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domingo, 4 de agosto de 2013

Los aduaneros

Hace varios años el inspector general de aduanas de Córcega me llevó consigo en viaje de inspección a lo largo de la costa. Aunque a él no se lo pareciera, fue un viaje memorable para mí. Cuarenta días de mar -casi el tiem­po suficiente para ir hasta La Habana- en una vieja bar­caza en la que para resguardarse del viento, de las olas, de la lluvia, solamente había una camareta embreada tan estrecha que apenas cabía una mesa y dos literas.
Había que ver a nuestros marineros durante el tem­poral. Con el rostro chorreando, calados hasta los huesos, los infelices se pasaban en pleno invierno días enteros, no­ches completas, acurrucados en los bancos mojados, tiri­tando de frío, envueltos en esta humedad mal-sana. No era posible encender fuego a bordo y a menudo resultaba difí­cil alcanzar la costa.
Pues bien: ni uno solo de estos hombres lamentaba su suerte. Y hasta en las circunstancias más duras los he visto siempre con la misma tranquilidad, con el mismo buen humor. Y, sin embargo, ¡qué vida tan triste la de esos marineros aduaneros!
Casados en su inmensa mayoría, con mujer e hijos en tierra, permanecen durante meses fuera, bordeando estas costas tan peligrosas. Su alimento se reduce a pan enmohe­cido y cebolla cruda. Jamás prueban el vino ni la carne, porque la carne y el vino son caros y esta gente sólo gana quinientos francos al año. ¡Quinientos francos al año! ¡Cuán mísera ha de ser su vivienda allá abajo en la playa! ¡Y sus hijos deberán de ir siempre descalzos! ¡Qué im­porta! Toda aquella gente parecía contenta. A popa, de­lante mismo de la cama-reta, había una enorme cubeta llena de agua de lluvia, en la que la tripulación venía a saciar su sed. Recuerdo que al acabar de beber, estos po­bres diablos apartaban el vaso de los labios con un « ¡Ah!» de satisfacción, y en su rostro se dibujaba una expresión de bien-estar, cómica y enternecedora a la vez.
El más alegre y satisfecho de todos era un marino pequeño, curtido y rechoncho, llamado Palombo. Se pa­saba la vida cantando, hasta en plena tempestad. Cuando había marejada, el cielo se ponía plomizo, las nubes esta­ban bajas, caía un granizo diminuto y todos oteaban el horizonte con la mano en la oreja para adivinar de dónde soplaría el viento, entonces rasgaba el silencio y la ansie­dad de a bordo la voz tranquila de Palombo, que comen­zaba a cantar:

No, mi señor,
es mucho honor;
Lisa, en verdad,
quedó en ciudad...

Las ráfagas de viento azotaban la embarcación, arran­caban gemidos de las jarcias, inundaban de agua la cu­bierta, pero la canción del aduanero proseguía alegre, ba­lanceándose como una gaviota en las crestas de las olas.
A veces el viento soplaba más recio y apenas si se oían algunas palabras; pero en el intervalo entre dos golpes de mar, mientras chorreaba agua por todas partes, se distin­guía el estribillo constante:

Lisa, en verdad,
quedó en ciudad...

