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domingo, 4 de agosto de 2013

Las emociones de un perdigón rojo

Es sabido que los perdigones vuelan en bandadas y anidan juntos en los huecos de los surcos, para remontar el vuelo al menor peligro y desparramarse como un puña­do de semillas que lanzara el sembrador.
Nuestra bandada es alegre y numerosa, establecida en los lindes de un gran bosque, con buen botín a nuestro alcance y refugio seguro a ambos lados. Así es que, cuan­do aprendí a correr, y me vi bien alimentado y cubierto con ricas plumas, me sentí satisfecho de la vida. Sin em­bargo, algo me inquietaba: la apertura de la temporada de caza, de la que nuestras madres comenzaban a hablar, en voz baja, entre sí. Un anciano de nuestra bandada me decía con tal motivo:
-No tengas miedo, Picorrojo -así me llaman por el color de mi pico; no tengas miedo, Picorrojo. El día de apertura de la temporada de caza te tomaré bajo mi protección y estoy seguro de que no ha de ocurrirte nada.
Es un viejo gallo muy malicioso y siempre alerta, aun­ que ya se le marca la quilla en el pecho y tiene algunas plumas blancas aquí y allá. De joven recibió una perdi­gonada en el ala, y, como a causa de la herida es algo pe­sado, mira dos veces antes de remontar el vuelo, se toma su tiempo y se entera del asunto. Me llevaba a menudo
con él hasta el lindero del bosque. Allí hay una casita sin­gular, oculta entre castaños, silenciosa como una madri­guera vacía y siempre cerrada a cal y canto.

-Mira bien esa casa, amiguito -me decía el viejo. Cuando veas salir humo por esa, chimenea que emerge del techo, la puerta y los postigos abiertos, y movimiento en su interior, es señal de que todo va a ir mal para nosotros.
Yo me fiaba de él, convencido de que su experiencia era notable. No en vano había visto muchas aperturas de caza.
En efecto: una mañana, al despuntar el día, oigo que me llaman desde lo más hondo del surco:
-¡Picorrojo, Picorrojo!
Era mi viejo gallo. Le brillaban los ojos.
-Ven pronto -me dice, y haz como yo.
Le sigo medio adormilado, deslizándome entre terro­nes, sin remontar el vuelo, casi sin saltar, como un raton­cillo. Nos dirigimos por la linde del bosque, y de pasada veo un hilillo de humo por encima del techo de la casi­ta, las ventanas iluminadas, y delante de la puerta, abier­ta de par en par, varios cazadores perfectamente equipa­dos, rodeados de una jauría de perros que brincan sin cesar.
Al pasar por allí cerca uno de los cazadores gritó:
-¡Cazaremos en el llano esta mañana, y después del almuerzo nos adentraremos en el bosque!
Entonces comprendí por qué mi viejo compañero me llevaba al límite del bosque. Mi corazón comenzó a latir apresuradamente, temeroso de lo que pudiera ocurrir a nuestros pobres amigos.
De pronto, antes de alcanzar la linde, los perros se pusieron a correr hacia nosotros.
-¡Agáchate, agáchate! -me ordenó el viejo gallo, aplastándose contra el suelo.
Al mismo tiempo, a diez pasos de nosotros, una co­dorniz azorada abrió sus enormes alas, levantó su gran pico y remontó el vuelo graznando de terror. Se produjo un estruendo formidable y nos vimos envueltos en un humo de olor extraño. Muy blanco y muy cálido, a pesar de que el sol apenas había despuntado.
Tenía tanto miedo que no podía ni correr. Afortuna­damente penetramos en el bosque. Mi camarada se aga­zapó detrás de un roble y yo me apresuré a colocarme tras él. Así permanecimos quietos y ocultos, atisbando por entre las hojas.
En los campos había un tiroteo descomunal. A cada dis­paro yo cerraba los ojos aturdido; luego, cuando me de­cidía a abrirlos, veía la llanura grandiosa y desnuda, los perros corriendo, hurgando por entre la hierba y los ma­torrales, revolviéndose sobre ellos mismos como locos. De­trás de la jauría iban los cazadores, azuzando a los perros, maldiciéndolos, llamándolos. Las escopetas brillaban al sol.
Una vez, entre una nubecilla de humo, creí ver -aun­que no había ningún árbol por los alrededores- volar ho­jas que se esparcían por doquier. Mi viejo gallo me infor­mó que se trataba de plumas. En efecto: a un centenar de pasos delante de nosotros acababa de caer un soberbio ejemplar de perdigón gris que quedó inmóvil en el surco, con la cabeza sangrante.
