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domingo, 4 de agosto de 2013

Paisajes de la insurrección

I. En el barrio de marais

En la sombra húmeda y providencial de las largas y tortuosas calles por donde flotan olores de droguería y de madera de campeche -entre los antiguos palacios del tiempo de Enrique II y de Luis XIII, que la industria inoderna ha transformado en fábricas de agua de Seltz, de bronces y de productos químicos; entre los jardincillos musgosos, atestados de cajones; los patios de honor de anchas losas donde ruedan pesados camiones; bajo los bal­cones panzudos, las altas celosías, los piñones carcomi­dos, ahumados como apagacirios- la revolución, espe­cialmente en los primeros días, tenía un singular aspecto, un no sé qué de inocente y primitivo. En todas las esquinas se veían esbozos de barricadas, pero sin nadie que las guardara, sin cañones y sin ametralladoras. Eran sola­mente piedras amontonadas, sin arte, sin convicción, so­lamente por el gusto de interceptar la calle y ver reman­sarse el agua en grandes lagunas, donde se chapuzaban pandillas de pilluelos y flotas de barcos de papel. Todas las tiendas permanecían abiertas y los tenderos a las puer­tas, riendo y hablando de política desde una acera a la otra. Bien claramente se veía que esta gente no secunda­ba la revolución, aunque se percibía que se alegraban de que otros la llevaran a cabo, como si al remover el pavimento de estos pacíficos barrios se hubiera despertado el alma del viejo París, burlón, burgués y pendenciero.
Lo que se llamó antaño viento de fronda corría enton­ces por el Marais. En el frontispicio de los grandes pala­cios la mueca sardónica de los mascarones de piedra pa­recía decir: «No nos coge de sorpresa: ya conocemos esto.» Y bien a mi pesar iba vistiendo, en mi imaginación, con casacas floreadas y calzones cortos y anchos fieltros de ala vuelta a toda esa gente pintoresca compuesta de drogueros, doradores y abaceros, que miraban desde las aceras cómo desempedraban las calles y parecían enorgu­llecerse de tener una barricada a la puerta de su tienda.
De vez en cuando, al final de una larga callejuela os­cura, se veía brillar una bayoneta en la plaza de Gréve, sobre una pared del antiguo palacio municipal, dorada por el sol. Pasaban unos caballeros al galope por este trozo de luz: amplias capas grises, plumas al viento. La gente corría, gritaba y agitaba los sombreros. ¿Quién era? ¿La señorita de Montpensier o el general Cremer? En mi cabeza se barajaban las épocas. A lo lejos, el sol, la ca­misa roja de un correo garibaldino que pasaba a galope tendido y me hacía. el efecto de la sotana del cardenal de Retz. Y tampoco sabía si aquel astuto entre los astutos de que se hablaba en todos los grupos era Thiers o era Ma­zarino.
Creía estar viviendo trescientos años atrás.

II. En montmartre

Un día por la mañana, al subir por la calle de Lepic, vi, en un tenducho de zapatero remendón, a un oficial de la guardia nacional lleno de galones hasta el codo y con el sable al cinto, clavando medias suelas a un par de botas, con el mandil de cuero puesto para no mancharse la guerrera. El panorama entero de Montmartre sublevado se veía por entre el marco de la ventana de este chiribitil.
Era aquello un enorme pueblo armado hasta los dien­tes, con ametralladoras junto al abrevadero; la plaza de la iglesia, erizada de bayonetas; una barricada delante de la escuela; las cajas de metralla al lado de las latas de leche. Las casas, todas, transformadas en cuarteles, y en las ventanas, polainas de uniforme puestas a secar. Que­pis que se asomaban para escuchar los toques de corneta y culatas de fusil que suenan dentro de las prenderías, y de arriba abajo de la colina, un incesante rodar de can­timploras, sables y gamellas. Realmente este Montmartre tio es el Montmartre salvaje que hemos visto desfilar por el bulevar de los Italianos, el fusil en alto, el barboquejo asegurado, marcando el paso, como diciendo: «¡Sacad bien el pecho: nos mira la reacción!» Porque aquí los in­surrectos están en la propia casa; y a pesar de los cañones y de las barricadas se percibe un no se sabe qué libre, apa­cible, familiar, que se cierne sobre su rebelión.
Lo que únicamente causa pena es ver el hormigueo de pantalones rojos, desertores de todas las armas: zuavos, soldados de infantería, móviles, que llenan la plaza de la alcaldía, acostados sobre los bancos, tumbados en las ace­ras, ebrios, sucios, hechos harapos, con barbas de ocho días. Precisamente cuando paso, uno de esos desgracia­dos, encaramado en un árbol, arenga a las masas, tarta­mudeando, en medio de risas y exclamaciones. A un lado de la plaza un batallón se prepara para ir a las murallas.
-¡De frente! -es el grito de los oficiales, que agitan el sable.
Los tambores redoblan a paso de carga, y los buenos milicianos, llenos de ardor, se lanzan al asalto de una larga calle desierta, a cuyo extremo se ven algunas gallinas, que despavoridas huyen chillando. En la parte más alta, en un claro, entre los verdes jardines y las amarillas la­deras, se divisa el molino de la Galette, que ha sido con­vertido en puesto militar, y unas figurillas de guardias na­cionales, tiendas en línea y pequeñas hogueras que hu­mean. Todo esto se destaca limpia y finamente, como mi­rado por un anteojo, entre un cielo sombrío y lluvioso y el ocre brillante del cerro.

