La noche de mi llegada a esta granja de Argelia no
pude conciliar el sueño.
El viaje agitado, la novedad del país, los aullidos de
los chacales, el calor enervante, opresivo, el cansancio absoluto, la falta de
aire, como si el mosquitero no le permitiese el paso... Todo me impedía
dormir.
De madrugada abrí la ventana. Una neblina estival
pesada, que apenas tenía movimiento, y cuyos rebordes parecían pintados de
negro y rosa, flotaba en el ambiente, como una nube de polvo sobre un campo de
batalla. No se movía ni una hoja. Bajo mi vista se extendían viñedos
diseminados por los declives, que acariciados por el ardiente sol convertirían
el fruto en vino azucarado. En rincones sombreados había frutas europeas,
diminutos naranjos, enanos mandarineros alineados en largas hileras
microscópicas, de aspecto triste, y cuyas hojas inmóviles esperaban la furia
del vendaval. Hasta los plátanos, siempre agitados por la brisa que desmelena
su ligera cabellera, estaban silenciosos y quietos, caídos sus penachos regulares.
Me detuve un momento a. contemplar esta plantación
maravillosa, en la que todos los árboles del mundo se hallaban reunidos,
proporcionando cada uno en su estación flores y frutos, a pesar de haber
crecido lejos de su país de origen.
Entre los trigales y los macizos de alcornoques corría
un arroyuelo, refrescante para esta mañana sofocante.
Mientras admiraba el lujo y el orden de este hermoso
plantío, la bella granja de arcadas morunas, las terrazas blancas de aurora, las
cuadras y las bodegas construidas a su alrededor, pensé que veinte años atrás,
cuando esa brava gente llegó para instalarse en la cañada del Sahel, no había
encontrado más que una choza inmunda de peón caminero, una tierra inculta
erizada de palmeras enanas y unos cuantos lentiscos.
Todo estaba por crear, había que construirlo todo. Las
revueltas de los árabes eran continuas. A menudo había que dejar el arado para
empuñar el fusil. Se sucedían sin interrupción las enfermedades, las oftalmías,
las fiebres palúdicas, las cosechas escuálidas, las vacilaciones provocadas
por la inexperiencia, la lucha constante con la administración colonial.
¡Cuántos esfuerzos! ¡Cuántas fatigas! ¡Qué incesante vigilancia!
Aún ahora, a pesar de haber quedado atrás los malos
tiempos y haber conseguido afianzar una fortuna, tan duramente ganada, el
matrimonio es el primero en levantarse cada día en la granja. De madrugada los
oigo ir y venir por las amplias cocinas de la planta baja, vigilando el café de
los trabajadores. Pronto se oye el tañido de una campana, y al instante los
jornaleros desfilan por el camino. Viñadores de Bourgogne, campesinos cabileños
vistiendo harapos y con un fez rojo, cavadores mahoneses con las piernas al
aire, malteses, gente de Lucquois, todo un pueblo abigarrado y difícil de
encauzar.
El colono, de pie ante la puerta, indicaba a cada uno
su tarea para la incipiente jornada, con voz reposada, algo ruda tal vez.
Cuando hubo acabado, el buen hombre alzó la cabeza, escudriñó el cielo con
expresión inquieta, y, al verme junto a la ventana, exclamó:
-Mal tiempo para el campo... Ahí llega el siroco.
En efecto: a medida que el sol subía en el horizonte
nos llegaban del sur bocanadas de aire abrasador, sofocante, como si hubiesen
dejado abierta la puerta de un horno. No sabía uno dónde meterse. Toda la
mañana fue por el estilo. Tomamos café sentados en las esterillas de la galería,
sin ánimos de hablar ni de movernos. Los perros permanecían tendidos en las
baldosas, buscando la frescura, cambiando continuamente de posición.
El almuerzo nos animó un tanto. Fue un almuerzo copioso
y exquisito, en el que nos sirvieron carpas, truchas, jabalí, erizos, queso y
mantequilla de Staouéli, vinos de Crescia, guayabas, bana-nas..., un excelente
muestrario de todas las viandas que pudiera haber a nuestro alrededor.
Estábamos a punto de levantarnos de la mesa cuando a
través de la puerta ventana, que permanecía cerrada para preservarnos del calor
agobiante del jardín, llegaron a nuestros oídos gritos desgarradores:
-¡La langosta! ¡La langosta!
Mi anfitrión se tornó pálido, como si le anunciasen el
peor de los desastres, y ambos salimos precipitadamente. Durante diez minutos
hubo en la habitación, tan tranquila momentos antes, ruido de pasos
precipitados, gritos confusos, constante agitación, como si todo despertase de
pronto.
