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domingo, 4 de agosto de 2013

Los pastelillos

I

Aquel domingo por la mañana el pastelero Sureau, de la calle Turenne, llamó al mozo de recados y le dijo:
-Aquí están los pastelillos para el señor Bonnicar. Llévalos y regresa en seguida. Dicen que los versalleses han entrado en París.
El muchacho, que maldito si entendía de política, co­locó los pastelillos aún calientes en una tartera, envolvió ésta en una servilleta y se lo puso todo encima de la gorra y salió a galope para la isla de San Luis, donde vivía el señor Bonnicar.
El tiempo era magnífico; lucía un sol de mayo esplén­dido, el que hace brotar en las floristerías los manojos de lilas y en las fruterías las piñas de cerezas. Aunque se oía el tiroteo lejano y en las esquinas sonaban las cornetas, el viejo barrio de Marais conservaba su apacible fisonomía. Se respiraba el aire del domingo; había corros de niños en el fondo de los patios, y delante de las puertas las mu­chachitas jugaban al volante, y la pequeña silueta blanca que corría por el medio de la calle desierta, dejando tras de sí un rico perfume de pasta caliente, acababa de prestar a aquella mañana de batalla un aspecto cándido y domi­nical.
La completa animación del barrio entero parecía haberse concentrado en la calle de Rivoli. Unos arrastraban cañones, otros trabajaban en las barricadas, y otros gru­pos de guardias nacionales, a cada paso, se afanaban de uno a otro lado muy atareados. Pero el pinche no perdió la cabeza: ¡están tan acostumbrados estos chicos a ca­minar entre la multitud y el bullicio de las calles!... Es precisa-mente en los días de fiesta y de barullo, en las apre­turas del Año Nuevo y de domingo gordo, cuando tie­nen más ganas de correr : de modo que las revoluciones no los arredran gran cosa.
Daba gusto ver la gorrita blanca filtrarse entre los que­pis y las bayonetas, evitar los choques, contoneándose graciosamente, unas veces con prisa y otras con lentitud forzada, en la que, sin embargo, se percibían las enormes ganas de correr del chiquillo. Porque a él ¿qué le impor­taba la lucha? Lo esencial era llegar a casa del señor Bon­nicar a la primera campanada de las doce y coger en se­guida la propinilla de encima de la mesa de la antesala.
De pronto la multitud se apartó empujándose terrible­mente, y los educandos de la República desfilaron, a buen paso, cantando. Eran pilletes de doce a quince años, he­chos unos adefesios, con fusil, cinturón rojo y botas altas, que iban tan orgullosos disfrazados de soldados como cuando el martes de carnaval corretean por el fango de los bulevares con una montera de papel y un pedazo de sombrilla color de rosa. Entonces sí que le costó al mu­chacho de la pastelería guardar el equilibrio entre los em­pujones; pero él y su tartera habían patinado tantas veces juntos en el hielo y habían jugado tantas partidas a la cox­cojita en las aceras, que los pastelillos no se asustaron por miedo a caerse. Desgraciadamente la animación, las can­ciones, los cinturones rojos, la admiración y la curiosidad metieron en gana al mozo de dar un paseo en tan buena compañía, y sin darse cuenta rebasó el ayuntamiento, los puentes de la isla de San Luis y se encontró arrastrado sin saber adónde, entre el polvo y el viento de aquella loca carrera.

