I
Aquel domingo por la mañana el pastelero Sureau, de la
calle Turenne, llamó al mozo de recados y le dijo:
-Aquí están los pastelillos para el señor Bonnicar.
Llévalos y regresa en seguida. Dicen que los versalleses han entrado en París.
El muchacho, que maldito si entendía de política, colocó
los pastelillos aún calientes en una tartera, envolvió ésta en una servilleta y
se lo puso todo encima de la gorra y salió a galope para la isla de San Luis,
donde vivía el señor Bonnicar.
El tiempo era magnífico; lucía un sol de mayo espléndido,
el que hace brotar en las floristerías los manojos de lilas y en las fruterías
las piñas de cerezas. Aunque se oía el tiroteo lejano y en las esquinas sonaban
las cornetas, el viejo barrio de Marais conservaba su apacible fisonomía. Se
respiraba el aire del domingo; había corros de niños en el fondo de los patios,
y delante de las puertas las muchachitas jugaban al volante, y la pequeña
silueta blanca que corría por el medio de la calle desierta, dejando tras de sí
un rico perfume de pasta caliente, acababa de prestar a aquella mañana de
batalla un aspecto cándido y dominical.
La completa animación del barrio entero parecía haberse
concentrado en la calle de Rivoli. Unos arrastraban cañones, otros trabajaban
en las barricadas, y otros grupos de guardias nacionales, a cada paso, se
afanaban de uno a otro lado muy atareados. Pero el pinche no perdió la cabeza:
¡están tan acostumbrados estos chicos a caminar entre la multitud y el
bullicio de las calles!... Es precisa-mente en los días de fiesta y de barullo,
en las apreturas del Año Nuevo y de domingo gordo, cuando tienen más ganas de
correr : de modo que las revoluciones no los arredran gran cosa.
Daba gusto ver la gorrita blanca filtrarse entre los
quepis y las bayonetas, evitar los choques, contoneándose graciosamente, unas
veces con prisa y otras con lentitud forzada, en la que, sin embargo, se
percibían las enormes ganas de correr del chiquillo. Porque a él ¿qué le importaba
la lucha? Lo esencial era llegar a casa del señor Bonnicar a la primera
campanada de las doce y coger en seguida la propinilla de encima de la mesa de
la antesala.
De pronto la multitud se apartó empujándose terriblemente,
y los educandos de la
República desfilaron, a buen paso, cantando. Eran pilletes de
doce a quince años, hechos unos adefesios, con fusil, cinturón rojo y botas
altas, que iban tan orgullosos disfrazados de soldados como cuando el martes de
carnaval corretean por el fango de los bulevares con una montera de papel y un
pedazo de sombrilla color de rosa. Entonces sí que le costó al muchacho de la
pastelería guardar el equilibrio entre los empujones; pero él y su tartera
habían patinado tantas veces juntos en el hielo y habían jugado tantas partidas
a la coxcojita en las aceras, que los pastelillos no se asustaron por miedo a
caerse. Desgraciadamente la animación, las canciones, los cinturones rojos, la
admiración y la curiosidad metieron en gana al mozo de dar un paseo en tan
buena compañía, y sin darse cuenta rebasó el ayuntamiento, los puentes de la
isla de San Luis y se encontró arrastrado sin saber adónde, entre el polvo y el
viento de aquella loca carrera.
II
En casa de Bonnicar era costumbre, desde hacía lo menos
veinti-cinco años, comer pastelillos los domingos. Cuando chicos y grandes se
encontraban reunidos, a las doce en punto, en el salón, un agudo y alegre
campanillazo hacía exclamar a todo el mundo:
-¡Vamos! ¡Ahí llega ya el pastelero!
Entonces, entre un gran bullicio de sillas y el frufrú
de las ropas almidonadas, con algazara de niños ante la mesa puesta, aquellos
infelices burgueses se sentaban alrededor de los pastelillos, simétri-camente
colocados sobre el calentador de plata.
Pero la campanilla aquel día permaneció muda.
El señor Bonnicar, escandalizado, miraba el reloj,
aquel viejo reloj coronado por una garza disecada que jamás había adelantado ni
retrasado un minuto. Los niños detrás de los cristales bostezaban acechando la
esquina por donde el muchacho de la pastelería acostumbraba llegar.
Languidecía la conver-sación, y el hambre, que aumentaba al oír las doce
campanadas repetidas del mediodía, hacía parecer muy grande y muy triste el
comedor, a pesar de la antigua vajilla de plata que brillaba sobra el mantel
adamascado y de las servilletas plegadas alrededor en forma de tiesos
cucuruchos blancos.
La vieja criada había entrado ya varias veces susurrando
al oído del amo:
-¡Se ha quemado el asado!
O bien:
-¡Los guisantes se han pasado de tanto cocer!
Pero el señor Bonnicar se obstinaba en no sentarse a
la mesa sin los pastelillos, y, furioso contra Sureau, resolvio ir a ver por
sí mismo qué significaba un retraso tan inaudito. Unos vecinos que le vieron
salir colérico, blandiendo el bastón, le advirtieron:
-Señor Bonnicar, tenga usted mucho cuidado. Por ahí se
dice que los versalleses han entrado en París.
