postigos, Robin decía: «Es el viento», y se volvía a dormir. Las mujeres hacían la colada en nuestros estanques. Desde entonces todo acabó para nosotras. Como vivíamos man­tenidas solamente de la creencia popular, faltándonos ésta, nos faltó todo. La virtud de nuestras varitas se ha disipado, y de reinas poderosas nos convertimos en viejas arru­gadas y malévolas, como son las hadas a quienes se ol­vida, y aún hubimos de ganarnos el pan con nuestras ma­nos, que no sabían hacer nada. Durante algún tiempo nos pudisteis ver en los bosques arrastrando cargas de leña, o cogiendo bellotas por las orillas de los caminos. Pero los guardabosques nos perseguían y los aldeanos nos tiraban piedras. Y entonces, al igual que los pobres que no pue­den ganarse la vida donde nacieron, nos fuimos a las ciu­dades en busca de trabajo.
»Unas han entrado en las fábricas de hilados; otras han vendido manzanas, durante el invierno, en las esqui­nas de los puentes, o rosarios a la puerta de las iglesias... Nosotras empujábamos carretillas cargadas con naranjas; ofrecíamos a los transeúntes ramitos de flores por pocos céntimos, que nadie quería; los chiquillos se reían al ver cómo nos temblaba la barbilla y los guardias nos perse­guían..., y los autobuses nos atropellaban. Además, en­fermedades, privaciones, y, como final, la sábana del hos­pital sobre la cara inerte... Así es como Francia ha deja­do morir todas sus hadas. ¡Y por ello ha sufrido duro castigo!
»Sí, sí; reíros ahora cuanto deseéis. Ya acabáis de ver lo que es un pueblo que carece de hadas. Ya habéis visto a todos esos aldeanos burlones y bien cebados abrir las arcas del pan a los prusianos y guiarlos por los senderos. ¡Ahí lo tenéis! Robin no creía en las hechicerías, pero tampoco creía, en la patria... Si nosotras nos hubiéramos hallado en nuestro sitio, de todos los alemanes que han entrado en Francia. ni uno solo habría salido con vida. Nuestros draks, nuestros fuegos fatuos, los habrían arras­trado a las ciénagas; en todas las fuentes claras que llevan nuestros nombres habríamos vertido brebajes encantados que los hubieran vuelto locos, y en nuestras reuniones, al claro de luna, habríamos, con una palabra mágica, con­fundido de tal modo los caminos y los ríos, enmarañado de tal forma con zarzas y matorrales las espesuras de los bosques donde acostumbraban agazaparse, que los oji­llos de gato de Moltke no hubieran podido reconocerlos.
»Además los campesinos habrían peleado, y con las grandes flores de nuestros estanques hubiéramos hecho bálsamos para los heridos. Y hubiéramos tejido hilas con los «hilos de la Virgen», por lo que, sobre el campo de batalla, el soldado agonizante habría visto al hada de su aldea inclinarse sobre sus medio cerrados ojos para mos­trarle un pedazo de bosque, un recodo del sendero, cual­quier cosa que le recordase su tierra. Así es, pues, como se hace la guerra nacional, la guerra santa. Pero, ¡ay!, en los países que ya no creen, en los países que ya no tie­nen hadas..., una guerra así es imposible.
La vocecita sutil se quebró entonces durante un ins­tante, el que aprovechó el presidente para decir:
-Muy bien. Pero, con todo, no nos ha explicado us­ted qué es lo que hacía con el petróleo que se le encontró encima cuando la detuvieron los soldados.
La viejecita, en tono tranquilo, respondió:
-Estaba prendiendo fuego a París, señor. Y prendía fuego a París porque lo odio, porque se ríe de todo, por­que él ha sido quien nos ha matado. Fue París quien envió los sabios que analizaron nuestras bellas fuentes milagro­sas y dijeron exactamente cuánto contenían de hierro y cuánto de azufre... París se ha burlado de nosotras en los escenarios de sus teatros. Nuestros encantamientos han venido a convertirse en trucos; nuestros milagros, en far­sas, y en nuestros carros alados han desfilado tantas feal­dades, envueltas en nuestras gasas rosadas, a la luz de una luna mentida por las bengalas, que nadie piensa en nosotras sin echarse al mismo tiempo a reír.
»Claro que había chiquillos que nos conocían por nues­tros nombres y que nos amaban, aunque temiéndonos un poco; pero en lugar de los bonitos libros llenos de oro y estampas en que se aprendían nuestra historia, París les ha puesto ahora en las manos la ciencia al alcance de los niños, gruesos volúmenes donde el aburrimiento asciende como un polvillo gris y borra de los infantiles ojos nues­tros palacios encantados y nuestros espejos mágicos...
El rostro de la viejecita se avivó al decir:
-¡Sí! ¡No os podéis imaginar qué contenta estaba al ver cómo ardía París! Yo, yo era la que llevaba las latas de las petroleras... Yo era quien las llevaba de las manos a los mejores sitios y les decía: «¡Vamos, hijas mías, que­madlo todo, incendiad, abrasad!»
El presidente, ardiendo, pero de impaciencia, exclamó:
-No me cabe la menor duda: ¡esta mujer está loca! ¡Loca de remate! ¡Que se la lleven!

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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