Es sabido que los perdigones vuelan en bandadas y
anidan juntos en los huecos de los surcos, para remontar el vuelo al menor
peligro y desparramarse como un puñado de semillas que lanzara el sembrador.
Nuestra bandada es alegre y numerosa, establecida en
los lindes de un gran bosque, con buen botín a nuestro alcance y refugio seguro
a ambos lados. Así es que, cuando aprendí a correr, y me vi bien alimentado y
cubierto con ricas plumas, me sentí satisfecho de la vida. Sin embargo, algo
me inquietaba: la apertura de la temporada de caza, de la que nuestras madres
comenzaban a hablar, en voz baja, entre sí. Un anciano de nuestra bandada me
decía con tal motivo:
-No tengas miedo, Picorrojo -así me llaman por el
color de mi pico; no tengas miedo, Picorrojo. El día de apertura de la temporada
de caza te tomaré bajo mi protección y estoy seguro de que no ha de ocurrirte
nada.
Es un viejo gallo muy malicioso y siempre alerta, aun
que ya se le marca la quilla en el pecho y tiene algunas plumas blancas aquí y
allá. De joven recibió una perdigonada en el ala, y, como a causa de la herida
es algo pesado, mira dos veces antes de remontar el vuelo, se toma su tiempo y
se entera del asunto. Me llevaba a menudo
con él hasta el lindero del bosque. Allí hay una casita singular, oculta entre
castaños, silenciosa como una madriguera vacía y siempre cerrada a cal y
canto.
-Mira bien esa casa, amiguito -me decía el viejo.
Cuando veas salir humo por esa, chimenea que emerge del techo, la puerta y los
postigos abiertos, y movimiento en su interior, es señal de que todo va a ir
mal para nosotros.
Yo me fiaba de él, convencido de que su experiencia
era notable. No en vano había visto muchas aperturas de caza.
En efecto: una mañana, al despuntar el día, oigo que
me llaman desde lo más hondo del surco:
-¡Picorrojo, Picorrojo!
Era mi viejo gallo. Le brillaban los ojos.
-Ven pronto -me dice, y haz como yo.
Le sigo medio adormilado, deslizándome entre terrones,
sin remontar el vuelo, casi sin saltar, como un ratoncillo. Nos dirigimos por
la linde del bosque, y de pasada veo un hilillo de humo por encima del techo de
la casita, las ventanas iluminadas, y delante de la puerta, abierta de par en
par, varios cazadores perfectamente equipados, rodeados de una jauría de
perros que brincan sin cesar.
Al pasar por allí cerca uno de los cazadores gritó:
-¡Cazaremos en el llano esta mañana, y después del
almuerzo nos adentraremos en el bosque!
Entonces comprendí por qué mi viejo compañero me
llevaba al límite del bosque. Mi corazón comenzó a latir apresuradamente,
temeroso de lo que pudiera ocurrir a nuestros pobres amigos.
De pronto, antes de alcanzar la linde, los perros se
pusieron a correr hacia nosotros.
-¡Agáchate, agáchate! -me ordenó el viejo gallo,
aplastándose contra el suelo.
Al mismo tiempo, a diez pasos de nosotros, una codorniz
azorada abrió sus enormes alas, levantó su gran pico y remontó el vuelo
graznando de terror. Se produjo un estruendo formidable y nos vimos envueltos
en un humo de olor extraño. Muy blanco y muy cálido, a pesar de que el sol
apenas había despuntado.
Tenía tanto miedo que no podía ni correr. Afortunadamente
penetramos en el bosque. Mi camarada se agazapó detrás de un roble y yo me
apresuré a colocarme tras él. Así permanecimos quietos y ocultos, atisbando por
entre las hojas.
En los campos había un tiroteo descomunal. A cada disparo
yo cerraba los ojos aturdido; luego, cuando me decidía a abrirlos, veía la
llanura grandiosa y desnuda, los perros corriendo, hurgando por entre la hierba
y los matorrales, revolviéndose sobre ellos mismos como locos. Detrás de la
jauría iban los cazadores, azuzando a los perros, maldiciéndolos, llamándolos.
Las escopetas brillaban al sol.
Una vez, entre una nubecilla de humo, creí ver -aunque
no había ningún árbol por los alrededores- volar hojas que se esparcían por
doquier. Mi viejo gallo me informó que se trataba de plumas. En efecto: a un
centenar de pasos delante de nosotros acababa de caer un soberbio ejemplar de perdigón
gris que quedó inmóvil en el surco, con la cabeza sangrante.
