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domingo, 4 de agosto de 2013

La ultima clase

(Relato de un niño alsaciano)

Con motivo de haberme retrasado más de la cuenta en ir aquella mañana a la escuela me temía una buena repri­menda, porque, además, el señor Hamel nos había dicho que pensaba preguntarnos sobre los participios y yo no sabía ni una letra. Estuve tentado de hacer novillos e irme a corretear por los campos.
¡Disfrutábamos de un tiempo tan hermoso, tan cla­ro!... Se oía a los mirlos silbar a la entrada del bosque, y en el prado Rippert, detrás del aserradero, se oía también a los prusianos cómo hacían la instrucción. Como se com­prenderá, todo esto llamaba más mi atención que la con­jugación del participio, pero supe dominarme, resistí la tentación y corrí velozmente hacia la escuela.
Frente a la alcaldía vi bastante gente parada ante el tablón de anuncios. A través de él nos llegaban todas las malas noticias desde hacía dos años: las batallas perdidas, las requisas, las órdenes de la comandancia. Y sin dete­nerme en el camino me pregunté: «¿Qué puede ocurrir aún?»
Cuando atravesaba la plaza a toda prisa me vio el herrero Watcher, el cual se hallaba con su aprendiz leyendo el bando, y me gritó:
-¡Vamos, muchacho: no corras tanto, que tienes tiempo de sobra para llegar a la escuela!
Creí advertir algo de sorna en el tono de su voz, y entré sin aliento en el patio de la escuela.
Corrientemente, al empezar la clase se armaba un gran alboroto que se oía incluso en la calle: el abrir y cerrar de los pupitres; las lecciones repetidas a viva voz por todos a la vez -lo que hacíamos con los oídos tapados para mejor aprendérnosla-, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa.
-¡Por favor, silencio! ¡Guarden un poco de silencio! -exclamaba.
Desde luego yo contaba ya con este jaleo para desli­zarme en mi banco sin ser visto; pero precisamente aquel día todo estaba tranquilo como una mañana de domingo. Vi, por la abierta ventana, a mis compañeros alineados en sus lugares respectivos y al señor Hamel, que pasaba y repasaba, con su terrible palmeta debajo del brazo. No me quedó más remedio que abrir la puerta y entrar en medio de aquel inmenso silencio. ¡No es necesario decir la vergüenza y el pánico que tenía!
Bueno, pues no ocurrió nada. El señor Hamel me miró sin rencor y su tono era suave cuando me dijo:
-Pronto a tu sitio, hijo mío. Ibamos a empezar la clase sin ti.
Salté sobre el banco para sentarme rápidamente al pu­pitre. Entonces fue cuando me di cuenta, recobrado un poco de mi miedo, de que el maestro llevaba su hermosa levita verde, su chorrera rizada y el gorro bordado de seda negra, que sólo se ponía los días de inspección o de dis­tribución de premios. La clase entera, además, tenía un no sé qué de extraordinario, de solemne; pero lo que más me sorprendió fue ver en el fondo de la sala, en los bancos que solían quedar siempre desiertos, unos cuantos viejos sentados, silenciosos como nosotros: el anciano Hauser, el antiguo alcalde, el cartero viejo y unos cuantos más. Sus rostros reflejaban tristeza. Hauser había llevado un silabario, roído por los bordes, que sostenía abierto en las rodillas con las gruesas gafas entre las páginas.
Observaba yo todo esto, cuando el señor Hamel se subió a la tribuna y, con la misma voz grave y dulce con que me había recibido, nos dijo:
-¡Hijos míos! Hoy es el último día que os doy clase. De Berlín ha llegado la orden de que no se enseñe más que el alemán en las escuelas de Alsacia y Lorena... El nuevo maestro llegará mañana. Hoy será nuestra última lección de francés. Os ruego que pongáis la mayor atención.
Sus palabras me trastornaron profundamente. ¡Mise­rables! Esto es lo que fraguaban con el bando de la al­caldía.
¡Mi última lección de francés! ¡Y yo que apenas sabía escribir!... Así, pues, ¡no lo aprenderla nunca! ¡No po­dría pasar de ahí! ¡Cómo me reprochaba el tiempo per­dido, los novillos que había hecho para ir a coger nidos o a patinar sobre el Saar! Los libros que hacía poco me aburrían tanto y me pesaban tanto en la mano, mi gra­mática, mi historia sagrada, me parecían. ahora viejos amigos, de los que me iba a costar mucho trabajo sepa­rarme. Lo mismo que del señor Hamel. La idea de que iba a marcharse, de que no le volvería a ver más, me hacía olvidar los castigos y palmetazos.
¡Pobre señor Hamel! Se había puesto su traje de fiesta en honor de la última clase. Comprendí entonces también por qué aquellos viejos del pueblo habían venido a sentarse al extremo de la clase. Tal vez lamentaban no haber acudi­do a ella más a menudo; era también una forma de agra­decer al maestro sus cuarenta años de eficientes servicios, de ofrecer sus respetos a la patria que se marchaba con él...
