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domingo, 4 de agosto de 2013

Las langostas

La noche de mi llegada a esta granja de Argelia no pude conciliar el sueño.
El viaje agitado, la novedad del país, los aullidos de los chacales, el calor enervante, opresivo, el cansancio absoluto, la falta de aire, como si el mosquitero no le per­mitiese el paso... Todo me impedía dormir.
De madrugada abrí la ventana. Una neblina estival pesada, que apenas tenía movimiento, y cuyos rebordes parecían pintados de negro y rosa, flotaba en el ambiente, como una nube de polvo sobre un campo de batalla. No se movía ni una hoja. Bajo mi vista se extendían viñedos diseminados por los declives, que acariciados por el ar­diente sol convertirían el fruto en vino azucarado. En rin­cones sombreados había frutas europeas, diminutos na­ranjos, enanos mandarineros alineados en largas hileras microscópicas, de aspecto triste, y cuyas hojas inmóviles esperaban la furia del vendaval. Hasta los plátanos, siem­pre agitados por la brisa que desmelena su ligera cabelle­ra, estaban silenciosos y quietos, caídos sus penachos re­gulares.
Me detuve un momento a. contemplar esta plantación maravillosa, en la que todos los árboles del mundo se ha­llaban reunidos, proporcionando cada uno en su estación flores y frutos, a pesar de haber crecido lejos de su país de origen.
Entre los trigales y los macizos de alcornoques corría un arroyuelo, refrescante para esta mañana sofocante.
Mientras admiraba el lujo y el orden de este hermoso plantío, la bella granja de arcadas morunas, las terrazas blancas de aurora, las cuadras y las bodegas construidas a su alrededor, pensé que veinte años atrás, cuando esa brava gente llegó para instalarse en la cañada del Sahel, no había encontrado más que una choza inmunda de peón caminero, una tierra inculta erizada de palmeras enanas y unos cuantos lentiscos.
Todo estaba por crear, había que construirlo todo. Las revueltas de los árabes eran continuas. A menudo había que dejar el arado para empuñar el fusil. Se sucedían sin interrupción las enfermedades, las oftalmías, las fiebres palúdicas, las cosechas escuálidas, las vacilaciones provo­cadas por la inexperiencia, la lucha constante con la ad­ministración colonial. ¡Cuántos esfuerzos! ¡Cuántas fatigas! ¡Qué incesante vigilancia!
Aún ahora, a pesar de haber quedado atrás los malos tiempos y haber conseguido afianzar una fortuna, tan du­ramente ganada, el matrimonio es el primero en levantar­se cada día en la granja. De madrugada los oigo ir y venir por las amplias cocinas de la planta baja, vigilando el café de los trabajadores. Pronto se oye el tañido de una cam­pana, y al instante los jornaleros desfilan por el camino. Viñadores de Bourgogne, campesinos cabileños vistiendo harapos y con un fez rojo, cavadores mahoneses con las piernas al aire, malteses, gente de Lucquois, todo un pue­blo abigarrado y difícil de encauzar.
El colono, de pie ante la puerta, indicaba a cada uno su tarea para la incipiente jornada, con voz reposada, algo ruda tal vez. Cuando hubo acabado, el buen hombre alzó la cabeza, escudriñó el cielo con expresión inquieta, y, al verme junto a la ventana, exclamó:
-Mal tiempo para el campo... Ahí llega el siroco.
En efecto: a medida que el sol subía en el horizonte nos llegaban del sur bocanadas de aire abrasador, sofocante, como si hubiesen dejado abierta la puerta de un horno. No sabía uno dónde meterse. Toda la mañana fue por el estilo. Tomamos café sentados en las esterillas de la gale­ría, sin ánimos de hablar ni de movernos. Los perros per­manecían tendidos en las baldosas, buscando la frescura, cambiando continuamente de posición.
El almuerzo nos animó un tanto. Fue un almuerzo co­pioso y exquisito, en el que nos sirvieron carpas, truchas, jabalí, erizos, queso y mantequilla de Staouéli, vinos de Crescia, guayabas, bana-nas..., un excelente muestrario de todas las viandas que pudiera haber a nuestro alre­dedor.
Estábamos a punto de levantarnos de la mesa cuando a través de la puerta ventana, que permanecía cerrada para preservarnos del calor agobiante del jardín, llegaron a nuestros oídos gritos desgarradores:
-¡La langosta! ¡La langosta!
Mi anfitrión se tornó pálido, como si le anunciasen el peor de los desastres, y ambos salimos precipitadamente. Durante diez minutos hubo en la habitación, tan tranquila momentos antes, ruido de pasos precipitados, gritos con­fusos, constante agitación, como si todo despertase de pronto.