Cuando el sol llegó a lo más alto del cielo, los
escopetazos se detuvieron de repente. Los cazadores regresaron a la casita,
donde se oía chisporrotear un hermoso fuego de sarmientos. Conversaban entre
sí, con la escopeta a la espalda, discutiendo los tiros, mientras sus perros
los seguían abrumados de fatiga, con la lengua fuera.
-Van a almorzar -me informó mi compañero. Hagamos
nosotros lo mismo.
Nos adentramos en un campo de alforfón, contiguo al
bosque, un enorme campo blanco y negro, parte en flor y parte granado, que olía
a almendros. Grandes faisanes de plumaje castaño dorado picoteaban aquí y allá,
agazapados, con la cresta roja a ras del suelo, temerosos de ser vistos. ¡Ah!
No presumían tanto como de costumbre. Sin dejar de comer nos preguntaron por
las últimas noticias, y nosotros, si alguno de ellos había recibido alguna
perdigonada.
Mientras tanto el almuerzo de los cazadores,
silencioso al principio, se hacía cada vez más ruidoso. Hasta nosotros llegaba
el chocar de los vasos y el descorchar de las botellas. El viejo decidió que ya
era hora de alcanzar nuestro refugio.
El bosque parecía dormido. La charca adonde los corzos
van a beber permanecía intacta, con el agua cristalina y mansa. Ni un
hociquito de conejo se asomaba por los serpoles del coto. Solamente se oía un misterioso
temblor, como si cada hoja, cada brizna de hierba, abrigase una vida
amenazada.
Los animales que pueblan el bosque disponen de tantas
madrigueras, escondrijos, espesuras, haces, malezas; y además hoyos, esos
estrechos hoyos del bosque que conservan el agua tanto tiempo después de la
lluvia.
Confieso que me habría gustado estar en el fondo de
uno de esos agujeros; pero mi compañero prefería permanecer al aire libre,
completamente al descubierto, tener ante sí ancho campo, ver de lejos y
olfatear el aire. Tenía razón, porque así pudimos ver acercarse a los cazadores
que llegaban al lindero del bosque.
¡Oh! Este primer disparo en el bosque, este escopetazo
que agujereaba las hojas dejándolas como una criba y dejaba huellas en la
corteza, jamás lo olvidaré!
Un conejo atravesó el camino arrancando la hierba con
sus garritas crispadas. Una ardilla rodó por un castaño arrastrando tras de sí
las castañas, verdes todavía. Divisé dos o tres revoloteos pesados de bien
cebados faisanes y un tumulto en las ramas bajas, cuyas hojas secas cayeron
con el escopetazo, que agitó, despertó y aterrorizó a cuantos animales moraban
en el bosque. Los musgaños desaparecieron en el fondo de sus madrigueras. Un
esca.rabajo volador, que salió del hueco del árbol contra el que estábamos
agazapados, miró a su alrededor con ojos desorbitados, fijos por el terror. Las
libélulas, los abejorros, las mariposas, todos los animalillos se turbaban y
espantaban por doquier. Hasta un diminuto saltamontes de alas resplan-decientes
que acababa de posarse al lado mismo de mi pico estaba atemorizado; pero yo me
sentía demasiado aterrado para aprovecharme de su miedo.
Mi viejo compañero permanecía siempre inmutable.
Concentraba toda su atención en los ladridos y descargas; cuando se acercaban
me hacía señas de que debíamos irnos un poco más lejos, fuera del alcance de
los perros y bien ocultos por el follaje.
Sin embargo, una vez creí que estábamos perdidos. La
avenida que debíamos cruzar estaba guardada a cada lado por un cazador
escondido. De una parte, un gallardo mozallón de negras patillas que al menor
movimiento hacía resonar toda su quincalla, cuchillo de caza, cartucheras,
caja para la pólvora, además de unas altas polainas ajustadas hasta las
rodillas. A la otra parte, un viejecito apoyado en un árbol, que fumaba
tranquilamente su pipa, entor-nando los ojos como si quisiera dormir. Éste no
me inspiraba temor, pero el otro me daba un miedo terrible.
-Tú no comprendes nada -me susurró mi compañero,
riendo.
Y con toda tranquilidad abrió sus enormes alas y voló
casi hasta meterse entre las piernas del terrible cazador de negras patillas.
