Francet Mamaï, un viejo flautín que viene de cuando en
cuando a pasar la velada conmigo, y a beber vino caliente, me contó la otra
noche un pequeño drama de aldea, del que mi molino fue testigo hace unos veinte
años. El relato de mi amigo me ha impresionado, y voy a intentar contároslo
tal como lo oí. Imaginaos por un momento, amables lectores, que estáis
sentados ante una jarra de buen vino y que es un viejo flautín quien os habla.
Nuestro país, mi querido señor, no fue siempre un lugar
sin vida y sin nombre, como hoy día. Antaño existía un floreciente comercio de
molinería, y de diez leguas a la redonda la gente de las masadas nos traía su
trigo para molerlo... En torno a la aldea, las colinas estaban coronadas de
molinos de viento. A derecha e izquierda no se veía más que las aspas empujadas
por el violento maestral, que se asomaban por encima de las copas de los pinos,
y una interminable retahíla de borriquillos cargados con sacos, que subían y
bajaban a lo largo de los caminos. Durante toda la semana daba gusto oír el
chasquido de los látigos, el crujir de la arpillera y el griterío de los mozos
del molino... El domingo íbamos a los molinos en grupos. Y allá arriba los
molineros nos convidaban a moscatel. Las molineras eran lindas como reinas,
con sus pañoletas de encaje y sus cruces de oro.
Yo llevaba mi flautín, y hasta bien entrada la noche se
bailaban farandolas. Aquellos molinos eran la alegría y la riqueza de nuestro
país.
Desgraciadamente unos franceses de París tuvieron la
malhadada idea de instalar una, fábrica de harinas en la carretera de Tarascón.
«Todo lo nuevo es bueno», como se dice entre nosotros. La gente empezó a
habituarse a enviar su trigo a los harineros, y los pobres molinos de viento
se quedaron sin trabajo. Durante algún tiempo trataron de luchar, pero el motor
fue más fuerte, y uno tras otro los molinos se vieron obligados a desistir de
su empeño y cerrar. Ya no se vieron más borriquillos. Las lindas molineras
vendieron sus cruces de oro. ¡Se acabó el moscatel! ¡Se acabó la farandola! ¡Ya
podía soplar el maestral, que las aspas permanecían inmóviles!... Luego, un
buen día, el municipio decidió barrer todas aquellas casuchas y en su lugar
plantó viñas y olivos.
Sin embargo, en medio de aquel desastre, un molino se
mantuvo firme y continuó girando valerosamente ante las mismas barbas de los
harineros. Era el molino de maese Cornille, el mismo en el que estamos pasando
la velada en estos momentos.
Maese Cornille era un viejo molinero que desde hacía
sesenta años vivía metido en la harina, y orgulloso de su condición. Se sentía
furioso por el cariz que tomaban los acontecimientos. La instalación de la
fábrica de harinas le había hecho salir de sus casillas. Durante ocho días corrió
como un loco por el pueblo, alborotando a su alrededor, gritando a pleno
pulmón que intentaban envenenar a toda Provenza con la harina infecta de la
fábrica.
-No se os ocurra ir allá abajo -decía sin cesar Esos
bribones se sirven del vapor para preparar el parA, lo cual constituye un
invento diabólico, mientras qtie yo trabajo honradamente con el maestral y la
tramontana, que son el aliento de Dios.
Y como éstas, salieron a borbotones las más hermosas palabras
en alabanza a los molinos de viento, pero nadie le prestaba oídos. Entonces,
muerto de rabia, el viejo se encerró en su molino y vivió en la más absoluta
soledad, como una fiera salvaje.
Ni siquiera quiso conservar junto a sí a su nietecita Vivette,
una chiquilla de quince años, que, tras la muerte de sus padres, sólo tenía en
el mundo a su abuelo. La pobre niña se vio obligada a ganarse la vida y a ir
de masada en masada para trabajar a jornal durante la siega, la cría de los
gusanos de seda o la recolección de la aceituna. Sin embargo, su abuelo
aparentaba quererla con locura. A menudo llegó a recorrer cuatro leguas a pie
bajo un sol abrasador con tal de ver a su nieta en las masadas donde trabajaba,
y cuando estaba a su lado se pasaba horas enteras contemplándola con lágrimas
en los ojos.
