I. En el barrio de marais
En la sombra húmeda y providencial de las largas y
tortuosas calles por donde flotan olores de droguería y de madera de campeche
-entre los antiguos palacios del tiempo de Enrique II y de Luis XIII, que la
industria inoderna ha transformado en fábricas de agua de Seltz, de bronces y
de productos químicos; entre los jardincillos musgosos, atestados de cajones;
los patios de honor de anchas losas donde ruedan pesados camiones; bajo los balcones
panzudos, las altas celosías, los piñones carcomidos, ahumados como
apagacirios- la revolución, especialmente en los primeros días, tenía un
singular aspecto, un no sé qué de inocente y primitivo. En todas las esquinas
se veían esbozos de barricadas, pero sin nadie que las guardara, sin cañones y
sin ametralladoras. Eran solamente piedras amontonadas, sin arte, sin
convicción, solamente por el gusto de interceptar la calle y ver remansarse
el agua en grandes lagunas, donde se chapuzaban pandillas de pilluelos y flotas
de barcos de papel. Todas las tiendas permanecían abiertas y los tenderos a las
puertas, riendo y hablando de política desde una acera a la otra. Bien
claramente se veía que esta gente no secundaba la revolución, aunque se percibía
que se alegraban de que otros la llevaran a cabo, como si al remover el pavimento
de estos pacíficos barrios se hubiera despertado el alma del viejo París,
burlón, burgués y pendenciero.
Lo que se llamó antaño viento de fronda corría entonces
por el Marais. En el frontispicio de los grandes palacios la mueca sardónica
de los mascarones de piedra parecía decir: «No nos coge de sorpresa: ya
conocemos esto.» Y bien a mi pesar iba vistiendo, en mi imaginación, con
casacas floreadas y calzones cortos y anchos fieltros de ala vuelta a toda esa
gente pintoresca compuesta de drogueros, doradores y abaceros, que miraban
desde las aceras cómo desempedraban las calles y parecían enorgullecerse de
tener una barricada a la puerta de su tienda.
De vez en cuando, al final de una larga callejuela oscura,
se veía brillar una bayoneta en la plaza de Gréve, sobre una pared del antiguo
palacio municipal, dorada por el sol. Pasaban unos caballeros al galope por
este trozo de luz: amplias capas grises, plumas al viento. La gente corría,
gritaba y agitaba los sombreros. ¿Quién era? ¿La señorita de Montpensier o el
general Cremer? En mi cabeza se barajaban las épocas. A lo lejos, el sol, la camisa
roja de un correo garibaldino que pasaba a galope tendido y me hacía. el efecto
de la sotana del cardenal de Retz. Y tampoco sabía si aquel astuto entre los
astutos de que se hablaba en todos los grupos era Thiers o era Mazarino.
Creía estar viviendo trescientos años atrás.
II. En montmartre
Un día por la mañana, al subir por la calle de Lepic,
vi, en un tenducho de zapatero remendón, a un oficial de la guardia nacional
lleno de galones hasta el codo y con el sable al cinto, clavando medias suelas
a un par de botas, con el mandil de cuero puesto para no mancharse la guerrera.
El panorama entero de Montmartre sublevado se veía por entre el marco de la
ventana de este chiribitil.
Era aquello un enorme pueblo armado hasta los dientes,
con ametralladoras junto al abrevadero; la plaza de la iglesia, erizada de
bayonetas; una barricada delante de la escuela; las cajas de metralla al lado
de las latas de leche. Las casas, todas, transformadas en cuarteles, y en las
ventanas, polainas de uniforme puestas a secar. Quepis que se asomaban para
escuchar los toques de corneta y culatas de fusil que suenan dentro de las
prenderías, y de arriba abajo de la colina, un incesante rodar de cantimploras,
sables y gamellas. Realmente este Montmartre tio es el Montmartre salvaje que
hemos visto desfilar por el bulevar de los Italianos, el fusil en alto, el
barboquejo asegurado, marcando el paso, como diciendo: «¡Sacad bien el pecho:
nos mira la reacción!» Porque aquí los insurrectos están en la propia casa; y
a pesar de los cañones y de las barricadas se percibe un no se sabe qué libre,
apacible, familiar, que se cierne sobre su rebelión.
Lo que únicamente causa pena es ver el hormigueo de
pantalones rojos, desertores de todas las armas: zuavos, soldados de
infantería, móviles, que llenan la plaza de la alcaldía, acostados sobre los
bancos, tumbados en las aceras, ebrios, sucios, hechos harapos, con barbas de
ocho días. Precisamente cuando paso, uno de esos desgraciados, encaramado en
un árbol, arenga a las masas, tartamudeando, en medio de risas y
exclamaciones. A un lado de la plaza un batallón se prepara para ir a las
murallas.
-¡De frente! -es el grito de los oficiales, que agitan
el sable.