De la penumbra de los vestíbulos, en los que estaban dormitando, los sirvientes se lanzaron fuera haciendo re­sonar los palos, bieldos, mayales y cuantos utensilios me­tálicos caían en sus manos, como calderos de cobre, cace­rolas y palanganas. Los pastores hacían sonar sus trom­pas. Otros acudían soplando caracolas y cuernos de caza. El estruendo era aterrador, horrísono, disonante, sólo do­minado por los aullidos de los nativos y los «¡Yu! ¡Yu! ¡Yu!» de las mujeres árabes que habían acudido desde un aduar vecino.
A menudo basta con un ruido ensordecedor, con el ulu­lar del viento, para que la langosta se aleje sin descender siquiera sobre los sembrados.
Pero ¿dónde estaban esas terribles langostas? En el cielo vibrante de calor yo no podía ver más que una nube compacta que asomaba por el horizonte. Las ramas de mil árboles de un bosque movidas por el huracán no pro­ducirían tamaño estruendo. Eran las langostas. Se soste­nían entre sí con las alas resecas extendidas y engarza­das, y volaban en enjambre. A pesar de nuestros gritos constantes y de nuestros esfuerzos denodados, la nube avanzaba siempre, proyectando en la llanura una som­bra inmensa. Pronto llegó a evolucionar por encima de nuestras cabezas. Durante un segundo los bordes se des­garraron y, como las primeras gotas de un violento tur­bión, cayeron distintas, rojizas; en seguida el nubarrón se desplomó, y los insectos, copiosos y ruidosos, lo asola­ron todo. Hasta donde se perdía la vista los campos esta­ban cubiertos de langostas, langostas enormes, grandes como dedos.
Entonces comenzó la matanza. Un horrible murmullo de despachurra-miento, repelente, asqueroso, con sonido a paja triturada. Con los rastrillos, las azadas, los arados, remueven sin cesar el suelo. Cuantos más bichos matan, más hay. Las langostas pululan por doquier, formando verdaderas alfombras, con las largas patas enzarzadas. Las de encima dan saltos enormes, prodigio de habilidad, brincando sobre las narices de los caballos, enjaezados para tan extraño trabajo.
Los perros de la granja y los del aduar, lanzados y azu­zados en medio del campo, se arrojan sobre ellas y las muerden rabiosamente. En este preciso momento llegan dos compañías de soldados en ayuda de los infelices co­lonos, y la matanza cambia de aspecto.
En vez de matar y aplastar a las langostas, los soldados las queman rociándolas con largos regueros de pólvora.           
El corazón se me partía de pena al contemplar miles de raices blancas, llenas de savia, que iban apareciendo en
Cansado de darles muerte, asqueado por el insoportable hedor, decido penetrar en el interior de la granja. Hay tantas o más que en el exterior. Entran por las puertas, por las ventanas, por las chimeneas. En el reborde del maderaje, en las cortinas comidas, las langostas se incrus­tan, caen, vuelan, trepan por las paredes blancas forman­do una gigantesca sombra que centuplica su fealdad. Y siempre ese hedor insoportable.
Para cenar hubo que prescindir del agua. Las cister­nas, los pozos, los estanques, los viveros, todo estaba in­fectado.
Por la noche en mi habitación, donde se había llevado a cabo una espantosa carnicería, todavía pude oír el ruido característico bajo los muebles. Este chasquido de alas parecía el chisporroteo de las cáscaras que estallan a fue­go vivo. Aquella noche no pude conciliar el sueño. Por otra parte, alrededor de la granja todo permanecía alerta. A ras del suelo corrían las llamas de un confín al otro de la llanura. Los soldados proseguían matando langostas.
A la mañana siguiente, cuando abrí mi ventana, la langosta había desa-parecido. Pero ¡qué estragos había de­jado tras ella! Ni una flor, ni una brizna de hierba; todo había quedado renegrido, corroído, calcinado, convertido en una verdadera ruina. Los plátanos, los albaricoqueros, los naranjos, los melocotoneros se reconocían solamente por el aspecto de sus ramas descar-nadas, sin el encanto de su follaje, que es la más clara manifestación de vida del árbol.
Con ímprobo trabajo se fueron limpiando las cister­nas, los embalses. Por doquier los trabajadores cavaban la tierra para matar los huevos dejados por los insectos. Cada terrón era revuelto y desmenuzado concienzuda­mente.
El corazón se me partía de pena al comtemplar miles de raíces blancas, llenas de savia, que iban aperciendo en esta metódica destrucción de tierra fértil.

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso) - 022

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