III. El barrio de saint-antoine

Durante el sitio de París, una noche de enero me en­contraba en la plaza de Nanterre, como parte integrante de un batallón de franco-tiradores. Nuestras avanzadas acababan de ser atacadas por el enemigo y nos armába­mos rápidamente para ir en ayuda de aquéllas. Mientras entre el viento y la nieve se alineaban los hombres casi a tientas, vimos desembocar por una esquina una patrulla que llegaba precedida de un farol.
-¡Alto! ¿Quién vive?
-Móviles del Cuarenta y ocho -contestó una voz temblona.
Eran unos hombres pequeñitos, con capotes cortos, el quepis ladeado y un trotecillo menudo.
A un par de pasos se les hubiera creído un batallón in­fantil; pero cuando se acercó el sargento para darse a co­nocer, nuestras linternas alumbraron a un pálido viejeci­to, arrugado y de blanca perilla, que parpadeaba incesan­temente. El niño tenía cuando menos cien años, y los otros no creo que fueran mucho más mozos. Y sobre todo eso, un puro acento de París y un aire incomparable de rompe y rasga. Viejos golfillos, en total.
Nada más llegar a las avanzadas, los pobres móviles se habían perdido al andar de patrulla por vez primera. Les señalamos el camino.
-¡Rápido, compañeros: los prusianos atacan!
Y los viejecitos, completamente turbados, exclama­ban:
-¡Ah! ¡Los prusianos atacan! -Y dando media vuel­ta se perdieron en la noche, con su farol, que danzaba sa­cudido por el tiroteo.
Me es imposible expresar la impresión tan fantástica que causaron en mí aquellos pequeños gnomos. Además ¡parecían tan viejos, tan cansados, tan desconcertados!... Me imaginaba una patrulla francesa errando a través de los campos desde 1848 y buscando su camino desde hacía veintitrés años.
Los insurgentes del barrio de Saint-Antoine me han traído a la memoria esta aparición. Allí he encontrado de nuevo a los ancianos del 48, eternos extraviados, enveje­cidos pero incorregibles; el agitador de cabellos blancos, el antiguo y divertido juego de la guerra civil, la clásica barricada de dos o tres escalones, la bandera roja flamean­do en lo más alto, las actitudes melodramáticas junto a las culatas de los cañones, las mangas remangadas y los rostros huraños:
-¡Circulad, ciudadanos!
Y en seguida la bayoneta calada.
¡Qué trajín! ¡Qué agitación en aquel enorme arrabal de Babel! Desde el Trone a la Bastilla todo son alertas, alarmas, pesquisas, detenciones, clubs al aire libre, pere­grinaciones a la Columna, patrulleros que andan de pa­rranda y han olvidado el santo y seña, fusiles que se dis­paran solos, rufianes que han sido llevados ante el comité de la calle Basfroi, la retreta, la generala y el toque de alarma. ¡Ah, el toque de somatén! ¡Con qué furia sacu­den esos bárbaros las campanas! En cuanto cae el día, los campesinos se vuelven locos y hacen mover las campanas como cascabeles de bufón. Hay el somatén de la borra­chera, jadeante, fantástico, irregular, entrecortado por hi­pos y desfalle-cimiento; el somatén convencido, feroz, a brazo partido, que suena y suena hasta que se rompe la cuerda, y hay también el somatén fofo, sin fe, cuyas no­tas adormecidas caen pesadamente, como las del toque de queda.
Y entre esta terrible zambra, entre este enloquecimien­to de campanas y cerebros, me sorprende una cosa: la tranquilidad de la calle de Lappe y de las callejas y tra­vesías que irradian alrededor. Hay allí una especie de ía auvernesa, en la que los hijos de Cantal[1] tra­fican apaciblemente con su vieja chatarra, sin ocuparse para nada de la revolución y como si ésta se desarrollase a mil leguas. Yo he visto, al pasar, muy atareados a to­dos estos buenos Ramonencq[2] en sus oscuras tiendas. Las mujeres hablaban en su jerigonza, haciendo calceta en el poyo de la puerta, y los chiquillos de crespa cabe­llera se revolcaban en medio de la calle, cubiertos de la cabeza a los pies de limaduras de hierro.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022



[1] Departamento de Auvernia.
[2] Nombre propio muy común en Auvernia.

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