Hace varios años el inspector general de aduanas de
Córcega me llevó consigo en viaje de inspección a lo largo de la costa. Aunque
a él no se lo pareciera, fue un viaje memorable para mí. Cuarenta días de mar -casi
el tiempo suficiente para ir hasta La Habana- en una vieja barcaza en la que para
resguardarse del viento, de las olas, de la lluvia, solamente había una
camareta embreada tan estrecha que apenas cabía una mesa y dos literas.
Había que ver a nuestros marineros durante el temporal.
Con el rostro chorreando, calados hasta los huesos, los infelices se pasaban en
pleno invierno días enteros, noches completas, acurrucados en los bancos
mojados, tiritando de frío, envueltos en esta humedad mal-sana. No era posible
encender fuego a bordo y a menudo resultaba difícil alcanzar la costa.
Pues bien: ni uno solo de estos hombres lamentaba su
suerte. Y hasta en las circunstancias más duras los he visto siempre con la
misma tranquilidad, con el mismo buen humor. Y, sin embargo, ¡qué vida tan
triste la de esos marineros aduaneros!
Casados en su inmensa mayoría, con mujer e hijos en
tierra, permanecen durante meses fuera, bordeando estas costas tan peligrosas.
Su alimento se reduce a pan enmohecido y cebolla cruda. Jamás prueban el vino
ni la carne, porque la carne y el vino son caros y esta gente sólo gana quinientos
francos al año. ¡Quinientos francos al año! ¡Cuán mísera ha de ser su vivienda
allá abajo en la playa! ¡Y sus hijos deberán de ir siempre descalzos! ¡Qué importa!
Toda aquella gente parecía contenta. A popa, delante mismo de la cama-reta,
había una enorme cubeta llena de agua de lluvia, en la que la tripulación venía
a saciar su sed. Recuerdo que al acabar de beber, estos pobres diablos
apartaban el vaso de los labios con un « ¡Ah!» de satisfacción, y en su rostro
se dibujaba una expresión de bien-estar, cómica y enternecedora a la vez.
El más alegre y satisfecho de todos era un marino
pequeño, curtido y rechoncho, llamado Palombo. Se pasaba la vida cantando,
hasta en plena tempestad. Cuando había marejada, el cielo se ponía plomizo, las
nubes estaban bajas, caía un granizo diminuto y todos oteaban el horizonte con
la mano en la oreja para adivinar de dónde soplaría el viento, entonces rasgaba
el silencio y la ansiedad de a bordo la voz tranquila de Palombo, que comenzaba
a cantar:
No, mi
señor,
es mucho
honor;
Lisa, en
verdad,
quedó en
ciudad...
Las ráfagas de viento azotaban la embarcación, arrancaban
gemidos de las jarcias, inundaban de agua la cubierta, pero la canción del
aduanero proseguía alegre, balanceándose como una gaviota en las crestas de
las olas.
A veces el viento soplaba más recio y apenas si se
oían algunas palabras; pero en el intervalo entre dos golpes de mar, mientras
chorreaba agua por todas partes, se distinguía el estribillo constante:
Lisa, en
verdad,
quedó en
ciudad...
Sin embargo, cierto día que el viento y la lluvia eran
más fuertes no llegó a mis oídos la canción. Era algo insólito, tan
extraordinario que decidí salir de la camareta para averiguar lo que ocurría.
-¡Eh, Palombo! ¿Ya no se canta? -le grité, asomando la
cabeza.
Palombo no contestó. Permanecía inmóvil, tendido en su
banco. Me acerqué a él. Le castañeteaban los dientes, y todo su cuerpo temblaba
de fiebre.
-Tiene una puntura
-me informaron sus compañeros, con la tristeza reflejada en el rostro.
Esta gente llama puntura
a la pleuresía, porque provoca una punzada en el costado.
El cielo plomizo, la embarcación chorreando, el pobre
enfermo febril arropado en su viejo capote de caucho, reluciente bajo la
lluvia, que le daba aspecto de piel de foca: jamás había visto nada tan
lúgubre. Pronto el frío, el viento y el violento sacudir de las olas agravaron
su mal. Se apoderó de él el delirio y hubo que pensar en alcanzar el puerto
más cercano.