II 

En casa de Bonnicar era costumbre, desde hacía lo menos veinti-cinco años, comer pastelillos los domingos. Cuando chicos y grandes se encontraban reunidos, a las doce en punto, en el salón, un agudo y alegre campani­llazo hacía exclamar a todo el mundo:
-¡Vamos! ¡Ahí llega ya el pastelero!
Entonces, entre un gran bullicio de sillas y el frufrú de las ropas almidonadas, con algazara de niños ante la mesa puesta, aquellos infelices burgueses se sentaban alrededor de los pastelillos, simétri-camente colocados sobre el ca­lentador de plata.
Pero la campanilla aquel día permaneció muda.
El señor Bonnicar, escandalizado, miraba el reloj, aquel viejo reloj coronado por una garza disecada que jamás había adelantado ni retrasado un minuto. Los niños detrás de los cristales bostezaban acechando la esquina por donde el muchacho de la pastelería acostumbraba lle­gar. Languidecía la conver-sación, y el hambre, que au­mentaba al oír las doce campanadas repetidas del medio­día, hacía parecer muy grande y muy triste el comedor, a pesar de la antigua vajilla de plata que brillaba sobra el mantel adamascado y de las servilletas plegadas alre­dedor en forma de tiesos cucuruchos blancos.
La vieja criada había entrado ya varias veces susu­rrando al oído del amo:
-¡Se ha quemado el asado!
O bien:
-¡Los guisantes se han pasado de tanto cocer!
Pero el señor Bonnicar se obstinaba en no sentarse a la mesa sin los pastelillos, y, furioso contra Sureau, resol­vio ir a ver por sí mismo qué significaba un retraso tan inaudito. Unos vecinos que le vieron salir colérico, blan­diendo el bastón, le advirtieron:
-Señor Bonnicar, tenga usted mucho cuidado. Por ahí se dice que los versalleses han entrado en París.
Pero él cerró los oídos a todo y no quiso oír ni el tiro­teo que venía desde Neuilly a flor de agua, ni el cañón de alarma del ayuntamiento, que estremecía todos los cris­tales de la vecindad.
-¡Ese Sureau!... ¡Ese Sureau!
Abstraído y frenético, corría hablando solo. Ya se veía en medio de la tienda, golpeando las baldosas con el bas­tón, haciendo temblar las lunas del escaparate y los pla­tos de natillas. La barricada del puente de Luis Felipe le partió por la mitad la cólera. En el desempedrado suelo se hallaban algunos federales de mala catadura tumbados al sol.
-Ciudadano, ¿adónde os dirigís?
El ciudadano se explicó, pero la historia de los paste­lillos pareció un tanto sospechosa, más aun cuando el se­ñor Bonnicar, con su hermosa levita de los días de fiesta y sus espejuelos de oro, tenía todo el aspecto de un viejo reaccionario.
Los federales dijeron:
-Es un espía. Hay que llevárselo a Rigault.
En cuanto pronunciaron esto surgieron cuatro hom­bres de buena voluntad a quienes no disgustaba mucho dejar la barricada, y a culatazos se llevaron por delante de ellos al pobre hombre, exasperado.
Y yo no sé cómo se las arreglaron, pero es el caso que media hora más tarde habían sido copados todos ellos por la infantería y agregados a una larga fila de presos que iba a salir para Versalles.
Una vez más protestó el señor Bonnicar elevando fuer­temente la voz y su bastón, relatando su historia por cen­tésima vez. Desgraciadamente para él aquella invención de los pastelillos parecía tan inverosímil, tan increíble­mente absurda, en medio de una revolución, que los ofi­ciales se reían a más y mejor.
-¡Bien! Muy bien por el pobre vejete. ¡Ya lo expli­carás todo en Versalles!
Y por los Campos Elíseos, blancos aún del humo de la pólvora, se puso en marcha la columna entre dos filas de cazadores.

II

Los prisioneros iban de cinco en cinco, en apretadas y compactas filas. Con el fin de impedir que el convoy se diseminara, los obligaban a ir del brazo, y el largo reba­ño humano, al caminar entre el polvo de la carretera, ha­cía idéntico ruido al de una lluvia de tempestad.
El infeliz Bonnicar creía estar soñando. Sudando, re­soplando, aturdido de miedo y de fatiga, se arrastraba a la cola de la columna, entre dos viejas brujas que olían a petróleo y anís, y al oír las palabras de «pastelero», «pas­telillos», que venían incesantemente a la boca en sus im­precaciones, los que iban cerca de él creían que se había vuelto loco.
Realmente es el caso que el hombre no estaba en sus cabales. ¿Pues no se le figuraba en los repechos, en las bajadas, cuando las filas se aclaraban un poco, no se le figuraba ver allá, entre la polvareda que llenaba los hue­cos, el traje y la gorrilla del dependiente de la casa de Sureau? Esto, pues, llegó a sucederle hasta ¡diez veces! en el camino. Aquel blanco resplandor pasaba ante sus ojos, como burlándose de él, para luego desaparecer entre la oleada de uniformes, de blusas y de harapos.
Por fin, al declinar el día, llegaron a Versalles, y cuan­do la gente vio al viejo burgués de gafas, desabrochado, polvoriento e iracundo, todo el mundo estuvo de acuerdo en que tenía cara de desalmado. Se oía cómo decían:
-Pero si es Félix Pyat... ¡No, no! ¡Es Delescluce!
Mucho fue el trabajo que costó a los cazadores de la escolta llevárselo sano y salvo hasta el patio de la Orange­rie. Sólo cuando hubo llegado allí pudo diseminarse el cansado rebaño, tirarse en el suelo y recobrar el aliento. Dormían unos, otros vomitaban juramentos, mientras los demás tosían o lloraban.
Bonnicar ni dormía ni lloraba. Sentado en el borde de una escalinata, con la cabeza entre las manos, medio muer­to de hambre, de vergüenza y de fatiga, desfilaban por su imaginación los accidentes de aquel día desgraciado, su salida de casa, sus invitados intranquilos, el cubierto puesto hasta la noche, que aún le estaría esperando. Y lue­go la humillación, las injurias, los culatazos, y todo por culpa de un pastelero poco puntual.
En aquel momento dijo una voz a su lado:
-Aquí tiene sus pastelillos, señor Bonnicar.
El desgraciado se quedó con la boca abierta al levan­tar la cabeza y ver a su lado al mozo de la pastelería Su­reau, el cual había sido pescado juntamente con los edu­candos de la República. El chaval destapó bajo su man­dil la tartera que llevaba oculta.
De ese modo fue como, a pesar del motín y de la pri­sión, aquel domingo, igual que desde hacía veinticinco años, el señor Bonnicar comió sus apetitosos pastelillos.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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