Cuando el sol llegó a lo más alto del cielo, los escope­tazos se detuvieron de repente. Los cazadores regresaron a la casita, donde se oía chisporrotear un hermoso fuego de sarmientos. Conversaban entre sí, con la escopeta a la espalda, discutiendo los tiros, mientras sus perros los se­guían abrumados de fatiga, con la lengua fuera.
-Van a almorzar -me informó mi compañero. Hagamos nosotros lo mismo.
Nos adentramos en un campo de alforfón, contiguo al bosque, un enorme campo blanco y negro, parte en flor y parte granado, que olía a almendros. Grandes faisanes de plumaje castaño dorado picoteaban aquí y allá, aga­zapados, con la cresta roja a ras del suelo, temerosos de ser vistos. ¡Ah! No presumían tanto como de costumbre. Sin dejar de comer nos preguntaron por las últimas noti­cias, y nosotros, si alguno de ellos había recibido alguna perdigonada.
Mientras tanto el almuerzo de los cazadores, silencioso al principio, se hacía cada vez más ruidoso. Hasta noso­tros llegaba el chocar de los vasos y el descorchar de las botellas. El viejo decidió que ya era hora de alcanzar nues­tro refugio.
El bosque parecía dormido. La charca adonde los cor­zos van a beber permanecía intacta, con el agua crista­lina y mansa. Ni un hociquito de conejo se asomaba por los serpoles del coto. Solamente se oía un misterioso tem­blor, como si cada hoja, cada brizna de hierba, abrigase una vida amenazada.
Los animales que pueblan el bosque disponen de tan­tas madrigueras, escondrijos, espesuras, haces, malezas; y además hoyos, esos estrechos hoyos del bosque que con­servan el agua tanto tiempo después de la lluvia.
Confieso que me habría gustado estar en el fondo de uno de esos agujeros; pero mi compañero prefería per­manecer al aire libre, completamente al descubierto, tener ante sí ancho campo, ver de lejos y olfatear el aire. Tenía razón, porque así pudimos ver acercarse a los cazadores que llegaban al lindero del bosque.
¡Oh! Este primer disparo en el bosque, este escopetazo que agujereaba las hojas dejándolas como una criba y dejaba huellas en la corteza, jamás lo olvidaré!
Un conejo atravesó el camino arrancando la hierba con sus garritas crispadas. Una ardilla rodó por un cas­taño arrastrando tras de sí las castañas, verdes todavía. Divisé dos o tres revoloteos pesados de bien cebados fai­sanes y un tumulto en las ramas bajas, cuyas hojas secas cayeron con el escopetazo, que agitó, despertó y aterrorizó a cuantos animales moraban en el bosque. Los musgaños desaparecieron en el fondo de sus madrigueras. Un esca.­rabajo volador, que salió del hueco del árbol contra el que estábamos agazapados, miró a su alrededor con ojos desorbitados, fijos por el terror. Las libélulas, los abejo­rros, las mariposas, todos los animalillos se turbaban y espantaban por doquier. Hasta un diminuto saltamontes de alas resplan-decientes que acababa de posarse al lado mismo de mi pico estaba atemorizado; pero yo me sentía demasiado aterrado para aprovecharme de su miedo.
Mi viejo compañero permanecía siempre inmutable. Concentraba toda su atención en los ladridos y descargas; cuando se acercaban me hacía señas de que debíamos ir­nos un poco más lejos, fuera del alcance de los perros y bien ocultos por el follaje.
Sin embargo, una vez creí que estábamos perdidos. La avenida que debíamos cruzar estaba guardada a cada lado por un cazador escondido. De una parte, un gallar­do mozallón de negras patillas que al menor movimiento hacía resonar toda su quincalla, cuchillo de caza, cartuche­ras, caja para la pólvora, además de unas altas polainas ajustadas hasta las rodillas. A la otra parte, un viejecito apoyado en un árbol, que fumaba tranquilamente su pipa, entor-nando los ojos como si quisiera dormir. Éste no me inspiraba temor, pero el otro me daba un miedo terrible.
-Tú no comprendes nada -me susurró mi compa­ñero, riendo.
Y con toda tranquilidad abrió sus enormes alas y voló casi hasta meterse entre las piernas del terrible cazador de negras patillas.