Sin embargo, cierto día que el viento y la lluvia eran más fuertes no llegó a mis oídos la canción. Era algo insó­lito, tan extraordinario que decidí salir de la camareta para averiguar lo que ocurría.
-¡Eh, Palombo! ¿Ya no se canta? -le grité, asomando la cabeza.
Palombo no contestó. Permanecía inmóvil, tendido en su banco. Me acerqué a él. Le castañeteaban los dientes, y todo su cuerpo temblaba de fiebre.
-Tiene una puntura -me informaron sus compañe­ros, con la tristeza reflejada en el rostro.
Esta gente llama puntura a la pleuresía, porque pro­voca una punzada en el costado.
El cielo plomizo, la embarcación chorreando, el pobre enfermo febril arropado en su viejo capote de caucho, re­luciente bajo la lluvia, que le daba aspecto de piel de foca: jamás había visto nada tan lúgubre. Pronto el frío, el viento y el violento sacudir de las olas agravaron su mal. Se apo­deró de él el delirio y hubo que pensar en alcanzar el puerto más cercano.
Tras inauditos esfuerzos logramos arribar al anochecer a un puertecillo árido y silencioso, solamente animado por el vuelo en circuito de algunas avecillas. Altas rocas escar­padas rodeaban la playa, coronadas por malezas inextri­cables y arbustos de hoja perenne de un verde muy oscuro. Abajo, a ras del agua, se veía una casita blanca de postigos grises: era la aduana.
En medio de este paraje desierto, ese edificio estatal, con un número en el dintel como una gorra de uniforme, tenía un aspecto siniestro.
Aquí bajamos al desdichado Palombo. Triste asilo para un enfermo. Encon-tramos al aduanero que se disponía a comer, sentado junto al fuego, con su mujer y sus hijos. Todos tenían las facciones demacradas, amarillentas, los ojos desencajados, amoratados y febriles. La madre, joven aún, con una criatura en los brazos, temblaba como una azogada mientras hablaba.
-Es un sitio terrible -me susurró al oído el inspec­tor. Está ordenado que los aduaneros sean relevados cada dos años. Las fiebres palúdicas se los comen.
Sin embargo, en este caso se requería la presencia de un médico. Y no había ninguno hasta la localidad de Sar­tène, es decir, a seis u ocho leguas de allí. ¿Qué hacer? Nuestros marineros estaban comple-tamente agotados y era demasiado lejos para enviar a cualquier niño. Entonces la mujer se asomó afuera y gritó:
-¡Cecco! ¡Cecco!
Vimos entrar a un mozallón ligero y desenvuelto, ver­dadero tipo de cazador furtivo o de banditto, cubierto con un gorro de lana oscura y una pelliza de piel de cabra. Al desembarcar, ya me había llamado la atención. Le había visto sentado a la puerta, con la pipa encendida entre los dientes y un fusil en las rodillas; pero, sin saber por qué, había echado a correr al acercarnos. Tal vez se imaginó que venían carabineros con nosotros.
-Es mi primo -dijo la aduanera. No hay peligro de que se extravíe en la maleza.
Luego habló con él en voz baja, mientras señalaba al enfermo. El individuo hizo una leve inclinación sin pro­nunciar palabra, salió, silbó a su perro y partió veloz, con el fusil al hombro, saltando de roca en roca con sus largas piernas.
Mientras tanto los niños, a quienes parecía aterrorizar la presencia del inspector, acabaron de prisa su plato de castañas y queso blanco.
Finalmente la madre subió a acostarlos. El padre en­cendió la linterna y se fue de inspección por la, costa. Noso­tros nos quedamos junto al fuego, velando al enfermo que se debatía en el jergón, como si aún estuviésemos en el mar, sacudidos por las olas.
Para aliviarle en parte su puntura, pusimos a calentar guijarros y ladrillos que aplicamos después al costado. Una o dos veces que me acerqué a él pareció reconocerme, me tendió penosamente la mano y yo estreché entre las mías la suya ardiente y reseca que semejaba uno de los la­ drillos recién sacados del fuego.
¡Triste velada! Afuera el tiempo había empeorado al caer el día, y se oía el estrépito infernal de la tempestad, los chorros de espuma y la batalla de las rocas y el mar. De vez en cuando el huracán se deslizaba por la bahía y envolvía por entero la casita. El fuego del hogar se avi­vaba súbitamente e iluminaba de pronto los rostros taci­turnos de los marineros reunidos en torno de la chimenea, que contemplaban la lumbre con esa plácida expresión que proporciona el hábito de las grandes extensiones y de los horizontes sin fin.
También a veces Palombo gemía suavemente. Entonces todas las miradas se volvían hacia el rincón oscuro donde el viejo compañero estaba en trance de muerte, lejos de los suyos, sin auxilio. De su pecho hinchado se escapaban profundos suspiros.
Es lo único que arranca a estos trabajadores del mar, pacientes y dulces, el sentimiento de su propio infortunio. Entre ellos no hay revueltas ni huelgas. ¡Un suspiro y nada más!
Sin embargo, al pasar ante mí un aduanero para avi­var el fuego con una brazada de broza, me susurró afli­gido:
-Ya lo ve, señor. ¡Cuán penoso es a veces nuestro oficio!

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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