Pero él cerró los oídos a todo y no quiso oír ni el
tiroteo que venía desde Neuilly a flor de agua, ni el cañón de alarma del
ayuntamiento, que estremecía todos los cristales de la vecindad.
-¡Ese Sureau!... ¡Ese Sureau!
Abstraído y frenético, corría hablando solo. Ya se
veía en medio de la tienda, golpeando las baldosas con el bastón, haciendo
temblar las lunas del escaparate y los platos de natillas. La barricada del
puente de Luis Felipe le partió por la mitad la cólera. En el desempedrado
suelo se hallaban algunos federales de mala catadura tumbados al sol.
-Ciudadano, ¿adónde os dirigís?
El ciudadano se explicó, pero la historia de los pastelillos
pareció un tanto sospechosa, más aun cuando el señor Bonnicar, con su hermosa
levita de los días de fiesta y sus espejuelos de oro, tenía todo el aspecto de
un viejo reaccionario.
Los federales dijeron:
-Es un espía. Hay que llevárselo a Rigault.
En cuanto pronunciaron esto surgieron cuatro hombres
de buena voluntad a quienes no disgustaba mucho dejar la barricada, y a
culatazos se llevaron por delante de ellos al pobre hombre, exasperado.
Y yo no sé cómo se las arreglaron, pero es el caso que
media hora más tarde habían sido copados todos ellos por la infantería y
agregados a una larga fila de presos que iba a salir para Versalles.
Una vez más protestó el señor Bonnicar elevando fuertemente
la voz y su bastón, relatando su historia por centésima vez. Desgraciadamente
para él aquella invención de los pastelillos parecía tan inverosímil, tan
increíblemente absurda, en medio de una revolución, que los oficiales se
reían a más y mejor.
-¡Bien! Muy bien por el pobre vejete. ¡Ya lo explicarás
todo en Versalles!
Y por los Campos Elíseos, blancos aún del humo de la
pólvora, se puso en marcha la columna entre dos filas de cazadores.
II
Los prisioneros iban de cinco en cinco, en apretadas y
compactas filas. Con el fin de impedir que el convoy se diseminara, los
obligaban a ir del brazo, y el largo rebaño humano, al caminar entre el polvo
de la carretera, hacía idéntico ruido al de una lluvia de tempestad.
El infeliz Bonnicar creía estar soñando. Sudando, resoplando,
aturdido de miedo y de fatiga, se arrastraba a la cola de la columna, entre dos
viejas brujas que olían a petróleo y anís, y al oír las palabras de
«pastelero», «pastelillos», que venían incesantemente a la boca en sus imprecaciones,
los que iban cerca de él creían que se había vuelto loco.
Realmente es el caso que el hombre no estaba en sus
cabales. ¿Pues no se le figuraba en los repechos, en las bajadas, cuando las
filas se aclaraban un poco, no se le figuraba ver allá, entre la polvareda que
llenaba los huecos, el traje y la gorrilla del dependiente de la casa de
Sureau? Esto, pues, llegó a sucederle hasta ¡diez veces! en el camino. Aquel
blanco resplandor pasaba ante sus ojos, como burlándose de él, para luego
desaparecer entre la oleada de uniformes, de blusas y de harapos.
Por fin, al declinar el día, llegaron a Versalles, y
cuando la gente vio al viejo burgués de gafas, desabrochado, polvoriento e
iracundo, todo el mundo estuvo de acuerdo en que tenía cara de desalmado. Se
oía cómo decían:
-Pero si es Félix Pyat... ¡No, no! ¡Es Delescluce!
Mucho fue el trabajo que costó a los cazadores de la
escolta llevárselo sano y salvo hasta el patio de la Orange rie. Sólo cuando
hubo llegado allí pudo diseminarse el cansado rebaño, tirarse en el suelo y
recobrar el aliento. Dormían unos, otros vomitaban juramentos, mientras los
demás tosían o lloraban.
Bonnicar ni dormía ni lloraba. Sentado en el borde de
una escalinata, con la cabeza entre las manos, medio muerto de hambre, de
vergüenza y de fatiga, desfilaban por su imaginación los accidentes de aquel
día desgraciado, su salida de casa, sus invitados intranquilos, el cubierto
puesto hasta la noche, que aún le estaría esperando. Y luego la humillación,
las injurias, los culatazos, y todo por culpa de un pastelero poco puntual.
En aquel momento dijo una voz a su lado:
-Aquí tiene sus pastelillos, señor Bonnicar.
El desgraciado se quedó con la boca abierta al levantar
la cabeza y ver a su lado al mozo de la pastelería Sureau, el cual había sido
pescado juntamente con los educandos de la República. El chaval
destapó bajo su mandil la tartera que llevaba oculta.
De ese modo fue como, a pesar del motín y de la prisión,
aquel domingo, igual que desde hacía veinticinco años, el señor Bonnicar comió
sus apetitosos pastelillos.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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