El hecho es que el pobre hombre estaba tan atento a
sus arreos de caza, tan ocupado en admirarlo todo de arriba abajo, que, cuando
se echó la escopeta al hombro, ya estábamos nosotros fuera de su alcance. ¡Ah!
¡Si los cazadores supiesen, cuando se creen solos en un rincón del bosque,
cuántos ojillos los miran fijos entre los matorrales!, ¡Si se imaginasen
cuántos picos retienen la risa por su torpeza!
Entretanto nosotros seguíamos adelante, siempre adelante.
Lo mejor era seguir a mi viejo compañero; mis alas batían el viento tras las
suyas, para detenerse y permanecer inmóviles tan pronto como él se posaba en
tierra.
Todavía guardan mis pupilas los senderos y lugares
recorridos: el sotillo colmado de brezos, repleto de madrigueras al pie de los
árboles amarillos, con esa gran cortina de robles, donde me parecía ver la
muerte agazapada por doquier; la pequeña avenida bordeada de fronda, donde mi
madre la perdiz había paseado tantas veces su nidada disfrutando del sol de
mayo, donde nosotros brincábamos picoteando las hormigas rojas que se nos subían
por las patas, donde nos encontrábamos con los pequeños faisanes, vanidosos,
pesados como pollitos, que no se avenían a jugar con nosotros.
Como en sueños vi mi avenida en el momento en que una
cierva la cruzaba, con sus finas patas en alto, los ojazos bien abiertos y
dispuesta para saltar. Luego la charca adonde se acercan en bandadas de quince
o treinta, volando todas al unísono, para posarse después y beber el agua del
manantial y salpicarse las alas con gotitas que ruedan por las plumas lustrosas.
En medio de esta charca había un macizo de plantas muy tupido. En este islote
nos refugia-mos.
Sería preciso que los perros tuvieran un olfato muy
fino para que nos descubrieran allí. Al cabo de un buen rato llegó también un
corzo, arras-trándose con tres patas, dejando tras de sí una estela roja.
¡Cuán triste era ver cómo me ocultaba yo en la fronda,
mientras el pobre herido bebía en la charca resoplando, quemado por la fiebre!
El día comenzaba a declinar. Los disparos se alejaban,
espaciándose cada vez más. Finalmente se extinguieron por completo. Todo
había terminado. Entonces nos dirigimos lentamente hacia la llanura, en busca
de noticias de nuestra bandada. Al pasar ante la casita de madera vi algo
horrible.
En el reborde de una zanja yacían amontonados los
conejitos grises de blanco rabito y las liebres pelirrojas. Sus patitas, unidas
por la muerte, parecían pedir gracia, y sus ojos velados daban la sensación de
estar llenos de lágrimas. También había perdices rojas, perdigones grises de
quilla prominente, como mi camarada, y hasta jovencitos como yo, con el plumón
bajo las plumas.
¿Hay algo más triste que un pájaro muerto? ¡Tienen
tanta vida sus alas! Al verlas inertes, replegadas y frías se pone uno a
temblar. Un corzo soberbio, que parecía dormido, yacía también con la lengua
rosada escapándosele de la boca, corno si intentase lamer a alguien aún.
Allí estaban los cazadores, inclinados sobre tan
tristes despojos, contando y colocando en sus morrales las patitas sangrantes,
las alas desgarradas, sin el menor respeto por las heridas recientes, frescas
aún.
La jauría, reunida en el centro del camino, frunce el
hocico todavía dispuesta a lanzarse de nuevo por la espesura.
Entretanto el sol se ocultaba en el horizonte y los cazadores
comenzaban a irse, abrumados de fatiga; sus sombras se alargaban sobre los
terrones y los senderos húmedos del rocío de la tarde.
¡Cómo maldecía en mi interior a esos hombres y a esos
animales! ¡Cómo los detestaba!
Ni mi compañero ni yo nos sentíamos con ánimos de
despedir con nuestro canto a aquel día que estaba a punto de terminar.
En nuestro camino fuimos encontrando desgraciados animalitos,
abatidos por los disparos fortuitos, abandonados allí a las hormigas, a los
musgaños, con el hocico sucio de polvo; urracas, golondrinas fulminadas en su
vuelo, de espaldas, con las patas rígidas señalando la noche que descendía
apresurada-mente, como suele acaecer en otoño, clara, fría y húmeda.
Pero lo más lastimoso de todo era oír, en el lindero
del bosque, en el borde mismo de la pradera, y allá abajo en el mimbreral del
río, gemidos ansiosos, tristes, diseminados, a los que nadie ni nada
respondía.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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