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domingo, 4 de agosto de 2013

El secreto de maese cornille

Francet Mamaï, un viejo flautín que viene de cuando en cuando a pasar la velada conmigo, y a beber vino ca­liente, me contó la otra noche un pequeño drama de al­dea, del que mi molino fue testigo hace unos veinte años. El relato de mi amigo me ha impresionado, y voy a in­tentar contároslo tal como lo oí. Imaginaos por un mo­mento, amables lectores, que estáis sentados ante una ja­rra de buen vino y que es un viejo flautín quien os habla.
Nuestro país, mi querido señor, no fue siempre un lu­gar sin vida y sin nombre, como hoy día. Antaño exis­tía un floreciente comercio de molinería, y de diez leguas a la redonda la gente de las masadas nos traía su trigo para molerlo... En torno a la aldea, las colinas estaban coronadas de molinos de viento. A derecha e izquierda no se veía más que las aspas empujadas por el violento maes­tral, que se asomaban por encima de las copas de los pi­nos, y una interminable retahíla de borriquillos cargados con sacos, que subían y bajaban a lo largo de los cami­nos. Durante toda la semana daba gusto oír el chasquido de los látigos, el crujir de la arpillera y el griterío de los mozos del molino... El domingo íbamos a los molinos en grupos. Y allá arriba los molineros nos convidaban a mos­catel. Las molineras eran lindas como reinas, con sus pa­ñoletas de encaje y sus cruces de oro.
Yo llevaba mi flautín, y hasta bien entrada la noche se bailaban farandolas. Aquellos molinos eran la alegría y la riqueza de nuestro país.
Desgraciadamente unos franceses de París tuvieron la malhadada idea de instalar una, fábrica de harinas en la carretera de Tarascón. «Todo lo nuevo es bueno», como se dice entre nosotros. La gente empezó a habituarse a en­viar su trigo a los harineros, y los pobres molinos de vien­to se quedaron sin trabajo. Durante algún tiempo trataron de luchar, pero el motor fue más fuerte, y uno tras otro los molinos se vieron obligados a desistir de su empeño y cerrar. Ya no se vieron más borriquillos. Las lindas mo­lineras vendieron sus cruces de oro. ¡Se acabó el mosca­tel! ¡Se acabó la farandola! ¡Ya podía soplar el maes­tral, que las aspas permanecían inmóviles!... Luego, un buen día, el municipio decidió barrer todas aquellas ca­suchas y en su lugar plantó viñas y olivos.
Sin embargo, en medio de aquel desastre, un molino se mantuvo firme y continuó girando valerosamente ante las mismas barbas de los harineros. Era el molino de mae­se Cornille, el mismo en el que estamos pasando la velada en estos momentos.
Maese Cornille era un viejo molinero que desde hacía sesenta años vivía metido en la harina, y orgulloso de su condición. Se sentía furioso por el cariz que tomaban los acontecimientos. La instalación de la fábrica de harinas le había hecho salir de sus casillas. Durante ocho días co­rrió como un loco por el pueblo, alborotando a su alrede­dor, gritando a pleno pulmón que intentaban envenenar a toda Provenza con la harina infecta de la fábrica.
-No se os ocurra ir allá abajo -decía sin cesar Esos bribones se sirven del vapor para preparar el parA, lo cual constituye un invento diabólico, mientras qtie yo trabajo honradamente con el maestral y la tramontana, que son el aliento de Dios.
Y como éstas, salieron a borbotones las más hermosas palabras en alabanza a los molinos de viento, pero nadie le prestaba oídos. Entonces, muerto de rabia, el viejo se encerró en su molino y vivió en la más absoluta soledad, como una fiera salvaje.
Ni siquiera quiso conservar junto a sí a su nietecita Vivette, una chiquilla de quince años, que, tras la muerte de sus padres, sólo tenía en el mundo a su abuelo. La po­bre niña se vio obligada a ganarse la vida y a ir de masada en masada para trabajar a jornal durante la siega, la cría de los gusanos de seda o la recolección de la aceituna. Sin embargo, su abuelo aparentaba quererla con locura. A me­nudo llegó a recorrer cuatro leguas a pie bajo un sol abra­sador con tal de ver a su nieta en las masadas donde tra­bajaba, y cuando estaba a su lado se pasaba horas ente­ras contemplándola con lágrimas en los ojos.