El hecho es que el pobre hombre estaba tan atento a sus arreos de caza, tan ocupado en admirarlo todo de arri­ba abajo, que, cuando se echó la escopeta al hombro, ya estábamos nosotros fuera de su alcance. ¡Ah! ¡Si los ca­zadores supiesen, cuando se creen solos en un rincón del bosque, cuántos ojillos los miran fijos entre los matorra­les!, ¡Si se imaginasen cuántos picos retienen la risa por su torpeza!
Entretanto nosotros seguíamos adelante, siempre ade­lante. Lo mejor era seguir a mi viejo compañero; mis alas batían el viento tras las suyas, para detenerse y per­manecer inmóviles tan pronto como él se posaba en tierra.
Todavía guardan mis pupilas los senderos y lugares recorridos: el sotillo colmado de brezos, repleto de madri­gueras al pie de los árboles amarillos, con esa gran corti­na de robles, donde me parecía ver la muerte agazapada por doquier; la pequeña avenida bordeada de fronda, don­de mi madre la perdiz había paseado tantas veces su ni­dada disfrutando del sol de mayo, donde nosotros brincá­bamos picoteando las hormigas rojas que se nos subían por las patas, donde nos encontrábamos con los pequeños faisanes, vanidosos, pesados como pollitos, que no se ave­nían a jugar con nosotros.
Como en sueños vi mi avenida en el momento en que una cierva la cruzaba, con sus finas patas en alto, los ojazos bien abiertos y dispuesta para saltar. Luego la char­ca adonde se acercan en bandadas de quince o treinta, vo­lando todas al unísono, para posarse después y beber el agua del manantial y salpicarse las alas con gotitas que ruedan por las plumas lustrosas. En medio de esta charca había un macizo de plantas muy tupido. En este islote nos refugia-mos.
Sería preciso que los perros tuvieran un olfato muy fino para que nos descubrieran allí. Al cabo de un buen rato llegó también un corzo, arras-trándose con tres patas, de­jando tras de sí una estela roja.
¡Cuán triste era ver cómo me ocultaba yo en la fron­da, mientras el pobre herido bebía en la charca resoplan­do, quemado por la fiebre!
El día comenzaba a declinar. Los disparos se aleja­ban, espaciándose cada vez más. Finalmente se extinguie­ron por completo. Todo había terminado. Entonces nos dirigimos lentamente hacia la llanura, en busca de noti­cias de nuestra bandada. Al pasar ante la casita de ma­dera vi algo horrible.
En el reborde de una zanja yacían amontonados los conejitos grises de blanco rabito y las liebres pelirrojas. Sus patitas, unidas por la muerte, parecían pedir gracia, y sus ojos velados daban la sensación de estar llenos de lágrimas. También había perdices rojas, perdigones gri­ses de quilla prominente, como mi camarada, y hasta jo­vencitos como yo, con el plumón bajo las plumas.
¿Hay algo más triste que un pájaro muerto? ¡Tienen tanta vida sus alas! Al verlas inertes, replegadas y frías se pone uno a temblar. Un corzo soberbio, que parecía dormido, yacía también con la lengua rosada escapándo­sele de la boca, corno si intentase lamer a alguien aún.
Allí estaban los cazadores, inclinados sobre tan tristes despojos, contando y colocando en sus morrales las pati­tas sangrantes, las alas desgarradas, sin el menor respeto por las heridas recientes, frescas aún.
La jauría, reunida en el centro del camino, frunce el hocico todavía dispuesta a lanzarse de nuevo por la es­pesura.
Entretanto el sol se ocultaba en el horizonte y los ca­zadores comenzaban a irse, abrumados de fatiga; sus som­bras se alargaban sobre los terrones y los senderos húme­dos del rocío de la tarde.
¡Cómo maldecía en mi interior a esos hombres y a esos animales! ¡Cómo los detestaba!
Ni mi compañero ni yo nos sentíamos con ánimos de despedir con nuestro canto a aquel día que estaba a punto de terminar.
En nuestro camino fuimos encontrando desgraciados animalitos, abatidos por los disparos fortuitos, abandona­dos allí a las hormigas, a los musgaños, con el hocico su­cio de polvo; urracas, golondrinas fulminadas en su vue­lo, de espaldas, con las patas rígidas señalando la noche que descendía apresurada-mente, como suele acaecer en otoño, clara, fría y húmeda.
Pero lo más lastimoso de todo era oír, en el lindero del bosque, en el borde mismo de la pradera, y allá abajo en el mimbreral del río, gemidos ansiosos, tristes, disemina­dos, a los que nadie ni nada respondía.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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