Estaba reflexionando sobre todo esto cuando oí cómo el maestro pronunciaba mi nombre. Era mi turno. ¡Y qué no habría dado por decir de carretilla toda aquella terrible lección del participio, muy alto, muy claro, sin una sola falta! Pero a las primeras de cambio... me embrollé, y allí estaba yo, de pie, balanceándome en el banco, con el co­razón angustiado y sin atreverme ni a levantar la cabeza.
El profesor exclamó:
-No voy a reñirte, hijo mío; bastante castigado es­tás... Pero, mira, así son las cosas. Todos los días nos repetimos: ¡Bah! Tengo tiempo de sobra, mañana estu­diaré. Y luego aquí tienes lo que sucede. ¡Ah, sí! Ésta ha sido la desgracia de nuestra Alsacia: dejar siempre la ins­trucción para mañana. Ahora esa gente tiene derecho a decirnos : Pero, ¡cómo!, ¿pretendéis ser franceses y no sa­béis hablar nuestra lengua? Tú no tienes mucha culpa de todo ello, pero sí todos nosotros tenemos muchas cosas que echarnos en cara.
Tras una breve pausa prosiguió:
-A vuestros padres no les ha importado mucho com­probar vuestra instrucción. Preferían enviaros a trabajar al campo o a las fábricas, para reunir algo más de dinero. Y yo mismo: ¿no tengo también que reprocharme algo? ¿No os he hecho regar muchas veces mi jardín en vez de estudiar? Y cuando deseaba irme a pescar truchas, ¿me violentaba algo para mandaros a paseo?
El señor Hamel pasó de una a otra cosa, llegando a hablarnos de la lengua francesa. Nos dijo que era la len­gua más hermosa del mundo, la más clara, la más sólida; que era preciso guardarla entre nosotros y no olvidarla ja­más, porque cuando un pueblo cae en la esclavitud, si conserva bien la lengua propia, es como si tuviese la llave de la prisión[1]. Luego cogió una gramática y nos leyó la lección. Yo estaba asombrado de ver cómo le compren­día, y cuanto decía me parecía facilísimo. Tal vez ocurría que jamás le había escuchado con tanta atención, y que tampoco él había puesto tanta paciencia en sus explicacio­nes. Era como si el infeliz tratase de insuflamos todo su saber antes de irse, como si quisiese introducirlo en nues­tras cabezas de una vez.
Terminada la lección, pasamos a la escritura. El señor Hamel nos había preparado modelos nuevos, sobre los que había escrito con una hermosa letra redondilla: «Francia, Alsacia, Francia, Alsacia.» Semejaban banderitas ondean­do por la clase, colgadas como de un mástil sobre nuestros pupitres. ¡Qué aplicación la nuestra entonces! ¡Y qué si­lencio! No se oía más que el rasguear de las plumas sobre el papel. Por la ventana entraron zumbando unos abejo­rros; nadie se fijó en ellos, ni siquiera los más pequeños, que no levantaban cabeza, trazando sus palotes con tanta afición como si fuesen también francés.
Las palomas se arrullaban dulcemente sobre el tejado de la escuela, y yo, oyéndolas, me preguntaba: «¿Las obligarán también a que se arrullen en alemán?»
Yo levantaba de vez en cuando los ojos para mirar al señor Hamel, quien, inmóvil en la silla, miraba fijamente los objetos a su alrededor, como si tratase de llevarse en la mirada toda la escuela. Desde hacía cuarenta años es­taba allí, en el mismo sitio, con el patio enfrente y la clase siempre igual; sólo los bancos, los pupitres, habían sido lustrados y bruñidos por el uso; en el patio habían creci­do los nogales, y la enredadera, plantada por él, festo­neando las ventanas, subía hasta el tejado. ¡Qué gran tor­tura debía de ser para aquel pobre hombre dejar todas aquellas cosas y oír a su hermana, que trajinaba en el piso de arriba preparando las maletas ! Tenían que mar­charse al día siguiente. ¡Tenía que irse de su tierra para siempre!
No obstante tuvo aún los ánimos necesarios para dar­nos la clase del principio al fin. Tras la escritura dimos la lección de historia; después los más pequeños cantaron a coro el «ba, be, bi, bo, bu». Hacia el extremo de la clase, en los últimos bancos, el viejo Hauser se había puesto los lentes y, con la cartilla abierta, deletreaba también con los los párvulos. Se veía que también él se aplicaba; su voz tem­blaba de emoción, y era tan gracioso oírle que sentíamos deseos de reír y llorar al mismo tiempo. ¡Ay, si!... ¡Nun­ca olvidaré aquella última clase!
Entonces el reloj de la iglesia dio las doce, ya conti­nuación sonó el Ángelus. En el mismo instante los sonidos de las trompetas de los prusianos, que regresaban de la instrucción, resonaron bajo las ventanas. El profesor lla­mel se levantó del sillón completamente demudado. A mí nunca me había parecido tan alto.
-¡Hijos míos, hijos míos... -exclamó, yo..., yo...!
Pero algo le ahogaba, y la frase no pudo ser acabada.
Se volvió hacia la pizarra, cogió la tiza y, apretando con todas sus fuerzas, escribió en trazos tan gruesos como pudo: «¡Viva Francia!»
Y se quedó allí, con la cabeza apoyada contra la pa­red, silencioso, haciéndonos una seña con la mano, que quería decir: «La clase ha terminado... Podéis salir.»

Cuento del lunes

1.034. Daudet (Alfonso)


[1] «Si conserva su lengua, tiene la llave que le liberta de sus cade-nas.» F. Mistral. - (N. del A.)

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