En el país todo el mundo pensaba que el anciano molinero
trataba así a Vivette por avaricia, y le criticaban que permitiera a la niña ir
de una granja a otra para ganarse el sustento. También se encontraba
denigrante que una persona de renombre como maese Cornille, que hasta entonces
había merecido todos los respetos, fuera ahora por las calles como un
verdadero bohemio, descalzo, con el gorro lleno de agujeros y la ropa hecha
jirones.
Lo cierto es que el domingo, cuando le veíamos entrar en
la iglesia para asistir a la santa misa, los viejos nos sentíamos aver-gonzados
de él; y Cornille debía de adivinar nuestros sentimientos, porque no se atrevía
a sentarse en nuestro mismo banco. Siempre permanecía al fondo de la iglesia,
junto a la pila del agua bendita, con los pobres.
En la vida de maese Cornille algo había que no resultaba
dema-siado claro. Desde hacía mucho tiempo nadie en el pueblo le llevaba trigo,
y sin embargo las aspas de sn molino giraban siempre como antes. Al anochecer
podía verse al viejo molinero por los caminos que conducían a su molino
precedido siempre de su borriquillo cargado con enormes sacos de harina.
-¡Buenas noches, maese Cornille! -le gritaban los
lugareños. ¿Conque funciona siempre su molino?
-¡Siempre, amigos míos! -contestaba indefectiblemente
el anciano, con la alegría pintada en el rostro! ¡A Dios gracias no es trabajo
lo que nos falta!
Si alguna vez por casualidad alguien se atrevía a preguntarle
de dónde diablos le venía tanto trabajo, maese Cornille se llevaba un dedo a
los labios y le contestaba gravemente:
-¡Chitón! Trabajo para la exportación.
Y jamás se pudo averiguar nada más.
En cuanto a meter la nariz en su molino, no había ni
que soñarlo. Ni siquiera la pequeña Vivette lo conseguía.
Al pasar por delante del molino siempre se veía la
puerta cerrada, las grandes aspas en movimiento, al viejo borriquillo pastando
en el prado contiguo y a un enorme gato que tomaba el sol en el alféizar de la
ventana y clavaba su mirada perversa en quien osara acercarse.
Todo esto olía a misterio e incitaba a la gente a charlar
más de la cuenta. Cada uno explicaba a su manera el secreto de maese Cornille;
pero el rumor general era que el viejo molinero tenía en su molino más sacos de
escudos que costales de harina.
Sin embargo, a la larga, todo acabó por descubrirse.
Veamos cómo:
Mientras la gente joven bailaba al son de mi flautín,
advertí un buen día que el mayor de mis hijos y la pequeña Vivette se habían
enamorado mutuamente. En el fondo no me desagradó, porque después de todo el
apellido Cornille siempre resultaba un honor, y además me complacía. en
extremo que ese gorrioncito de Vivette correteara por mi casa.
Lo único que me preocupaba era arreglar el asunto al instante,
y decidí subir hasta el viejo molino para hablar dos palabras con el abuelo.
¡Ah! ¡El viejo brujo! Hay que ver cómo me recibió. Resultó humanamente imposible
convencerle de que abriera la puerta. Hube de explicarle mis motivos bien que
mal a través del ojo de la cerradura. Y durante todo el tiempo que estuve
hablando, ese conde-nado de gato escuálido estuvo resoplando sobre mi cabeza.
El viejo Cornille ni siquiera me dejó acabar y me
gritó con malos modos que me volviera a mi flautín, y que si tenía prisa por
casar a mi hijo, fuera en busca de las chicas que trabajaban en la fábrica de
harinas. La sangre se me subía a la cabeza al oir tan insultantes palabras;
pero era lo bastante juicioso para contenerme, por lo que, dejando al viejo
loco en su molino, fui a comunicar a los chicos mi desencanto... Los pobres
corderos no podían creerlo. Me pidieron como singular favor que les permitiera
subir juntos al molino para hablar al abuelo. No tuve valor para rehusar, y he
aquí que la parejita partió con el corazón lleno de esperanza.