En el país todo el mundo pensaba que el anciano mo­linero trataba así a Vivette por avaricia, y le criticaban que permitiera a la niña ir de una granja a otra para ga­narse el sustento. También se encontraba denigrante que una persona de renombre como maese Cornille, que has­ta entonces había merecido todos los respetos, fuera aho­ra por las calles como un verdadero bohemio, descalzo, con el gorro lleno de agujeros y la ropa hecha jirones.
Lo cierto es que el domingo, cuando le veíamos entrar en la iglesia para asistir a la santa misa, los viejos nos sen­tíamos aver-gonzados de él; y Cornille debía de adivinar nuestros sentimientos, porque no se atrevía a sentarse en nuestro mismo banco. Siempre permanecía al fondo de la iglesia, junto a la pila del agua bendita, con los po­bres.
En la vida de maese Cornille algo había que no resul­taba dema-siado claro. Desde hacía mucho tiempo nadie en el pueblo le llevaba trigo, y sin embargo las aspas de sn molino giraban siempre como antes. Al anochecer po­día verse al viejo molinero por los caminos que conducían a su molino precedido siempre de su borriquillo cargado con enormes sacos de harina.
-¡Buenas noches, maese Cornille! -le gritaban los lugareños. ¿Conque funciona siempre su molino?
-¡Siempre, amigos míos! -contestaba indefectiblemente el anciano, con la alegría pintada en el rostro! ¡A Dios gracias no es trabajo lo que nos falta!
Si alguna vez por casualidad alguien se atrevía a preguntarle de dónde diablos le venía tanto trabajo, maese Cornille se llevaba un dedo a los labios y le contestaba gravemente:
-¡Chitón! Trabajo para la exportación.
Y jamás se pudo averiguar nada más.
En cuanto a meter la nariz en su molino, no había ni que soñarlo. Ni siquiera la pequeña Vivette lo conseguía.
Al pasar por delante del molino siempre se veía la puerta cerrada, las grandes aspas en movimiento, al viejo borriquillo pastando en el prado contiguo y a un enorme gato que tomaba el sol en el alféizar de la ventana y cla­vaba su mirada perversa en quien osara acercarse.
Todo esto olía a misterio e incitaba a la gente a char­lar más de la cuenta. Cada uno explicaba a su manera el secreto de maese Cornille; pero el rumor general era que el viejo molinero tenía en su molino más sacos de escu­dos que costales de harina.
Sin embargo, a la larga, todo acabó por descubrirse. Veamos cómo:
Mientras la gente joven bailaba al son de mi flautín, ad­vertí un buen día que el mayor de mis hijos y la pequeña Vivette se habían enamorado mutuamente. En el fondo no me desagradó, porque después de todo el apellido Cor­nille siempre resultaba un honor, y además me complacía. en extremo que ese gorrioncito de Vivette correteara por mi casa.
Lo único que me preocupaba era arreglar el asunto al instante, y decidí subir hasta el viejo molino para hablar dos palabras con el abuelo. ¡Ah! ¡El viejo brujo! Hay que ver cómo me recibió. Resultó humanamente imposi­ble convencerle de que abriera la puerta. Hube de expli­carle mis motivos bien que mal a través del ojo de la ce­rradura. Y durante todo el tiempo que estuve hablando, ese conde-nado de gato escuálido estuvo resoplando sobre mi cabeza.
El viejo Cornille ni siquiera me dejó acabar y me gritó con malos modos que me volviera a mi flautín, y que si tenía prisa por casar a mi hijo, fuera en busca de las chi­cas que trabajaban en la fábrica de harinas. La sangre se me subía a la cabeza al oir tan insultantes palabras; pero era lo bastante juicioso para contenerme, por lo que, de­jando al viejo loco en su molino, fui a comunicar a los chicos mi desencanto... Los pobres corderos no podían creerlo. Me pidieron como singular favor que les permi­tiera subir juntos al molino para hablar al abuelo. No tuve valor para rehusar, y he aquí que la parejita partió con el corazón lleno de esperanza.