Los tambores redoblan a paso de carga, y los buenos milicianos,
llenos de ardor, se lanzan al asalto de una larga calle desierta, a cuyo
extremo se ven algunas gallinas, que despavoridas huyen chillando. En la parte
más alta, en un claro, entre los verdes jardines y las amarillas laderas, se
divisa el molino de la Galette ,
que ha sido convertido en puesto militar, y unas figurillas de guardias nacionales,
tiendas en línea y pequeñas hogueras que humean. Todo esto se destaca limpia y
finamente, como mirado por un anteojo, entre un cielo sombrío y lluvioso y el
ocre brillante del cerro.
III. El barrio de saint-antoine
Durante el sitio de París, una noche de enero me encontraba
en la plaza de Nanterre, como parte integrante de un batallón de franco-tiradores.
Nuestras avanzadas acababan de ser atacadas por el enemigo y nos armábamos
rápidamente para ir en ayuda de aquéllas. Mientras entre el viento y la nieve
se alineaban los hombres casi a tientas, vimos desembocar por una esquina una
patrulla que llegaba precedida de un farol.
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Móviles del Cuarenta y ocho -contestó una voz temblona.
Eran unos hombres pequeñitos, con capotes cortos, el quepis
ladeado y un trotecillo menudo.
A un par de pasos se les hubiera creído un batallón infantil;
pero cuando se acercó el sargento para darse a conocer, nuestras linternas
alumbraron a un pálido viejecito, arrugado y de blanca perilla, que parpadeaba
incesantemente. El niño tenía cuando menos cien años, y los otros no creo que
fueran mucho más mozos. Y sobre todo eso, un puro acento de París y un aire
incomparable de rompe y rasga. Viejos golfillos, en total.
Nada más llegar a las avanzadas, los pobres móviles se
habían perdido al andar de patrulla por vez primera. Les señalamos el camino.
-¡Rápido, compañeros: los prusianos atacan!
Y los viejecitos, completamente turbados, exclamaban:
-¡Ah! ¡Los prusianos atacan! -Y dando media vuelta se
perdieron en la noche, con su farol, que danzaba sacudido por el tiroteo.
Me es imposible expresar la impresión tan fantástica
que causaron en mí aquellos pequeños gnomos. Además ¡parecían tan viejos, tan
cansados, tan desconcertados!... Me imaginaba una patrulla francesa errando a
través de los campos desde 1848 y buscando su camino desde hacía veintitrés
años.
Los insurgentes del barrio de Saint-Antoine me han
traído a la memoria esta aparición. Allí he encontrado de nuevo a los ancianos
del 48, eternos extraviados, envejecidos pero incorregibles; el agitador de
cabellos blancos, el antiguo y divertido juego de la guerra civil, la clásica
barricada de dos o tres escalones, la bandera roja flameando en lo más alto,
las actitudes melodramáticas junto a las culatas de los cañones, las mangas remangadas
y los rostros huraños:
-¡Circulad, ciudadanos!
Y en seguida la bayoneta calada.
¡Qué trajín! ¡Qué agitación en aquel enorme arrabal de
Babel! Desde el Trone a la
Bastilla todo son alertas, alarmas, pesquisas, detenciones,
clubs al aire libre, peregrinaciones a la Columna , patrulleros que andan de parranda y han
olvidado el santo y seña, fusiles que se disparan solos, rufianes que han sido
llevados ante el comité de la calle Basfroi, la retreta, la generala y el toque
de alarma. ¡Ah, el toque de somatén! ¡Con qué furia sacuden esos bárbaros las
campanas! En cuanto cae el día, los campesinos se vuelven locos y hacen mover
las campanas como cascabeles de bufón. Hay el somatén de la borrachera,
jadeante, fantástico, irregular, entrecortado por hipos y desfalle-cimiento; el
somatén convencido, feroz, a brazo partido, que suena y suena hasta que se
rompe la cuerda, y hay también el somatén fofo, sin fe, cuyas notas
adormecidas caen pesadamente, como las del toque de queda.
Y entre esta terrible zambra, entre este enloquecimiento
de campanas y cerebros, me sorprende una cosa: la tranquilidad de la calle de
Lappe y de las callejas y travesías que irradian alrededor. Hay allí una
especie de ía auvernesa, en la que los hijos de Cantal[1]
trafican apaciblemente con su vieja chatarra, sin ocuparse para nada de la
revolución y como si ésta se desarrollase a mil leguas. Yo he visto, al pasar,
muy atareados a todos estos buenos Ramonencq[2]
en sus oscuras tiendas. Las mujeres hablaban en su jerigonza, haciendo calceta en
el poyo de la puerta, y los chiquillos de crespa cabellera se revolcaban en
medio de la calle, cubiertos de la cabeza a los pies de limaduras de hierro.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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