Tras inauditos esfuerzos logramos arribar al anochecer
a un puertecillo árido y silencioso, solamente animado por el vuelo en circuito
de algunas avecillas. Altas rocas escarpadas rodeaban la playa, coronadas por
malezas inextricables y arbustos de hoja perenne de un verde muy oscuro.
Abajo, a ras del agua, se veía una casita blanca de postigos grises: era la
aduana.
En medio de este paraje desierto, ese edificio
estatal, con un número en el dintel como una gorra de uniforme, tenía un
aspecto siniestro.
Aquí bajamos al desdichado Palombo. Triste asilo para
un enfermo. Encon-tramos al aduanero que se disponía a comer, sentado junto al
fuego, con su mujer y sus hijos. Todos tenían las facciones demacradas,
amarillentas, los ojos desencajados, amoratados y febriles. La madre, joven aún,
con una criatura en los brazos, temblaba como una azogada mientras hablaba.
-Es un sitio terrible -me susurró al oído el inspector.
Está ordenado que los aduaneros sean relevados cada dos años. Las fiebres palúdicas
se los comen.
Sin embargo, en este caso se requería la presencia de
un médico. Y no había ninguno hasta la localidad de Sartène, es decir, a seis
u ocho leguas de allí. ¿Qué hacer? Nuestros marineros estaban comple-tamente
agotados y era demasiado lejos para enviar a cualquier niño. Entonces la mujer
se asomó afuera y gritó:
-¡Cecco! ¡Cecco!
Vimos entrar a un mozallón ligero y desenvuelto, verdadero
tipo de cazador furtivo o de banditto,
cubierto con un gorro de lana oscura y una pelliza de piel de cabra. Al
desembarcar, ya me había llamado la atención. Le había visto sentado a la
puerta, con la pipa encendida entre los dientes y un fusil en las rodillas;
pero, sin saber por qué, había echado a correr al acercarnos. Tal vez se
imaginó que venían carabineros con nosotros.
-Es mi primo -dijo la aduanera. No hay peligro de que
se extravíe en la maleza.
Luego habló con él en voz baja, mientras señalaba al
enfermo. El individuo hizo una leve inclinación sin pronunciar palabra, salió,
silbó a su perro y partió veloz, con el fusil al hombro, saltando de roca en
roca con sus largas piernas.
Mientras tanto los niños, a quienes parecía
aterrorizar la presencia del inspector, acabaron de prisa su plato de castañas
y queso blanco.
Finalmente la madre subió a acostarlos. El padre encendió
la linterna y se fue de inspección por la, costa. Nosotros nos quedamos junto
al fuego, velando al enfermo que se debatía en el jergón, como si aún
estuviésemos en el mar, sacudidos por las olas.
Para aliviarle en parte su puntura, pusimos a calentar guijarros y ladrillos que aplicamos
después al costado. Una o dos veces que me acerqué a él pareció reconocerme, me
tendió penosamente la mano y yo estreché entre las mías la suya ardiente y
reseca que semejaba uno de los la drillos recién sacados del fuego.
¡Triste velada! Afuera el tiempo había empeorado al caer
el día, y se oía el estrépito infernal de la tempestad, los chorros de espuma y
la batalla de las rocas y el mar. De vez en cuando el huracán se deslizaba por
la bahía y envolvía por entero la casita. El fuego del hogar se avivaba
súbitamente e iluminaba de pronto los rostros taciturnos de los marineros
reunidos en torno de la chimenea, que contemplaban la lumbre con esa plácida
expresión que proporciona el hábito de las grandes extensiones y de los
horizontes sin fin.
También a veces Palombo gemía suavemente. Entonces
todas las miradas se volvían hacia el rincón oscuro donde el viejo compañero
estaba en trance de muerte, lejos de los suyos, sin auxilio. De su pecho hinchado
se escapaban profundos suspiros.
Es lo único que arranca a estos trabajadores del mar,
pacientes y dulces, el sentimiento de su propio infortunio. Entre ellos no hay
revueltas ni huelgas. ¡Un suspiro y nada más!
Sin embargo, al pasar ante mí un aduanero para avivar
el fuego con una brazada de broza, me susurró afligido:
-Ya lo ve, señor. ¡Cuán penoso es a veces nuestro
oficio!
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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