Precisamente cuando llegaron allá arriba, maese Cor­nille acababa de salir. La puerta estaba cerrada con dos vueltas; pero el buen viejo había dejado al marchar la escalera fuera, y los chicos tuvieron la idea de saltar por la ventana y atisbar lo que había dentro del famoso mo­lino...
¡Cosa singular! La estancia de la muela estaba vacía. Ni un saco, ni un grano de trigo, ni la menor huella de harina en las paredes ni en las telas de araña... Ni se per­cibía ese suave olor cálido del trigo candeal triturado que perfuma el interior de los molinos. El vástago de transmi­sión estaba lleno de polvo, y el enorme gato escuálido dormía encima.
La habitación inferior mostraba idéntico aspecto de miseria y de abandono. Un camastro, unos andrajos, un mendrugo de pan en un peldaño de la escalera, y luego en un rincón tres o cuatro sacos reventados de los que se escapaban escombros y yeso.
¡Allí estaba el secreto de maese Cornille! Eso era lo que paseaba por los caminos al anochecer, empeñado en salvar el honor del viejo molino y dispuesto a hacer creer a la gente que se trataba de harina. ¡Pobre molino! ¡Pobre Cornille! Hacia mucho tiempo que los harineros le habían quitado sus medios de vida. Las aspas giraban sin cesar, pero la muela continuaba vacía, sin grano.
De regreso los chicos contaron con lágrimas en los ojos lo que habían visto. Al oírlos se me partía el corazón. Sin perder un minuto corrí en busca de mis vecinos y en dos palabras los puse al corriente de todo, y convinimos que era preciso llevar cuanto antes al molino de maese Corm­lle todo el trigo que tuviéramos en casa. Dicho y hecho. Toda la aldea se puso en camino y llegamos allá arriba con una procesión de borriquillos cargados de trigo..., ¡de trigo de verdad!
El molino estaba abierto de par en par. Ante la puerta, maese Cornille, sentado en un saco de yeso, lloraba con la cabeza entre las manos. Acababa de advertir que du­rante su ausencia alguien había entrado en el viejo mo­lino y había descubierto su triste secreto.
-¡Pobre de mí! -decía. Ahora no me queda más que morirme. ¡El molino está deshonrado!
Y sollozaba tan acongojado que partía el alma. Lla­maba a su molino con toda clase de nombres cariñosos, como si hablase con una persona de carne y hueso.
En aquel instante los borriquillos alcanzaron el mon­tículo donde se alzaba el molino, y todos comenzaron a gritar con voz recia, como en los buenos tiempos de los molineros:
-¡Ah del molino! ¡Ah, maese Cornille!
Y hete aquí que los sacos iban amontonándose a la puerta y el grano dorado cubría el suelo por doquier.
Maese Cornille abrió desmesuradamente los ojos. Tomó el trigo en el hueco de su mano rugosa y exclamó, riendo y llorando a la vez:
-¡Es trigo! ¡Dios mío! ¡Trigo de verdad! Dejadme que lo vea.
Después se volvió hacia nosotros y dijo:
-¡Ah! ¡Ya sabía yo que algún día volveríais!
Quisimos llevarle en triunfo por el pueblo, pero él se opuso.
-No, amigos míos, no. Es preciso ante todo que dé de comer a mi molino. ¡Hace tanto tiempo que no hinca el diente en el grano!...
Con lágrimas en los ojos contemplamos todos cómo el viejo molinero iba de acá para allá, abriendo los sacos, vaciándolos, vigilando la muela, mientras el grano era triturado y el finísimo polvo harinoso volaba hasta el techo.
En honor de la justicia debo decir que a partir de aquel día jamás permitimos que al viejo molinero le faltara tra­bajo.
Luego, una mañana, maese Cornille murió, y las aspas de ese último molino cesaron de girar, y esta vez para siempre. Nadie sustituyó al viejo Cornille.
¿Qué quiere; señor? Todo tiene fin en este mundo, y debemos creer que la época de los molinos de viento ha pasado, como la de las gabarras por el Ródano y las cha­quetas de flores enormes.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)

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