De la penumbra de los vestíbulos, en los que estaban
dormitando, los sirvientes se lanzaron fuera haciendo resonar los palos,
bieldos, mayales y cuantos utensilios metálicos caían en sus manos, como
calderos de cobre, cacerolas y palanganas. Los pastores hacían sonar sus trompas.
Otros acudían soplando caracolas y cuernos de caza. El estruendo era aterrador,
horrísono, disonante, sólo dominado por los aullidos de los nativos y los «¡Yu! ¡Yu! ¡Yu!» de las mujeres árabes que habían acudido desde un aduar vecino.
A menudo basta con un ruido ensordecedor, con el ulular
del viento, para que la langosta se aleje sin descender siquiera sobre los
sembrados.
Pero ¿dónde estaban esas terribles langostas? En el
cielo vibrante de calor yo no podía ver más que una nube compacta que asomaba
por el horizonte. Las ramas de mil árboles de un bosque movidas por el huracán
no producirían tamaño estruendo. Eran las langostas. Se sostenían entre sí
con las alas resecas extendidas y engarzadas, y volaban en enjambre. A pesar
de nuestros gritos constantes y de nuestros esfuerzos denodados, la nube
avanzaba siempre, proyectando en la llanura una sombra inmensa. Pronto llegó
a evolucionar por encima de nuestras cabezas. Durante un segundo los bordes se
desgarraron y, como las primeras gotas de un violento turbión, cayeron
distintas, rojizas; en seguida el nubarrón se desplomó, y los insectos,
copiosos y ruidosos, lo asolaron todo. Hasta donde se perdía la vista los
campos estaban cubiertos de langostas, langostas enormes, grandes como dedos.
Entonces comenzó la matanza. Un horrible murmullo de
despachurra-miento, repelente, asqueroso, con sonido a paja triturada. Con los
rastrillos, las azadas, los arados, remueven sin cesar el suelo. Cuantos más
bichos matan, más hay. Las langostas pululan por doquier, formando verdaderas
alfombras, con las largas patas enzarzadas. Las de encima dan saltos enormes,
prodigio de habilidad, brincando sobre las narices de los caballos, enjaezados
para tan extraño trabajo.
Los perros de la granja y los del aduar, lanzados y
azuzados en medio del campo, se arrojan sobre ellas y las muerden
rabiosamente. En este preciso momento llegan dos compañías de soldados en ayuda
de los infelices colonos, y la matanza cambia de aspecto.
En vez de matar y aplastar a las langostas, los
soldados las queman rociándolas con largos regueros de pólvora.
El corazón se me partía de pena al contemplar miles de
raices blancas, llenas de savia, que iban apareciendo en
Cansado de darles muerte, asqueado por el insoportable
hedor, decido penetrar en el interior de la granja. Hay tantas o más que en el
exterior. Entran por las puertas, por las ventanas, por las chimeneas. En el
reborde del maderaje, en las cortinas comidas, las langostas se incrustan,
caen, vuelan, trepan por las paredes blancas formando una gigantesca sombra
que centuplica su fealdad. Y siempre ese hedor insoportable.
Para cenar hubo que prescindir del agua. Las cisternas,
los pozos, los estanques, los viveros, todo estaba infectado.
Por la noche en mi habitación, donde se había llevado
a cabo una espantosa carnicería, todavía pude oír el ruido característico bajo
los muebles. Este chasquido de alas parecía el chisporroteo de las cáscaras que
estallan a fuego vivo. Aquella noche no pude conciliar el sueño. Por otra
parte, alrededor de la granja todo permanecía alerta. A ras del suelo corrían
las llamas de un confín al otro de la llanura. Los soldados proseguían matando
langostas.
A la mañana siguiente, cuando abrí mi ventana, la
langosta había desa-parecido. Pero ¡qué estragos había dejado tras ella! Ni una
flor, ni una brizna de hierba; todo había quedado renegrido, corroído,
calcinado, convertido en una verdadera ruina. Los plátanos, los albaricoqueros,
los naranjos, los melocotoneros se reconocían solamente por el aspecto de sus
ramas descar-nadas, sin el encanto de su follaje, que es la más clara
manifestación de vida del árbol.
Con ímprobo trabajo se fueron limpiando las cisternas,
los embalses. Por doquier los trabajadores cavaban la tierra para matar los
huevos dejados por los insectos. Cada terrón era revuelto y desmenuzado
concienzudamente.
El corazón se me partía de pena al comtemplar miles de
raíces blancas, llenas de savia, que iban aperciendo en esta metódica
destrucción de tierra fértil.
Cuento del
lunes
1.034. Daudet (Alfonso) - 022
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