Precisamente cuando llegaron allá arriba, maese Cornille
acababa de salir. La puerta estaba cerrada con dos vueltas; pero el buen viejo
había dejado al marchar la escalera fuera, y los chicos tuvieron la idea de
saltar por la ventana y atisbar lo que había dentro del famoso molino...
¡Cosa singular! La estancia de la muela estaba vacía.
Ni un saco, ni un grano de trigo, ni la menor huella de harina en las paredes
ni en las telas de araña... Ni se percibía ese suave olor cálido del trigo
candeal triturado que perfuma el interior de los molinos. El vástago de transmisión
estaba lleno de polvo, y el enorme gato escuálido dormía encima.
La habitación inferior mostraba idéntico aspecto de
miseria y de abandono. Un camastro, unos andrajos, un mendrugo de pan en un
peldaño de la escalera, y luego en un rincón tres o cuatro sacos reventados de
los que se escapaban escombros y yeso.
¡Allí estaba el secreto de maese Cornille! Eso era lo
que paseaba por los caminos al anochecer, empeñado en salvar el honor del viejo
molino y dispuesto a hacer creer a la gente que se trataba de harina. ¡Pobre
molino! ¡Pobre Cornille! Hacia mucho tiempo que los harineros le habían quitado
sus medios de vida. Las aspas giraban sin cesar, pero la muela continuaba
vacía, sin grano.
De regreso los chicos contaron con lágrimas en los
ojos lo que habían visto. Al oírlos se me partía el corazón. Sin perder un
minuto corrí en busca de mis vecinos y en dos palabras los puse al corriente de
todo, y convinimos que era preciso llevar cuanto antes al molino de maese Cormlle
todo el trigo que tuviéramos en casa. Dicho y hecho. Toda la aldea se puso en
camino y llegamos allá arriba con una procesión de borriquillos cargados de
trigo..., ¡de trigo de verdad!
El molino estaba abierto de par en par. Ante la
puerta, maese Cornille, sentado en un saco de yeso, lloraba con la cabeza entre
las manos. Acababa de advertir que durante su ausencia alguien había entrado
en el viejo molino y había descubierto su triste secreto.
-¡Pobre de mí! -decía. Ahora no me queda más que
morirme. ¡El molino está deshonrado!
Y sollozaba tan acongojado que partía el alma. Llamaba
a su molino con toda clase de nombres cariñosos, como si hablase con una
persona de carne y hueso.
En aquel instante los borriquillos alcanzaron el montículo
donde se alzaba el molino, y todos comenzaron a gritar con voz recia, como en
los buenos tiempos de los molineros:
-¡Ah del molino! ¡Ah, maese Cornille!
Y hete aquí que los sacos iban amontonándose a la puerta
y el grano dorado cubría el suelo por doquier.
Maese Cornille abrió desmesuradamente los ojos. Tomó
el trigo en el hueco de su mano rugosa y exclamó, riendo y llorando a la vez:
-¡Es trigo! ¡Dios mío! ¡Trigo de verdad! Dejadme que
lo vea.
Después se volvió hacia nosotros y dijo:
-¡Ah! ¡Ya sabía yo que algún día volveríais!
Quisimos llevarle en triunfo por el pueblo, pero él se
opuso.
-No, amigos míos, no. Es preciso ante todo que dé de
comer a mi molino. ¡Hace tanto tiempo que no hinca el diente en el grano!...
Con lágrimas en los ojos contemplamos todos cómo el
viejo molinero iba de acá para allá, abriendo los sacos, vaciándolos, vigilando
la muela, mientras el grano era triturado y el finísimo polvo harinoso volaba
hasta el techo.
En honor de la justicia debo decir que a partir de
aquel día jamás permitimos que al viejo molinero le faltara trabajo.
Luego, una mañana, maese Cornille murió, y las aspas
de ese último molino cesaron de girar, y esta vez para siempre. Nadie sustituyó
al viejo Cornille.
¿Qué quiere; señor? Todo tiene fin en este mundo, y
debemos creer que la época de los molinos de viento ha pasado, como la de las
gabarras por el Ródano y las chaquetas de flores enormes.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso)
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